—Sí —contestó Martin.
—¿Sabe cómo me las arreglo para mantenerme joven, inspector?
—No.
—Matando.
Su tono era frío, pero animado. Duro, pero seductor.
El hombre se quedó callado, como meditando sobre sus palabras. Luego añadió:
—El ansia ha remitido, tal vez, con el paso de los años, pero las habilidades han aumentado. La necesidad es menor, pero la tarea resulta más fácil. —Vaciló de nuevo antes de decir—: El mundo es un sitio curioso, inspector. Está lleno de rarezas y contradicciones de toda clase.
Martin deslizó la mano de su regazo hacia la cintura, acercándola unos centímetros al arma que tenía justo encima del pie derecho. Recordaba la forma de la pistolera. El revólver estaba sujeto por una sola correa. Había un broche que a veces se atascaba cuando no se había tomado la molestia de engrasarlo. Tendría que abrirlo antes de empuñar la culata. Se preguntó si el seguro estaba puesto, y en ese momento fue incapaz de recordarlo. Achicó los ojos por un instante, esforzándose por hacer memoria, pero este detalle importante escapaba a su conciencia, y se maldijo para sus adentros por ello. La navaja continuaba apretada contra su cuello, y Martin comprendió que, a menos que la posición de ésta cambiara, cuando él se inclinara hacia delante para alcanzar el revólver supletorio, con toda probabilidad se degollaría a sí mismo.
—Le gustaría matarme, ¿no es así, inspector?
Martin guardó silencio e hizo un leve encogimiento de hombros antes de responder.
—Por supuesto.
El asesino se rio.
—En eso consistía todo el plan, ¿no, inspector? Jeffrey debía encontrarme, pero tendría sentimientos encontrados. Vacilaría. Lo asaltarían dudas, porque, al fin y al cabo, soy su padre. De modo que no reaccionaría, al menos de inmediato. No lo haría sino en el momento crucial. Pero usted estaría allí para intervenir en ese preciso instante y acabaría conmigo sin pensárselo, sin titubear y sin el menor remordimiento… —Titubeó y agregó—: No había ninguna detención prevista, ¿verdad? Nada de cargos, abogados ni juicios, ¿no? Y, sobre todo, nada de publicidad. Usted simplemente extirparía el problema de este estado de modo instantáneo y eficaz, ¿estoy en lo cierto?
Robert Martin no quería responder. Se lamió los labios, pero fue como si la fría presión de las palabras del asesino hubiese absorbido toda la humedad de su interior.
La navaja dio otra sacudida bajo su barbilla, y él notó una leve punzada.
—¿Estoy en lo cierto? —repitió el asesino.
—Sí —contestó Martin con un hilillo de voz. Se impuso otro momento de silencio antes de que el asesino continuase.
—Era una respuesta previsible. Pero dígame una cosa. Usted ha hablado con él. Supongo que ha llegado a conocerlo un poco. ¿Cree usted que Jeffrey estaría dispuesto a matarme también?
—No lo sé. No tenía la menor intención de dejar esa decisión en sus manos.
El hombre de la navaja reflexionó sobre ello.
—Ha sido una respuesta sincera, inspector. Se lo agradezco. Estaba previsto desde el principio que usted fuese el asesino en esta historia, ¿verdad? El papel de Jeffrey debía ser limitado. Clave pero limitado. ¿Me equivoco?
A Martin le pareció que mentir sería un error.
—Es evidente que no se equivoca.
—Usted no es un policía en realidad, ¿no, inspector? Es decir, quizá lo fue alguna vez, pero ya no. Ahora no es más que un matón a sueldo del estado. Alguien que se dedica a recoger los estropicios, ¿verdad? Una especie de servicio de limpieza especializado.
El agente Martin se quedó callado.
—Me he leído su expediente, inspector.
—Entonces no tiene por qué hacerme todas estas preguntas.
La voz soltó una única y áspera carcajada.
—Me ha pillado —dijo. Aguardó un instante antes de continuar—. Pero mi mujer y mi hija, ¿cómo encajan ellas en esta ecuación? Su marcha de Florida me cogió por sorpresa. Era allí donde iba a organizar mi reencuentro con ellas.
—Eso fue idea de su hijo. No estoy muy seguro de qué quiere que hagan.
—¿Tiene idea de cuánto las he echado de menos en los últimos años, de lo mucho que he deseado que volvamos a estar juntos? Incluso en la vejez, un tipo malvado como yo necesita el consuelo de su familia.
Martin sacudió la cabeza levemente.
—No me venga con gilipolleces sentimentales. No me lo creo. El asesino se rio de nuevo.
—Vaya, inspector, al menos no es usted tonto. Bueno, un poco tonto sí, pues de lo contrario no habría venido sin fijarse en que un coche le seguía. Y desde luego ha sido lo bastante tonto para no cerrar con llave las puertas de su coche. ¿Por qué no lo ha hecho, inspector?
—Nunca lo hago. Aquí no. Este mundo es seguro.
—Ya no lo es, ¿o sí?
