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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (30 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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«No tienen a dos víctimas», pensó.

«Tienen a veinte.»

Entonces la sonrisa se le borró de los labios cuando se planteó la pregunta obvia: «¿Por qué no me lo dijeron desde un principio?»

La impresora que tenía al lado comenzó a escupir las páginas con los artículos. Los papeles se apilaban en la bandeja mientras esperaba. Al alzar la mirada vio al archivero del periódico caminando hacia él con un ejemplar del
Post
.

—Sabía que le había visto antes —resolló el hombre con aire ufano—. Pues ¿no salió en la primera página de la sección «Noticias del estado» la semana pasada? Es usted una celebridad.

—¿Qué?

El hombre le tiró el periódico, y Jeffrey bajó la vista. Ahí estaba su fotografía, de dos columnas de ancho y tres columnas de alto, en la parte inferior de la primera página de la segunda sección. El titular encima de la imagen y del artículo que la acompañaba rezaba: LAS AUTORIDADES CONTRATAN ASESOR PARA INCREMENTAR LA SEGURIDAD. Clayton echó una ojeada a la fecha del periódico: era del día que había llegado al estado número cincuenta y uno.

Leyó:

… En su continuo afán por preservar y mejorar las medidas de protección de los ciudadanos del estado, el Servicio de Seguridad ha encomendado al reputado profesor Jeffrey Clayton, de la Universidad de Massachusetts, que lleve a cabo una inspección a gran escala de los planes y sistemas actuales.

Clayton, que según un portavoz espera cumplir pronto los requisitos para instalarse en el estado, es un experto en diversos procedimientos y estilos criminales. En palabras del portavoz, «todo esto forma parte de nuestros esfuerzos incesantes por adelantarnos a las intenciones de los criminales e impedir que lleguen hasta aquí. Si saben que no tienen la menor posibilidad de vencer en su juego aquí, es muy probable que se queden donde están, o que se vayan a algún otro sitio…».

Había algo más, incluida una frase que le atribuían y que él nunca había pronunciado, algo sobre lo mucho que le complacía estar allí de visita, y las ganas que tenía de volver en el futuro.

Dejó el periódico, sobresaltado.

—Se lo he dicho —señaló el archivero. Echó un vistazo a las hojas de papel que salían de la impresora—. ¿Esto tiene algo que ver con el motivo por el que está aquí?

Jeffrey asintió con la cabeza.

—Este artículo —dijo—, ¿qué difusión tuvo?

—Se publicó en todas nuestras ediciones, incluida la electrónica. Todo el mundo puede leer las noticias del día en el ordenador de su casa sin mancharse los dedos de tinta de periódico.

Jeffrey asintió de nuevo, mirando su fotografía en aquella plana del diario. «Vaya con la confidencialidad —pensó—. Nunca tuvieron la intención de mantener en secreto mi presencia aquí. Lo único que quieren ocultar al público es el auténtico motivo por el que estoy aquí.»

Tragó saliva y sintió que una grieta serena, glacial y profunda se abría en su interior. Pero al menos ahora sabía por qué estaba allí. No le vino a la mente justo la palabra «cebo», pero lo invadió la desagradable sensación de ser una lombriz que se retorcía en un anzuelo mientras alguien la sumergía despiadadamente en las frías y oscuras aguas en que nadaban sus depredadores.

Cuando salió a la calle, la puerta doble del periódico se cerró detrás de Jeffrey con un sonido como de succión. Por un momento, quedó cegado por el sol del mediodía, que se reflejaba en la fachada de cristal de un edificio de oficinas, y apartó la vista de la fuente de luz, llevándose instintivamente la mano a la frente para protegerse los ojos, como si temiese sufrir algún daño. Echó a andar por la acera y apretó el paso, moviéndose con rapidez. Antes, se había desplazado hasta el centro desde las oficinas del Servicio de Seguridad en autobús. No era una distancia muy grande, apenas unos tres kilómetros. Caminó más deprisa mientras los pensamientos se le agolpaban en la cabeza, y al cabo de un rato corría.

Iba esquivando el tráfico de peatones de la hora del almuerzo, sin hacer caso de las miradas o los insultos ocasionales de algún que otro oficinista que se veía obligado a apartarse de un salto para dejarlo pasar. La espalda de la chaqueta se le inflaba, y su corbata se agitaba al viento que él mismo generaba. Echó la cabeza hacia atrás, aspiró una gran bocanada de aire y corrió con todas sus fuerzas, como si estuviese en una carrera, intentando dejar atrás a los demás competidores. Sus zapatos crujían contra la acera, pero desoyó sus quejidos y pensó en las ampollas que le saldrían después. Comenzó a mover los brazos como pistones, para ganar velocidad, y al cruzar una calle con el semáforo en rojo oyó un pitido furioso tras de sí.

