Esto le daba cada vez más rabia.
Después de pasarse varias tardes muy tensa, sentada en casa con un bloqueo mental incontrolable, con la fecha de publicación cada vez más próxima, dejó caer la libreta y el lápiz al suelo de su habitación, le asestó una palmada a la pantalla de su ordenador, envió varios libros de consulta a un rincón de una patada y decidió salir a navegar en su lancha.
Caía la tarde, y el potente sol de Florida empezaba a perder su dominio sobre el día. Su madre había cogido un bloc grande de papel de dibujo y estaba abstraída, haciendo un bosquejo con carboncillo, sentada en un rincón de la habitación.
—Maldita sea, mamá, necesito tomar un poco el aire. Voy a dar una vuelta en la lancha y a ver si cojo un par de pescados para la cena. No tardo.
Diana alzó la vista.
—Pronto oscurecerá —señaló, como si ésa fuera una razón para no hacer nada.
—Sólo me alejaré media milla, a un lugar resguardado que conozco. Está casi en línea recta desde el embarcadero. Me llevará poco rato, y necesito ocuparme en algo que no sea quedarme por aquí pensando en cómo responderle a ese cabrón diciéndole algo que lo expulse de nuestras vidas.
Diana dudaba que hubiese algo que su hija pudiese escribir para alcanzar esa meta. Pero la animó ver la actitud decidida de su hija; le resultaba reconfortante. Se despidió con un leve gesto de la mano.
—Un poco de mero fresco no vendría mal —comentó—. Pero no tardes. Vuelve antes de que anochezca.
Susan le dedicó una amplia sonrisa.
—Es como hacer un pedido a la tienda de comestibles. Estaré de vuelta dentro de una hora.
Aunque se acercaban los últimos meses del año, hacía un calor veraniego al final del día. En Florida las altas temperaturas pueden llegar a ser sobrecogedoras. Esto ocurre sobre todo en verano, pero en ocasiones llegan rachas de viento del sur en otras estaciones del año. El calor tiene una presencia que debilita el cuerpo y enturbia la mente. Se avecinaba una noche de ese tipo: serena, húmeda, inmóvil. Susan era una pescadora avezada, una experta en las aguas a cuya orilla había crecido. Cualquiera puede mirar al cielo y prever la violencia que pueden desatar de pronto los nubarrones y las trombas, con sus vientos huracanados y su velocidad de tornado.
Pero a veces los peligros del agua y de la noche son más sutiles y se ocultan bajo un cielo en el que no corre una brizna de aire.
Antes de soltar amarras vaciló por un segundo, luego se sacudió la sensación de riesgo, recordándose que no tenía nada que ver con lo que estaba haciendo, una excursión de lo más común, y sí mucho que ver con el miedo residual que el hombre y sus mensajes le habían inspirado. Pilotó la lancha por la estrecha vía de agua hacia la bahía, y luego empujó el acelerador a fondo. Los oídos se le llenaron de ruido y el viento le azotó el rostro de repente.
Susan se encorvó contra la velocidad, disfrutando con el embate y el zarandeo que traía consigo, pensando que había salido a ese mundo que conocía tan bien precisamente para librarse de su ansiedad.
Decidió de inmediato pasar de largo la zona resguardada de la que le había hablado a su madre, e hizo un viraje brusco, notando cómo el casco largo y angosto se hincaba en la superficie azul claro mientras se dirigía a un lugar más lejano y productivo. Sintió que sus cadenas quedaban atrás, en tierra firme, y casi le entristeció llegar a su destino.
Después de apagar el motor, dejó la embarcación cabeceando sobre las olas diminutas durante un rato. Luego, con un suspiro, se concentró en la tarea de pescar la cena. Soltó un ancla pequeña, cebó un anzuelo y lo lanzó. Al cabo de unos segundos notó un tirón inconfundible.
Media hora después, había llenado hasta la mitad una nevera portátil con pagros y meros más que suficientes para cumplir con la promesa que le había hecho a su madre. La pesca había surtido en ella el efecto que esperaba; le había despejado la cabeza de temores y le había conferido fuerzas. De mala gana, recogió el sedal. Guardó su equipo, se levantó, paseando la mirada en derredor, y cayó en la cuenta de que tal vez había estado allí más tiempo de la cuenta. Allí de pie, le pareció que los últimos rayos grises del día se extinguían en torno a ella, escurriéndosele entre los dedos. Antes de que pusiera rumbo a su casa, se vio envuelta en la oscuridad.
Esto le causó desasosiego. Sabía cómo regresar, pero también que ahora le sería mucho más difícil. Cuando el último resplandor se desvaneció, estaba atrapada en un mundo transparente, silencioso, viscoso y resbaladizo, y donde antes se encontraba la frontera habitual entre tierra, mar y aire, ahora había una masa informe, negra y cambiante. De pronto se puso nerviosa, consciente de que había traspasado el límite de la prudencia, con lo que el mundo que amaba se había convertido súbitamente en un lugar inquietante y tal vez incluso peligroso.
