Diana la seguía, sorteando los obstáculos. Le vino a la cabeza un pensamiento de lo más extraño: Susan estaba más hermosa de lo que la había visto nunca. Entonces una rama salió impulsada hacia ella como un resorte y la esquivó. Soltó una obscenidad y reanudó su trabajosa marcha.
Con las armas bien sujetas, continuaron abriéndose camino entre los árboles, rodeando su objetivo, a paso lento pero inexorable, en dirección a la parte posterior, esperando que sus movimientos pasaran inadvertidos para los ocupantes de la casa.
Jeffrey estaba sentado en el borde de un lujoso sofá de piel oscura en el espacioso salón de su padre, rodeado de cuadros caros colgados en las paredes, una mezcla de colores modernistas vibrantes salpicados en lienzos blancos y obras más tradicionales, visiones estilo Frederic Remington del Viejo Oeste, con vaqueros, indios, colonos y carromatos cubiertos, en posturas idealizadas y nobles. Había varios objetos artísticos pequeños distribuidos por toda la estancia de techo bajo: jarrones y tazones indios; una lámpara de cobre batido a mano con una pantalla bruñida; alfombras auténticas tejidas por navajos en el suelo. Sobre una mesita de centro con superficie de cristal, junto a un grueso libro sobre Georgia O'Keeffe, había una serpiente de cascabel enroscada y momificada, con la boca abierta de par en par y los colmillos bien a la vista. Era el salón de un hombre rico, y pese al batiburrillo de diseños y estilos, rezumaba cultura y un gusto exquisito. Jeffrey dudaba que hubiese una sola reproducción en la casa.
Su padre estaba sentado en una butaca de madera y cuero, frente a él. El chaleco antibalas, la metralleta y la semiautomática de Jeffrey yacían en un montoncito a sus pies. Caril Ann Curtin se hallaba de pie, justo detrás de la butaca, con una mano sobre el hombro de su marido, y empuñando con la otra una pistola semiautomática pequeña, de calibre .22 o .25, supuso Jeffrey, y con un cilindro silenciador acoplado. «El arma de una asesina —pensó—. Un arma que mata con sigilo y un sonido apenas perceptible, como el de una botella al descorcharse.» Ambos iban de negro; su padre llevaba téjanos y un jersey de cuello vuelto de cachemira, y Caril Ann unos pantalones con trabillas y un suéter de lana tejido a mano. Por su aspecto y su porte, él aparentaba menos años de los que tenía. Era esbelto en extremo, se conservaba atlético; tenía la piel tersa, ligeramente tirante sobre los músculos nudosos. Tenía cierto aire de felino, una languidez de movimientos que sin duda entrañaba rapidez y fuerza. Tocó con la punta del pie las armas amontonadas en el suelo, y una leve expresión de repugnancia asomó a su rostro.
—¿Has venido a matarme, Jeffrey? ¿Después de todos estos años?
Jeffrey escuchó la voz de su padre, que evocó en él los tonos que había oído hacía mucho tiempo, como si de pronto, años después, lo asaltase el recuerdo de un mal momento al volante de un coche, una carretera resbaladiza, un patinazo, un volantazo que salvó la situación por los pelos.
—No, no necesariamente. Pero sí que he venido preparado para matarte —repuso despacio.
Su padre sonrió.
—¿Insinúas que habría habido alguna posibilidad de que no me abatieses a tiros si tu acercamiento más bien torpe hubiera pasado desapercibido?
—No me había decidido aún. —Al cabo de una pausa, Jeffrey añadió—: Sigo sin decidirme.
El hombre conocido ahora como Peter Curtin, y en otra época como Jeffrey Mitchell, entre otros nombres, seguramente, sacudió la cabeza y lanzó una mirada a su esposa, que no se inmutó y siguió observando al intruso de esa noche con el odio patente de un espectro.
—¿En serio? ¿De verdad creías que esta noche llegaría a su fin sin que uno de los dos muriese? Me cuesta imaginarlo.
