Clayton se detuvo también y sólo alcanzó a distinguir el murmullo de agua que corría.
—El río está a unos cincuenta metros. Suponemos que los dos tipos debían de estar encantados. No es una excursión tremenda, pero llevaban botas de pescador e iban cargados con cañas, mochilas y todas esas cosas. Además, ese día hacía bastante calor. Más de veintiún grados. Póngase en su lugar. Así que iban a toda prisa, seguramente sin fijarse mucho en lo que pudieran encontrar por el camino.
El inspector hizo un gesto hacia delante, y Clayton reanudó la marcha.
—Janet Cross —dijo Martin entre dientes, un paso por detrás del profesor—. Así se llamaba.
El sonido del río se hacía más intenso conforme se acercaban, hasta que Clayton prácticamente no oía otra cosa. Atravesó un último grupo de árboles y de pronto se vio en lo alto de un ribazo, unos dos metros por encima del agua que burbujeaba y corría en unos rápidos salpicados de rocas. Parecía sinuosa, viva. Era un agua veloz, vigorosa, que bajaba con ímpetu por una cuenca estrecha como un pensamiento rabioso. El sol se reflejaba en la superficie, tiñéndola de una docena de tonos distintos de azul y verde veteados de espuma blanca.
Martin se detuvo a su lado.
—Un lugar de primera para los pescadores. Hay truchas casi en todas partes. Son difíciles de pescar, según me cuentan, porque van a toda pastilla y se mueven mucho. Además, si uno resbala en una de esas rocas, bueno, digamos que se lía una buena. Pero no deja de ser un sitio estupendo.
—¿Y el cadáver?
—El cadáver, sí. Janet. Buena chica. Siempre son buenas chicas, ¿no, profesor? Todo sobresalientes. Iba a matricularse en la universidad. Tengo entendido que también era gimnasta. Quería estudiar el desarrollo en la primera infancia. —El inspector levantó los brazos despacio y apuntó a una roca grande y plana situada en la margen—. Justo allí.
La roca medía al menos tres metros de ancho y parecía el tablero de una mesa inclinado ligeramente hacia donde ellos se encontraban. Jeffrey pensó que el cuerpo casi debía de parecer allí enmarcado o engastado, como un trofeo.
—Los dos pescadores… joder, al principio creyeron que ella sólo estaba tomando el sol desnuda. Una primera impresión, ¿sabe? Porque estaba ahí, abierta de brazos, cómo decirlo, como en un crucifijo. En fin, le gritaron algo y ella no reaccionó, de modo que uno se acercó caminando por el agua, subió de un salto, y lo demás ya se lo imaginará. —Sacudió la cabeza—. Ella debía de tener los ojos abiertos. Los pájaros se los habían sacado. Pero el cuerpo no presentaba más daños causados por animales. Y el estado de descomposición era mínimo; llevaba allí entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas antes de que aparecieran esos tipos. Dudo que vuelvan a pescar mucho en este tramo del río.
Jeffrey bajó la vista y advirtió que la roca en la que habían encontrado el cadáver estaba a cierta distancia de la orilla. Descansaba sobre una base de grava, en menos de treinta centímetros de agua. Dominaba una charca de modestas dimensiones; un par de peñas más grandes en la cabecera de la charca dividían la energía del río, lanzando el agua más furiosa hacia el ribazo opuesto y creando una corriente más lenta tras la roca plana.
Clayton no sabía mucho de pesca, pero sospechaba que la roca era un lugar privilegiado. Desde su borde posterior se podía lanzar fácilmente el anzuelo hasta el otro lado de la charca. Pensó que el hombre que había dejado el cuerpo allí seguramente se había fijado en eso también.
—Cuando rastrearon ustedes la zona… —empezó a decir, pero el inspector lo interrumpió.
—Todo roca. Roca y algo de agua. No hay huellas. Además, la tarde anterior había llovido. Tampoco hubo la suerte de que se encontraran trozos de ropa enganchados en alguna espina. Revisamos toda la zona hasta el lugar donde hemos dejado el coche, con lupa, como suele decirse. Tampoco había huellas de neumáticos. No teníamos nada excepto un cadáver, justo aquí, como si hubiera caído directamente del cielo.
Martin tenía la mirada fija en la orilla opuesta, en el sitio exacto.
—Yo iba con el primer equipo que llegó aquí, así que sé que la escena no sufrió ningún tipo de contaminación. —Sacudió la cabeza. Hablaba en tono neutro, inexpresivo—. ¿Alguna vez ha visto algo que le recuerde a una pesadilla? No me refiero a un sueño que haya tenido o a una fantasía. Ni siquiera a una de esas situaciones de deja vu que todos conocemos. No, yo estaba justo ahí, de pie, y allí estaba ella, y fue como si estuviera reviviendo una pesadilla que había tenido una vez y que creía haber olvidado hacía tiempo. La vi con los brazos extendidos y las piernas juntas, sin sangre ni señales de lucha evidentes. Entonces supe, en cuanto recuperé el aliento, que no íbamos a encontrar una puta pista que nos sirviera. Y cuando nos acercamos, supe que iba a ver ese dedo cortado… y supe, profesor, justo en ese momento lo que tenía que saber, es decir, quién lo hizo. —La voz del inspector se apagó, ahogada por el ruido de la corriente impetuosa que pasaba junto a ellos.
