Susan avanzó un paso hacia el centro de la sala y describió un arco rápidamente con el brazo, como si asestara una cuchillada.
—«Pum» no es la expresión adecuada —murmuró—. No hubo un «pum». Todo sucedió más deprisa.
Diana se mordió con fuerza el labio antes de hablar.
—Piensa —dijo—. ¿Había algo allí que pudiera indicar que el crimen fue una cosa distinta de la que tú describes? ¿Había algo…?
—¡No! —la interrumpió Susan. Luego hizo una pausa y se quedó pensativa, visualizando la escena en el servicio de señoras del bar. Recordaba el color carmesí de la sangre que formó un charco debajo del muerto y el contraste tan fuerte con el linóleo de tonos claros del suelo—. Le robó —añadió despacio—. Al menos, su cartera estaba desplegada y tirada en el suelo, a su lado. Eso es algo. Y tenía la bragueta abierta.
—¿Algo más?
—Que yo recuerde, no. Salí de allí con bastante rapidez. Diana reflexionó sobre la cartera vacía.
—Creo que deberíamos llamar a Jeffrey —aseveró—. Él sabría decirnos con certeza qué pasó.
—¿Por qué? Esto es mi problema. Sólo conseguiremos asustarlo. Innecesariamente.
Diana abrió la boca para decir algo, pero luego cambió de idea. Contempló a su hija, intentando ver más allá de su expresión de rabia y sus hombros tensos, y un enorme y lúgubre abatimiento se apoderó de ella, pues comprendió que en otro tiempo había estado tan obsesionada con salvarlos físicamente que no había sido consciente de otras cosas que también había que salvar. «Daños colaterales —se dijo—. La tormenta derriba un árbol que cae encima de un cable de alta tensión, que a su vez cae en un charco y carga el agua de una electricidad letal que mata al hombre que pasea a su perro sin sospechar nada cuando escampa y aparecen las estrellas en el cielo. Eso es lo que les ha ocurrido a mis hijos —pensó con amargura—. Los salvé de la tormenta, pero nada más.» La duda imprimió dureza a su voz.
—Jeffrey es un experto en homicidios. En toda clase de homicidios. Y, si de verdad nos están amenazando (cosa que no sabemos con seguridad pero que es una posibilidad real), tiene derecho a saberlo, porque quizá posea conocimientos que nos ayuden en esa situación también.
Susan soltó un resoplido.
—Tiene su propia vida y sus propios problemas. Deberíamos estar seguras de que necesitamos ayuda antes de pedírsela.
Pronunció estas palabras como estableciendo una verdad irrebatible, como demostrando algo, aunque su madre no sabía muy bien qué.
Diana se disponía a replicar algo, pero notó una punzada repentina y aguda en las entrañas y tomó una bocanada anhelosa del aire de la habitación para mitigarla. El dolor fue como una descarga que estremeció su organismo, poniéndole las terminaciones nerviosas de punta. Esperó a que la oleada se estabilizase y luego remitiese, cosa que ocurrió al cabo de unos momentos. Se recordó a sí misma que al cáncer que la corroía por dentro le preocupaban poco los sentimientos, y desde luego le importaban un bledo los otros problemas que pudiera tener. Era justo lo contrario del homicidio que su hija había presenciado esa noche. Era lento y cruelmente paciente. Podía causar tanto dolor como el cuchillo del hombre, pero se tomaría su tiempo antes. No habría nada rápido en ello, aunque pudiera resultar tan singularmente letal como una cuchillada o un tiro.
Se sentía un poco mareada, pero se recuperó con una serie de respiraciones profundas, como las de un buceador que se dispone a sumergirse.
—De acuerdo —dijo con cautela—. ¿Qué te dice esa cartera abierta que viste?
Susan se encogió de hombros y, antes de que pudiera responder, su madre prosiguió:
—Lo que tu hermano te diría es que vivimos en un mundo violento en que hay demasiado poco tiempo y demasiadas pocas ganas como para que alguien realmente llegue a resolver un crimen. La función de la policía es intentar mantener el orden, cosa que hace de forma algo despiadada. Y cuando se comete un crimen que tiene una solución fácil, lo solucionan, porque así consiguen que la rutina continúe su accidentada marcha. Pero casi siempre, a menos que el muerto sea importante, hacen caso omiso de él y simplemente lo entierran como una víctima más de esta época anárquica. Y el asesinato de algún ejecutivo de segunda categoría obseso y medio borracho no me parece un caso al que la policía vaya a darle mucha importancia. Además, aunque supongamos por un momento que algún inspector se interesaría en el caso, ¿qué es lo que encontraría? Una cartera abierta y una cremallera de pantalón bajada. Un homicidio por robo, y ya está. Bingo. Y su conclusión sería que había algunas chicas del oficio en ese bar que no es precisamente de clase alta, y que una de ellas, o su chulo, se cargó al tipo. Y para cuando ese inspector agobiado de trabajo se dé cuenta de que eso que parece tan obvio no fue lo que pasó en realidad, el interés por el asunto se habrá enfriado mucho ya y tendrá pocas ganas de hacer otra cosa que archivarlo debajo de una pila de casos. Sobre todo cuando descubra que no había ninguna cámara de seguridad que grabase imágenes útiles de todas las idas y venidas. En fin, esto es lo que tu hermano te diría que el asesino consiguió con sólo embolsarse el dinero del hombre y dejar la cartera ahí tirada. Así de sencillo.