Martin no respondió, y de pronto la navaja le presionó la garganta con un poco más de fuerza. Él notó que una gota de sangre le resbalaba por el cuello hasta mancharle el cuello de la camisa.
—No lo entiende, ¿verdad, inspector? Nunca lo ha entendido.
—¿Entender qué?
—Matar es una cosa. Mucha gente lo hace. Es una constante en la vida actual. Incluso el hecho de matar con total impunidad, libertad y regularidad. No es difícil cometer un asesinato sin sufrir las consecuencias. Ni siquiera es algo que llame mucho la atención, ¿no es cierto?
—Sí. Su hijo me comentó algo muy parecido.
—¿En serio? Chico listo. Pero, inspector, póngase en mi lugar. No debería costarle mucho, después de todo, es lo que hacen los policías, ¿no? Regla número uno: aprender a pensar como un asesino. Reproducir esas pautas mentales. Prever esos arranques de emoción. Asimilar los propios pensamientos a los de él. Si uno consigue entender lo que impulsa al asesino a matar, debería poder encontrarlo, ¿verdad? ¿No es eso lo que se enseña? ¿No lo dicen en todos los cursos? ¿No es una lección transmitida por todos los inspectores viejos, en edad de jubilarse, a todos los recién llegados prometedores que ascienden desde los rangos inferiores?
—Sí.
—¿Y nunca se le ha ocurrido que a la inversa funciona igual de bien? Lo único que tiene que hacer a su vez un asesino realmente competente y eficiente es aprender a pensar como un policía. ¿No lo había pensado, inspector?
—No.
—No pasa nada. No es usted el único con esta ceguera. Pero a mí sí que se me ocurrió, hace muchos años. —El hombre de la navaja vaciló—. Y tenía usted razón. Por aquel entonces, herví ese primer par de esposas después de quitárselas a aquella joven.
Las manos de Robert Martin se tensaron. La luz del amanecer empezaba a inundar el coche, pero él continuaba sin poder ver la cara del hombre. Sentía el aliento del asesino en el cogote, pero eso era todo.
—¿Se arrepiente de no haberme dado caza un poco más diligentemente hace veinticinco años?
—Sí. Sabía que era usted, pero no había pruebas para incriminarle.
—Y yo sabía que usted sabía que era yo. Desde luego, la diferencia entre otras personas como yo y yo es que yo no tengo miedo. Nunca. Siempre he estado muy lejos del perfil del asesino típico, inspector. Soy blanco, culto, inteligente y sé expresarme. Era un profesional del mundo académico. Casado, con una familia estupenda. Ellos, claro está, eran la pieza clave. El camuflaje perfecto. Me daban un cariz de normalidad. La gente es proclive a creerse cualquier cosa sobre un soltero… incluso la verdad. Pero ¿un hombre con una familia aparentemente cariñosa y bien avenida? Ah, un hombre así puede salirse con la suya haga lo que haga. Aunque cometa una docena de asesinatos. —Tosió una vez—. Y, por supuesto, yo lo hice.
El asesino se quedó callado de nuevo. Martin cayó en la cuenta de que el hombre lo estaba pasando bien. La ironía de la situación casi lo hizo sonreír. El padre de Jeffrey era como cualquier otro profesor de universidad: enamorado, cautivado por el campo en que se ha especializado. Si de él dependiera, no hablaría de otra cosa. El problema, claro está, estribaba en que su especialidad era la muerte.
De pronto, las palabras del asesino se tiñeron de amargura. Martin percibió la ira que hacía vibrar el aire viciado justo detrás de su oreja derecha.
—Maldita sea esa arpía. Ojalá arda para siempre en el infierno. Cuando me los robó, me robó mi tapadera. ¡Robó lo que yo había creado! ¡Me robó la perfección que había en mi vida! Es la única vez que he tenido miedo, ¿sabe? Cuando tuve que explicarle a usted por qué se fueron. Durante unos minutos, temí que usted se oliese la verdad. Pero no lo hizo. No era lo bastante inteligente.
De repente el inspector tuvo frío. Se estremeció sin querer.
—Debería haberlo sido —respondió—. Lo sabía. Simplemente no actué en consecuencia.
—Atado de pies y manos por el sistema, ¿no, inspector? Las leyes, las normas, las convenciones sociales, ¿no es cierto?
—Sí.
—Pero aquí la cosa no funciona exactamente igual, ¿verdad? —No.
—Y ésa es la razón de ser de este nuevo estado, ¿no?
—Sí.
—Y mi razón de ser también.
—No le sigo.
—Déjeme explicarle, inspector. En realidad no es tan complicado. El mundo está repleto de asesinos. Asesinos de todas las formas, tamaños y estilos. Hay quienes matan por la emoción de hacerlo, quienes matan por motivos sexuales, quienes matan por dinero o por toda clase de razones. La muerte actúa a diario, no, cada hora… no, minuto a minuto. Segundo a segundo. La muerte violenta es algo común y corriente, habitual. Ya no nos escandalizamos, ¿verdad? ¿Depravación? Vaya cosa. ¿Sadismo? Nada nuevo. De hecho, utilizamos la violencia y la muerte como entretenimiento. Nos excita. Está presente en nuestro cine, nuestra literatura, nuestro arte, nuestra historia, nuestras almas… Es —dijo el asesino, tomando aire— nuestra auténtica aportación al mundo.
