Jeffrey asintió, pero Martin ya había salido. El profesor esperó unos minutos, luego se puso de pie rápidamente, cogió su libreta y su chaqueta y se marchó, sin la menor intención de hacer lo que le había dicho a Martin que haría, y con una idea clara de lo que necesitaba averiguar.
Las oficinas del
New Washington Post
se encontraban cerca del centro de la ciudad, aunque Jeffrey no estaba seguro de que «ciudad» fuese la palabra más adecuada para describir la zona céntrica. Desde luego no se parecía a ningún barrio urbano que hubiese visitado; era un lugar donde reinaba un orden casi rígido disfrazado de organización rutinaria. La cuadrícula de calles era uniforme, el césped y las plantas que crecían junto a la calzada estaban bien cuidados. Las aceras eran amplias y proporcionadas, casi como un paseo. Apenas se hallaba presente la mezcolanza de diseño y deseo que caracteriza a la mayor parte de las ciudades. Y el desorden frenético causado por el apiñamiento de lo moderno y lo antiguo estaba del todo ausente.
Nueva Washington era un lugar meticulosamente planificado, esbozado, medido y modelado antes de que se excavara una sola palada de tierra. No es que todo fuera igual. En apariencia, al menos, no lo era. Diferentes diseños y formas distinguían cada manzana. No obstante, el hecho de que todo fuera tan nuevo lo abrumaba. Aunque arquitectos distintos habían proyectado edificios diferentes, saltaba a la vista que, en algún momento, todos los planos habían pasado por las manos de la misma comisión y de este modo la ciudad había impuesto, más que la uniformidad, una visión común. Eso es lo que le resultaba opresivo.
Sin embargo, también reconocía que esta repugnancia seguramente sería transitoria. Al caminar por Main Street, advirtió que la acera estaba limpia de toda basura del día anterior, y cayó en la cuenta de que no tardaría mucho en acostumbrarse al nuevo mundo creado en Nueva Washington, aunque sólo fuera porque era un sitio pulcro, no recargado y tranquilo.
Y seguro, se recordó Jeffrey. Siempre seguro.
La recepcionista del vestíbulo de las oficinas del periódico le sonrió cuando entró por unas puertas batientes de cristal. En una pared había números destacados del periódico ampliados a un tamaño gigantesco, con unos titulares que pedían atención a gritos. Esto no le pareció a Clayton una entrada atípica de un periódico, pero lo que le sorprendió fue la selección de ampliaciones. En otras publicaciones lo habitual era ver ediciones famosas del pasado que reflejaban una mezcla de éxitos, desastres e iniciativas, todo ello de gran importancia para el país —Pearl Harbor o el día de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el asesinato de Kennedy, el crac de la bolsa, la dimisión de Nixon, la llegada del hombre a la Luna—, pero aquí los titulares eran absolutamente optimistas y considerablemente más restringidos al ámbito local: SE ALLANA EL TERRENO PARA NUEVA WASHINGTON, LA CATEGORÍA DE ESTADO ES PROBABLE, ANEXIÓN DE TERRITORIO NUEVO EN EL NORTE, SE CIERRAN ACUERDOS CON OREGÓN Y CALIFORNIA.
«Sólo noticias buenas», pensó Jeffrey.
Apartó la vista de la pared y le devolvió la sonrisa a la recepcionista.
—¿Tiene morgue su periódico?
La mujer abrió los ojos como platos.
—¿Que si tiene qué?
—Un departamento de archivo, donde se guardan ediciones anteriores.
La recepcionista era joven e iba bien peinada y mejor vestida de lo que cabría esperar de una persona de su edad y posición.
—Ah, por supuesto —respondió rápidamente—. Es que no había oído a nadie emplear esa expresión. La que se refiere al depósito de gente muerta.
—En los viejos tiempos, así es cómo llamaban a los archivos de los periódicos —le explicó él.
Ella sonrió de nuevo.
—No te acostarás sin saber una cosa más. Cuarta planta, a la derecha. Que pase un buen día.
Encontró el archivo sin mayor dificultad, al fondo de un pasillo que salía de la sala de redacción. Se detuvo por un momento a contemplar a los hombres y mujeres trabajando ante sus mesas, frente a monitores de ordenador. Había una fila de pantallas de televisión sintonizadas con las cadenas de noticias por cable, colgadas del techo sobre una mesa de redacción central. La sala estaba en silencio, salvo por el omnipresente tecleteo de los ordenadores y alguna que otra voz que estallaba en carcajadas. Los teléfonos emitían zumbidos bajos. Todo le pareció elegante y eficiente, desprovisto de todo el encanto del periodismo de otros tiempos. No tenía el aspecto de un sitio propicio para la pasión, para lanzar cruzadas, para la rabia ni la indignación. No había nadie remotamente similar a Hildy Johnson o el señor Burns de
Primera Plana
. No se respiraba un ambiente de ajetreo. El lugar era como cínicamente se imaginaba las oficinas de una compañía de seguros grande; unos oficinistas grises procesando información para homogeneizarla con vistas a su difusión.
