Al fondo de la calle dobló a la derecha, siguiendo las instrucciones. Vio una sola placa marrón que le indicó que se encontraba, en efecto, en Donner Boulevard. A pocos metros pudo comprobar que las casas alineadas eran las últimas construcciones de la zona, y que el bulevar en el que se hallaba no llevaba a ningún sitio. Además, estaba más descuidado que las otras calles. Tenía algunos baches, y la acera por la que circulaba estaba agrietada, desconchada y deformada por los hierbajos que crecían entre bloques de hormigón mal encajados.
Diana prosiguió su excursión a través de la mañana hasta que llegó al sendero de tierra que arrancaba a su derecha. Tal como le informaba la carta, alcanzaba a ver el final de Donner Boulevard. La calle desembocaba en un montón de tierra apilada a paladas contra una elevación del terreno. Había una sola valla con unas luces amarillas parpadeantes y un letrero rojo grande que rezaba FINAL DE LA CALZADA, lo cual era una redundancia.
Se detuvo, abrió la botella de agua y tomó un pequeño trago antes de echar a andar por el camino de tierra. Llevó a cabo un breve inventario interior. Le faltaba un poco el aliento, pero no era nada grave. No estaba cansada; de hecho, se sentía fuerte. Una fina capa de sudor le cubría la frente, pero no era nada que indicase que el agotamiento estuviese acechando en algún sitio, a punto de atacar de improviso. El dolor en el vientre había remitido, como para permitirle el placer de dar una caminata por la mañana. Diana sonrió y pensó: «Desde luego, le gusta tomarse su tiempo.»
Se volvió en derredor por un momento, disfrutando de la soledad y la tranquilidad.
Luego siguió adelante, pisando la tierra suelta y arenosa, y emprendió lentamente el ascenso por el camino abandonado.
El corredor de la muerte en Tejas, como en casi todos los estados, no era un corredor. El nombre pervivía, pero el emplazamiento había cambiado. El estado había construido una cárcel con el fin específico de matar a criminales violentos. Se encontraba en una extensión rasa de terreno de una finca ganadera, aislada de ciudades y pueblos, y su única vía de acceso era una carretera de dos carriles de asfalto negro que atravesaba las llanuras. La cárcel misma era un edificio grande y ultramoderno cercado por tres vallas concéntricas de tela metálica y alambre de espino. En cierto modo, la prisión parecía una residencia universitaria grande, o un hotel pequeño, salvo porque las ventanas apenas eran más que unas rendijas de sólo quince centímetros de ancho, abiertas en las paredes de hormigón del edificio. Había una zona de gimnasia y una biblioteca, varias salas de visitas de alta seguridad y una docena de filas con veinte celdas cada una. Todas estaban ocupadas y eran contiguas a una cámara central que a primera vista parecía una sala de hospital pero no lo era. Había una camilla con grilletes y una máquina de matar. Cuando llegaba el momento de la ejecución de un reo, lo ataban de pies y manos y le insertaban en una vena del brazo izquierdo una sonda intravenosa que se prolongaba por el suelo hasta una caja en la pared. Dentro había tres recipientes pequeños que se hallaban conectados al tubo. Sólo uno de ellos contenía una sustancia letal. Tres funcionarios del estado, a una señal del celador, pulsaban otros tantos botones, y los tres envases despedían sus fluidos a la vez. Este sistema seguía el mismo principio que los pelotones de fusilamiento en los que se daba a uno de sus integrantes una bala de fogueo. De este modo, nadie sabía de cierto si su interruptor era el que había liberado el veneno.
El agente tóxico también había mejorado. Se había hecho más eficaz. Los reos debían cerrar los ojos y contar hacia atrás desde cien. Por lo general morían antes de llegar al noventa y cinco. De vez en cuando, alguno contaba hasta noventa y cuatro. Nadie había sobrevivido más allá del noventa y dos.
El interior de la prisión era igualmente moderno, lodos los rincones estaban vigilados por cámaras de circuito cerrado. El lugar tenía un aire sumamente pulido y antiséptico; era como entrar en un mundo que imitaba el alambre de espino de las vallas: eficiente, reluciente como el acero y mortal.
Un guardia de la cárcel escoltó a Jeffrey y Susan Clayton a una de las salas de visitas. Había dos sillas en cada extremo de una mesa de metal. Nada más. Todo estaba atornillado al suelo. En un lado de la mesa, atornillada a la superficie, había una anilla de acero.
—Es inteligente ——comentó Jeffrey mientras esperaban—, muy inteligente. Tirando más a excepcional que a normal. Dejó la escuela en octavo curso porque los otros chicos se burlaban de sus genitales deformes. Durante diez años no hizo otra cosa que leer. Luego, durante otros diez, no hizo otra cosa que matar. No lo subestimes en ningún momento.
Una puerta lateral se abrió con el chasquido electrónico de un cerrojo desactivado, y otro guardia, acompañado por un hombre enjuto y nervudo, con aspecto de hurón, los brazos recubiertos de tatuajes y una mata de pelo blanco que le caía sobre los ojos rojos de albino, entró en la sala. Sin una palabra, el guardia sujetó la cadena de las esposas del preso a la anilla de la mesa. Acto seguido, se enderezó y dijo:
—Todo suyo, profesor. —Tras saludar con un movimiento de cabeza a Susan Clayton, se marchó.