Martin se retorció ligeramente en su asiento. Se preguntó si en algún momento del sermón tendría la oportunidad de agacharse para coger la pistola de refuerzo. Sin embargo, casi como respuesta a esto, la navaja de afeitar se apretó una vez más contra su garganta, y el asesino se inclinó hacia delante, de modo que sus palabras sonaron cálidas contra su cuello.
—Verá, agente Martin, cuando me vaya al infierno, quiero que sea entre aplausos y aclamaciones. Quiero que una guardia de honor integrada por asesinos, por todos los destripadores, carniceros y maníacos, se ponga firmes en señal de respeto. Quiero ganarme un lugar en la historia, junto a ellos… ¡Me niego —susurró el asesino con frialdad— a ser olvidado!
—¿Y cómo pretende impedirlo? —inquirió Martin.
El asesino soltó un resoplido.
—Este estado —respondió despacio—. Este territorio que aspira a convertirse en el estado número cincuenta y uno de la Unión más poderosa que ha conocido la historia. ¿Qué es? Una ubicación geográfica, pero sus fronteras reales son filosóficas, ¿no?
»La prueba de esa afirmación, inspector, está aquí mismo. Somos nosotros. Usted y yo y los seguros de las puertas desafortunadamente abiertos que me han permitido colarme aquí detrás para esperarle. ¿Está usted de acuerdo conmigo?
—Sí.
—Bien, inspector, dígame una cosa. ¿Quién figurará en los libros de historia, la pandilla de políticos y empresarios que concibieron este mundo anacrónico, este lugar que pretende asegurar nuestro futuro invocando al pasado o… —Martin casi podía ver la sonrisa del hombre— el hombre que lo destruya?
Martin barbotó una objeción:
—No lo conseguirá —dijo. Le pareció que sus palabras daban pena.
—Oh, sí, claro que lo conseguiré, inspector. Porque el concepto de seguridad personal es muy frágil. De hecho, ya lo habría conseguido, de no ser porque sus esfuerzos por encubrir el alcance de mis actos han sido extraordinariamente exhaustivos… y también un poco ridículos. O sea, ¿perros salvajes? Venga ya. Por otro lado, gracias a eso se me ocurrió otra manera de participar en este juego. Para lo que requería, claro está, la presencia de mi hijo. Mi hijo casi famoso. Mi hijo conocido y respetado. Por lo que respecta a nuestra batalla personal, con el destino político de este estado en juego, ¿de verdad cree que los medios de comunicación de los otros cincuenta estados pasarían por alto esta noticia? ¿Acaso no es ésta una lucha que despierta instintos primarios, atávicos, abrumadoramente inherentes a la condición humana? Padre contra hijo. Es por eso por lo que hice que le trajera usted aquí, inspector. —El padre de Jeffrey respiró hondo—. Desde el principio confié en que usted lo encontraría y lo traería hasta mí, inspector. Y, por hacer precisamente lo que predije que haría, le estoy agradecido.
Martin sintió que le resultaba imposible respirar. Miró por el parabrisas y vio la mañana que había irrumpido en el mundo ante sus ojos. Todas las piedras, los arbustos, las pequeñas cavidades y hendiduras del suelo que le habían parecido tan traicioneras en la oscuridad y las tinieblas cuando había llegado ahora aparecían nítidas, iluminadas, inofensivas.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó. Acercó todo lo posible la mano a su pierna y el revólver supletorio. Alzó la rodilla ligeramente, intentando reducir la distancia entre la mano y el arma. Pensaba alzar a la vez la izquierda para agarrar la navaja. Suponía que se haría un corte, pero si se movía de forma lo bastante repentina y veloz, podría evitar que la herida fuese mortal. Abrió los dedos y tensó los músculos, preparándose para entrar en acción.
—¿Que qué quiero de usted, inspector? Quiero que transmita un mensaje.
Martin vaciló.
—¿Qué?
—Quiero que le lleve un mensaje a mi hijo. Y a mi hija. Y a mi ex esposa. ¿Cree que será capaz, inspector?
Martin no cabía en sí de asombro. Fue como si le quitaran un gran peso de encima. «¡No va a matarme!»
—Quiere que les transmita un mensaje…
—Es usted el único a quien puedo confiarle esta tarea, inspector. ¿Será usted capaz?
—¿De llevarles un mensaje? Por supuesto.
—Bien. Excelente. Levante la mano izquierda, inspector. Martin obedeció. El asesino le tendió un sobre grande, blanco, tamaño carta.
—Cójalo. Agárrelo con fuerza.
Martin volvió a hacer lo que le pedían. Asió el sobre con la mano y aguardó más instrucciones. Transcurrió un par de segundos, y, a su espalda, en el asiento trasero, sonó el chasquido tan familiar de una bala al introducirse en la recámara de su semiautomática.
—¿Es éste el mensaje que quiere que les lleve? —preguntó.