Y que no estuviese cerrado con llave.
«Se acaba el tiempo», pensó.
Susan echó un último vistazo a las ventanas, intentando avistar a su hermano o cualquier tipo de movimiento en el interior, algún indicio de lo que estaba ocurriendo, pero no vio atisbo de actividad. Tensó los músculos de los brazos, contrajo los de las piernas y le habló a su cuerpo, como si de un amigo se tratase, diciéndole:
—Muévete deprisa, por favor. Sin vacilar. Sin detenerte. Tú sigue adelante, pase lo que pase.
Respiró hondo, empuñó con fuerza su metralleta y, de pronto, sin ser consciente de haberse levantado y abalanzado hacia delante, se encontró corriendo medio agachada a través del claro iluminado. En ese momento no podía fijarse en otra cosa que en el terrible resplandor que parecía envolverla en calor y agredirla con una luminosidad que la hería como una cuchilla. El aire fresco del bosque quedó atrás y cedió el paso a un viento asmático, resollante y vaporoso. Tenía la sensación de que le pesaban los pies, como si estuvieran recubiertos de cemento, y cada vez que su zapato patinaba sobre la hierba húmeda con el más leve de los chirridos, a ella se le antojaba el ruido de una alarma. Creía oír gritos de alerta, sirenas que rompían a ulular. Una docena de veces percibió el estampido de un disparo, y una docena de veces se figuró que una bala impactaría contra ella mientras corría en el filo de la navaja entre la realidad y la alucinación. Extendió los brazos hacia la casa como una nadadora que se estuviera quedando sin aliento, esforzándose por alcanzar la pared al final de una carrera desesperada.
Y entonces, casi tan rápidamente como había arrancado a correr, llegó.
Susan se apresuró a guarecerse en una sombra tenue y se apretujó contra el revestimiento de tablas anchas de la pared, intentando encogerse para llamar la atención lo menos posible, después de haber corrido de forma tan patosa, torpe y ruidosa. El pecho le subía y bajaba agitadamente, tenía el rostro congestionado y jadeaba, aspirando el aire de la noche, intentando calmarse.
Aguardó por un momento, dejando que los tambores de la adrenalina dejaran de batirle en las orejas, y luego, cuando sintió que había recuperado, si no el control absoluto, sí al menos parte de él, dio media vuelta, se arrodilló sobre la tierra y comenzó a deslizar las manos por el exterior de la casa, intentando encontrar la trampilla que sabía que estaba allí.
Notó la textura rugosa de la madera bajo sus dedos, le pareció fría, y entonces encontró un resalto muy estrecho, oculto por los paneles que recubrían la pared. Continuó buscando y descubrió un par de bisagras escondidas bajo la madera. Animada por ello, procedió a probar cada panel, con la esperanza de que uno de ellos se alzara y dejara al descubierto algún picaporte que pudiera hacer girar. No había empezado aún a preguntarse qué haría si la trampilla se hallaba cerrada con llave. Todavía llevaba la palanca pequeña sujeta al cinturón, pero su utilidad era dudosa.
Probó todos los listones, pero no encontró ningún pomo.
—Maldita sea —siseó—, sé que estás por aquí en algún sitio. —Continuó tirando de cada pieza, en vano—. Por favor —dijo.
Se inclinó más y deslizó las manos por el espacio en que la estructura de madera de la casa se unía al hormigón de los cimientos. Allí, bajo el reborde de la madera, palpó una forma metálica, parecida a un gatillo. La toqueteó por unos instantes, luego cerró los ojos, como si temiese que el aparato explotase cuando lo apretara, pero sabiendo que no tenía elección.
—Ábrete, sésamo —musitó.
El mecanismo de apertura emitió un leve chasquido, y la puerta se soltó.
Titubeó de nuevo, durante el suficiente rato para respirar lo que pensaba que podía ser la última bocanada de aire seguro que saborearía en la vida y luego, con sigilo, empezó a abrir la puerta. Esta soltó un crujido desagradable, como si trozos de madera pequeños se hubiesen astillado. Cuando la hubo levantado unos veinte centímetros echó un vistazo por encima del borde al interior de la casa.
Estaba contemplando un espacio a oscuras. La única luz de la habitación era la procedente de los focos del patio, que se colaba por la rendija que acababa de abrir. Había un pequeño descansillo de madera, y luego un modesto tramo de escaleras que bajaba hasta un suelo lustroso y reflectante, de un brillo casi plástico. Supuso que se trataría de algún material liso y sin poros. Fácil de limpiar. Las paredes de la habitación eran de un blanco radiante.
Susan tiró de la puerta a fin de abrirla un poco más, lo suficiente para poder pasar por ella, y con ello entró más luz adicional, que iluminó los rincones más apartados de la habitación. La voz sonó sólo un instante antes de que ella viese a la figura, acuclillada contra una pared.
—Por favor —oyó Susan—, no me mates.
—¿Kimberly? —respondió Susan—. ¿Kimberly Lewis?
