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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (46 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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En caso necesario, trataría al guardia de seguridad como lo habría hecho el agente Martin: como un mero obstáculo que se interponía entre él y la información que deseaba. No estaba del todo seguro de si le pegaría de verdad un tiro al hombre, pero necesitaba la colaboración del abogado, y temía que dicha colaboración tendría un precio.

Aparte de comprometerse intelectualmente a usar el arma —un compromiso, hubo de admitir, muy distinto del acto real de apretar el gatillo—, no contaba más que con el factor sorpresa. Esto le disgustaba y se sumaba a la inquietante mezcla de emoción y rabia que bullía en su interior.

Sacudió la cabeza y se puso a tararear desafinada y nerviosamente mientras vigilaba la puerta principal del bufete.

El atardecer envolvía el coche y la primera de las sirenas de la policía de la tarde había pasado a sólo una manzana de allí cuando Jeffrey vislumbró al guardia de seguridad, que se asomó a la puerta falsa y echó una ojeada cautelosa a uno y otro lado de la calle. En cuanto el hombre se volvió en otra dirección, Jeffrey bajó del coche y se refugió en las sombras que se formaban al borde del pasadizo. Mientras observaba, oculto tras varios coches aparcados, un árbol y la oscuridad, sujetando con fuerza la pistola junto a su pierna, vio al abogado, al guardaespaldas y a la secretaria salir del edificio. Hacía fresco, y los tres, arrebujados en sus abrigos, caminaban deprisa contra el viento, que arreciaba y levantaba los papeles tirados en el suelo, que se arremolinaban sobre la acera. Jeffrey le dedicó un breve agradecimiento al frío, pues hacía que estuvieran menos atentos a lo que ocurría a sus espaldas y los mantenía con la vista al frente.

El estaba justo al lado del aparcamiento. El trío atravesaba rápidamente la penumbra creciente de la tarde, sin reparar en que él avanzaba en paralelo por la otra acera. Intentaba moverse con paciencia, a una distancia suficiente de ellos para no ser lo primero que vieran si se volvían bruscamente. Apretó el paso ligeramente, pensando que tal vez había dejado que se alejaran demasiado. Sin duda el agente Martin habría sabido con exactitud a qué distancia debía permanecer; lo bastante lejos para que no lo descubrieran, pero lo bastante cerca para poder, en el momento crítico, aproximarse con rapidez y eficiencia. Se dijo que probablemente su padre también habría sabido qué técnica usar.

Cuando el abogado y su pequeño séquito se hallaban cerca del aparcamiento, Jeffrey vio adónde se dirigían: los únicos tres vehículos que quedaban, aparcados juntos en fila. El primero era un cuatro por cuatro con neumáticos gruesos y una barra antivuelco de cromo muy bruñido que relucía a la luz de los reflectores. A su lado había un sedán más modesto y, en la plaza más apartada, un espacioso coche de lujo europeo negro.

Jeffrey atajó por una calle, detrás de ellos, por el borde de la sombra proyectada por una farola. Había amartillado la pistola y quitado el seguro. Oía su propia respiración entrecortada y jadeante, y veía las vaharadas de vapor que brotaban de su boca como humo. Sujetó con fuerza el arma y notó que los músculos de su cuerpo se tensaban con aquella combinación de emoción y miedo que quizá le habría parecido deliciosa de no haber estado tan concentrado en las tres personas que caminaban media manzana por delante. Aceleró de nuevo para reducir la distancia.

La voz que oyó a su lado lo pilló por sorpresa.

—En, tío, ¿adónde vas con tanta prisa?

Jeffrey giró sobre sus talones, a punto de perder el equilibrio. En el mismo movimiento, alzó la pistola para colocarse en posición de disparar.

—¿Quién eres? —le espetó a una figura que se fundía con las sombras.

—No soy nadie, tío —respondió ésta después de un breve titubeo—. Nadie.

—¿Qué quieres?

—Nada, tío.

—Sal a la luz para que te vea.

Un hombre negro, con pantalones oscuros y una chaqueta de cuero negra que lo cubría como una segunda piel, emergió de un rincón resguardado de la luz de las farolas. Separó los brazos, con las manos bien abiertas.

—No iba a hacer nada malo —aseguró el hombre.

—Y un cuerno —repuso Jeffrey, apuntándole al pecho con el arma—. ¿Dónde llevas la pistola o la navaja? ¿Qué ibas a utilizar?

El hombre retrocedió un paso.

—No sé de qué me hablas, tío. —Pero sonrió, como reconociendo su mentira.

Jeffrey le sostuvo la mirada al hombre, que seguía sin bajar los brazos pero se apartaba cada vez más de él, deslizándose sigilosamente por la calle.

—Hoy es tu día de suerte, jefe —dijo el hombre con cierta cadencia en la voz, como si recalcara la frase final de un chiste—. Esta noche no vas a caer. Más vale que te andes con cuidado mañana y pasado, jefe. Pero esta noche, estás de suerte, tío. Vivirás para ver la luz del sol. —Con una risotada, se llevó despacio la mano al bolsillo de su chaqueta de cuero y sacó una navaja automática grande que despidió un destello cuando la abrió. Sonrió de nuevo, cortó una rebanada del aire nocturno con una sola cuchillada y, acto seguido, dio media vuelta y se alejó con la actitud de alguien que sabe que ha perdido una ocasión pero que si algo sobra en el mundo son las segundas oportunidades.