Jeffrey no confiaba demasiado en su propia voz, y desde luego fue lo bastante sensato para no hacer algún comentario de listillo. Al observar a Martin contemplando la roca plana, supo que el agente veía aún el cuerpo de la chica tendido allí con la misma nitidez con que lo había visto aquel día.
—Él quería que encontraran el cadáver —dijo Clayton.
—Eso pensé yo también —respondió Martin—. Pero ¿por qué aquí?
—Buena pregunta. Seguramente tenía una razón.
—Un lugar aislado, pero no precisamente oculto. Por estos pagos habría podido encontrar algún sitio donde nadie la descubriese nunca. O, al menos, donde pasara suficiente tiempo antes de que la descubriesen como para quedar reducida a una pila de huesos. Joder, podría haberla tirado al río. Desde el punto de vista forense, eso incluso habría tenido más sentido, si lo que pretendía era evitar que hallásemos algún indicio revelador que lo relacionara con la víctima. En cambio la trajo hasta aquí, lo que, por muy menuda que fuera ella y muy fuerte que sea él, sería un buen tute, y dispuso su cadáver como si se tratara de un plato especial del día.
—Él debe de ser considerablemente más fuerte de lo que parece a simple vista —señaló Jeffrey—. ¿Cuánto pesaba ella? ¿Unos cincuenta kilos, tal vez?
—Era delgada. Bajita y delgada. Seguramente cincuenta es demasiado para ella.
Jeffrey dejaba que sus ideas se derramasen en forma de palabras.
—La transportó por el camino un kilómetro y medio y luego la colocó aquí porque quería que la encontrasen justo así. No es que la haya dejado aquí tirada sin más. Quería transmitir un mensaje.
Martin movió la cabeza afirmativamente.
—Yo pensé lo mismo, pero no es el tipo de opinión que conviene expresar en voz alta. Por razones políticas, no sé si me entiende. —Se cruzó de brazos y se quedó mirando la roca plana y el flujo incesante de agua que se rizaba en torno a sus bordes.
Jeffrey estaba de acuerdo con las palabras del inspector. Le vino a la memoria una frase de un político muy conocido en Massachusetts, que decía que todos los políticos son locales, y se preguntó si lo mismo valía para el asesinato. Comenzó a analizar la escena en su mente y luego a sumar, a restar, a reflexionar profundamente sobre lo que revelaba de sí mismo un hombre capaz de cargar con un cuerpo a través del bosque desierto, sólo para depositarlo sobre un pedestal en el que lo encontrarían al cabo de uno o dos días.
No lo dijo en voz alta, pero pensó: «Es un hombre cuidadoso. Un hombre que hace planes y luego los pone en práctica con precisión y seguridad. Un hombre que comprende exactamente cuáles serán las repercusiones de sus actos. Un hombre que conoce la ciencia de la detección y la naturaleza de la medicina forense, pues sabe cómo evitar dejar información sobre sí mismo junto a la víctima. Lo que deja es un mensaje, no un rastro.»
A continuación añadió, de nuevo en su fuero interno: «Un hombre peligroso.»
—Los dos tipos que la encontraron, los pescadores… ¿a qué conclusión llegaron?
—Les dijimos que había sido un suicidio. Se quedaron hechos polvo.
En ese momento sonó el busca que el inspector llevaba al cinto, con un pitido electrónico que parecía ajeno a los árboles y los ruidos acuáticos del río. Martin lo miró con expresión de extrañeza por un instante, como si le costara volver al presente desde sus recuerdos. Entonces lo apagó y, casi en el mismo movimiento, extrajo un teléfono móvil del bolsillo de su americana. Marcó un número en silencio y de inmediato se identificó. Luego escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Vamos para allá. Calculo que tardaremos una hora y media. —Cerró el teléfono de un golpe—. Es hora de marcharnos —anunció—. Han encontrado a nuestra fugitiva.
Jeffrey advirtió que las cicatrices de quemaduras en las manos del inspector se habían puesto rojas.
—¿Dónde? —preguntó.
—Ya lo verá.
—¿Y?
Martin se encogió de hombros con amargura.
—Le he dicho que la han encontrado. No he dicho que haya vuelto por su propio pie a casa para abrazar a sus padres enfadados pero rebosantes de alegría.
Dio media vuelta y echó a andar rápidamente por el sendero en dirección al camino y al apartadero donde habían dejado el coche. Clayton lo siguió a toda prisa, y el murmullo de la corriente se extinguió a su espalda.