El archivero era un hombre de mediana edad, unos años mayor que Jeffrey y con un ligero sobrepeso, que resollaba un poco al hablar, como si trabajara constantemente bajo los efectos de un resfriado o del asma.
—El archivo está cerrado al público ahora mismo —dijo—, a menos que haya concertado una cita. El horario general está expuesto en la placa de la derecha. —Hizo un gesto con la mano como para despachar al visitante.
Jeffrey extrajo su pasaporte de identificación provisional.
—Se trata de un asunto oficial —aseguró en el tono más profesional del que fue capaz. Sospechaba que el archivero era el tipo de persona que adoptaba una actitud protectora de su territorio durante unos momentos pero que acababa por ceder e incluso por mostrarse servicial.
—¿Oficial? —El hombre se quedó mirando el pasaporte—. ¿Oficial de qué tipo?
—Seguridad.
El archivero alzó la vista con curiosidad.
—Le conozco —dijo.
—No, no lo creo —repuso Jeffrey.
—Sí, estoy seguro —insistió el hombre—. Segurísimo. ¿Ha estado antes por aquí?
Jeffrey se encogió de hombros.
—No, nunca. Pero necesito ayuda para encontrar unos archivos.
El hombre volvió a mirar el pasaporte, luego al visitante y finalmente asintió con la cabeza. Le señaló al profesor un asiento desocupado frente a una pantalla de ordenador y arrimó una silla para sentarse junto a él. Jeffrey se percató de que el hombre parecía estar sudando, aunque el ambiente era fresco en la sala. Además, el archivero hablaba en voz baja pese a que no había nadie más por ahí, actitud que a Jeffrey le pareció de lo más normal en un bibliotecario.
—Muy bien —dijo el hombre—. ¿Qué necesita?
—Accidentes —contestó Jeffrey—. Accidentes en los que se hayan visto envueltos mujeres jóvenes o adolescentes. En los últimos cinco años, más o menos.
—¿Accidentes? ¿De tráfico, quiere decir?
—De lo que sea. De tráfico, ataques de tiburones, impactos de meteoritos, lo que sea. Toda clase de accidentes sufridos por mujeres jóvenes. Sobre todo casos en los que la chica haya permanecido desaparecida durante algún tiempo antes de que la encontraran.
—¿Desaparecida? ¿Así, zas, sin más?
—Exacto.
El archivero puso los ojos en blanco.
—Extraña petición —gruñó—. Palabras clave. Siempre se necesitan palabras clave. Así es como está archivado en la base de datos. Identificamos palabras o frases comunes y luego las registramos electrónicamente. Cosas como «ayuntamiento» o «Super Bowl». Probaré con «accidente» y «adolescente». Déme más palabras clave.
Clayton reflexionó por un instante.
—Pruebe con «fugitiva» —dijo—. También con «desaparecida» y «búsqueda». ¿Qué otras palabras emplean los periódicos para describir los accidentes?
El archivero movió afirmativamente la cabeza.
—«Suceso» es una de ellas. Además, se aplica automáticamente un adjetivo a casi todos los accidentes, como «trágico». Lo introduciré también. ¿Los últimos cinco años, dice? En realidad, sólo llevamos una década en circulación. Ya puestos, podemos hacer la búsqueda desde el principio.
El archivero pulsó varias teclas. Al cabo de unos segundos el ordenador había procesado la orden, y para cada palabra clave había una respuesta con el número de artículos en que aparecía. Al escribir «Detalles» en el teclado, el ordenador mostraba el titular, la fecha y la página del periódico en que cada uno de ellos se había publicado. El archivero le enseñó cómo abrir los artículos para leerlos y cómo dividir la pantalla para cotejar dos textos.
—Bueno, todo suyo. —El archivero se levantó—. Estaré por aquí, por si tiene alguna duda o necesita ayuda. Conque accidentes, ¿no? —Clavó una vez más los ojos en Jeffrey—. Sé que he visto su cara antes —comentó antes de alejarse arrastrando los pies.
Jeffrey hizo caso omiso de él y se concentró en la pantalla de ordenador. Estudió los artículos metódicamente sin encontrar nada que le pareciera útil hasta que se le ocurrió lo obvio e introdujo un par de palabras clave: «muerte» y «letal».
Esto dio como resultado una lista más manejable de setenta y siete artículos. Los examinó y descubrió que cubrían veintinueve incidentes distintos acaecidos a lo largo del período de diez años. Se puso a leerlos de principio a fin, uno por uno.