El rostro que había permanecido oculto se volvió hacia ella, adoptando una expresión de esperanza.
—¡Sí, sí! ¡Ayúdame, por favor, ayúdame!
Susan advirtió que la joven estaba esposada de pies y manos, y sujeta por medio de una cadena de acero a una anilla encastrada en la pared. Había otras dos anillas sin usar, a la altura de los hombros y separadas entre sí. Kimberly se hallaba desnuda. Cuando se encogió al igual que un perro que teme que le peguen, se le marcaron las costillas, como si estuviese famélica.
Susan entró por la trampilla, bloqueando la débil luz por un instante, y luego se apartó de la puerta, dejando que un poco de claridad alumbrara las escaleras para que pudiera bajar a donde estaba la chica.
—¿Te encuentras bien? —dijo, y al momento le pareció una pregunta soberanamente estúpida—. Me refiero —se corrigió— a si estás herida.
La adolescente intentó agarrarse a las rodillas de Susan, pero la cadena le impedía moverse más de treinta centímetros o medio metro en cualquier dirección. Tenía las piernas manchadas de sangre seca y heces. Hedía a diarrea y a miedo.
—Sálvame, por favor, sálvame —repitió la joven, presa del pánico.
Susan se mantuvo fuera del alcance de sus manos. «Unas veces —comprendió—, hay que tenderle la mano a la persona que se ahoga. Otras, más vale guardar las distancias porque de lo contrario puede arrastrarte al fondo consigo.»
—¿Estás herida? —preguntó con severidad.
La adolescente soltó un sollozo y negó con la cabeza.
—Intentaré salvarte —dijo Susan, sorprendida por la frialdad de su propia voz—. ¿Hay alguna luz aquí dentro?
—Sí, pero no. El interruptor está en la otra habitación, fuera —contestó la chica, señalando con la barbilla a una puerta situada al fondo de la sala.
Susan asintió y recorrió con la vista el espacio que alcanzaba a ver. Había un rollo grande de lo que parecía ser lámina de plástico apoyado en una pared. El techo estaba recubierto de una gruesa capa de material de insonorización. A unos tres metros de donde Kimberly se hallaba encadenada, en el centro de la habitación, Susan vio una silla de madera y respaldo duro y un atril de tubos de acero con varias partituras abiertas en él.
Susan atravesó la estancia despacio. Posó con cuidado la mano en la puerta que daba al cuerpo principal de la casa. El pomo no giraba. La puerta estaba cerrada con llave. Vio una cerradura, pero no había manera de abrir desde el interior de la habitación.
«La llave debe de estar al otro lado —pensó—. Este no es un cuarto del que se supone que nadie debe salir.» En ese momento no estaba segura de por qué su padre no había asegurado la trampilla oculta que se abría al mundo exterior. De pronto la asaltó la espeluznante idea de que él quería que ella entrara por allí.
Dejó escapar un jadeo, al borde del pánico.
«Sabe que estoy aquí. Me ha visto correr a través del claro. Y ahora estoy acorralada, justo donde él quería tenerme.»
Giró bruscamente y miró con ansia a la salida, mientras una voz interior la apremiaba a huir, a aprovechar el momento para salir corriendo mientras aún tuviese un asomo de posibilidad.
Pugnó por mantener el control de sus emociones. Sacudió la cabeza, insistiendo para sus adentros: «No, todo está bien. Has corrido y no te han visto. Sigues estando a salvo.»
Susan se volvió hacia Kimberly, y en ese mismo instante comprendió que la huida no era una opción. Por un momento se preguntó si éste era el último juego que su padre había ideado para ella, un juego letal, con una alternativa simple y también letal. Salvarse a sí misma, abandonando a Kimberly a su triste suerte, o quedarse y enfrentarse a lo que entrara por esa puerta que ahora estaba cerrada.
Susan notó que le temblaba el labio inferior a causa de la incertidumbre.
Una vez más, miró a la chica. Kimberly la observaba con una expresión lastimera en los ojos desorbitados.
—No te preocupes —le dijo Susan, sorprendida por su tono de seguridad, que le pareció fuera de lugar—. Todo saldrá bien. —Mientras hablaba entrevió una forma pequeña y negra a unos centímetros de las piernas de la adolescente, justo fuera de su alcance, en el suelo, junto a la pared.
—¿Qué es eso? —preguntó.
La chica se volvió con dificultad a causa de las esposas que la obligaban a permanecer en la misma posición.
—Un intercomunicador —susurró—. Le gusta escucharme.
Susan abrió mucho los ojos, presa de un miedo repentino.
—¡No digas nada! —musitó con vehemencia—. ¡No debe enterarse de que estoy aquí!
La joven se disponía a responder, pero Susan se plantó delante de ella de un salto y le tapó la boca con la mano. Se inclinó, combatiendo las náuseas que le producía el olor.
—Mi única baza es el factor sorpresa —murmuró entre dientes.
