—Es una parte —contestó el asesino—. Hay un segundo elemento.
A Diana la habían despertado los leves ruidos que había hecho su hija antes del alba tras levantarse: el chorro de la ducha, un golpecito de la puerta de la alacena, la puerta de la calle cerrándose con autoridad. Durante unos segundos había contemplado la posibilidad de levantarse también para despedirse de Susan, pero la somnolencia le resultaba demasiado seductora, así que había suspirado, se había dado la vuelta para tenderse de costado y se había dormido durante varias horas más. Tuvo sueños felices de su infancia.
La mujer mayor se había instalado en el dormitorio principal de la casa adosada. Después de sacar los pies de la cama, mover los dedos de los pies y desperezarse, se echó una manta sobre los hombros y salió al pequeño balcón caminando con los pies descalzos. Permaneció allí un rato, simplemente respirando el aire de la mañana. Era de un frescor casi cortante, le daba la sensación de estar inspirando el filo de una navaja. El aire estaba en calma, pero el frío penetró en su fino camisón y le puso la carne de gallina. El sol de principios de invierno bañaba el paisaje que se extendía ante ella de una claridad y una nitidez que ella nunca había visto en el húmedo mundo del sur de Florida. Le llegaban los aromas de las montañas lejanas, y alzó los ojos hacia los grandes y blancos cúmulos en lo alto, recortados contra el cielo azul, impulsados hacia el este por la corriente de aire, como buscando perezosamente alguna cumbre nevada en la que posarse.
La recorrió un escalofrío. «No me costaría nada aclimatarme a este lugar», pensó.
Aspiró el aire a graneles bocanadas como si fuera medicinal y dejó vagar la mirada por el terreno. La casa no era lo bastante elevada para tener vistas a la ciudad. En cambio, contempló el matorral del barranco que se abría detrás de la valla de la casa, de color marrón terroso, salpicado del verde de algún que otro arbusto. Se puso a escuchar y percibió las voces y los sonidos rítmicos de las pelotas de tenis golpeadas con más delicadeza que entusiasmo, por lo que dedujo que las mujeres de la urbanización habían salido a las canchas a hacer algo de ejercicio matinal.
Simplemente respirando aire limpio y escuchando, Diana reflexionó sobre lo extraño que le parecía que hubiese tan poco ruido. Incluso en los Cayos siempre se oían ruidos; camiones en la carretera 1, las hojas afiladas como espadas de las palmeras que luchaban inútilmente contra la brisa. Había dado por sentado que el resto del mundo era siempre ruidoso. Desde luego, Miami y las otras grandes ciudades estaban siempre saturadas de sonidos. El tráfico, sirenas, disparos, malhumor y frustración que degeneraban en rabia. En el mundo moderno, pensó, el sonido implicaba violencia.
Pero esa mañana no oía más que los sonidos de la normalidad, que ella reconocía como la poderosa visión tras el estado cincuenta y uno. Había supuesto que esa normalidad le resultaría aburrida o irritante, pero no era así. Era reconfortante para ella. Si hubiera acompañado a su hija unos días antes en su visita casual a la residencia para enfermos terminales, Diana habría descubierto que los silencios selectivos de dicho lugar eran muy semejantes a los que percibía esa mañana.
Regresó al dormitorio pero dejó la puerta corredera del balcón abierta, invitando al aire fresco a reunirse con ella en el interior. No es algo que hubiese hecho en su propia casa. Se vistió deprisa y bajó a la cocina.
Susan le había dejado bastante café en la cafetera para servirse una taza, cosa que hizo, y después añadió leche y azúcar para contrarrestar el sabor amargo de la bebida. No tenía hambre, y aunque sabía que debía comer algo, decidió dejarlo para después.
Diana se llevó su taza de café a la sala de estar y reparó en un sobre metido a medias en la ranura para el correo en la puerta de la calle. Esto le extrañó, y se acercó para coger la carta.
El sobre era de papel blanco, y en él no constaba dirección alguna.
Diana titubeó. Por primera vez esa mañana, recordó por qué estaba allí, en el estado cincuenta y uno. Y, también por primera vez aquel día, recordó que estaría sola, probablemente hasta la tarde.
A continuación, como consideraba que la cautela era compañera de la debilidad, rasgó el sobre para abrirlo.
Dentro había una sola hoja, también de papel blanco. La desplegó y leyó:
Buenos días, señora Clayton:
Siento no haber podido llevarla yo mismo a visitar otra vez Nueva Washington hoy, pero la tarea que compartimos requiere mi presencia en otro lugar.
Huelga decir que es usted dueña de su tiempo, pero yo le recomendaría encarecidamente que disfrutara de nuestro aire del Oeste con una caminata corta y rápida. La mejor ruta es la siguiente:
Salga de su casa, tuerza a la izquierda y avance, manteniendo siempre la piscina y las canchas de tenis a su derecha, hasta el final de la calle. Doble a la derecha por Donner Boulevard. ¿No es curioso el número de calles y plazas que llevan en el Oeste el nombre de esa desafortunada expedición?
