La secretaria que custodiaba la puerta del despacho del director, sin decir nada, les indicó con un gesto que entraran.
Al igual que en la ocasión anterior, el director estaba sentado a su mesa, meciéndose suavemente en su silla. Tenía los codos apoyados en la superficie pulida y brillante de madera y las puntas de los dedos juntas, lo que le confirió un aspecto de depredador cuando se inclinó hacia delante. A la derecha de Jeffrey, sentados en el sofá, estaban los otros dos hombres que se hallaban presentes en la primera reunión: el calvo y mayor a quien Clayton había bautizado como Bundy, que llevaba la corbata aflojada y cuyo traje parecía ligeramente arrugado, como si hubiera dormido en el sofá; y el hombre más joven y elegantemente vestido de la oficina del gobernador, a quien había dado el apodo de Starkweather. Éste apartó la vista cuando Jeffrey hizo su entrada.
—Buenos días, profesor —saludó el director.
—Buenos días, señor Manson —respondió Jeffrey.
—¿Le apetece un café? ¿Algo de comer?
—No, gracias —dijo Jeffrey.
—Bien. Entonces podemos pasar directamente a los asuntos de trabajo. —Señaló las dos sillas colocadas frente al amplio escritorio de caoba, invitándoles a sentarse.
Jeffrey ordenó unos papeles sobre su regazo y luego miró al director.
—Me alegro de que haya podido venir para ponernos al día sobre sus progresos —comenzó Manson.
—O falta de progresos —farfulló Starkweather, cortándolo, lo que ocasionó que el director lo fulminase con la mirada. Como la vez anterior, el agente Martin estaba sentado impertérrito, aguardando a que le hicieran alguna pregunta para abrir la boca, desplegando todo el instinto de conservación de un funcionario experimentado.
—Oh, creo que está usted siendo muy injusto, señor Starkweather —dijo el director—. Tengo la impresión de que el buen profesor sabe bastantes más cosas que cuando llegó aquí…
Jeffrey asintió con la cabeza.
—La cuestión que debemos dilucidar es, como siempre, cuál es la mejor manera de aprovechar los conocimientos del profesor. ¿Cómo puede sernos útil? ¿Qué ventajas tiene para nosotros? ¿Estoy en lo cierto, profesor?
—Sí —respondió.
—Y estoy en lo cierto al pensar que hemos tomado al menos una decisión crítica, ¿verdad, profesor?
Jeffrey titubeó, se aclaró la garganta y asintió de nuevo.
—Sí —dijo despacio—. Por lo visto, nuestro objetivo guarda, en efecto, relación conmigo.
No era capaz de pronunciar la palabra «padre», pero el señor Bundy lo hizo en su lugar:
—¡Así que el cabrón enfermo que lo está jodiendo todo es su padre!
Jeffrey se volvió parcialmente en su asiento.
—Eso parece. Aun así, yo no descartaría un engaño extremadamente astuto. Es decir, quizás alguien que tuvo un trato personal con mi padre reunió información y detalles que él conocía. Pero las probabilidades de que ocurra algo así son sumamente escasas.
—¿Y, qué sentido tendría, al fin y al cabo? —preguntó Manson. Tenía una voz balsámica, suave, como el lubricante sintético, que contrastaba en sumo grado con el tono bravucón y frenético de los otros dos hombres. Jeffrey pensó que Manson debía de ser un tipo que sabía imponerse, a juzgar por el modo en que se contenía—. Es decir, ¿por qué fraguar un engaño semejante? No, creo que podemos dar por sentado sin temor a equivocarnos que el profesor ha cumplido al menos con la primera tarea que le encomendamos: ha identificado con exactitud la fuente de nuestros «problemas». —Manson hizo una pausa tras la que añadió—: Le doy la enhorabuena, profesor.
Jeffrey asintió, pero pensó que habría sido más correcto afirmar que la fuente de sus problemas lo había identificado con exactitud a él, una posibilidad que ellos podrían haber previsto razonablemente después de publicar su nombre y fotografía en el periódico de manera tan ostentosa. No comentó esto en voz alta.
—Yo creía que había venido a encontrar a ese hijo de puta para que pudiéramos encargarnos de él —señaló Starkweather—. Me parece que las felicitaciones podrían esperar a que llegase ese momento.
Bundy, el hombre del traje arrugado, se mostró de acuerdo enseguida.
—Entender no es lo mismo que progresar —dijo—. Me gustaría saber si estamos más próximos a identificar a ese hombre para que podamos detenerlo y seguir adelante con nuestras vidas. ¿O hace falta que le recuerde que, cuanto más tardemos, mayor será la amenaza para nuestro futuro?
—¿Se refiere a su futuro político? —preguntó Jeffrey con un deje de sarcasmo—. ¿O quizás a su futuro económico? Claro que probablemente van muy unidos.
Bundy se removió en el sofá y se inclinó hacia delante, irritado, y se disponía a replicar cuando Manson alzó la mano.