Jeffrey se encogió de hombros.
—Tú creerás lo que quieras —espetó.
—Eso es totalmente cierto —respondió Peter Curtin—. Siempre he creído lo que he querido, y he hecho lo que he querido también. —Dirigió a su hijo una mirada acerada—. Yo soy, tal vez, el último hombre verdaderamente libre. Desde luego soy el último con el que te encontrarás.
—Eso depende de cómo definas la libertad —replicó Jeffrey.
—¿De verdad? Dime una cosa, Jeffrey, tú que has conocido este mundo nuestro. ¿Acaso no perdemos parte de nuestra libertad cada minuto que pasa? Tanto es así que, para intentar aferramos a lo poco que nos queda, nos recluimos entre muros y sistemas de seguridad, o nos venimos a vivir aquí, en este nuevo estado, que pretende erigir muros por medio de normas y reglas y leyes. Nada de eso puede detenerme. No, su libertad es una ilusión. La mía es real.
Pronunció estas palabras con una frialdad que llenó la habitación. Jeffrey pensó que debía responder algo, quizá discutir con él, pero en cambio se quedó callado. Esperó a que las comisuras de la boca de su padre, ligeramente curvadas en una sonrisa irónica, volvieran a adoptar una expresión neutra.
—Faltan tu madre y tu hermana —dijo Peter Curtin al cabo de un momento. A Jeffrey le pareció percibir un deje cantarín en su voz, teñida en parte de sarcasmo y en parte de suficiencia burlona—. He estado deseando que llegara el momento en que nos reuniésemos todos aquí. Si ellas estuviesen aquí, el reencuentro sería completo.
—No esperarías que las dejase venir conmigo, ¿verdad? —repuso Jeffrey enseguida.
—No estaba seguro.
—¿Exponerlas al peligro? ¿Y dejar que nos mataras a todos con sólo tres balas? ¿O crees que me parecería más inteligente ponerte un poco más difícil las cosas para liquidarnos?
Peter Curtin se agachó, recogió la nueve milímetros grande de Jeffrey y la sacó lentamente de la funda. Examinó el arma por unos instantes como si le pareciese un objeto curioso, o extraño, y luego, con toda naturalidad, introdujo una bala en la recámara, quitó el seguro y apuntó directamente al pecho de Jeffrey.
—Pégale un tiro de una vez —siseó Caril Ann Curtin. Le dio un apretón en el hombro a su esposo, para incitarlo, y los nudillos se le pusieron blancos en contraste con el negro del jersey—. Mátalo ya.
—No me has puesto las cosas especialmente difíciles para liquidarte a ti, ¿no? —preguntó su padre.
Jeffrey fijó la vista en el cañón de la pistola. Se debatía entre dos pensamientos furiosos y contradictorios. «No lo hará. Aún no. Aún no ha obtenido de mí lo que quiere. —Y luego, igual de abruptamente—: Sí, sí que lo ha obtenido. Ha llegado mi hora.»
Respiró hondo y contestó en el tono más desapasionado que le permitieron su garganta y sus labios resecos:
—¿No crees que, si hubiese dedicado tanto tiempo a planear mi aproximación a esta casa como tú dedicas a planificar tus asesinatos, sería yo quien estaría empuñando esa pistola, y no tú? —Eligió las palabras con cuidado, procurando que no le temblara la voz.
Peter Curtin bajó el arma. Su esposa emitió un gruñido, pero no se movió.
Cuando Peter Curtin sonrió, dejó al descubierto una dentadura reluciente y perfectamente regular. Se encogió de hombros.
—Formulas las preguntas como el profesor universitario que eres, con bonitas florituras retóricas. Ese tono debe de darte resultado en las aulas. Me pregunto si los alumnos se quedan pendientes de cada palabra tuya. Y las jovencitas, ¿se les acelera el pulso y se les humedece la entrepierna cuando entras pavoneándote en clase? Seguro que sí. —Se rio, alzó la mano y tocó con ella la de su mujer, que seguía posada sobre su hombro. Luego, de forma más fría y calculadora, prosiguió—: Haces presuposiciones sobre mis deseos que pueden o no ser ciertas. Tal vez no tenga intención de hacerles daño ni a Diana ni a Susan.
