Juegos de ingenio (23 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juegos de ingenio
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—Claro. Pero debe usted entender que no fue sino hasta el momento en que vimos el cadáver cuando comprendimos a qué nos enfrentábamos. Y para entonces… —Su voz se apagó.

Clayton movió la cabeza afirmativamente y volvió a subir al coche. Echó otro vistazo alrededor, con mil preguntas rondándole la cabeza. Los clientes de la canguro llegaron seguramente en su coche. ¿Cómo se las arregló él para evitar que lo vieran a la luz de los faros? Muy fácil. Llegó después. ¿Cómo sabía que ella se iría a casa a pie y que no la acompañarían? Porque la había visto antes. ¿Cómo sabía que no habría vecinos entrando o saliendo? Porque conocía sus horarios también.

Clayton respiró hondo en silencio e intentó convencerse de que no era una cosa terrible estar recorriendo una apacible calle residencial y descubrir de inmediato el mejor lugar donde podía aguardar un asesino. Se dijo que era necesario ver el barrio a través de los ojos del asesino, pues de lo contrario no tendrían la menor posibilidad de dar con él, por lo que su habilidad era algo que debía causar admiración y no espanto. Él sabía, claro está, que eso era mentira. Aun así, se aferró a ello en su fuero interno, pues la alternativa era algo que no deseaba contemplar.

Avanzaron durante unos minutos más en el coche y dejaron atrás la exclusiva urbanización. Clayton divisó un parque pequeño. Vio que había una pista de arcilla para hacer
footing
en torno al perímetro, unas canchas de tenis, una canasta de baloncesto y una zona de juegos en la que había varios niños pequeños. Un corrillo de mujeres sentadas en unos bancos conversaban mientras prestaban a sus hijos una atención intermitente que denotaba seguridad. Al pasar junto al parque, advirtió que las casas del otro lado eran más pequeñas, estaban más juntas y próximas a la acera. Ahora las señales de la calle eran marrones.

—Estamos en Ecos del Bosque —le informó Martin—. Una urbanización marrón. De clase media, pero en el otro extremo de ese espectro. Justo en el límite de la ciudad.

Del barrio residencial pasaron a un bulevar amplio con centros comerciales de una sola planta a ambos lados. Todos eran de estilo suroeste, con techumbre de tejas rojas y paredes de estuco beige claro, incluida la tienda de comestibles que ocupaba casi una manzana entera en el centro del complejo. Clayton se puso a leer los nombres de los establecimientos y cayó en la cuenta de que también estaban agrupados: las
boutiques
de ropa fina y las tiendas de objetos curiosos estaban en una punta del centro comercial, mientras que las de saldos y las ferreterías estaban en el extremo opuesto. Los restaurantes, las pizzerías y los locales de comida rápida estaban repartidos por todo el lugar.

—Ya hemos acabado las compras —comentó el inspector—. Bienvenido a Evergreen, zona residencial de las afueras de Nueva Washington.

El centro de la pequeña ciudad tenía un regusto anticuado, como de Nueva Inglaterra. Todo estaba dispuesto en torno a un parque extenso, verde y recubierto de césped. En un extremo Clayton divisó el chapitel blanco de una iglesia episcopaliana recortado contra el azul claro del cielo del oeste. A su derecha había otro campanario, rematado con una cruz: una iglesia metodista. Al otro lado del parque, había una sinagoga frente a las iglesias, con una estrella de David desacomplejadamente instalada en lo alto del tejado. Todas tenían un diseño moderno, abstracto. Cerca, Jeffrey vio un grupo de tres edificios con paredes de tablas pintadas de blanco. Uno tenía una placa que decía OFICINAS MUNICIPALES, el de al lado era la SUBCOMISARÍA DEL SERVICIO DE SEGURIDAD 6, y el tercero rezaba: CENTRO INFORMÁTICO.

Había también un letrero pequeño que señalaba una calle lateral con la indicación ESCUELA Y CENTRO DE SALUD REGIONALES DE EVERGREEN.

El agente Martin asintió con la cabeza y detuvo el coche a la orilla del parque. Clayton reparó en una estatua situada en un extremo, un soldado de la época de la Segunda Guerra Mundial en una pose heroica que se alzaba sobre un par de cañones antiguos pintados de negro. Se preguntó si el ayuntamiento habría importado a algún héroe de ficción para rendirle homenaje.

—¿Lo ve, profesor? Todo cuanto se puede necesitar, ordenado y a mano. ¿Se va haciendo una idea?

—Creo que sí.

—Hay al menos tres lugares de culto en cada comunidad. No siempre son los mismos, claro está. Pueden ser mormones o católicos. Incluso pueden ser musulmanes, por el amor de Dios. Pero siempre son tres. Una sola iglesia implica exclusividad. Dos, competitividad. Pero tres implica diversidad, y sólo la suficiente para dar fuerza sin crear divisiones, no sé si me explico. Una mezcla étnica que fortalece en lugar de dividir. Lo mismo ocurre con la manera en que se organizan las comunidades. Todos los grupos económicos están representados, pero se relacionan entre sí en la ciudad o en el centro comercial. Podemos pasar junto a las fincas, si le interesa. Si a esto le sumamos un solo edificio que alberga desde el jardín de infancia hasta el instituto y otro que es una combinación de gimnasio y mini hospital, ¿qué más se puede necesitar?

