Susan cogió la imagen y la observó con detenimiento. Antes de que pudiera decir nada, apareció una segunda fotografía, la de Caril Ann Curtin.
Era una mujer menuda, de una delgadez cadavérica, rostro enjuto y pómulos salientes que había heredado su hijo. Llevaba la cabellera rubia recogida hacia atrás en una cola de caballo de aspecto infantil, y unas gafas anticuadas, de montura metálica. No era bonita ni lo contrario; tenía una expresión intensa e inquietante. No sonreía, y esto le confería un aire de secretaria.
—¿Quién eres en realidad? —preguntó Diana, contemplando la fotografía.
Jeffrey se la arrebató de las manos. Sacudió la cabeza.
—Yo sé quién es —aseveró—. El abogado de Trenton me lo dijo, pero yo no seguí la pista que me dio. Es una mujer que murió en Virginia Occidental hace veinte años, poco después de salir de la cárcel de allí. Estúpido, estúpido, estúpido. Soy un estúpido.
Se disponía a continuar cuando la impresora comenzó a expulsar el tercer retrato, el de Peter Curtin.
Fue Diana quien habló primero.
—Hola, Jeff —murmuró—. Vaya, cómo has cambiado.
Durante los primeros segundos, los tres vieron algunas cosas distintas y otras que seguían siendo como antes. Ya fueran los ojos, de mirada penetrante, o la frente inclinada hacia arriba y rematada por una calva, o la barbilla, o las mejillas, o las orejas muy pegadas al rostro ovalado, o los labios desplegados ligeramente en una sonrisa burlona, todos vieron algo familiar, algún rasgo que compartían, o simplemente una imagen que habían relegado a algún rincón recóndito de su interior.
El hombre parecía más joven y vigoroso de lo que correspondía a sus sesenta y tantos años, lo que provocó que Diana Clayton sintiera una punzada en el corazón al pensar de pronto en el aspecto avejentado y próximo a la muerte que ella debía de ofrecer.
Jeffrey bajó la vista hacia la foto, temeroso de verse a sí mismo.
Susan fijó la mirada en la hoja blanca y satinada y notó que la invadía una rabia difícil de describir, pues entrañaba no sólo aborrecimiento hacia todo lo que el hombre había hecho, sino también la sensación de soledad y desesperación que la había embargado durante toda la vida. No habría sido capaz de determinar cuál de estas furias era más profunda.
Jeffrey se volvió hacia su madre.
—¿Realmente ha cambiado?
Ella asintió.
—Sí —respondió despacio—. Casi todas sus facciones han sido modificadas, apenas lo suficiente para que el conjunto parezca distinto. Salvo los ojos, por supuesto. Siguen siendo iguales.
—¿Lo habrías reconocido?
—Sí. —Respiró hondo—. No. Tal vez. —Diana suspiró—. Supongo que la respuesta es: no lo sé. Espero que sí. Pero tal vez no.
—No parece gran cosa —comentó Susan con dureza.
—Nunca lo parecen —contestó Jeffrey—. Estaría bien que la cara de las peores personas reflejara su maldad, pero no es así. Son de apariencia anodina y corriente, afable y poco llamativa, hasta el mismo instante en que se apoderan de tu vida y te llevan a la muerte. Y entonces sí que se convierten a veces en algo especial y diferente. De cuando en cuando se vislumbran atisbos, como los que vimos en David Hart, en Tejas, pero por lo general no es así. Pasan desapercibidos. Quizás eso sea lo más terrible de todo, que se parecen tanto.
—Vaya —dijo Susan con una risita desprovista de humor—, gracias por la lección, hermano mío. Y ahora, vayamos a por él.
—No tenemos por qué —replicó Jeffrey de forma cortante—. Basta con hacer una sola llamada al director del Servicio de Seguridad para que él lleve allí una unidad de Operaciones Especiales y haga saltar la casa en mil pedazos, junto con todo aquel que esté dentro. Podemos quedarnos sentados observando desde una distancia prudencial.
Diana miró a su hijo y negó con la cabeza.
—Nunca ha habido una distancia prudencial —repuso.
Susan hizo un gesto para mostrar que estaba de acuerdo con ella.
—¿Qué te hace pensar que el estado resolverá el problema de un modo satisfactorio para nosotros? —preguntó—. ¿Cuándo ha estado un gobierno a la altura de las expectativas?
—Este es nuestro problema. Deberíamos solucionarlo a nuestra manera —aseguró Diana—. Me sorprende que se te haya ocurrido siquiera pensar lo contrario.
Jeffrey parecía desconcertado, sobre todo por la reacción de su hermana.
—Subestimas el peligro que corremos —dijo—. Qué diablos, no lo subestimas, lo estás pasando por alto. ¿Crees que él dudaría un segundo en matarnos?
—No —respondió ella—. Bueno, tal vez. Después de todo, somos sus hijos.