Jeffrey no dejó de encañonarle la espalda con la pistola, pero notó que le temblaba la mano. Recordó que había vacilado, por lo que, en efecto, había tenido suerte, pues la vacilación habría podido costarle la vida. Exhaló lentamente y, en cuanto el hombre se desvaneció en las tinieblas de la noche, se volvió otra vez hacia el abogado, la secretaria y el guardia de seguridad.

No estaban a la vista, de modo que Jeffrey arrancó a correr hacia delante, maldiciendo los segundos que había perdido. Se hallaba a unos treinta metros del aparcamiento cuando vio de repente que los faros de los tres vehículos se encendían, casi a la vez.

Aflojó el paso y se guareció en las sombras, sin dejar de avanzar. Bajó el arma y expulsó el aire despacio para normalizar el ritmo de su corazón. Encorvó la espalda y bajó la barbilla sobre su pecho. No quería que lo reconocieran, ni atraer la atención por esconderse. Decidió seguir andando hasta dejar atrás el aparcamiento, persuadiéndose de que por la mañana tendría otra oportunidad, como el atracador que le había robado unos segundos preciosos.

Observó el cuatro por cuatro del guardia, que arrancó con un rugido del motor. Tras reducir la marcha para pasar junto al sensor óptico que abrió la puerta de par en par, el coche avanzó, frenó junto al bordillo y luego aceleró por la calle con un chirrido de neumáticos. Jeffrey suponía que los otros dos vehículos lo seguirían de cerca, uno detrás de otro, pero no fue así.

De pronto, los faros del coche de la secretaria se apagaron. Un momento después, ella se apeó. Escudriñó la calle en una y otra dirección y rápidamente se acercó al automóvil del abogado por el lado del pasajero. La puerta se abrió y ella subió.

En el mismo instante, Jeffrey, movido por un impulso en el que nunca antes había confiado, entró en el aparcamiento cuando la puerta corredera estaba cerrándose. Arrimó la espalda contra una pared de ladrillo rojo, no muy seguro de lo que había visto.

Exhaló con un lento silbido.

Sólo alcanzaba a atisbar las siluetas de las dos personas en el interior del coche del abogado, fundidas en un prolongado abrazo.

Clayton aprovechó la ocasión y salió disparado hacia delante, con sus músculos de corredor activados por el repentino apremio. Acortó la distancia rápidamente, moviendo los brazos como pistones, y consiguió llegar al costado del automóvil antes de que el abogado y la secretaria se separasen. En un microsegundo repararon en su presencia y, sorprendidos, se apartaron el uno del otro; luego él agarró la pistola por el cañón y rompió con la culata la ventanilla del conductor, cuyos vidrios rotos llovieron sobre los dos amantes.

La mujer chilló y el abogado gritó algo incomprensible, tendiendo a la vez la mano hacia la palanca de velocidades.

—No toque eso —le advirtió Jeffrey.

La mano del abogado vaciló sobre el pomo de la palanca y luego se detuvo.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con voz aguda y trémula a causa del asombro. La secretaria se había encogido, retirándose de la pistola de Jeffrey, como si cada centímetro que retrocediera fuese fundamental para su supervivencia—. ¿Qué es lo que quiere? —inquirió de nuevo, más en tono de súplica que de exigencia.

—¿Que qué es lo que quiero? —respondió Jeffrey pausadamente—. ¿Que qué es lo que quiero? —Sentía que la adrenalina le corría por los oídos. El miedo que percibía en el semblante del abogado, tan arrogante unas horas antes, y el pánico de la secretaria remilgada le resultaban embriagadores. En ese momento, pensó, tenía más control sobre su propia vida que nunca antes—. Lo que quiero es lo que usted podría haberme dado hoy mismo sin tanto jaleo y de forma mucho más amable —dijo con frialdad.

Tal como sospechaba en parte, había un segundo sistema de alarma, oculto en la carpintería de la entrada del bufete. Palpó el alambre sensor justo debajo de un resalto de pintura. Jeffrey dedujo que se trataba de una alarma silenciosa conectada con la policía de Trenton o, si no era de fiar, con algún servicio de seguridad.

Se volvió hacia la secretaria y el abogado.

—Desconéctenla —ordenó.

—No sé muy bien cómo —repuso la secretaria.

Jeffrey sacudió la cabeza. Apartó la vista y la posó despreocupadamente en la pistola que sostenía en la mano, como para comprobar que no se tratase de un espejismo.

—¿Está loca? —preguntó—. ¿Cree que no voy a usar esto?

—No —contestó el abogado—. Parece usted un hombre razonable, señor Clayton. Trabaja para una agencia del gobierno. Ellos seguramente no aprobarían el uso de un arma como base para una orden de registro.