A estas alturas ya no prestaba atención a su entorno. Sin aminorar el paso, enfiló el bulevar para alejarse del centro en dirección al edificio de las oficinas del estado. Notaba el sudor que le corría desde las axilas y le humedecía la parte baja de la espalda. Escuchaba su respiración, que desgarraba roncamente el límpido aire del Oeste. Ahora estaba solo en medio del mundo de las sedes empresariales. Cuando avistó la torre de las oficinas del estado, se detuvo bruscamente para quedarse jadeando a un lado de la calle.

Pensó: «Vete. Vete ahora mismo. Coge el primer vuelo. Que se metan el dinero por donde les quepa.»

Sonrió y negó con la cabeza. No iba a hacer eso.

Apoyó las manos en las caderas y se puso a dar vueltas, intentando recuperar el resuello. «Demasiado tozudo —pensó—. Demasiado curioso.»

Recorrió unos metros, intentando relajarse. Se detuvo ante la entrada del edificio y alzó la vista para contemplarlo.

«Secretos —se dijo—. Aquí se guardan más secretos de los que imaginabas.»

Por un instante se preguntó si él mismo era como el edificio; una fachada sólida y poco llamativa que escondía mentiras y medias verdades. Sin dejar de mirar el edificio, se recordó algo que era evidente: no hay que confiar en nadie.

De un modo extraño, esta advertencia le infundió ánimos, y aguardó a que su pulso volviera a la normalidad antes de entrar en el edificio. El guardia de seguridad levantó la mirada de sus monitores de videovigilancia.

—Oiga —dijo—, Martin le está buscando, profesor.

—Pues aquí estoy —respondió Jeffrey.

—No parecía muy contento —continuó el guardia—. Claro que nunca se le ve demasiado contento, ¿verdad?

Jeffrey asintió con la cabeza y prosiguió su camino. Se enjugó el sudor que le empapaba la frente con la manga de la chaqueta.

Imaginaba que se encontraría al inspector caminando furioso de un lado a otro del despacho cuando cruzase el umbral, pero la habitación estaba vacía. Echó una ojeada alrededor y vio un aviso de mensaje en la pantalla de su ordenador. Abrió su cliente de correo electrónico y leyó:

Clayton, ¿dónde diablos anda? Se supone que debe mantenerme informado de su paradero las veinticuatro horas del día. En todo puto momento, profesor. Sin excepciones. Incluso cuando vaya al cagadero. He salido a buscarle. Si regresa antes que yo, encontrará el informe preliminar de la autopsia de la última presunta víctima en el archivo «nuevamuerta 4» de su ordenador. Léalo. Vuelvo enseguida.

Jeffrey se disponía a examinar dicho archivo cuando se percató de que el indicador de mensajes en la parte superior de la pantalla señalaba que había recibido otro. «¿Qué más quejas tiene, inspector?», se preguntó mientras desplazaba el texto hacia abajo para abrir el segundo mensaje.

Pero todo resto de irritación se disipó de inmediato en cuanto lo leyó. No constaba de firma ni encabezamiento, sólo de una serie de palabras que parpadeaban en verde sobre un fondo negro. Lo leyó entero dos veces antes de retroceder unos centímetros de la pantalla, como si la máquina fuese peligrosa y capaz de echarle la zarpa.

Decía: DE BEBÉ, LO QUE MÁS TE GUSTABA ERA JUGAR A TAPARTE LA CARA, REAPARECER DE PRONTO Y GRITAR: «¡TE PILLÉ!» CUANDO ERAS UN POCO MAYOR, TU JUEGO FAVORITO ERA EL ESCONDITE. ¿TE ACUERDAS TODAVÍA DE CÓMO SE JUEGA A ESO, JEFFREY?

Jeffrey intentó contener el súbito torrente de emociones que penetró a través de todos los años de soledad que había acumulado en torno a sí. Sintió una agitación por dentro, una mezcla de miedo, fascinación, terror y excitación. Todos estos sentimientos se arremolinaban en su interior, y luchó por mantenerlos a raya. No se permitió pensar en otra cosa que en una respuesta dirigida a sí mismo y a nadie más; menos aún a sus empleadores. Sospechaba que su presa —aunque de pronto no estaba seguro de que éste fuera el término más apropiado para designar al hombre a quien buscaba— ya conocía esa respuesta.

«Sí —dijo para sus adentros—, me acuerdo de cómo se juega.»

12
Greta Garbo por dos

Cuando creían que estaban solas en el mundo, ambas desarrollaron una curiosa sensación de seguridad, convencidas de que podían brindarse apoyo, camaradería y protección la una a la otra. Ahora que estaban menos seguras de su aislamiento, la rutina de su relación se había visto trastocada; de pronto madre e hija estaban nerviosas, casi con desconfianza mutua, a todas luces temerosas de lo que las esperaba fuera de las paredes de su pequeña casa. En un mundo que a menudo parecía haber sucumbido a la violencia habían conseguido erigir unas barreras sólidas, tanto emocionales como físicas.