[1]
Camine en la misma dirección a lo largo de un kilómetro. Comprobará que la calle asfaltada por la que circula termina aproximadamente medio kilómetro más adelante. Sin embargo, a cincuenta metros del final verá un camino de tierra que se aleja hacia la derecha. Tome ese camino.Continúe andando por el camino de tierra aproximadamente un kilómetro más. Es cuesta arriba, pero verá usted recompensada su constancia. La vista desde la cima —que está sólo doscientos metros más adelante— es única. Y, una vez allí, descubrirá algo que a su hijo Jeffrey le resultará de especial interés.
ROBERT MARTIN,
agente especial del Servicio de Seguridad
La carta estaba escrita a máquina, al igual que la firma.
Diana se quedó mirando las indicaciones y decidió que una caminata por la mañana sería agradable y que le vendría bien el ejercicio; además, la carta que sujetaba entre las manos, más que una sugerencia o recomendación, se le antojaba una orden.
Sin embargo, no estaba segura de lo que esa orden implicaba. También la desconcertaba la última frase. Intentó imaginar qué avistaría desde la colina que se alzaba sobre las casas adosadas que pudiera ser de interés para Jeffrey. No se le ocurrió nada que aclarase esta duda.
Releyó la carta de principio a fin y luego miró el teléfono, pensando en ponerse en contacto con el agente Martin para preguntarle a qué se refería exactamente. De nuevo recordó por qué estaba allí, en el estado cincuenta y uno, y recordó también qué otra persona se encontraba allí.
Diana regresó a la cocina y dejó la jarra de la cafetera en el fregadero. Sin un momento de vacilación, se acercó al armario donde Susan había ocultado el revólver. Lo sacó de su escondite, lo sopesó en la mano, abrió el tambor para asegurarse de que la pistola estuviese totalmente cargada y acto seguido fue en busca de sus zapatillas.
Hacía casi dos años que ella no tenía la oportunidad de tocar a su hermano. Su voz, acompañada por la imagen en un videoteléfono, había ayudado a restarle importancia a todo ese tiempo hasta el instante en que el pequeño avión de enlace se inclinó de forma pronunciada, bajó los flaps y el tren de aterrizaje, y cayó en la cuenta de que él estaría allí, esperándola.
Susan descendía hacia un mundo de recelos.
Deseaba poder recordar qué era exactamente lo que había causado su distanciamiento, pero no le venía a la mente un momento o suceso concretos. No había sido una discusión ni una disputa con gritos, lágrimas o lo que fuera lo que había enfriado las cosas entre ambos. Más bien, reconoció ella, había sido un proceso insidioso, algo que se había erigido despacio, como una pared, con la argamasa de la duda y los ladrillos de la soledad. Cuando ella intentaba analizar sus sentimientos, no encontraba nada firme, salvo la peligrosa creencia de que él la había dejado para que se valiese por sí misma y cuidase sola de su madre.
Mientras el pequeño avión tomaba contacto con la pista, Susan se dijo que lo que sucedería en los siguientes días no tendría nada que ver con la relación entre ella y su hermano, de modo que relegó sus sentimientos a un rincón aparte en su interior, pensando que allí estarían a buen recaudo y no interferirían en nada hasta después. Para una mujer capaz de apreciar las sutilezas de los rompecabezas más complicados, esta conclusión era curiosamente corta de miras.
Jeffrey la esperaba al pie de la escalera. Lo acompañaba un Ranger de Tejas larguirucho que más bien semejaba una caricatura de su profesión. Llevaba gafas de espejo, un sombrero de vaquero de ala ancha y unas botas puntiagudas y labradas con adornos elaborados. Además, el Ranger llevaba un arma automática al hombro, y un cigarrillo sin encender le sobresalía de la comisura de los labios.
Hermano y hermana se abrazaron tímidamente. Luego, guardando las distancias, se miraron el uno al otro por un momento.
—Has cambiado —comentó Susan—. ¿Te han salido canas o es cosa mía?
—No tengo ni una —replicó Jeffrey. Desplegó una sonrisa—. ¿Has adelgazado?
Esta vez le tocó a Susan sonreír.
—Ni un kilo, maldita sea.
—Entonces, ¿has engordado? —preguntó él.
—Ni un kilo, gracias a Dios —contestó Susan.
Jeffrey le soltó los brazos.
—Tenemos que irnos —dijo—. No nos queda mucho tiempo si queremos volver esta tarde.
El Ranger hizo un gesto hacia la salida.
—Las autoridades de este estado me deben algunos favores —explicó Jeffrey en respuesta a una pregunta no formulada—. De ahí que me proporcionen seguridad y un conductor rápido.
Susan se fijó en el arma del hombre.
—Es un Ingram, ¿no? En el cargador caben veintidós cartuchos calibre 45 de alto impacto. Lo vacía en menos de dos segundos, ¿verdad?
—Sí, señora —respondió el Ranger, sorprendido.