El reo, que iba vestido con un mono, era delgado, con el pecho hundido y unas manos incongruentemente grandes, como garras, y que le temblaron ligeramente cuando se agachó para encenderse un cigarrillo. Susan advirtió que tenía un ojo caído, mientras que el otro parecía alerta, con la ceja enarcada mientras la observaba.
Mantuvo la vista fija en Susan durante varios segundos. Luego se volvió hacia Jeffrey.
—Hola, profesor. No esperaba volver a verle. ¿Qué tal la pierna? —La voz del hombre sonaba curiosamente aguda, casi como la de un niño. A ella le pareció que disimulaba bastante bien la ira.
—Se me curó enseguida. No llegaste a tocar la arteria. Ni los ligamentos.
—Es lo que me contaron. Lástima. Tenía prisa. Habría necesitado un poco más de tiempo. —El hombre sonrió de un modo extraño, torciendo el borde de la boca hacia arriba como si tuviera un tic, y devolvió su atención a Susan—. ¿Y tú quién eres?
—Mi ayudante —respondió Jeffrey rápidamente.
El asesino se quedó callado unos instantes al detectar la mentira en lo precipitado de la respuesta.
—No lo creo, Jeffrey. Tiene sus ojos. Una mirada fría. Un poco como la mía, de hecho. Me da escalofríos y ganas de acurrucarme por el miedo. También tiene algo de su barbilla, pero el mentón sólo denota obstinación y perseverancia, a diferencia de los ojos, que dejan al descubierto su alma. Oh, percibo una semejanza muy clara. A cualquiera con unas mínimas dotes de observación le resultaría evidente. Y las mías, como sin duda ya sabe, profesor, son significativamente más agudas.
—Es mi hermana Susan.
El asesino sonrió.
—Hola, Susan. Soy David Hart. No nos dejan dar la mano, eso sería infringir las normas, pero puedes llamarme David. Tu hermano, por otro lado, ese sucio cerdo mentiroso, debe llamarme señor Hart.
—Hola, David —dijo Susan con tranquilidad.
—Mucho gusto, Susan —respondió el asesino, pronunciando su nombre con un tono cantarín que resonó en la sala—. Susan, Susie, Susie-Q. Qué nombre tan bonito. Dime, Susan, ¿eres una puta?
—Perdona, ¿cómo dices?
—Bueno, ya sabes —continuó el asesino, alzando la voz con cada palabra—, una prostituta, una mujer de la vida, o del partido. Una ramera, una buscona, una damisela, una furcia. Ya sabes a qué me refiero: una mujer que cobra por chuparles la pureza a los hombres, para arrebatarles la esencia. Una asquerosa basura portadora de enfermedades, infecciosa y repugnante. Un parásito. Una cucaracha. Dime, Susan, ¿es eso lo que eres?
—No.
—Entonces, ¿qué eres?
—Invento juegos.
—¿Qué clase de juegos?
—Juegos de palabras. Acertijos. Anagramas. Crucigramas. El asesino meditó por un momento.
—Qué interesante —dictaminó—. ¿Así que no eres una puta?
—No.
—Me gustaba matar putas, ¿sabes? Abrirlas en canal desde… —Hizo una pausa y sonrió—. Pero seguro que tu hermano ya te lo habrá contado.
—Sí.
La ceja de David Hart se arqueó de nuevo, y su rostro se deformó con su sonrisa característica y torcida.
—Él es una puta, y me gustaría abrirlo en canal también. Eso me produciría una gran satisfacción. —El asesino se interrumpió, tosió una vez y añadió—: Ah, qué diablos, Susie. Seguramente también me gustaría rebanarte desde la entrepierna hasta la barbilla. No tiene sentido que intente disimularlo. Rajarte sería un placer. Un gustazo. Cargarme aquí a tu hermano, bueno, sería más como un asunto de trabajo. Una obligación. Un ajuste de cuentas. —Se volvió hacia Jeffrey—. Y bien, profesor, ¿qué hace usted por aquí?
—Quiero su ayuda. Ambos la queremos.
El asesino negó con la cabeza.
—Que le den por el culo, profesor. Fin de la entrevista. Se acabó la charla.
Hart se levantó unos centímetros de su asiento, gesticulando con la mano esposada hacia un espejo en una pared. Obviamente se trataba de un espejo unidireccional, y al otro lado habría funcionarios de prisiones observando la entrevista.
Jeffrey no se movió.
—Hace no mucho declaró a un periodista que quería matarme porque yo era quien le había localizado. Le dijo que, de no haber sido por mí, no quedaría una sola prostituta en la ciudad. Y, gracias a mí, hay decenas de ellas ejerciendo su oficio impunemente, de modo que su obra quedó inconclusa… Y por eso, por haberme interpuesto entre usted y sus deseos, yo merecía morir. —Jeffrey hizo una pausa, estudiando el efecto que sus palabras producían sobre el asesino—. Pues bien, señor Hart, tiene una ocasión de hacerlo, la única que tendrá.