No tardó mucho en darse cuenta de lo que tenía delante. En el transcurso de una sola década, veintinueve mujeres —la mayor de ellas una joven de veintitrés años recién licenciada que iba a visitar a su familia, y la menor una niña de doce que se dirigía a su clase de tenis— habían fallecido como consecuencia de algún suceso en el estado número cincuenta y uno. Ninguno de esos «accidentes» había sido uno de esos actos corrientes de un Dios caprichoso que podría colocar a una adolescente en bicicleta ante un coche en marcha cualquier tarde. En cambio, Jeffrey leyó historias de mujeres jóvenes que habían desaparecido misteriosamente en viajes de acampada, o que habían decidido de pronto fugarse de casa mientras realizaban alguna actividad de lo más normal, o que nunca habían llegado a su destino, una clase o cita de rutina. Había algunos titulares estrambóticos que aseguraban que perros salvajes o lobos reintroducidos en las zonas forestales por ecologistas obsesionados por conservar el medio ambiente habían atacado a un par de aquellas jóvenes. Una serie de sucesos se había producido al aire libre: despeñamientos, ahogamientos en ríos e hipotermias desafortunadas que habían acabado con varias. Según los artículos, unas cuantas estaban deprimidas, y se insinuaba que habían huido de su familia para quitarse la vida, como si se tratara de una decisión absolutamente normal en una adolescente, a diferencia de los impulsos autodestructivos sistemáticos como por ejemplo la bulimia o la anorexia.
El
Post
informaba de todos los casos con el mismo estilo aburrido. Artículo uno: CHICA DESAPARECE INESPERADAMENTE (página tres). Artículo dos: LAS AUTORIDADES INICIAN LA BÚSQUEDA (página cinco, una sola columna, a la izquierda, sin foto). Artículo tres: RESTOS DE CHICA DESCUBIERTOS EN ZONA RURAL SIN URBANIZAR. LA FAMILIA LLORA A LA VÍCTIMA DEL ACCIDENTE.
Había unos pocos textos que se apartaban de este enfoque tan poco imaginativo, casos que en vez de terminar con la triste variante JOVEN ENCONTRADA finalizaban con un LAS AUTORIDADES DAN POR TERMINADA LA BÚSQUEDA INFRUCTUOSA. Ni uno solo de los sucesos había aparecido en primera plana junto con las noticias de empresas nuevas que se trasladaban al estado número cincuenta y uno. Ninguna crónica ahondaba en el tema más allá de las declaraciones de los portavoces del Servicio de Seguridad. Ningún reportero intrépido mencionaba semejanzas entre un incidente y alguno que se hubiera producido anteriormente. Ningún periodista había confeccionado tampoco una lista como la que estaba elaborando él.
Esto le sorprendió. Si él había reparado en el número de casos similares, a un periodista tampoco le habría costado mucho descubrirlo. La información se encontraba en su propio archivo digitalizado.
A menos, claro está, que lo hubieran descubierto pero hubiesen optado por no publicarlo.
Jeffrey se reclinó en su silla de oficina, con la vista fija en la pantalla de ordenador. Por un momento deseó que la sala de redacción por la que había pasado estuviera realmente repleta de empleados de una compañía de seguros, porque al menos ellos estarían al corriente de las tablas actuariales con los porcentajes de probabilidades que tenía una chica adolescente de morir a causa de alguna de estas presuntas calamidades.
«Ni de casualidad —se dijo—. Y por qué no también abducciones extraterrestres», se mofó, acordándose de que ésta era la misma comparación que el agente Martin había hecho.
Lo repitió para sí, en un susurro: «Ni de coña.»
Se preguntó cuántas de aquellas muertes se habían producido tal como informaba el periódico. Supuso que un par. Seguramente alguna de aquellas adolescentes se había fugado realmente de casa, y alguna realmente se había suicidado, y tal vez había sobrevenido realmente algún accidente de acampada. Quizás incluso dos. Calculó rápidamente. Un diez por ciento equivaldría a tres muertes. Un veinte por ciento, a seis. Esto aún dejaba veinte muertes a lo largo de una década. Al menos dos por año.
Continuó meciéndose en la silla.
A los asesinos metódicos de la historia les habría parecido un balance razonable para una inversión de energía homicida. No espectacular, pero aceptable. En el polo opuesto, los asesinos psicópatas sedientos de sangre sin duda considerarían insuficiente este número desde su posición privilegiada en el infierno. Ellos preferían la cantidad y la satisfacción instantánea. La voracidad de la muerte. Por supuesto, resultaba mucho más fácil pillarlos gracias a sus excesos.
Sin embargo, los asesinos constantes, silenciosos y entregados que ocupaban la siguiente esfera infernal asentirían con la cabeza en señal de admiración hacia un hombre que controlaba sus impulsos y sabía contenerse. Eran como el lobo que elige a los caribúes enfermos o heridos de la manada, procurando no matar a demasiados para no poner en peligro su fuente de sustento.
Jeffrey se estremeció.
Comenzó a imprimir las crónicas de los casos que creía que encajaban en esa pauta, y mientras tanto comprendió por qué lo habían mandado llamar. Las autoridades estaban quedándose sin excusas creíbles.
Perros salvajes y lobos. Mordeduras de serpiente y suicidios. Al final alguien se negaría a creerlo, y eso supondría un problema considerable. Se sonrió, como si una parte de él lo encontrara divertido.