—Caballeros, le hemos dado muchas vueltas a esta cuestión. —Se volvió parcialmente hacia Clayton y al mismo tiempo cogió un abrecartas de los de antes que estaba sobre el escritorio. El mango era de madera tallada y la hoja reflejaba la luz del sol. Manson apretó el borde agudo contra la palma de su mano, como para poner a prueba el filo—. Nunca hemos considerado que sería una detención fácil, ni siquiera con la inestimable ayuda del buen profesor. Y seguirá siendo una misión difícil, a pesar de lo que hemos descubierto, incluso aquí, donde la ley nos da tanta ventaja. Aun así, hemos hecho grandes avances en poco tiempo, ¿no es cierto, profesor? —Creo que eso es exacto, sí.
Pensó que en esa sala se estaba abusando un poco de la palabra «cierto», pero tampoco lo dijo en voz alta.
Manson sonrió y se encogió de hombros, mirando a los otros dos hombres.
—Esta investigación, profesor… ¿Recuerda algún caso parecido en los anales de la historia? ¿En la bibliografía sobre esta clase de asesinos? ¿O en esos archivos del FBI con los que está usted tan familiarizado, tal vez?
Jeffrey tosió, intentando concentrarse. No esperaba esta pregunta y de pronto se sintió como uno de los alumnos a los que les ponía un examen oral sin previo aviso.
—Percibo elementos de otros casos, de casos famosos. Después de todo, Jack
el Destripador
supuestamente se puso en contacto con la policía y la prensa. David Berkowitz enviaba sus mensajes como el Hijo de Sam. Ted Bundy (no se ofenda, señor Bundy) tenía la habilidad de confundirse con su entorno, como un camaleón, y sólo pudieron detenerlo cuando perdió todo el control sobre su compulsión. Estoy seguro de que se me ocurrirían otros…
—Pero se trata sólo de similitudes, ¿no? —preguntó Manson—. ¿Se le ocurre algún asesino que haya dado a conocer su identidad… y, encima, a su propio hijo?
—No me viene a la memoria ningún ejemplo en que los hijos hayan sido utilizados para dar caza al asesino, no. Pero a lo largo de la historia ha habido asesinos que tenían… bueno, «tratos» con sus perseguidores en la policía, o bien con los periodistas que les daban publicidad.
—Ése no es precisamente el caso que tenemos entre manos, ¿verdad?
—No, por supuesto que no.
—¿Y eso a qué conclusión le lleva, profesor?
—Parece indicar varias cosas. Cierta megalomanía. Cierto egotismo. Pero, sobre todo, parece indicar que el sujeto ha creado muchas capas, un manto de información errónea, que ocultan el vínculo entre lo que fue y lo que es ahora. Me refiero únicamente a su identidad actual, es decir, su trabajo, su casa, su vida. El núcleo esencial de su personalidad no ha cambiado, o en todo caso ha cambiado a peor. Sin embargo, su fachada, su vida de cara a la sociedad, será distinta. También su apariencia física. Imagino que habrá introducido cambios en su aspecto. Y debe de creer que no corre el menor peligro al hacer lo que ha hecho hasta ahora. —Se quedó callado unos instantes y agregó—: «Arrogancia» es la palabra que me viene a la mente.
—Bueno, y entonces ¿qué se supone que debemos hacer? —preguntó Bundy, casi gritando—. ¡Ese cabrón enfermo no deja de matar, y no podemos hacer nada para impedirlo! Si se corre la voz, apaga y vámonos. La gente se marchará del estado en desbandada. Será como la fiebre del oro, pero a la inversa.
Nadie dijo una palabra.
«Todo gira en torno al dinero —pensó Jeffrey—. La seguridad es dinero. La protección es dinero. ¿Qué precio tiene poder salir de tu casa sin poner una alarma o sin cerrar siquiera las puertas con llave?»
La habitación permaneció en silencio un momento más, y entonces Jeffrey habló.
—Dudo que la gente siga tragándose el cuento de que a sus hijas adolescentes se las llevaron los lobos.
Starkweather soltó un resoplido.
—Se tragarán todo lo que les digamos —aseveró.
—O perros salvajes, o accidentes en excursiones. ¿No se les están acabando las explicaciones creíbles, o incluso semicreíbles?
Starkweather no dio propiamente una respuesta. En cambio, dijo:
—Siempre me han parecido penosas esas historias de perros.
—¿Cuántos asesinatos ha habido? —exigió saber Jeffrey con voz suave—. He encontrado posibles indicios de más de veinte. ¿Cuántos son?
—¿Cuándo ha averiguado eso? —estalló Martin.
Clayton se limitó a encogerse de hombros. El silencio volvió a imponerse en la sala.
Manson giró en su silla, que emitió un leve chirrido, para mirar por la ventana, dejando que la pregunta flotara en el aire. Jeffrey oyó a Martin mascullar una obscenidad entre dientes, y supuso que estaba dedicada a él.