El asesino se quedó inmóvil, medio inclinado sobre el asiento, por un instante.
—¿Mi oportunidad de matarle? —Extendió los brazos y sacudió las cadenas—. Una idea maravillosa. Pero dígame, profesor, ¿por qué lo dice?
—Porque ésta es una oportunidad.
El asesino guardó silencio. Sonrió. Se sentó.
—Le escucharé —dijo—, durante unos segundos. Por deferencia hacia su preciosa hermana. ¿Seguro que no eres una puta, Susan?
Como ella no contestó, Hart sonrió de nuevo y se encogió de hombros.
—De acuerdo, profesor. Dígame cómo puedo matarle ayudándole.
—Muy sencillo, señor Hart. Si, gracias a su ayuda, consigo encontrar al hombre que busco, él querrá hacerme lo mismo que quiere hacerme usted, señor Hart. Es tan inteligente como usted y exactamente igual de mortífero. El riesgo es que yo lo neutralice antes de que él me neutralice a mí. Ambas cosas son posibles. Pero ahí tiene su oportunidad, señor Hart. Es la mejor que se le presentará en el poco tiempo que le queda. O lo toma o lo deja.
El asesino se meció adelante y atrás en la silla de metal, pensando.
—Una propuesta insólita, profesor. Me resulta de lo más intrigante. —Contempló la punta de su cigarrillo—. Muy astuto. Yo puedo ayudarle, y de ese modo exponerle a un peligro. Acercarle un poco más a la llama, ¿no? El reto para mí, si me permite el atrevimiento, es proporcionarle la información justa para que usted tenga éxito y fracase a la vez. —Hart respiró hondo, resollando. Sonrió una vez más—. De acuerdo. La entrevista continúa. Tal vez. ¿Qué conocimientos poseo yo que usted quiera averiguar?
—Usted cometió todos sus crímenes en un solo emplazamiento. Creo que el hombre que busco hace lo mismo. Queremos información sobre el lugar de los asesinatos. Cómo lo eligió. Qué características de él son importantes. Cuáles son los elementos imprescindibles, los rasgos esenciales. Y por qué necesitaba un único lugar. Eso es lo que necesitamos saber.
El asesino reflexionó sobre ello.
—¿Cree que, si le explico por qué creé un lugar especial para mí, usted podrá extrapolar esa información a un plan para encontrar el escondrijo de su hombre?
—Correcto.
Hart asintió con la cabeza.
—De modo que para encontrar a ese hombre quiere que este preso le abra su corazón. —Soltó una risita—. Es un juego de palabras, Susan, inventora de pasatiempos, ¿o no?
Cuando Diana Clayton hubo avanzado sólo cincuenta metros, tropezó pero consiguió recuperar el equilibrio antes de caer de bruces sobre la tierra y las piedrecillas del camino. Se detuvo, ligeramente sofocada, y arrastró los pies por la terrosa superficie del mundo que se extendía debajo de ella, manchándose la punta de las zapatillas de un color polvoriento, gris parduzco. Respiró hondo un par de veces, luego volvió la mirada hacia el ancho cielo sobre su cabeza, como escrutando la bóveda azul en busca de la respuesta a una pregunta que no había planteado aún. El resplandor del sol le emborronaba la visión, y notó que la capa de sudor en su frente era ahora el doble de gruesa. Se enjugó la humedad y la vio relucir por unos instantes en el dorso de su mano.
Se recordó a sí misma que era vieja. Que estaba enferma.
Luego se preguntó por qué seguía adelante. Si su objetivo era hacer ejercicio, ya lo había cumplido. Una parte de ella le decía que dar media vuelta y olvidarse de la vista, aunque fuera tan espectacular como el agente Martin recalcaba en su mensaje, era una opción más que razonable.
Y entonces, casi con la misma rapidez, otra parte de ella se negó.
Se llevó la mano al bolsillo para buscar la carta plegada, como si su cansancio pudiera contrarrestarse al releerla, pero cambió de idea. La pistola que llevaba en la mochila pesaba mucho más de lo que esperaba, y se preguntó por qué la había traído consigo. Estuvo a punto de dejarla sobre alguna roca y recogerla en el camino de vuelta, pero decidió no hacerlo.
Diana no sabía exactamente qué la impulsaba a alcanzar el destino sobre el que el agente Martin le había escrito. Tampoco sabía qué era aquello tan importante que según él debía ver. Pero reconoció cierta terquedad y determinación que afloraban en su interior y pensó que eso no tenía nada de malo, de modo que reanudó la marcha, tras darse el gusto de tomar otro trago de agua tibia embotellada.
Se dijo que el mundo del estado cincuenta y uno era nuevo, y que ella no permitiría que la frustración, el agotamiento, la enfermedad o la pusilanimidad la vencieran en su primer día entero en ese mundo.
Le costaba caminar sobre la arena suelta, y profirió una larga y sonora retahíla de maldiciones, llenando el aire transparente que la rodeaba de obscenidades que la ayudaban a mantener el ritmo.