—Personalmente prefiero la Uzi —dijo ella.
—Sólo que a veces se encasquillan, señora —señaló él.
—La mía no —repuso ella—. ¿Cómo es que no lleva el cigarrillo encendido?
—Señora, ¿es que no sabe que fumar es peligroso?
Susan se rio y le propinó a Jeffrey un puñetazo en el hombro.
—El Ranger tiene sentido del humor —dijo—. Venga, vámonos.
Subieron al vehículo del Ranger y al cabo de unos minutos avanzaban por el terreno polvoriento y llano del sur de Tejas excediéndose del límite de velocidad en más de 150 kilómetros por hora.
Por unos instantes, Susan se quedó mirando por la ventanilla, contemplando el mundo que se estiraba hacia atrás, alejándose de ellos, y se volvió hacia su hermano.
—¿Quién es el hombre a quien vamos a ver?
—Se apellida Hart. Logré atribuirle directamente dieciocho asesinatos. Con toda probabilidad cometió otros de los que no estoy enterado y que él no se ha molestado en contarle a nadie más. Seguramente no se acuerda de todos, de cualquier modo. Yo colaboré en su detención. Se encontraba eviscerando a una víctima cuando llegamos. No se tomó demasiado bien la intrusión. Se las arregló para hacerme un tajo como la copa de un pino en la pierna con un cuchillo de caza más bien grande antes de desmayarse a causa de su propia hemorragia. Uno de los agentes a los que mató le había pegado dos tiros. Balas de nueve milímetros, de alta velocidad, recubiertas de teflón. Yo habría pensado que bastarían para abatir un rinoceronte, pero él no cayó. El caso es que lo atendieron rápidamente en la sala de urgencias y consiguió salvar el pellejo y mudarse al corredor de la muerte.
—No le queda mucho, profesor —lo interrumpió el Ranger—. El gobernador va a firmar sentencias de muerte pasado mañana, y en Austin se rumorea que el viejo Hart será el número dos en la lista de éxitos. Al muy cabrón, con perdón, señora, ya no le quedan argucias legales a las que recurrir, de todos modos.
—Tejas, como muchos otros estados, ha acelerado el proceso de apelación de penas de muerte —le informó Jeffrey a su hermana.
—Eso agiliza mucho las cosas —dijo el Ranger, con la voz cargada de sarcasmo—. No es como en los viejos tiempos en que uno podía pasar diez años o más en una celda, aun cuando hubiese matado a un poli.
—Por otro lado, esa rapidez no es tan conveniente si pillan al hombre equivocado —observó Susan.
—Caray, señora, eso no pasa casi nunca.
—¿Y si pasa?
El Ranger se encogió de hombros y sonrió.
—Nadie es perfecto —dijo.
Susan se dirigió a su hermano, que se divertía con el rumbo que había tomado la conversación.
—¿Por qué crees que ese tipo nos ayudará? —preguntó.
—No estoy seguro de que nos ayude. Hace cerca de un año concedió una entrevista al
Dallas Morning News
en la que declaró que quería matarme. El periodista me envió una copia del vídeo de la entrevista. Me alegró el día, como ya te imaginarás.
—¿Y como quiere matarte, crees que nos ayudará?
—Sí.
—Una lógica interesante. —Para él tendrá todo el sentido del mundo.
—Ya lo veremos. ¿Y qué información esperas obtener de ese hombre?
—El señor Hart posee una característica que creo que comparte con… —Jeffrey titubeó, buscando de nuevo la palabra precisa— nuestro objetivo.
—¿Qué característica es ésa?
—Se construyó un lugar especial. Para sus asesinatos. Y creo que el hombre que buscamos ha hecho lo mismo en otro sitio. Se trata de un fenómeno poco común pero no inédito. En la bibliografía forense sobre asesinatos apenas se habla de esa clase de lugares. Sólo quiero saber qué debo buscar y cómo buscarlo… y ese hombre puede decírnoslo. Tal vez.
—Si él quiere.
—Exacto. Si él quiere.
Diana llevaba un rompevientos ligero para abrigarse del fresco de la mañana, pero pronto descubrió que el sol, al ascender en el cielo, estaba disipando el frío residual de la noche. Apenas se había alejado media manzana de la casa cuando tuvo que quitarse la chaqueta y atársela a la cintura por las mangas. Llevaba a la espalda una mochila pequeña, que contenía su identificación, un analgésico, una botella de agua mineral y el Magnum .357. En la mano llevaba la carta con las indicaciones.
A su derecha divisó a unos niños que jugaban en el parque infantil. Se detuvo a mirarlos por unos momentos y luego continuó andando por el camino. Levantaba con los pies pequeñas nubes de polvo marrón claro. A su izquierda, una mujer joven salió de una de las casas adosadas empuñando una raqueta de tenis. Diana calculó que debía de tener la misma edad que su hija. La mujer la vio y la saludó con un gesto de la mano, casi como si la conociera. Un momento de familiaridad entre desconocidas. Diana devolvió el saludo y siguió caminando.