Los tres se quedaron callados por unos instantes, hasta que Susan prosiguió:
—Ha jugado con cada uno de nosotros, con el propósito de atraernos hasta su puerta. Hemos descubierto todas las pistas, interpretado todos los actos, mordido todos los anzuelos, y ahora, tras encajar todas las piezas, sabemos quién es él, y dónde vive, y quiénes son los miembros de su familia. Ahora que hemos llegado tan lejos, ¿crees que deberíamos dejar el asunto en manos del estado? No seas ridículo. El juego ha sido concebido para nosotros tres. Todos deberíamos jugar hasta el final.
Diana asintió.
—Me pregunto si él habrá previsto que mantendríamos esta conversación —dijo.
—Probablemente —respondió Jeffrey, desanimado—. Entiendo vuestro punto de vista. Admiro vuestra determinación. Pero ¿qué ganamos si nos enfrentamos a él en persona?
—La libertad —contestó Diana de forma enérgica.
Jeffrey pensó que su madre era romántica, y su hermana impetuosa. En cierto modo, envidiaba esas cualidades. Sin embargo, tenían una visión abstracta e idealizada de las habilidades de Peter Curtin, antes llamado Jeffrey Mitchell. El tenía un conocimiento mucho más preciso de dichas habilidades, y por tanto más aterrador. Su madre y su hermana se habían estremecido al ver las fotografías, pero eso no era lo mismo que contemplar en persona el cuerpo destrozado de una víctima y entender implícitamente la rabia y el deseo que habían impulsado cada tajo y cada cuchillada en la carne. El hecho de que ahora contase con la ayuda de una compañera para realizar estos actos complicaba aún más las cosas. Y el hecho de que ambos hubiesen engendrado a un hijo añadía a la mezcla otro mal en potencia. No veía más que peligro en la situación hacia la que estaban precipitándose de cabeza. Era consciente, por otro lado, de que tal vez no hubiese alternativa.
Apoyó la cabeza sobre sus manos, presa de una fatiga repentina. Pensó: «Así es como estaba previsto desde un principio que terminara el juego.»
—No olvides el otro factor —dijo Susan de pronto—. Kimberly Lewis, alumna del cuadro de honor. Orgullo de unos padres confundidos que ahora mismo se preguntan qué demonios está pasando y dónde diablos está su hija.
—Está muerta. Y aunque no lo esté, debemos dar por sentado que lo está.
—¡Jeffrey! —protestó Diana.
—Lo siento, mamá, pero, por lo que respecta a esa joven, bueno, ¿es una chica con suerte? ¿Con mucha, mucha suerte? ¿El dios de la buena fortuna le sonreirá y hará llover sobre su cabeza la mejor y más inimaginable y más improbable de las suertes? Porque, si lo hace, entonces quizás ella salga de ésta con sólo las cicatrices suficientes para arruinar lo que le quede de vida. Pero, a los efectos que nos ocupan, daremos por sentado que ya está muerta. Aunque la oigáis pedir ayuda a gritos, dad por sentado que está muerta. De lo contrario, le daremos a él una ventaja que no podemos permitirnos.
—No sé si podré ser tan cínica —replicó su madre.
—Si no puedes, no tendremos la menor oportunidad.
—Lo entiendo —dijo ella—, pero…
Jeffrey la cortó alzando una mano. Clavó la mirada en su madre y luego en su hermana.
—De acuerdo —susurró—. Si queréis afrontar la realidad en lugar de una pura abstracción, debéis tener clara una cosa. Hemos de dejar atrás toda humanidad. Dejar atrás todo lo que nos convierte en lo que somos. No debemos llevar con nosotros nada más que armas y un objetivo común. Vamos a matar a ese hombre. Y debéis tener claro también que la nueva esposa y el nuevo hijo no son más que apéndices suyos, creados por él para ser como él. Son exactamente igual de peligrosos. ¿Te ves capaz de eso, madre? ¿Podrás olvidarte de quién eres y valerte sólo de las partes más oscuras de ti misma, de la ira y el odio? Son las únicas partes de nosotros que necesitamos. ¿Podrás hacerlo sin vacilar y sin el menor remordimiento o duda? Porque sólo tendremos una oportunidad. Ten bien claro que jamás se nos presentará otra. Así que, si nos adentramos en su mundo, debemos estar preparados para jugar según sus reglas y estar a su altura. ¿Serás capaz? —Miró a su madre, que no contestó—. ¿Puedes ser como él? —De repente se volvió hacia su hermana, exigiéndole la respuesta a la misma pregunta—. ¿Y tú?
Susan no quería responder a su pregunta. Pensaba que su hermano tenía razón en cada una de sus palabras. «Es consciente de lo temerarias que somos —se dijo—, pero a veces la temeridad es la única alternativa que te ofrece la vida.»
—Bien —dijo con una sonrisa forzada. Se humedeció los labios con la lengua. De pronto notó la garganta reseca, como si necesitara un poco de agua. Se acercó a la pantalla de ordenador, esperando que ni su madre ni su hermano se percatasen de lo nerviosa que estaba, y se puso a estudiar la distribución de la casa de Buena Vista Drive. Al mismo tiempo, llenó la habitación de una bravuconería totalmente injustificada.
»Ya lo veremos, ¿no? Y lo veremos esta noche.
