Juegos de ingenio (73 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juegos de ingenio
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Se había presentado en el hospital el día del alta, rebosante de entusiasmo por la votación del Congreso, recién salido de una reunión para organizar una celebración en todo el estado ese fin de semana: fuegos artificiales, coches de bomberos con las sirenas encendidas, desfiles con orquestas de viento,
majorettes
, niños exploradores marchando por la calle principal de todas las ciudades nuevas, discursos grandilocuentes y palmaditas de felicitación en la espalda. Una fiesta como las de siempre, roja, blanca y azul, con perritos calientes, limonada y zarzaparrilla, al glorioso estilo Cuatro de Julio, pese a la inminente llegada del invierno.

—Por supuesto, ustedes no serán bienvenidos —les explicó animadamente a los dos hermanos—. Por desgracia, sus visados han caducado.

Manson les entregó sendos cheques a Jeffrey y a Susan.

—Aunque en realidad no teníamos un acuerdo —le dijo a ésta—, como con su hermano, nos ha parecido que era lo más justo.

—Compran mi silencio —replicó Susan—. Dinero para que mantenga el pico cerrado.

—Un dinero —señaló Manson con desparpajo— tan bueno para gastar como cualquier otro. Tal vez incluso mejor.

—Imagino que a la joven señorita Lewis también la compensarán por los daños sufridos y por su silencio, ¿no?

—Se le pagarán cuatro años de universidad y la terapia. Además, su familia pasará de una urbanización marrón a una verde, por cuenta del estado. Su padre tiene un nuevo puesto, con aumento de sueldo. Su madre, lo mismo. Ah, y de propina hemos añadido un par de coches para que puedan desplazarse a sus nuevos trabajos de forma más elegante. De hecho, los vehículos pertenecían al difunto padre de ustedes y a su malvada madrastra. El paquete incluía unos cuantos beneficios más, pero ha resultado extraordinariamente fácil vendérselo a su familia y a la propia joven. Al fin y al cabo, les gusta este lugar, y no deseaban marcharse. Desde luego no tenían la menor intención de decir o hacer algo que pudiera llevarnos a reconsiderar nuestra oferta.

—La gente seguirá haciéndose preguntas —insistió Susan.

—¿De verdad? —replicó Manson—. No, no lo creo. No querrán hablar de este tipo de cosas. No querrán creer que pueden ocurrir. Y menos aún aquí. Así que confío en que se quedarán callados. Tendrán alguna pesadilla que otra, tal vez, pero no abrirán la boca.

Manson se agachó y abrió un maletín. De él sacó un ejemplar de hacía dos días del
New Washington Post
y se lo tiró a Susan. Ella vio el titular: FUNCIONARÍA DEL ESTADO PIERDE LA VIDA EN ACCIDENTE CON UN ARMA. Junto al artículo aparecía una fotografía de Caril Ann Curtin. Susan se quedó mirándola y luego se volvió hacia su hermano.

Jeffrey estaba sacudiendo la cabeza con la vista fija en el cheque que Manson le había entregado.

—El precio ha sido muy alto.

—Ah, les acompaño en el sentimiento. Pero tengo entendido que a su madre tampoco le quedaba mucho tiempo…

—Así es —lo cortó Jeffrey, con un ligero deje de ira en la voz—, pero ¿qué precio tienen seis meses? ¿O uno solo? ¿Una semana? ¿Un día? ¿Un minuto, tal vez? Cada segundo es precioso para un hijo.

Manson sonrió.

—Profesor, me parece que su madre ya ha respondido a la mayor parte de esas preguntas valientemente, y cuestionarlo todo sólo servirá para empañar su triunfo.

Jeffrey cerró los ojos por un momento. Luego, asintió en señal de conformidad.

—Es usted un hombre astuto, señor Manson —dijo—. A su manera, es tan listo como lo era mi padre.

Manson sonrió.

—Lo tomaré como un cumplido. ¿Se marcharán pronto? Hoy mismo estaría bien.

—El nunca envió esa carta a los periódicos, ¿verdad? La que hizo que le invadiera el pánico. Y la carta que nos llevó hasta su casa. Pero tuvo usted suerte, ¿no es cierto? El peso de toda esa publicidad negativa nunca llegó hasta su puerta, ¿verdad?

—No —respondió Manson, sacudiendo la cabeza—. No llegó a echar la carta en el buzón. Hemos tenido suerte en ese aspecto.

—Me pregunto por qué no la envió —dijo Susan.