Susan la escuchó, y luego vaciló antes de responder.
—Todavía podría acudir yo misma a la policía.
Diana negó con la cabeza enérgicamente.
—¿Y cómo crees que nos ayudarán si les pones en bandeja a una sospechosa perfecta del asesinato? Me refiero a ti, porque ni en broma se van a creer que había alguien más que te vigilaba de forma anónima, a escondidas; alguien sin una cara, un nombre o algo que lo identifique salvo un par de mensajes crípticos que te dejó delante de nuestra casa, y que resulta ser lo bastante hábil para quitar de en medio a alguien que se presenta y te amenaza. Es como una especie de ángel guardián excepcionalmente diabólico.
Entonces Diana se interrumpió de golpe.
La cabeza le daba vueltas y el dolor le atenazaba el cuerpo.
Había un frasco de píldoras en la mesa de centro que tenía delante. Lenta y pausadamente extendió el brazo hacia él y lo sacudió para dejar caer dos cápsulas sobre la palma de su mano. Se las tragó y las bajó con el resto amargo y tibio de cerveza que quedaba en el fondo de la botella.
Pero lo que de verdad le dolía no era que la enfermedad hiciese notar su presencia, sino las últimas palabras que había pronunciado: «un ángel guardián excepcionalmente diabólico». Y es que sólo se le ocurría una persona con las características necesarias para encajar en esta descripción.
«¡Pero está muerto, maldita sea! —gritó para sus adentros— ¡Murió hace años! ¡Estamos libres de él!»
No dijo nada de esto en voz alta. En cambio, dejó que este temor súbito se instalara en su interior, en un lugar desagradablemente cercano a las punzadas constantes que la atormentaban.
Esa noche cenaron en relativo silencio, sin mencionar los mensajes ni el asesinato y, por supuesto, sin hablar más sobre lo que debían hacer. Luego se retiraron a sus respectivas habitaciones de la pequeña casa.
Susan se quedó a los pies de su cama, consciente de que estaba agotada y a la vez pletórica de energía. Era esencial que durmiese, pensó, pero no le resultaría fácil. Se encogió de hombros, se apartó de la cama y se dejó caer en su silla de trabajo. Toqueteó el teclado de su ordenador y se dijo que debía componer otro mensaje para quien ella creía que la había salvado.
Apoyó la cabeza en las manos y la meció adelante y atrás.
«Salvada por el hombre que me amenaza.»
Sonrió con ironía, pensando que seguramente aquello la divertiría mucho más si le estuviera pasando a otra persona. A continuación, alzó la cabeza y encendió el ordenador.
Jugueteó con palabras y frases, pero no encontró nada que le gustara, principalmente porque no sabía qué quería comunicar.
Llena de frustración, se apartó del escritorio y se dirigió a su armario. En la pared del fondo guardaba todas sus armas, el fusil de asalto, varias pistolas y cajas de cartuchos. En un estante adyacente había varias bobinas de hilo de pescar, un cuchillo para filetear en una funda y tres cajas transparentes con cebos de colores llamativos y moscas para tarpones, camarones artificiales, anzuelos con plumas de colores y cangrejos artificiales parduzcos que utilizaba cuando pescaba palometas. Cogió una caja y la agitó.
Le pareció curioso: las moscas que daban mejor resultado rara vez eran las que tenían un aspecto más real. A menudo el cebo que atraía al mejor pez sólo tenía una forma y un color vagamente similares a los del original; era un espejismo, no una realidad, que ocultaban un anzuelo de acero endurecido por el agua salada y mortífero.
Susan devolvió la caja al estante y alargó la mano para coger el largo cuchillo para filetear. Lo sacó de la funda negra de piel artificial y lo sujetó frente a sí. Deslizó el dedo por el borde romo. La hoja era angosta, ligeramente curva, como la sonrisa ufana de un verdugo en el momento de la muerte, y estaba afilada como cuchilla de afeitar. Le dio la vuelta al cuchillo y tocó delicadamente el filo con el dedo, procurando no moverlo hacia uno u otro lado, pues se haría un corte profundo. Mantuvo la mano en esta posición precaria durante varios segundos. Luego, de golpe, movió el cuchillo hacia arriba y lo blandió a pocos centímetros de su rostro.
«Algo así», se dijo. Lanzó una cuchillada al aire ante sí, con un gesto parecido al que había hecho en la sala de estar, delante de su madre. Sin embargo, ahora escuchó con atención mientras esa hoja, que era de verdad, hendía el aire inmóvil.
«No hace ruido —pensó—. Ni siquiera un susurro que te advierta que la muerte se acerca.»
