—Tienes razón —dijo con cautela—. Que yo recuerde, sólo lo había visto escrito así una vez.
—¿Dónde?
—En el caso de Caril Ann Fúgate, la joven que acompañó a Charles Starkweather en las matanzas que perpetró por toda Nebraska en 1958. Once víctimas.
Diana se volvió hacia su hijo con los ojos muy abiertos.
—Y Curtin —prosiguió él prudentemente, como un animal que acabara de percibir un olor amenazador traído por una racha de viento caprichosa—, bueno, es la versión adaptada al inglés del alemán Kürten.
—¿Y eso significa algo?
Jeffrey asintió de nuevo.
—En Dúseldorf, Alemania, a finales del siglo XIX, Peter Kürten, el
Vampiro de Dúseldorf
, infanticida. Pervertido. Violador. Despiadado.
M
, aquella película tan famosa, estaba basada en él. —Jeffrey exhaló despacio—. Hola, papá —dijo—. Hola, madrastra y hermanastro.
Jeffrey trabajaba febril y rápidamente.
El domicilio de la familia Curtin estaba en el 135 de Buena Vista Drive, en el barrio residencial azul situado a las afueras de la ciudad de Sierra. Pese a su nombre, Buena Vista Drive no tenía, por lo que indicaban los mapas, ninguna vista digna de consideración; estaba construido en una zona boscosa, una zona urbanizada en medio de un paisaje eminentemente silvestre. La casa figuraba en el número treinta y nueve de la lista de posibles viviendas confeccionada por Jeffrey. Le llevó poco tiempo descubrir que Caril Ann Curtin era secretaria ejecutiva del subdirector de Control de Pasaportes, una división del Servicio de Seguridad. Era su tercer empleo en el aparato de gobierno del estado; la habían ascendido cada vez con referencias muy elogiosas a su ética profesional y su dedicación. Había alcanzado acceso al nivel undécimo de seguridad. En su autorización su marido constaba como un inversor retirado especializado en bienes inmuebles. También reflejaba que él había hecho contribuciones muy generosas al Fondo para el Estado Cincuenta y Uno, la rama financiera del grupo de presión del estado.
En el organigrama del gobierno del estado cincuenta y uno encontró la extensión del teléfono de Caril Ann Curtin. Sonaron tres tonos de llamada antes de que alguien contestara.
—Con la señora Curtin, por favor —dijo Jeffrey.
—Soy su ayudante. Me temo que hoy no vendrá. ¿Quiere dejarle un recado?
—No, gracias, ya volveré a llamar.
Colgó. Demasiado ocupada para ir a trabajar hoy. Seguramente se había pedido una baja por motivos personales, pensó él con una sonrisita burlona.
A continuación, Jeffrey buscó en el ordenador del Servicio de Seguridad el expediente laboral confidencial de la señora Curtin.
Al mismo tiempo, accedió al registro de vehículos motorizados y descubrió que la familia Curtin tenía tres: dos sedanes europeos último modelo y la minifurgoneta cuatro por cuatro más antigua que Jeffrey esperaba. Esto hizo que se parase a pensar; había confiado en que hubiese cuatro vehículos diferentes, uno para el padre, otro para la madre, otro para el hijo adolescente, como correspondía a toda familia acomodada de clase media alta que vivía en las afueras, y un cuarto, con un uso sumamente especializado. Tomó nota mentalmente de ello.
En otra rama del Servicio de Seguridad solicitó una lista de armas propiedad de los Curtin. De acuerdo con las leyes de control de armas del estado, los miembros de la familia estaban designados como «coleccionistas» y como «aficionados a la caza deportiva» —designaciones que a Jeffrey le parecieron irónicas, pues resultaban sorprendentemente precisas—, y su arsenal de armas tanto antiguas como modernas era nutrido.
Finalmente, pidió a Control de Pasaportes fotografías de cada uno de los miembros de la familia. Esta orden requería tiempo para cursarse, por lo que no obtuvo respuesta de inmediato. Le comunicaron que la autorización estaba en trámite, de modo que se puso a esperar.
No sabía cuál de las solicitudes que había hecho por ordenador encerraba la trampa, pero sabía que una de ellas contenía una, y tenía la fuerte sospecha de que era esta última. No se trataba de una aplicación difícil de programar, sobre todo para alguien conectado a los niveles superiores de la jerarquía estatal, como Caril Ann Curtin. Él sabía, que, en algún sitio, ella había introducido la instrucción de que se le notificase de manera automática si alguien pedía información sobre ella o algún miembro de su familia. Se trataba de una precaución rutinaria que cualquiera tomaría, especialmente si tenía mucho que ocultar en una sociedad en que se suponía que nada debía ocultarse. Cayó en la cuenta de que seguramente había activado la alarma, pero ya no veía modo alguno de dar marcha atrás. Intentó encubrir sus peticiones enmascarando la identidad de quien solicitaba la información, pero dudaba que estas medidas sirvieran para algo excepto para retrasar un poco el momento crítico.
Tenía clara una cosa: no quedaba mucho tiempo.