—Hay una razón —afirmó Jeffrey—. Había una razón para todo, sólo que no sabemos con exactitud cuál es en este caso. —Se volvió hacia el político, que estaba sentado en un sillón poco confortable, pero cuya satisfacción por el modo en que se habían desarrollado los acontecimientos lo hacía inmune a la incomodidad—. Sabe que él habría ganado. Tenía la razón al cien por cien respecto a las repercusiones que habría tenido la carta. Se habrían pasado ustedes los siguientes seis meses inventando excusas y mintiéndoles a todos los medios de comunicación del país. Respecto a la votación en el Congreso, no sé qué decirle…

—Ah —contestó Manson con un ligero gesto de la mano—, eso ya lo sabía. Lo sabía desde el principio. La opinión pública es voluble. La seguridad es frágil. Sólo se pueden encubrir y distorsionar las cosas hasta cierto punto antes de que la verdad salga a la luz o, peor aún, antes de que algún mito, rumor o lo que llaman leyenda urbana acabe por imponerse. Creo que ésta es la única incógnita que queda, por lo que a mí respecta, profesor. ¿Por qué, después de tomarse tantas molestias para hacerles venir a usted, a su hermana y a su difunta madre, y después de hacer tanto por torpedear el reconocimiento de este estado, vaciló a la hora de poner la guinda en el pastel? Una guinda que le habría garantizado el éxito, con independencia de si moría o seguía vivo. Me resulta de lo más intrigante, ¿a usted no?

—A mí me preocupa —dijo Jeffrey.

Manson sonrió. Se levantó de su asiento, desperezándose.

—Bien —dijo en un tono que daba por finalizada la conversación—, ésa es una preocupación que puede usted llevarse consigo. —Se despidió de Susan Clayton con un movimiento de cabeza y, sin tenderles la mano a ninguno de los dos, salió de la habitación.

No muy lejos de Lake Placid, en el corazón de las montañas Adirondack, hay un lugar conocido como la laguna de los Osos, al que se llega cruzando en canoa el lago Saint Regís superior, dejando atrás los troncos tallados a mano de las grandes y antiguas casas que salpican la orilla, hasta que uno encuentra un pequeño sitio donde desembarcar entre la hilera de pinos y abetos verde oscuro que montan guardia. Desde allí hay que cargar con la canoa a pie a lo largo de poco menos de un kilómetro hasta llegar a otra masa de agua más pequeña y cenagosa recubierta de troncos agrisados y esqueléticos de árboles caídos, y asfixiada por los lirios acuáticos y el silencio. Esta segunda masa de agua no tiene nombre. Es poco profunda, inquietante. Una charca turbia y oscura por la que se pasa rápidamente. Luego hay que volver a cargar con la embarcación por tierra, no más de doscientos metros sobre agujas de pino y el polvo blanco de las primeras nevadas que llegan a esa parte del mundo del norte, trayendo consigo el frío, vientos del Ártico y la promesa de un invierno crudo, porque allí todos los inviernos lo son. Al final del segundo trecho a pie, comienza la laguna de los Osos. La orilla es rocosa, una faja de granito gris que conduce al bosque frondoso y verde, y circunda un agua clara y cristalina, profunda y repleta de las formas relucientes de las truchas arco iris que nadan suspendidas en un mundo opaco. Es un lugar con pocos términos medios, de una belleza gélida, en el que reina el silencio salvo por la risotada etérea y ocasional del somorgujo. Las águilas pescadoras surcan el aire frío y azul sobre la laguna, a la caza de alguna trucha imprudente que se acerque demasiado a la superficie.

La idea de llevar allí las cenizas de Diana se le ocurrió a Susan.

Los dos hermanos habían encontrado a un viejo guía de pesca dispuesto a acompañarlos. Era una mañana despejada, llena de escarcha. Los lagos aún no se habían recubierto de hielo, aunque probablemente faltaban pocos días para que eso ocurriera. Soplaba una leve brisa, rachas esporádicas de un viento glacial que contrarrestaba la intensa luz del sol, recordándoles que el mundo que los rodeaba empezaba a aletargarse. Las cabañas para gente adinerada, construidas un siglo atrás por los Rockefeller y los Roosevelt, estaban cerradas con tablas y en silencio. Se encontraban solos en el lago.

El guía iba en la popa, y Jeffrey en la proa, remando rápidamente contra el frío y la luz, de forma que el color ceniciento de su remo se hundía y desaparecía en el agua gélida. Susan iba en medio de la canoa, bajo una manta de cuadros roja, con una pequeña caja de metal que contenía las cenizas de su madre entre las manos, escuchando el sonido rítmico de la canoa al deslizarse a través del lago.

Cuando llegaron a la margen de la laguna de los Osos, la brisa pareció extinguirse. La canoa hizo crujir la grava de la orilla, y Susan vio que empezaba a formarse hielo al borde del agua. El guía los dejó solos y se fue a despejar de nieve húmeda el centro de un reducido claro para preparar una pequeña hoguera.

—Deberíamos decir algo —comentó Susan.

—¿Por qué? —preguntó Jeffrey.

Su hermana asintió con la cabeza y luego, describiendo un arco amplio con el brazo, arrojó las cenizas a la laguna.

Se quedaron de pie, observando la superficie durante unos minutos mientras las cenizas se esparcían, se dispersaban y finalmente se hundían como vaharadas de humo en el agua límpida.

—Y ahora, ¿qué harás? —inquirió Jeffrey.

—Creo que me iré a casa, donde siempre hace un calor del demonio, y en cuanto llegue allí, arrancaré mi lancha y saldré a toda máquina hacia un bajío donde no haya nadie más y me quedaré allí oliendo el aire salado hasta que vea una palometa nadando por ahí buscando algo que comer y pasando bastante de mí. Y entonces le pondré un cangrejo artificial delante de sus estúpidas narices, y se llevará una sorpresa monumental cuando sienta ese anzuelo. Creo que eso es lo que haré.