—¿De veras? —preguntó Jeffrey, enarcando una ceja—. No lo creo.
—Bueno, eso está por verse, ¿no? —replicó su padre.
—No volverás a encontrarlas —aseguró Jeffrey, insuflando convicción a su mentira.
Su padre sacudió la cabeza despacio.
—Claro que las encontraré, en el momento que quiera. He sido capaz de prever todas las decisiones que has tomado, Jeffrey, todos los pasos que has dado. Lo único que no sabía con certeza era si aparecerías tú solo o con ellas dos, dando tumbos y activando todas las alarmas del sistema. El problema reside en que no tenía idea de lo cobarde que eres, Jeffrey.
—He venido, ¿no es cierto?
—No tenías elección. O, mejor dicho, yo no te he dejado otra elección…
—Podría haber enviado una unidad de Operaciones Especiales.
—¿Y perderte este cara a cara? No, no lo creo. Esa nunca fue una alternativa real, ni para ti, ni para tu madre ni para tu hermana.
—Están a salvo. Susan está cuidando de mamá. De todos modos, es una rival más que digna para ti. Y no las encontrarás. Esta vez no. Nunca más. Las he enviado a un lugar totalmente seguro…
Peter Curtin soltó una risotada, un sonido estridente e inhumano.
—¿Y qué lugar es ése, si no es indiscreción? Se supone que éste es el «último lugar seguro», y ya les he demostrado a todos lo grande que es esa mentira.
—No las encontrarás. Ahora están muy lejos de tu alcance. He aprendido lo suficiente de ti para conseguir eso.
—Yo diría más bien que te he demostrado en las últimas semanas que nada está lejos de mi alcance.
Peter Curtin sonrió de nuevo. Jeffrey aspiró profundamente y decidió responder con un contragolpe rápido.
—Tienes un gran concepto de ti mismo… —Titubeó levemente al contenerse para no emplear la palabra «padre». Se apresuró a llenar el silencio que había creado, añadiendo—: No es un fenómeno infrecuente en los asesinos como tú. Os gusta engañaros a vosotros mismos convenciéndoos de que de algún modo sois especiales. Únicos. Extraordinarios. No eres más que uno entre tantos. Pura rutina.
Una expresión sombría cruzó el rostro de Peter Curtin. Entrecerró los ojos ligeramente, como si su mirada penetrase más allá de las palabras de Jeffrey, directamente hasta su imaginación. Luego, casi tan rápidamente como había aparecido, esa expresión se esfumó y cedió el paso una vez más a la sonrisa y al tono divertido de su voz.
—Me tomas el pelo. Quieres hacerme enfadar antes de que esté listo para ello. Típico de un hijo, ¿no? Intentar descubrir alguna debilidad en su padre y aprovecharse de ella. Pero estoy descuidando mis modales. Lo único que has conocido de tu madrastra Caril Ann, hasta ahora, es su eficiencia. Caril Ann, querida, éste es Jeffrey, de quien tanto te he hablado…
La mujer no movió un músculo ni esbozó la menor sonrisa. Continuó mirando a Jeffrey Clayton con una furia no contenida.
—¿Y mi hermanastro? —inquirió Jeffrey—. ¿Por dónde anda?
—Ah, creo que eso lo descubrirás tarde o temprano.
—¿A qué te refieres?
—No está aquí. Está fuera… eh, estudiando.