El abogado y la secretaria estaban de pie con las manos enlazadas tras la cabeza. El profesor advirtió que cruzaban una mirada rápida. La impresión inicial causada por su aparición se había mitigado. Empezaban a recobrar la calma y, junto con ella, la sensación de control. Jeffrey reflexionó por un momento.

—Quítense la ropa, por favor —dijo.

—¿Qué?

—Lo que oyen. Quítense la ropa ahora mismo. —Para dar mayor énfasis a sus palabras, encañonó a la secretaria.

—No toleraré bajo ningún concepto…

Jeffrey alzó la mano para acallar al hombre.

—Hombre, señor Smith, si era más o menos lo que pensaban hacer cuando yo les he interrumpido tan inoportunamente. Sólo cambiarán las circunstancias y tal vez el escenario. Y quizás esto afecte un poco al placer que sentirán.

—No lo haré.

—Sí que lo hará, y ella también, o, para empezar, le pegaré un tiro a su secretaria en el pie. Quedará lisiada y le dolerá horrores. Pero sobrevivirá.

—No lo hará.

—Ah, un escéptico. —Dio un paso hacia delante—. Detesto que se ponga en duda mi sinceridad. —Apuntó con el arma, luego se detuvo y miró a la secretaria a los ojos, muy abiertos por el miedo—. ¿O a lo mejor prefiere que le dispare a él en el pie? En realidad a mí me da igual…

—Dispárele a él —dijo ella enseguida.

—¿Puedo dispararles a los dos?

—No, a él.

—¡Un momento! —El abogado miraba con ojos desorbitados la pistola—. De acuerdo —dijo. Se aflojó la corbata.

La secretaria dudó unos instantes y empezó a desabrocharse la camisa. Ambos se detuvieron cuando se quedaron en ropa interior.

»Debería bastar con esto —dijo el abogado—. Si es verdad que usted sólo necesita información, no hay por qué obligarnos a perder la dignidad.

—¿La dignidad? ¿Le preocupa perder la dignidad? Debe de estar de guasa. Totalmente —replicó Jeffrey—. Me parece que la desnudez conlleva una vulnerabilidad interesante, ¿no creen? Si uno no lleva ropa, es menos probable que dé problemas. O corra riesgos. Rudimentos de psicología, señor Smith. Y ya le he dicho quién es mi padre, así que supongo que comprenderá usted que, aunque yo sepa sólo la mitad de lo que sabe él sobre la psicología de la dominación, eso es mucho. —Jeffrey guardó silencio mientras el abogado y la secretaria dejaban caer sus últimas prendas al suelo—. Bien —dijo—, y ahora, ¿cómo desactivo la alarma?

La secretaria había bajado una mano inconscientemente para taparse la entrepierna, mientras mantenía la otra en la cabeza.

—Hay un interruptor detrás del cuadro de la pared —dijo con gravedad, fulminando con la mirada a Jeffrey y luego a su amante.

—Vamos progresando —comentó Jeffrey con una sonrisa.

La secretaria tardó sólo unos minutos en encontrar la carpeta indicada en un archivador de roble tallado a mano situado en un rincón del despacho del abogado. Atravesó la habitación, con los pies descalzos sobre la suave moqueta, arrojó el dossier sobre el escritorio, delante del abogado y se retiró a una silla colocada contra la pared, donde hizo lo posible por hacerse un ovillo. El abogado estiró el brazo para coger la carpeta, y su piel rechinó contra el cuero del sillón. Parecía menos incómodo que la joven, como si se hubiese resignado a ir desnudo. Abrió el expediente, y Jeffrey, decepcionado, advirtió que era extremadamente delgado.

—No lo conocía demasiado —dijo Smith—. Sólo nos vimos en un par de ocasiones. Después de eso, hablamos una o dos veces por teléfono a lo largo de los años, pero eso fue todo. En los últimos cinco años no he sabido de él. Aunque eso es comprensible…

—¿Por qué?

—Porque hace cinco años el estado acabó de pagarle el premio de la lotería. Las ganancias se terminaron. Bueno, es un decir. No tengo información sobre el modo en que invirtió el dinero, pero intuyo que lo hizo inteligentemente. Su padre me pareció un hombre muy cuidadoso y sereno. Tenía un plan y lo llevó a cabo del modo más minucioso.

—¿Qué plan?

—Yo cobraba el dinero del premio. Luego, tras descontar mis honorarios, por supuesto, ingresaba ese dinero en la cuenta de su padre, protegida de miradas curiosas por la confidencialidad entre abogado y cliente, y de ahí la enviaba a bancos en paraísos fiscales del Caribe, ignoro qué ocurría después, seguramente, como ocurre en la mayor parte de las operaciones de blanqueo, el dinero se transfería, previo pago de una modestísima comisión, a una cuenta a nombre de algún individuo o empresa inexistentes. Finalmente, acababa por volver a Estados Unidos, pero para entonces su relación con la fuente original se había dispersado a conciencia. Yo lo único que hacía era dar un empujoncito al asunto. No tengo idea de hasta dónde llegaba.

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