Sabía también que su padre no sólo se habría preparado para este día, sino que posiblemente lo había planeado. No se le ocurría otra explicación para el secuestro de la ex novia de su otro hijo. La elección de Kimberly Lewis estaba concebida como una provocación; daba pie a un reconocimiento y exigía una reacción. Cuanto más pensaba en ello Jeffrey, más lo inquietaba, porque una parte de él consideraba este secuestro en particular como un tipo de delito que el delincuente espera que quede impune. Estaba desprovisto del anonimato y el misterio que entrañaba la selección de las otras víctimas. Raptos. Los crímenes de su padre eran como relámpagos en una tarde húmeda de verano; instantáneos, únicos. Sin embargo, este crimen llevaba detrás intenciones muy diferentes.
Jeffrey se meció en su asiento ante el ordenador y pensó que probablemente nunca en la historia del crimen había un perseguidor sabido tanto sobre su presa como él sobre su padre, el asesino. Ni siquiera el famoso perfil del Unabomber elaborado por el FBI a mediados de la década de 1990, que parecía predecir prácticamente todos los rasgos de la personalidad del terrorista, contenía conocimientos tan íntimos como los que él había adquirido o recordaba en su base instintiva. Pero toda esa información y comprensión resultaban inútiles, porque su padre, el asesino, había conseguido ocultar un elemento esencial: su propósito.
Había sembrado indicios de que sus asesinatos tenían un móvil político: dar al traste con el nuevo estado. O tal vez el móvil era personal, mensajes dirigidos a su hijo, el profesor. Quizá formaban parte de una competición o de un plan. Naturalmente era posible que se tratase de ambas cosas a la vez o de ninguna de las dos. Había pruebas que respaldaban la idea de que los asesinatos eran fruto de la perversión o actos de naturaleza ritual. Podían ser producto del mal o del deseo. Eran actos solitarios para cuya ejecución había conseguido ayuda. Eran novedosos, y a la vez tan antiguos como la historia criminal escrita.
Eran como la partitura de una pieza de música moderna, pensó Jeffrey. Evocaban el pasado con sonidos y prefiguraban el futuro. Eran al mismo tiempo arcaicos y futuristas. Se preguntó qué debía hacer.
Luego se reprendió a sí mismo: «Deberías saberlo. Lo conoces, y a la vez sabes muy poco de él.» Las posibilidades se agolparon en su imaginación: él tendería su propia emboscada. Ellos ejecutarían a la joven. Desaparecerían.
Esta última posibilidad es la que más lo asustaba.
Jeffrey no lo dijo en voz alta, pero se había armado de valor para una decisión crítica. Fuera cual fuese el horror resultante de la relación entre la familia original y la nueva, él le pondría fin ese día. Bajaría el telón de una vez por todas. Alargó el brazo y cogió la pistola automática que descansaba sobre el escritorio. Acarició el guardamonte, intentando imaginar la sensación que produciría el arma al disparar. «Rematar» el asunto se dijo. Último capítulo. La estrofa final. La nota postrera.
Cayó en la cuenta de que el problema era que tal vez su padre deseaba lo mismo.
Dejó la pistola y se puso a trastear de nuevo con el ordenador. Al cabo de unos segundos, había abierto unos planos en tres dimensiones de la residencia de la familia Curtin. Procedió a estudiarlos, con la concentración y la entrega de un estudiante que empolla para un examen.
Lo que vio fue que la «sala de música» carecía de ventanas y era contigua a un espacio marcado como sala recreativa «familiar», en un sótano. Al parecer tenía una sola puerta, que daba al interior de la casa, lo que lo sorprendió. Lo examinó más de cerca. «No tiene sentido —pensó—, teniendo en cuenta el uso que le daba a ese cuarto.» Una vez concluido su trabajo, él no querría atravesar su casa con un cadáver a cuestas, por muy bien envuelto que estuviera. Sería una muestra irrefutable de que había perdido el control. Su padre era demasiado inteligente para eso.
El nombre de la empresa constructora figuraba en los planos. Jeffrey descolgó el auricular y llamó. Tardó unos minutos en conseguir que las recepcionistas transfiriesen la llamada al presidente de la empresa, que estaba en las obras de una nueva escuela primaria.
—¿Qué pasa? —preguntó el contratista, con el tono de un hombre que se había pasado el día ocupándose de pequeñas meteduras de pata y errores, y que tenía poca tolerancia o paciencia para con nadie más.
Jeffrey se identificó como un agente especial del Servicio de Seguridad, lo que sólo sirvió para mitigar ligeramente la bronquedad del hombre.
—Quería hacerle algunas preguntas sobre una casa que usted construyó hace más de seis años, en Buena Vista Drive, a las afueras de Sierra…
—¿Espera que me acuerde de una casa de hace tanto tiempo? Oiga, amigo, nos encargamos de muchos proyectos, no sólo de casas, sino también edificios y oficinas y colegios y…
—Seguro que se acuerda de esta casa —lo interrumpió Jeffrey—. La familia se llamaba Curtin. Fue un trabajo por encargo. De alta categoría.
—La verdad es que no me acuerdo. Oiga, siento no poder ayudarle, pero estoy muy ocupado…
—Esfuércese más —le dijo Jeffrey.