Los dos hombres se sumieron en un breve silencio, sin despegar la vista el uno del otro. Jeffrey se notó el rostro congestionado, como si le hubiese subido la temperatura. El hombre sentado frente a él era un extraño y a la vez un conocido íntimo, una persona de la que lo sabía todo y a la vez nada. Como estudioso de los asesinos, como investigador, como el Profesor de la Muerte, sabía mucho; como hijo del hombre, sólo conocía el misterio de sus propias emociones. Experimentó una curiosa sensación de mareo al preguntarse qué tenían en común y qué los diferenciaba. Y, con cada inflexión en la voz de su padre, con cada uno de sus gestos, cada pequeño ademán, Jeffrey notaba una punzada de miedo al pensar que quizás él mismo hablase así, se comportase así, tuviese ese aspecto. Era como mirarse en un espejo deformante de una feria de atracciones e intentar determinar dónde empezaba y dónde acababa la distorsión. Jeffrey se sentía como si hubiera respirado del mismo aire o bebido del mismo vaso que un hombre aquejado de una enfermedad altamente virulenta e infecciosa. Y ya sólo quedaba el período de incubación para averiguar si el virus se estaba reproduciendo en su interior.
Aspiró con fuerza.
—No vas a matarme —dijo tajantemente.
Su padre sonrió otra vez. Saltaba a la vista que lo estaba pasando en grande.
—Tal vez sí —repuso— y, por otro lado, tal vez no. Pero esta vez has planteado una pregunta equivocada, hijo.
—¿Y cuál es la pregunta correcta? —quiso saber Jeffrey.
El hombre mayor arqueó una ceja, como extrañado por el tono de la respuesta de Jeffrey o por el hecho de que su hijo no conociese la respuesta.
—La pregunta es: ¿tengo que hacerlo?
A Jeffrey le pareció que de pronto hacía más calor en la sala. Se le habían secado los labios. Oyó su propia voz, pero las palabras se le antojaron ajenas, como si las pronunciase otro, una persona desconocida y distante.
—Sí —contestó—. Creo que deberías.
De nuevo su padre adoptó una expresión divertida.
—¿Y por qué?
—Porque ya nunca volverías a sentirte seguro. Nada te garantizaría que yo no esté ahí fuera, buscándote. Y nunca tendrás la certeza de que no vuelva a encontrarte. No puedes llevar a cabo tus acciones sin una sensación de seguridad. Una sensación de seguridad absoluta. Forma parte esencial de tu camuflaje. Y, sabiendo que yo estoy vivo, jamás te verías del todo libre de dudas.
Peter Curtin sacudió la cabeza.
—Claro que sí —dijo—. Puedo garantizar todas esas cosas.
—¿Cómo? —preguntó Jeffrey con aspereza.
Su padre no contestó. En cambio, se inclinó hacia una mesa de lectura cercana para coger un aparato electrónico pequeño que había sobre ella. Lo alzó de manera que Jeffrey pudiera verlo.
—Por lo general —dijo su padre— estas cosas son para parejas jóvenes con hijos recién nacidos. Creo que tu madre usó uno cuando nacisteis tú y tu hermana, pero no lo recuerdo con exactitud. Ha pasado mucho tiempo. El caso es que funcionan sorprendentemente bien. —Peter Curtin pulsó un interruptor y habló por el intercomunicador—. Kimberly, ¿estás ahí? ¿Me oyes? Kimberly, sólo quiero que sepas que tu única posibilidad ha llegado por fin.
Curtin oprimió otro botón, y Jeffrey oyó una vocecilla metálica y asustada entre interferencias.
—Por favor, que alguien me ayude, por favor…
Su padre apretó el interruptor, cortando la voz en medio de su súplica.
—Me pregunto si sobrevivirá —comentó con una carcajada—. ¿Podrás salvarla, Jeffrey? ¿Podrás salvarla a ella, a tu hermana, a tu madre y a ti mismo? ¿Eres lo suficientemente fuerte y astuto? —Sonrió de oreja a oreja otra vez—. Dudo que alguien pueda ser lo bastante para salvaros a todos.
Jeffrey no abrió la boca. Su padre no apartaba la mirada de él.