—¿Un centro informático?

—Todas las casas están conectadas por medio de fibra óptica. Si uno lo desea, puede hacer sus compras, votar en las elecciones municipales, presentar la declaración de impuestos, chismorrear, intercambiar recetas o vender acciones, lo que sea, desde casa. Enviar o recibir correo electrónico, fijar el horario de clases de música, lo que sea. Todo lo que figuraría en un tablón de anuncios municipal. Joder, los profesores pueden poner deberes por medio del ordenador y los niños pueden enviar sus ejercicios por el mismo procedimiento. Todo está conectado hoy en día. La biblioteca, la tienda de comestibles, el horario del equipo de baloncesto escolar y las actuaciones de la clase de danza. Cualquier cosa que se le ocurra.

—¿Y el Servicio de Seguridad puede intervenir cualquier transmisión u operación?

Martin vaciló antes de contestar.

—Por supuesto. Pero no lo proclamamos a los cuatro vientos. La gente es consciente de ello, pero al cabo de un año o dos se olvidan. O les da igual. Seguramente, a un matrimonio típico le trae sin cuidado que el Servicio de Seguridad lea todas las invitaciones a su cena o monitorice sus tratos con la empresa de
catering
. Probablemente ni siquiera les importe que sepamos cuándo extendieron un cheque para pagar por bebidas alcohólicas o arreglos florales. Y cuando ese cheque se cobra, también nos enteramos.

—No sé… —repuso Clayton. Estaba estupefacto. Su propio mundo parecía disiparse como el último sueño antes de despertar. De pronto le costaba recordar qué aspecto tenía la universidad, o a qué olía su apartamento. No se acordaba más que de una sensación de miedo. Frío, miedo y suciedad. Pero incluso eso le parecía distante. El inspector viró, y una explosión momentánea de luz del sol deslumbró a Clayton. Se puso una mano a modo de visera, entornando los párpados. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse, pero al final pudo ver con claridad de nuevo.

—¿Quiere que pasemos junto a algunas de las fincas? Se encuentran a las afueras de la ciudad, pero están más aisladas. Por lo general, las separan de la carretera cuatro o cinco hectáreas. Gozan de más privacidad. Ese viene a ser el único privilegio de las capas altas de la sociedad. Pueden vivir en un mayor aislamiento. Pero ¿sabe qué? Hemos descubierto que algunos de los más ricos prefieren las zonas verdes, más propias de la clase media alta. Les gusta vivir al lado de un campo de golf o cerca del centro recreativo de la ciudad. Es curioso, supongo. En fin, ¿quiere intentar ver una zona de grandes fincas? Cuesta más contemplarlas desde la calle, pero uno puede formarse una idea de todos modos.

—¿Están construidas a partir de los mismos diseños básicos que las otras viviendas?

—No. Las hacen todas por encargo. Pero, como el número de arquitectos y contratistas está limitado por la normativa de concesión de licencias por parte del estado, existen algunas similitudes.

A Jeffrey le vino una idea a la mente, pero optó por no comentarla. En cambio, señaló la rampa de acceso a la autopista.

—Quiero ver el lugar donde se encontró el cadáver —dijo.

Con un gruñido de asentimiento, Martin enfiló la rampa.

—¿Qué me dice de usted, inspector? ¿Es usted marrón? ¿Amarillo? ¿Verde o azul? En este orden social, ¿dónde encajan los polis?

—En el amarillo —respondió despacio—. Tengo una casa urbana cerca del centro de Nueva Washington, lo que no me obliga a hacer grandes desplazamientos. Ya no tengo esposa. Nos separamos hace poco más de diez años. Fue un acuerdo amistoso, al menos tanto como pueden serlo estas cosas, supongo. Ocurrió antes de que yo viniera a trabajar aquí. Ahora ella vive en Seattle. Tengo un chaval en la universidad. El otro trabaja fuera. Los dos son mayorcitos. Ya no necesitan demasiado a su viejo. No los veo muy a menudo. En resumen, vivo solo.

Clayton movió la cabeza afirmativamente porque le pareció lo más educado.

—Claro que eso no es muy habitual por aquí.

—¿A qué se refiere?

—En este estado no están bien vistos los varones adultos solteros. Aquí todo gira en torno a la familia. Los hombres solteros, en su mayoría, sólo lo joden todo. Tenemos que admitir a algunos (hombres en mi situación, por ejemplo, y por muchos estudios preinmigratorios que realicemos, sigue habiendo algunos divorcios, aunque sólo la décima parte que en el resto del país), pero, por lo general, no entran. Para venir y quedarse, hace falta una familia. Se te deniega el permiso si eres un solitario. No hay muchos bares para solteros en el estado. De hecho, debe de haber cerca de cero.