Esto le arrancó una sonrisa a Jeffrey, que se encogió para protegerse del frío.

—Parece un buen plan —dijo.

—¿Y tú? —preguntó Susan.

—Volveré al tajo. Trazaré mi calendario de clases. Prepararé los cursos del semestre de primavera. Me enzarzaré en discusiones largas, increíblemente aburridas y a la postre inútiles con otros miembros de mi departamento. Veré llegar a otra tanda de alumnos ingratos, analfabetos y generalmente mimados a la universidad. No parece ni remotamente tan divertido como lo que tú piensas hacer.

Susan se rio.

—Ésa es la diferencia entre tú y yo —dijo—. Supongo. —Alzó la vista al cielo ancho y azul—. No hay nubes —observó—, pero creo que no tardará en ponerse a nevar.

—Esta noche —convino Jeffrey—. Mañana, como muy tarde.

Dieron media vuelta y se alejaron juntos del estanque.

—Supongo que ahora somos huérfanos —murmuró ella.

Había 107 alumnos matriculados en su clase de introducción a la Psicología Básica del siguiente trimestre, Introducción a las Conductas Aberrantes. Matar por Diversión. Curso introductorio. Pronunció sus discursos habituales sobre personas que asesinaban por diversión y pervertidos, y dedicó un poco de tiempo a los asesinos en serie y la ira explosiva. Centró casi toda la clase en el asesino de Dúseldorf, Peter Kürten, de quien su padre había tomado prestado el nombre en el estado cincuenta y uno. Se preguntó por qué su padre había decidido rendir homenaje a ese asesino en particular.

Kürten había sido un salvaje, fruto a su vez del incesto y el abuso sexual, un pervertido con unos modales que desarmaban a sus víctimas y sin el menor asomo de sentimiento hacia ninguna de ellas salvo, curiosamente, la última, una joven a quien de manera inexplicable había dejado en libertad tras torturarla después de que ella le suplicara por su vida y le prometiese que no le contaría a un alma lo que él le había hecho. El motivo por el que había soltado a esa joven —cuando sin lugar a dudas muchas otras habían implorado de manera similar— seguía siendo un misterio. Como es natural, ella fue directa a la policía, que acto seguido fue a por Kürten y lo detuvo, junto con la familia con la que se había hecho. El no se molestó en intentar huir, ni siquiera en defenderse en el juicio subsiguiente. De hecho, la imagen de Peter Kürten que quedó grabada en la memoria de sus verdugos fue la del asesino claramente excitado al pensar en su propia sangre derramada en el momento en que la guillotina le rebanara el cuello. Kürten subió al patíbulo con una sonrisa en la cara.

Su padre, pensó Jeffrey, había rendido homenaje al mal.

El examen parcial de Psicología Básica consistía en unas preguntas cuya respuesta debían desarrollar los alumnos dentro del límite de una hora. Los estudiantes entraron en fila en el aula, con cara de pocos amigos, como si en el fondo les diera rabia tener que examinarse. Ocuparon todos los asientos mientras él consultaba la hora en su reloj. Pidió que se repartieran las carpetas azules de rigor y observó a los alumnos escribir su nombre en la cubierta.

—Muy bien —dijo—. No quiero oír hablar a nadie. Si necesitan una segunda carpeta, levanten la mano y yo se la llevaré. ¿Alguna pregunta?

Una chica con los pelos de punta que le daban un aspecto de puerco espín alzó la mano.

—¿Si terminamos antes de tiempo, podemos marcharnos?

—Si quieren —contestó Jeffrey. Supuso que la chica tenía alguna cita, o bien que no se había tomado la molestia de estudiar y no quería pasarse toda la mañana allí sentada sin saber responder a las preguntas del examen. Paseó la vista por la clase y, al no ver más manos alzadas, se acercó a la pizarra y se puso a escribir. Detestaba ese momento en que les daba la espalda a más de cien estudiantes, todos ellos furiosos por tener que presentarse a un examen. Se sentía vulnerable. Al menos ninguna de las alarmas se había disparado esa mañana.

En un rincón del aula, un guardia de seguridad del campus estaba sentado en una silla de metal plegable. Ahora Jeffrey pedía que le enviaran a un policía cada vez que ponía un examen. El agente llevaba una coraza, que debía de darle un calor muy incómodo en aquella sala atestada, y balanceaba una larga porra de grafito negro entre las piernas. Tenía una metralleta colgada del hombro. El hombre parecía aburrido, y mientras Jeffrey escribía en la pizarra, le hizo un gesto con la cabeza como para indicarle que prestara más atención a los estudiantes del aula.

El examen constaba de dos partes. En la primera, los alumnos debían identificar y describir a las personas cuyos nombres él escribiera en la pizarra. Se trataba de varios asesinos que había tratado en clase. Para la segunda parte, debían elegir un tema para desarrollar, entre los dos siguientes:

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