El profesor vislumbró el resplandor de las luces a más de un kilómetro de distancia. Los reflectores parecían desgarrar el manto de oscuridad. Bajó la ventanilla y alcanzó a oír la impasible disonancia de los generadores eléctricos que colmaba la noche. Habían atravesado a toda velocidad y sin detenerse una extensión desértica, en dirección oeste, hacia la frontera con California. El inspector no habló durante el trayecto salvo para informarle de que se dirigían de nuevo a una zona no urbanizada del estado. Sin embargo, la topografía había cambiado; las colinas rocosas y los árboles habían cedido el paso a un matorral llano. Era el tipo de paisaje que los escritores del Oeste loaban tan elocuentemente, pensó Clayton; a sus ojos inexpertos de la Costa Este les parecía un territorio en el que Dios debió de distraerse momentáneamente mientras se dedicaba a crear el mundo.
A varios cientos de metros de los generadores y los reflectores, había un control de carretera solitario. Un policía uniformado del Servicio de Seguridad, de pie junto a un conjunto de conos de tráfico color naranja y varias señales luminosas, les indicó por gestos que se detuvieran, y al ver el adhesivo rojo en la ventanilla del coche les hizo señas de que siguieran adelante.
El agente Martin paró el vehículo de todos modos. Bajó el cristal de la ventana.
—¿Qué le están diciendo a la gente? —preguntó sin rodeos.
El agente asintió, le dedicó un breve saludo y respondió:
—Que un escape en una cañería de distribución ha anegado la carretera. Estamos desviando a todos los vehículos a la Sesenta. Por suerte, de momento sólo han sido un puñado.
—¿Quién la ha encontrado?
—Un par de topógrafos. Siguen aquí.
—¿Son residentes del estado o forasteros con permiso?
—Forasteros.
Martin hizo un gesto de afirmación y arrancó.
—Mantenga la boca cerrada —le avisó a Clayton—. Es decir, puede hacer preguntas en caso necesario, para llevar a cabo su trabajo, pero no llame la atención más de la cuenta sobre sí mismo. No quiero que nadie pregunte quién es usted. Y si lo hacen, simplemente les diré que es un especialista. Ésa es la clase de descripción genérica que suele satisfacer a todo el mundo, pero que en realidad no significa gran cosa si uno se para a pensar sobre ello.
Jeffrey no contestó. El coche salió disparado hacia delante, y luego el inspector se detuvo tras un par de furgonetas sin ventanas, blancas y resplandecientes, que lucían el logotipo del Servicio de Seguridad en los costados, pero ningún otro distintivo. Jeffrey echó un vistazo a los vehículos y supo qué eran: unidades de análisis de la escena del crimen. En un estado en el que supuestamente no se cometían crímenes, claro está, no les interesaba dar a conocer su presencia. Clayton se sonrió. Era un pequeño acto de hipocresía, sin duda, pero supo valorarlo. Sospechaba que habría otros en el estado cincuenta y uno en los que él no habría reparado. Se apeó del coche del inspector. La noche empezaba a refrescar, de modo que se subió el cuello de la chaqueta.
Otro agente les hizo señas y apuntó con el dedo.
—Cuatrocientos metros más allá —dijo, señalando hacia el origen de las luces.
Martin se adelantó a zancadas rápidas, y Clayton tuvo que trotar para seguirle el ritmo.
Los haces de los grupos de luces de arco voltaico hendían la oscuridad. Jeffrey vio enseguida que había varios equipos trabajando en el área delimitada por las luces. Distinguió tres grupos de búsqueda distintos que examinaban cuidadosamente la tierra arenosa y la roca en busca de fibras, huellas de pies o de neumáticos o cualquier otra pista que pudiera indicar quién había pasado por ahí antes. Clayton los observó por unos instantes, como un entrenador presente en las pruebas de selección de un equipo. Le pareció que se movían demasiado deprisa. No tenían suficiente paciencia, y probablemente tampoco suficiente experiencia. Si había algo allí que pudieran pasar por alto, lo pasarían por alto. Volvió la mirada hacia otro equipo que trabajaba en torno al cadáver, ocultándoselo a la vista en un principio. Este grupo estaba en lo alto de una meseta pequeña y polvorienta. Entre ellos avistó a un hombre que iba en mangas de camisa pese al fresco de la noche, agachado, con unos guantes de látex blancos que, cuando los iluminaba algún rayo procedente de los palpitantes reflectores, brillaban con un resplandor que parecía de otro mundo. Jeffrey supuso que era el jefe de forenses.
Siguió al agente Martin, que mientras tanto estaba reconociendo el terreno. Un pensamiento fugaz y doloroso le vino a la cabeza: «Es lo que debería haberme esperado. De hecho, quizá me lo esperaba.»
Sacudió la cabeza mientras caminaba hacia delante. «No encontrarán nada», se dijo.
Los agentes de seguridad se apartaron para dejar pasar a los dos hombres, y Clayton atisbo por primera vez el cadáver casi en el mismo momento en que el inspector profería una obscenidad breve y rotunda.
La adolescente estaba desnuda. La habían colocado sobre una superficie extensa, llana y pedregosa. Estaba boca abajo, con el rostro en sombra, los brazos extendidos ante ella y las rodillas encogidas debajo del torso. Esta posición le recordó a Jeffrey el modo en que los musulmanes se postraban cuando rezaban en dirección a La Meca. Advirtió que ella también estaba orientada hacia el este.