Su primer impulso fue el de llevar la lancha directa a tierra y arrancar a correr durante unos minutos hasta encontrar algún punto de referencia entre los diferentes tonos de sombras que tenía ante sí. Hubo de obligarse a reducir la velocidad, pero lo logró.
Más adelante entrevió las sinuosas siluetas de un par de islotes y recordó que había un canal estrecho entre ellos que la conduciría a aguas más despejadas. Una vez allí, podría avistar luces a lo lejos, quizás alguna casa o faros en la carretera; cualquier cosa que la guiase a la civilización.
Siguió adelante despacio, intentando encontrar el paso entre los dos islotes. A duras penas consiguió distinguir parte de la maraña formada por las ramas de los árboles del manglar mientras se acercaba, temerosa de encallar antes de salir a aguas más profundas. Trató de tranquilizarse, diciéndose que lo peor que podía ocurrir es que tuviera que pasar una noche incómoda en la lancha batallando contra los mosquitos. Gobernaba la embarcación con cuidado, deslizándose hacia delante mientras el motor burbujeaba a su espalda. Su confianza en sí misma aumentó cuando se introdujo en el espacio entre los islotes. Se estaba felicitando por haber dado con el canal cuando el casco de la lancha tropezó con la arena lodosa de un bajío invisible.
—¡Mierda! —gritó, consciente de que se había desviado demasiado hacia uno u otro lado. Metió marcha atrás, pero la hélice ya rozaba el fondo, y fue lo bastante inteligente para apagar el motor por completo antes de que se soltara.
Maldijo la noche, furiosa, dejando que su invectiva le brotara de los labios, una sucesión ininterrumpida de «mierdas» y «hostias putas», pues el sonido de su voz la reconfortaba. Después de cagarse durante un rato en Dios, las mareas, el agua, los traicioneros bancos de arena y la oscuridad que lo había hecho todo imposible, se interrumpió y escuchó por unos momentos el sonido de las olas pequeñas que chapaleaban contra el casco. Luego, sin dejar de hablarle en voz alta a su lancha, activó el mecanismo eléctrico que izó el motor con un zumbido agudo. Esperaba que esto bastara para quedar a la deriva, pero no fue así.
Maldiciendo y quejándose en todo momento, Susan empuñó la pértiga y empujó con ella para intentar desencallar la embarcación. Le pareció que ésta se movió un poco, pero no lo suficiente. Seguía varada. Volvió a colocar la pértiga en su soporte y se desplazó a un lado de la lancha. Contemplando el agua que la rodeaba calculó a ojo que debía de tener sólo unos quince centímetros de profundidad. El calado de la embarcación medía veinte. Sólo se mojaría hasta los tobillos. Pero tenía que bajar, colocar ambas manos contra la proa y empujar con todas sus fuerzas. Necesitaba sacudir la lancha para liberarla de la arena. Y si eso no daba resultado, pensó, bueno, se quedaría atrapada allí hasta que, al amanecer, la marea empezara a subir y el agua del mar fluyese por encima del bajío, haciendo subir la embarcación hasta desembarrancarla. Por un instante, mientras se encaramaba a la borda, lista para abandonar la seguridad de la lancha, contempló la posibilidad de esperar y dejar que la naturaleza se encargara del trabajo duro. Sin embargo, se reprendió a sí misma por ser tan remilgada, y con un movimiento resuelto saltó al agua.
Templada como un baño, ésta se arremolinó en torno a sus pantorrillas. El fondo bajo sus zapatos era un lodo blando. Al instante se hundió unos cuantos centímetros. De nuevo prorrumpió en imprecaciones, un torrente constante de palabrotas. Apoyó el hombro en la proa y, tras respirar hondo, se puso a empujar. Soltó un gruñido a causa del esfuerzo.
La lancha no se movió.
—Oh, venga —imploró Susan.
Volvió a apretar el hombro contra la proa, intentando esta vez empujar hacia arriba para mecer la embarcación. La frente se le perló de sudor. Se le escapó un fuerte gemido, y notó que los músculos de la espalda se le tensaban como un cordón al ceñir la cintura de unos pantalones, y la lancha se deslizó hacia atrás unos centímetros.
—Mejor —dijo.
Lo intentó otra vez, aspirando hondo y aplicando presión con todo su empeño. El fondo plano de la barca raspó el fondo al recular unos quince centímetros más.
—Un avance, joder —masculló ella.
Un empujón más y pondría la lancha a flote.
No sabía cuántas fuerzas le quedaban, pero estaba decidida a gastarlas en ese intento. La arena del fondo le había succionado los pies y le llegaba a una altura considerable de las piernas. Tenía una marca en el hombro por apretarlo contra la lancha. Empujó de nuevo y soltó un gritito cuando la barca retrocedió con un chirrido y luego quedó libre. Susan trastabilló a causa del impulso y perdió el equilibrio. Jadeando, se tambaleó hacia delante mientras la lancha se alejaba de ella, flotando. El agua salada le mojó el rostro cuando cayó de rodillas. La embarcación se acercó un poco, como un cachorro temeroso de que lo castiguen, y se quedó cabeceando sobre la superficie a unos tres metros de donde estaba ella.