—No sabemos cuántos exactamente —contestó Manson al fin, sin apartar la vista de la ventana—. Como mínimo, tres o cuatro. Como máximo, veinte o treinta. ¿Importa mucho el número? Los crímenes no son similares por la disposición y aspecto de los cadáveres, sino por las características de la víctima y el estilo de los secuestros. Sin duda sabrá usted comprender, profesor, lo excepcional que es la situación en que nos encontramos. Los asesinos en serie se identifican por el origen de su interés o por los resultados de su depravación. Es ese elemento secundario el que nos llevó hasta usted y a nuestras conclusiones sobre los tres cuerpos con los brazos extendidos, colocados en una posición tan parecida y provocadora. Pero luego están las otras desapariciones, de naturaleza tan semejante. Sin embargo, los cadáveres se encuentran (cuando se encuentran) dispuestos… ¿cómo expresarlo? Con estilos diferentes. Como el más reciente, que usted cree obra del mismo hombre, aunque hay quienes… —sin moverse en su asiento, le dirigió una breve mirada por encima del hombro al agente Martin— no están de acuerdo. Aquella joven desapareció de forma parecida, y luego la encontraron en posición de rezar. Eso es de todo punto diferente. Plantea muchas dudas. —Manson se volvió rápidamente hacia Jeffrey—. Todo tiene su explicación, profesor, pero debe usted descubrir cuál es. Hay asesinatos y desapariciones, y todos creemos fervientemente que están causadas por un solo hombre. Pero ¿cuál es la pauta? Si lo supiéramos, podríamos tomar medidas. Denos las respuestas, profesor.
De nuevo se apoderó de la habitación el silencio, roto al cabo de un rato por Bundy, que suspiró desalentado antes de hablar.
—Así que supongo que esta última identidad, la del tal Gilbert Wray, la de su esposa, Joan Archer, y sus hijos son todas ficticias, ¿no? No nos aportan nada. Seguimos donde estábamos, ¿verdad?
El agente Martin respondió a esa pregunta, con voz monótona de policía.
—Después del asalto frustrado a la casa de Cottonwood, hicimos más pesquisas en el Departamento de Inmigración y descubrimos que muchos de los informes y documentos oficiales de la familia Wray faltan o no existen. La investigación preliminar parece indicar que los datos de estas supuestas personas se introdujeron en las bases de datos desde un terminal desconocido situado dentro del estado previendo que nosotros nos dirigiríamos a ese lugar en particular. Es posible que nuestro objetivo creara esas identidades y las instalase en los sistemas informáticos como maniobra de distracción. Tal vez lo hizo días, o quizás horas, antes de que llegásemos a la casa de Cottonwood. A juzgar por esta y otras informaciones que hemos recabado… —en este punto, el inspector hizo una pausa y echó un vistazo rápido a Jeffrey— cabe suponer que tiene acceso en un grado significativo a la red de ordenadores del Servicio de Seguridad y conoce nuestras contraseñas actuales.
Jeffrey recordó su propia sorpresa al percatarse de que habían borrado la pizarra de su propio despacho.
—Creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que nuestro objetivo posee los conocimientos necesarios para violar casi cualquiera de los sistemas de seguridad implementados en el estado —dijo, sin respaldar su afirmación con un ejemplo concreto. Señaló una pila de papeles sobre el escritorio de Manson—. Yo no daría por sentado que esos documentos han estado fuera de su alcance, señor Manson. Tal vez ha hurgado en los cajones de su escritorio.
Manson asintió con gravedad.
—Maldición —exclamó Starkweather—. Lo sabía. Lo he sabido desde el principio.
—¿Qué ha sabido? —preguntó Jeffrey al joven político.
Starkweather se encorvó con rabia.
—Que el cabrón es uno de nosotros.
Este comentario provocó un silencio de varios segundos en la sala.
A Jeffrey se le ocurrieron de inmediato un par de preguntas, pero no las formuló en alto. No obstante, tomó buena nota de las palabras de Starkweather.
Manson se meció en su silla y soltó un silbido entre los dientes.
—¿De dónde, profesor, supone usted que nuestro objetivo sacó ese nombre? Gilbert D. Wray. ¿Significa algo para usted?
—Repítalo —dijo Jeffrey con brusquedad. Manson no contestó. Se limitó a inclinarse hacia delante en su silla.
—¿Qué? —inquirió Bundy, como si hablara en nombre de Manson.
—El nombre, maldita sea. Dígalo de nuevo, rápido.
El hombre del traje arrugado se rebulló en el sofá.
—Gilbert D. Wray. Wray se pronuncia como «rayo» en inglés. ¿No había una actriz en los viejos tiempos, hace casi un siglo, que se llamaba Kay Wray, creo? No, Fay Wray. Eso es. Salía en la primera versión de King Kong. Era rubia y recuerdo que se hizo famosa por su forma de gritar. ¿Hay otra forma de pronunciar su nombre?
Jeffrey se reclinó en su silla. Negó con la cabeza.
—Le pido disculpas —murmuró, dirigiéndose a Manson—. Tendría que haber reconocido el nombre en cuanto lo he visto, pero no lo había pronunciado en voz alta. Qué tonto he sido.
—¿Reconocerlo? —preguntó Manson—. ¿A qué se refiere?