Ahora Diana y Susan Clayton, cada una por su cuenta, sentían que esas barreras empezaban a desmoronarse debido a la presencia no definida del hombre que enviaba los anónimos, como un pilar de hormigón medio sumergido, batido constantemente por las olas, disolviéndose poco a poco, descascarillándose, desintegrándose y desapareciendo bajo el mar gris verdoso. Ninguna de las dos entendía del todo la naturaleza de su miedo; era cierto que un hombre las acechaba, pero la índole de este acecho las confundía.

Diana se negaba a compartir su temor más absurdo con su hija; pensaba que necesitaba más pruebas, lo que en sí era una media verdad. Ante todo, se negaba a escuchar la intuición que la había impulsado a sacar la caja de metal de su armario para buscar las endebles pruebas que tenía de la muerte de quien había sido su marido. Intentaba convencerse de que lo que contenía la caja eran datos concretos, pero eso provocaba en ella una lucha interior, la sensación que embarga a quien se debate entre lo que quiere creer y lo que le da miedo creer.

Los días posteriores al incidente del bar, la madre se había sumido en un silencio exterior, mientras una cacofonía de ruidos discordantes, dudas y malestar retumbaba en su interior.

El fracaso de sus intentos por ponerse en contacto con su hijo no habían hecho sino agravar esa inquietud. Había dejado varios mensajes en su departamento de la universidad, había hablado con una cantidad mareante de secretarias, ninguna de las cuales parecía saber con exactitud dónde se encontraba, aunque todas le aseguraron que pronto le pasarían el recado y entonces él devolvería la llamada. Una incluso llegó a decir que pegaría una nota con cinta adhesiva a la puerta de su despacho, como si eso fuera una garantía de éxito.

Diana se resistía a presionar más, porque pensaba que ello conferiría a su petición un toque de urgencia, casi de pánico, y no quería dar esa impresión. No le habría importado reconocer que estaba nerviosa, incluso alterada, desde luego preocupada. Pero el pánico le parecía un estado extremo, y esperaba hallarse aún lejos de él.

«Todavía no se ha producido ninguna situación que no podamos manejar», se dijo.

Pero a pesar de la actitud falsamente positiva de esta insistencia, ahora recurría a menudo —mucho más que antes— a la medicación para tranquilizarse, para conciliar el sueño, para olvidar las preocupaciones. Y le había dado por mezclar sus narcóticos con dosis generosas de alcohol, pese a que el médico le había advertido de que no lo hiciera. Una pastilla para el dolor. Una pastilla para aumentar el número de glóbulos rojos, que estaban perdiendo inútil y microscópicamente su batalla contra sus homólogos blancos en las profundidades de su organismo. No tenía la menor esperanza en que la quimioterapia diera resultado. También tomaba vitaminas para mantenerse fuerte. Antibióticos para evitar infecciones. Colocaba las pastillas en fila y evocaba imágenes históricas: la ofensiva de Pickett. Un esfuerzo valeroso y romántico contra un ejército bien atrincherado e implacable. Estaba destinado a fracasar desde antes de comenzar.

Diana regaba el montón de píldoras con zumo de naranja y vodka. «Al menos —se decía, no sin ciertos remordimientos—, el zumo de naranja se fabrica aquí y seguramente me hará bien.»

Más o menos al mismo tiempo, Susan Clayton se dio cuenta de que estaba tomando precauciones que antes desdeñaba. Durante los días siguientes al incidente en el bar, no subía ni bajaba en ascensor a menos que hubiera varias personas más. No se quedaba a trabajar hasta tarde en la oficina. Siempre que iba a algún sitio, pedía a alguien que la acompañara. Se preocupaba de cambiar su rutina diaria lo máximo posible, buscando la seguridad en la variedad y la espontaneidad.

Esto le resultaba difícil. Se consideraba una persona obstinada y no precisamente espontánea, aunque los pocos amigos que tenía en el mundo seguramente le habrían dicho que se equivocaba de medio a medio en su valoración de sí misma.

Cuando conducía de casa a la oficina y viceversa, ahora Susan había adquirido la costumbre de moverse entre los carriles rápidos y los lentos; durante unos minutos circulaba a ciento cincuenta kilómetros por hora y de pronto aminoraba la marcha hasta casi avanzar a paso de tortuga, pasando de un extremo al otro de una manera que creía que frustraría incluso al perseguidor más tenaz, pues al menos a ella la frustraba.

Llevaba una pistola en todo momento, incluso por casa, después de llegar del trabajo, escondida bajo la pernera de los vaqueros, sujeta al tobillo. Sin embargo, no engañaba a su madre, que sabía lo del arma, aunque le parecía más prudente no comentar nada al respecto, y que, por otra parte, aplaudía en su fuero interno esa precaución.

Ambas mujeres miraban con frecuencia por la ventana, intentando vislumbrar al hombre que sabían que andaba por ahí, en algún sitio, pero no veían nada.

Mientras tanto, las preocupaciones que embargaban a Susan se intensificaban por su incapacidad para idear un acertijo apropiado para enviar su siguiente mensaje. Juegos de palabras, acrósticos literarios, crucigramas… nada de eso le había resultado útil. Quizá, por primera vez, Mata Hari había fracasado.

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