—Mierda, mierda —refunfuñó, disgustada por haberse mojado, pero en realidad encantada de haber logrado desencallar. Se puso de pie, se sacudió de la cara y las manos toda el agua de mar que pudo y, tras liberar los pies del cieno del bajío, echó a andar en dirección a la barca.
Sin embargo, allí donde esperaba encontrar el fondo blando bajo los pies, no había nada.
Susan se precipitó de nuevo hacia delante, perdió el equilibrio y se zambulló en el agua oscura. Supo al instante que se había metido en el canal. Alzó la cara para hacerla emerger de aquella extensión de negrura y respiró una gran bocanada de aire. Los dedos de sus pies buscaron un fondo donde apoyarse, pero no lo encontraron. El agua oscura parecía arrastrarla hacia abajo. Exhaló con fuerza, luchando contra una oleada repentina de pánico.
La lancha se mecía sobre la superficie tranquila, a poco más de tres metros.
No se permitió imaginar realmente su situación, en el agua, sin hacer pie, a oscuras, mientras una corriente suave alejaba de ella a velocidad constante la seguridad que representaba la lancha. Mantuvo la sangre fría, aspiró profundamente el aire sedoso de la noche y dio varias brazadas rápidas y vigorosas por encima de la cabeza, pataleando con fuerza, levantando pequeñas explosiones de fósforo blanco tras sí. La embarcación flotaba provocadoramente delante de Susan, que nadó enérgicamente hasta alcanzar el costado, extender los brazos y asirse a la borda con ambas manos.
Permaneció un rato así, sujeta de un flanco de la lancha, con la mejilla apretada contra la lisa fibra de vidrio de la embarcación como una madre contra la mejilla de un niño perdido. Los pies le colgaban en el agua, casi como si ya no formaran parte de ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo terriblemente cansada que estaba. Se quedó un momento allí, reposando. A continuación reunió las pocas fuerzas que le quedaban, se aupó y pasó una pierna por encima de la borda, intentando aferrarse a la lancha con el vientre. Durante un segundo permaneció allí en precario equilibrio, luego se agarró con más firmeza, se impulsó con la pierna que aún tenía en el agua y finalmente rodó por el suelo de la barca.
Susan se quedó tendida, mirando al cielo, intentando recuperar el resuello.
Notaba que la adrenalina le palpitaba en las sienes, y que el corazón le latía desbocado en el pecho. Se apoderó de ella una sensación de agotamiento mucho mayor de la que correspondía a la energía que había empleado, un cansancio que tenía más que ver con el miedo que con el esfuerzo.
En lo alto, las estrellas titilaban con benevolencia. Las contempló y dijo en voz alta:
—Nunca, nunca, nunca, nunca bajes de la lancha de noche. Nunca pierdas el contacto. Nunca dejes que se te escape. Nunca, nunca jamás dejes que esto vuelva a ocurrir.
Se incorporó trabajosamente, con la espalda contra la borda. Cuando recobró el aliento, al cabo de un momento, se puso en pie, temblando.
—Muy bien —dijo en voz alta—. Vuelve a intentarlo. Encuentra el canal, maldita sea, no la arena. Avante, despacio.
Le vinieron ganas de reír, pero se recordó a sí misma que todavía no había recorrido el canal.
—Aún no hemos salido de ésta —murmuró.
Se dejó caer junto al tablero de mandos y, cuando se disponía a darle al contacto, una gran masa de agua gris negruzca saltó a su lado, salpicándole el rostro y las manos y arrancándole un grito de sorpresa. Se oyó un golpe sordo cuando una aleta impactó contra el costado de la lancha, un estallido de energía blanca y espumosa a unos centímetros de su cabeza.
La explosión la derribó de su asiento sobre la cubierta de la lancha.
—¡Dios santo! —exclamó.
El agua se arremolinó alrededor de la barca y luego quedó quieta.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Qué demonios eres? —gritó, poniéndose de rodillas con dificultad.
La única respuesta a su pregunta fue el silencio y el retorno de la noche.
Escudriñó las corrientes pero no vio rastro del pez que había emergido junto a la lancha. De nuevo se esforzó por calmarse. «Dios mío —pensó—, ¿qué era eso que estaba en el agua conmigo? ¿Un tiburón tigre grande, o un pez martillo? Cielo santo, debe de haber estado allí, justo al borde del bajío, buscando su cena, y yo metida en el agua, junto a él, chapoteando. Joder.» De pronto imaginó al pez debajo de ella todo el rato, observándola, esperando, sin saber qué era ella exactamente, pero acercándose a pesar de todo. Susan exhaló rápidamente, soltando el aire con fuerza.
Se estremeció, intentando desterrar el miedo que aún tenía en su interior. Era consciente de que no podía hacer nada más y, con la mano ligeramente trémula, bajó despacio el motor, le dio al encendido y empujó la transmisión hacia delante. Casi sin acelerar, viró en la dirección que creía que la llevaría a la orilla.