«Y ni siquiera estoy segura de eso», pensó.
Mantuvo la mano donde estaba hasta que la muchacha asintió en señal de que había comprendido. Entonces apartó la mano y se inclinó de nuevo hacia la oreja de Kimberly.
—¿Cuántos hay arriba? —susurró.
Kimberly levantó dos dedos.
«Dos más Jeffrey», pensó Susan.
Esperaba que siguiese vivo. Esperaba que su padre no hubiese estado escuchando por el intercomunicador cuando ella entró por la trampilla. Esperaba que él sintiese la necesidad de mostrarle su trofeo a su hermano, pues no se le ocurría otra cosa que hacer que esperar.
De pie junto a la adolescente, se fijó bien en dónde estaba la puerta que comunicaba con el resto de la casa. A continuación, se acercó a las escaleras, contando los pasos hasta la base. Había seis escalones en el tramo de escalera que ascendía hasta el descansillo. Colocó la mano contra la pared y subió hacia la salida.
Esto fue demasiado para la chica despavorida.
—¡No me dejes! —chilló.
Susan dio media vuelta, y el aire entre ellas se cargó de ira. Su mirada hizo callar a la chica. Luego extendió el brazo y, tras respirar hondo otra vez, empujó la trampilla para cerrarla, y la habitación se sumió en una negrura absoluta. Se giró con cuidado en el descansillo y volvió a poner la mano libre en la pared. Contó los peldaños mientras descendía hacia la oscuridad, y contó de nuevo los pasos mientras cruzaba la sala. El hedor de la adolescente la ayudó a encontrarla. Kimberly Lewis soltó un gemido, un sollozo de terror y a la vez de alivio al percatarse de que Susan había regresado a su lado.
Susan se acuclilló junto a la chica encadenada.
Se colocó con la espalda contra la pared, de cara al centro de la habitación. Al sopesar la metralleta en su mano, cayó en la cuenta de que no cumpliría su función esa noche. Estaba diseñada para disparar ráfagas de forma indiscriminada y matar todo aquello que estuviera a tiro. Comprendió que esto no le serviría de nada a menos que estuviera dispuesta a correr el riesgo de matar a su hermano junto con su padre y la mujer a quien llamaba esposa. En un principio le pareció un riesgo razonable, pero luego pensó que seguramente su hermano no lo asumiría si sus papeles se invirtieran. De modo que depositó esa eficaz máquina de matar en el suelo, a su lado, lo bastante cerca de ella para encontrarla si la necesitaba, y lo bastante cerca de las manos de Kimberly para brindarle una oportunidad de salvarse. Para reemplazarla, Susan desenfundó la pistola nueve milímetros de la sobaquera que llevaba bajo el chaleco. Hacía calor en la habitación, así que se quitó el gorro y sacudió la cabeza para soltarse el pelo. Kimberly se acurrucó lo más cerca de Susan que le permitían sus cadenas. La muchacha respiró agitadamente, aterrorizada por unos instantes, luego se relajó un poco, como reconfortada por la presencia de Susan. Esta le tocó el brazo, intentando calmar los nervios de las dos. Luego le quitó el seguro a la pistola, introdujo una bala en la recámara y apuntó al espacio negro que tenía delante, donde calculaba que se encontraba la puerta. El arma le pesaba en las manos, como si de pronto el agotamiento se hubiera apoderado de ella. Apoyó los codos en las rodillas sin dejar de apuntar al frente con la pistola, y se quedó esperando, como un cazador en un escondite, a que llegara la presa, esforzándose por tener paciencia, por mantenerse firme, por estar preparada. Esperó estar haciendo lo correcto. No veía otra alternativa.
Jeffrey caminaba al paso de un hombre condenado a muerte.
Caril Ann Curtin iba justo detrás de él, apretándole el cañón silenciado de su pistola contra el pequeño hueco tras su oreja derecha, una presión que evitaba de forma muy eficaz que él intentara alguna tontería como girar de golpe e intentar forcejear. Cerraba la marcha su padre, como un sacerdote en una procesión, sólo que, en vez de una Biblia, llevaba en sus manos el cuchillo de caza. Caril Ann le daba un golpecito en el cráneo con la pistola cuando debía indicarle que cambiara de dirección.
La casa y su decoración parecían desenfocadas. Jeffrey notaba que estaba perdiendo por momentos el dominio de sus facultades debido al miedo por lo que estaba ocurriendo, y pugnó en su fuero interno por aferrarse al pensamiento racional.
Nada había sucedido como él esperaba.
Había previsto un enfrentamiento a solas entre él y su padre, pero eso no se había producido. Todo era turbio, confuso. No veía con claridad ningún sentimiento, emoción o propósito. Se sentía como un niño pequeño atemorizado en su primer día de clase, apartado a empujones de la seguridad de su casa y de todo aquello que había dado por sentado. Aspiró profundamente, buscando al adulto en su interior, luchando contra el niño.