Jeffrey asintió de nuevo, pero esta vez porque se le había ocurrido algo. Abrió la boca para decir algo, pero acto seguido la cerró con fuerza, siguiendo su propio consejo. «Hay muchas cosas que no sé todavía —pensó—, pero empiezo a enterarme un poco.»

Se reclinó en su asiento mientras el inspector aceleraba. Las estribaciones, que parecían ostensiblemente más cercanas, se elevaban sobre la llanura, verdes, marrones y ligeramente más oscuras que el resto del mundo. Al principio le dio la impresión de que se hallaban a sólo unos pocos kilómetros, pero luego comprendió que aún les quedaban varias horas de trayecto. Se recordó a sí mismo que en el Oeste las distancias son engañosas. Las cosas suelen estar más lejos de lo que uno cree. Pensó que lo mismo ocurría con la mayor parte de las investigaciones de homicidios.

A primera hora de la tarde llegaron a la zona donde se había encontrado el cuerpo número tres. Hacía más de una hora que habían pasado por la última población, y las señales de la autopista les advertían de que se hallaban a unos 150 kilómetros de la frontera recién trazada que separaba el territorio del sur de Oregón. Era un terreno agreste, densamente arbolado, y en él reinaba una calma opresiva. Había pocos vehículos que adelantar. Clayton se dijo que estaban en medio de uno de los parajes inhóspitos del mundo: un lugar donde dominaban el silencio y la soledad. La región apenas estaba urbanizada; había un vacío inmenso que resultaría difícil de llenar artificialmente. Las montañas a las que se aproximaban se alzaban imponentes, grises como el granito, coronadas de blanco y escarpadas. Un territorio implacable.

—No hay mucha cosa por aquí —comentó Clayton.

—Sigue siendo tierra salvaje —convino Martin—. No lo será siempre, pero aún lo es. —Titubeó antes de añadir—: Hay estudios psicológicos, y algunas encuestas supuestamente científicas que dicen que la gente se siente a gusto y está a favor de las zonas salvajes siempre y cuando estén limitadas en su extensión. Declaramos bosques estatales y áreas de acampada, y luego apenas los tocamos. Eso hace felices a los fanáticos de la naturaleza. La civilización gana terreno despacio, inadvertidamente. Eso ocurrirá aquí también. Dentro de cinco años, quizá diez. —Hizo un gesto con el brazo derecho—. Ahí delante hay una carretera que usaban los madereros. Ya no se talan árboles, por supuesto. Los ecologistas han ganado esa batalla. Pero el estado mantiene los caminos transitables para los excursionistas. Es un lugar estupendo para la caza y la pesca. Además, resulta cómodo. Se tarda sólo tres horas en llegar en coche desde Nueva Washington, y menos todavía desde Nueva Boston y Nueva Denver. Están en vías de crear todo un sector económico nuevo. Se puede ganar un montón de pasta con la naturaleza controlada.

—Fue así como la encontraron, ¿verdad? ¿Un par de pescadores?

El inspector asintió.

—Un par de ejecutivos de seguros que se habían dado un día libre para buscar truchas salvajes. Encontraron más de lo que esperaban.

Tomó una salida de la autopista, y el coche de pronto iba dando tumbos y cabeceando como una barca en un mar picado. El polvo se arremolinaba tras ellos, y la grava repiqueteaba contra la parte inferior del vehículo como una ráfaga de disparos. A causa de los bandazos, los dos hombres se quedaron callados. Avanzaron así durante unos quince minutos. Clayton se disponía a preguntar cuánto faltaba cuando el inspector detuvo el coche en un pequeño apartadero.

—A la gente le gusta —dijo Martin—. Para mí es un coñazo, pero a la gente le gusta. Yo por mí mandaría asfaltar el puto camino, pero me dicen que, según los psicólogos, la gente prefiere la sensación de aventura que les da el ir botando. Les hace creer que los treinta de los grandes que se gastaron en su cuatro por cuatro valieron la pena.

Clayton bajó del coche y de inmediato vio un sendero angosto que discurría entre matorrales y árboles. A la orilla del apartadero, allí donde arrancaba el camino, había una placa de madera color castaño con un mapa plastificado.

—Ya estamos llegando —dijo el inspector.

—¿Él la dejó aquí?

—No, más lejos. A un kilómetro y medio de aquí, tal vez un poco menos.

El sendero bordeado de árboles había sido despejado, por lo que no costaba caminar por él. Era justo lo bastante ancho para que los dos hombres pudieran andar uno al lado del otro. Bajo sus pies, el suelo del bosque estaba recubierto de agujas de pino marrones. De cuando en cuando se oía un correteo, cuando espantaban a alguna ardilla. Un par de mirlos protestaron por su presencia con un canto discordante y se alejaron aleteando ruidosamente entre los árboles.

El inspector se detuvo. Aunque hacía algo de fresco a la sombra, sudaba a mares, como el hombretón que era.

—Escuche —dijo.

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