En ese momento, la puerta de su despacho se abrió, y entró su hermana, con una bolsa de tela que hizo un ruido metálico cuando la depositó en el suelo.
Diana se volvió hacia su hija.
—Los hemos encontrado —dijo en voz baja, crípticamente.
Susan soltó un jadeo y se disponía a responder cuando Jeffrey señaló enérgicamente la pila de documentos que salían de las impresoras.
—¿Qué demonios es lo que quiere saber, a todo esto? —preguntó con aspereza el contratista.
—Quiero saber qué modificaciones introdujo.
—¿Qué?
—Lo que quiero saber es en qué se diferencia la casa de los planos oficiales que enviaron al estado para su revisión arquitectónica y aprobación.
—Oiga, amigo, no sé de qué me habla. Eso va contra las leyes del estado. Podría perder la licencia para construir aquí…
—La perderá de todos modos —lo cortó Jeffrey de forma brusca y fría— si no me dice ahora lo que quiero saber. ¿Qué cambios no figuran en los planos? Y no me diga que no se acuerda, porque no es verdad. Yo sé que el hombre que le encargó esa casa le pidió unas modificaciones que no aparecieran en ningún proyecto arquitectónico. Y seguramente le pagó muy bien sólo para que implementase esos cambios sin registrarlos en los documentos oficiales. Tiene dos opciones: si me lo cuenta ahora, lo consideraré un favor y no le mencionaré la conversación a la junta de expedición de licencias. O bien puede contestarme con evasivas, y entonces su licencia para construir a esos precios inflados artificialmente en el estado cincuenta y uno, y enriquecerse más de lo que había soñado jamás, será revocada antes del mediodía de mañana. —Jeffrey titubeó, y luego añadió—: Ya me ha oído. Es la amenaza más explícita que he podido lanzar. Ahora, piénselo durante treinta segundos y luego responda a mi puta pregunta.
El contratista reflexionó antes de contestar.
—No necesito los treinta segundos, qué cojones. ¿Quiere saber qué diferencias hay? Vale. El estudio del sótano tiene una salida oculta. Da al exterior. Mi gente hizo un trabajo de narices; cuesta mucho de descubrir. También hay un sistema de seguridad camuflado como un aparato de aire acondicionado. Toda la instalación está sobre un falso techo, y hay monitores de vídeo en el estudio de la planta de arriba, detrás de una librería también falsa. Hay sensores colocados por todo el terreno de la finca con detectores de infrarrojos. Hubo que ir hasta Los Ángeles a recoger esos trastos. Aquí son ilegales. Y tampoco hacen falta, como le dije al tipo. Supongo que se imaginó que esto iba a acabar convirtiéndose en una ciudad sin ley. Una locura. Le aseguré que no necesitaba más que una cerradura en la puerta, pero él seguía erre que erre. Al fin y al cabo, ésa es la razón de ser de este lugar, ¿no? Pero él estaba dispuesto a pagar, y a pagar bien. Joder, al principio nadie sabía si este estado saldría adelante o no, así que le seguí el juego. Estoy seguro de que no soy el único que hizo una cosa así en los primeros años. ¿Qué más? Ah, tampoco sale en los planos, pero hay un cobertizo o pabellón de invitados del tamaño de un garaje pequeño a unos doscientos metros de la casa. La casa se alza en una colina, y el cobertizo está en la ladera, junto a unos tropecientos kilómetros cuadrados de terreno protegido no urbanizable. No sé para qué se usa. Echamos los cimientos, levantamos la estructura, colocamos el material aislante y las paredes. El sólo quería que incluyéramos en las especificaciones de la casa los materiales para el acabado, y eso fue lo que hice. Nos dijo que él daría los últimos toques a su gusto.
—¿Algo más?
—No. Y es la única vez que he introducido cambios de este tipo. Ahora el estado envía a un inspector que lo revisa todo a fondo, planos en mano, antes de que se ocupe la vivienda. Pero esto era en los inicios, cuando las cosas eran bastante más laxas. Tal vez untó a algún inspector también. Se supone que eso no se puede, pero circulan historias. Bueno, ahí lo tiene, amigo, confío en que cumpla su promesa.
Jeffrey colgó, preguntándose distraídamente si el contratista estaría utilizando cemento de baja calidad para los cimientos de la escuela. Fuera como fuese, había averiguado lo que necesitaba saber.
Oyó que, tras él, su madre decía en voz suave:
—Jeffrey, Susan, estamos recibiendo las fotografías ahora.
Los tres se apiñaron frente a la impresora mientras la máquina runruneaba y finalmente escupía la fotografía de identificación de Geoffrey Curtin. Era un adolescente de estatura media, con ojos castaños hundidos y una mata de pelo negro apenas peinada. Tenía el rostro achatado, las mejillas y el mentón prominentes, y la boca torcida hacia abajo en la sonrisa forzada que había adoptado ante la cámara. Llevaba una perilla desaliñada. Entre los datos proporcionados por el estado constaba la dirección de su domicilio así como la de su residencia en la Universidad Cornell, en Ithaca, Nueva York.