Era bien entrada la noche cuando Jeffrey salió del enorme e impasible edificio de oficinas del estado, seguido por su madre y su hermana, en la que suponían que sería su última noche en el estado cincuenta y uno. Llevaba al hombro una talega mediana de color azul marino, al igual que su hermana. Diana sujetaba con la mano derecha un maletín de lona. Se tragó varios analgésicos subrepticiamente mientras salían a la oscuridad, esperando que ninguno de sus hijos se diese cuenta. Respiró hondo, paladeando el frío de la noche, al borde de la helada, y le pareció un sabor extraño y delicioso. Apartó por unos instantes la mirada de las colinas y las montañas que se elevaban al norte, y la dirigió a lo lejos, hacia el sur. «Un mundo desértico», pensó. Arena, polvo esparcido por el viento, plantas rodadoras y matorrales. Y calor. Un calor penetrante y aire seco. Pero esa noche no; esa noche era diferente, una contradicción entre la imagen y las expectativas. Frío en vez de calor.
Los aparcamientos estaban vacíos casi por completo; sólo quedaban los vehículos de los rezagados. Había muy pocas luces encendidas en los edificios de oficinas que tenían detrás. La mayor parte de la población activa del estado había cogido sus bártulos y se había ido a casa por la tarde, para cenar con la familia, charlar un poco, ver una película o una telecomedia en la tele, o quizás echarles una mano a los niños con los deberes. Luego, a la cama. A dormir, con la perspectiva de retomar la rutina al día siguiente. Reinaba un silencio seductor fuera del edificio de oficinas; oían el crujido de sus zapatos contra el cemento de la acera.
Jeffrey no tardó más que unos segundos en avistar su coche y al agente de seguridad que les habían asignado como conductor. Era el mismo que los había llevado al punto de Adobe Street donde Kimberly Lewis había desaparecido. Era un hombre taciturno, fornido, con el pelo muy corto y una mirada adusta y aburrida que ponía de manifiesto que habría deseado estar en algún otro lugar haciendo algo distinto. Jeffrey supuso que al agente le habían proporcionado una información mínima sobre quién era él y sobre la razón de su presencia en el estado cincuenta y uno. Como siempre, se figuró que, en algún sitio a su espalda, oculto a la vista, estaría el sustituto del agente Martin, siguiéndolos a una distancia conveniente, esperando a que ellos levantaran la mano para señalar al hombre a quien debía asesinar. Por un instante, Jeffrey volvió la mirada hacia arriba, como esperando ver un helicóptero acechando sobre sus cabezas, con las aspas girando con un latido sordo, de un modo silencioso. Se detuvo por un momento, intentando imaginar cómo les estaban siguiendo la pista. Sabía que el coche debía estar equipado con un sistema de localización electrónico. Había maneras de teñir la ropa con material infrarrojo que podía detectarse desde una distancia segura. Existían otras técnicas militares secretas, láseres y dispositivos de alta tecnología, pero dudaba que las autoridades del estado cincuenta y uno tuviesen acceso a ellos. Tal vez lo tendrían en un par de semanas, cuando cosieran una estrella nueva a la bandera de Estados Unidos, pero seguramente aún no, pues la votación todavía no se había llevado a cabo.
Jeffrey se fijó en el conductor. Un don nadie. Supuso que el hombre no tenía más órdenes que acompañarlos a todas partes e informar al director de todos sus movimientos. Al menos, era con lo que contaba.
Habían trazado un plan, pero era mínimo. Intentar ser más astuto que la araña que los había invitado a su red era probablemente una empresa desesperada de todos modos. En cambio, debían ir y esperar que su propia fuerza lograse romper los hilos preparados para enredarlos y reducirlos.
El conductor dio un paso adelante.
—Me han dicho que se quedarían aquí por la noche. Nadie ha autorizado otra salida.
—Si eso es lo que le han dicho, ¿por qué sigue aquí? —preguntó Susan rápidamente—. Abra el maletero, ¿quiere?
El conductor abrió el maletero.
—Es el procedimiento reglamentario —dijo—. Tengo que esperar la autorización final para irme. ¿Vamos a algún sitio?
—Volvemos a Sierra —indicó Jeffrey tirando su talega encima de la de su hermana.
—Debo dar parte —dijo el agente—, informar del destino y de las horas aproximadas de llegada y vuelta. Son las órdenes que tengo.
—Me parece que no —repuso Jeffrey. Desenfundó su nueve milímetros sin estrenar de su sobaquera en un movimiento fluido y apuntó con el cañón al agente, que reculó y levantó las manos—. Esta noche improvisaremos.
Susan se rio, pero con una carcajada que sonó falsa. Le propinó al agente un leve empujón por la espalda.
—Suba —le dijo—. Conduce usted, señor agente. Mamá, sube delante. Ha llegado el momento del reencuentro.
Jeffrey colocó la pistola en el asiento entre su hermana y él. Se puso sobre las rodillas el maletín que su madre había traído consigo. De un bolsillo interior de la chaqueta extrajo una linterna tamaño bolígrafo que emitía una luz roja para ver de noche sin deslumbrar. La encendió y sacó dos carpetas del maletín. Cada una contenía unas cinco hojas.