Se estremeció, guardó el cuchillo en su funda y lo depositó en el estante. Luego, volvió a su ordenador. Escribió rápidamente:
«¿Por qué me sigues?
»¿Qué es lo que quieres?»
Luego añadió, en un tono casi lastimero:
«Quiero que me dejes en paz.»
Susan contempló las palabras que acababa de escribir y, tras respirar hondo, comenzó a traducirlas en un acertijo que pudiera publicar en su columna de la revista. «Mata Hari —le musitó a su álter ego—, busca algo realmente críptico y difícil que le lleve un tiempo descifrar, porque necesito unos días libres para decidir qué debo hacer a continuación.»
Diana yacía en el borde de la cama, meditando sobre el cáncer que le devoraba imparable las entrañas. Pensaba que era interesante, de una manera perversa, esta enfermedad extraña que se había aferrado a su páncreas en lo que a ella le parecía fruto de una decisión arbitraria y caprichosa. Después de todo, se había pasado buena parte de su vida preocupándose por muchas cosas, pero nunca se le había ocurrido imaginar que ese órgano situado en lo profundo de su cuerpo acabaría por revelarse como un traidor. Se encogió de hombros, preguntándose, como tantas veces antes, qué aspecto tendría en realidad su páncreas. ¿Sería rojo, verde, morado? Las minúsculas motas de cáncer ¿eran negras? ¿De qué le había servido antes de empezar a matarla lentamente? ¿Para qué lo necesitaba, de entrada? ¿Por qué necesitaba el resto de las cosas, el hígado, el colon, el estómago, los intestinos, los riñones? ¿Y por qué no se habían infectado? Intentó visualizar sus propios tejidos y órganos como una especie de máquina, un motor que no funcionaba bien a causa de la mala calidad del combustible. Por un instante, deseó poder introducir la mano en su cuerpo, arrancar el órgano díscolo y luego tirarlo al suelo y desafiarlo a que la matara. La llenaba de rabia, de una furia virulenta y atronadora, que un órgano oculto e insignificante pudiera arrebatarle la vida. «Debo tomar las riendas —se dijo—. Tengo que tomar el control.»
Recordó el momento en que se había hecho cargo de su futuro y pensó: «Debo hacer lo mismo con mi muerte.»
Se levantó y atravesó su pequeña habitación.
«La lluvia en los Cayos es torrencial —pensó—. Cae como una descarga repentina y violenta, como esta tarde, y entonces parece que el cielo esté furioso y desata un diluvio totalmente negro que ciega y sacude al mundo entero.» Había sido distinta la noche que había huido de su marido: caía una lluvia fría e inclemente que repiqueteaba alrededor de ella, inquietante, alimentando los temores que surgían en su interior. Carecía de la contundencia de las tormentas de los Cayos, que tan familiares habían llegado a resultarle con el tiempo; la noche que había escapado de su hogar, de su pasado y de todo vínculo que había tenido jamás con nadie o con nada durante sus primeros treinta años, había caído una lluvia de dudas.
En un rincón del armario de su dormitorio tenía un pequeño cofre de seguridad que rebuscó detrás de los lienzos, los viejos tubos de pintura y los pinceles. Dedicó unos segundos a reprenderse: «No hay razón para dejar de pintar —dijo—. Aunque te estés muriendo.»
No era consciente de que sus movimientos imitaban inadvertidamente los de su hija, pero mientras Susan sacaba un cuchillo de su armario, Diana cogía una caja pequeña llena de recuerdos bien guardados.
La caja era de un metal negro y barato. En otro tiempo se cerraba con un pequeño candado, pero Diana había perdido la llave y se había visto obligada a cortarlo con una lima. Ahora sólo tenía un simple cierre. Pensó que probablemente ocurría lo mismo con la mayor parte de los recuerdos: por más que uno crea que los tiene guardados bajo llave, en realidad sólo están protegidos por una tapa de lo más frágil.
De pie junto a su cama, abrió la caja y esparció su contenido sobre el cubrecama, delante de sí. Hacía años que no metía ni sacaba nada de allí. Encima de todo había algunos papeles, una copia de su testamento —en el que repartía todas sus posesiones, que sabía que no eran muchas, a partes iguales entre sus hijos—, una póliza de un seguro por una cantidad bastante pequeña, y una copia de la escritura de la casa. Debajo de estos documentos había varias fotografías sueltas, una lista breve y escrita a máquina de nombres y direcciones, una carta de un abogado y una página de papel satinado arrancada de una revista.
Diana cogió primero la hoja de papel y se sentó pesadamente. En el margen inferior de la página había un número: el 52. Junto a él, escritas con una caligrafía primorosamente pequeña, estaban las palabras: «Boletín de la academia St. Thomas More. Primavera de 1983.»
En la página había tres columnas escritas a máquina. Las dos primeras tenían por encabezamiento «Bodas y nacimientos». La tercera se encontraba bajo la palabra «Necrológicas». No había más que una entrada en la columna, y Diana posó la mirada en ella: