Curtin miró a su hijo.
—El asesino del río Green —dijo pausadamente—. ¿Te acuerdas de él? Y también está mi viejo amigo Jack, por supuesto. Veamos, ah, sí, el asesino del Zodíaco, en San Francisco. Y luego está el cazador de cabezas de Houston. Los Angeles nos dio al Asesino de la Zona Sur… ¿Entiendes lo que intento decirte?
Jeffrey aspiró profundamente. Sabía exactamente a qué se refería su padre. Todos esos asesinos habían desaparecido, dejando a la policía desconcertada respecto a su identidad y su paradero.
—Te equivocas —repuso—. Yo te encontraré.
—No lo creo —respondió Curtin.
Luego, con paso firme y seguro, encañonándolos a los tres con la pequeña automática en todo momento, el asesino avanzó por la habitación. Subió por las escaleras hacia la trampilla, se detuvo, sonrió y, sin decir palabra, la abrió de un empujón y salió de un salto, mientras sus dos hijos se abalanzaban a la vez sobre la metralleta. Jeffrey fue más rápido, pero para cuando había recogido el arma y apuntado con ella al lugar donde se encontraba su padre hacía un momento, el asesino había desaparecido, dando un portazo tras de sí.
Susan tosió una vez. Intentó pronunciar la palabra «mamá» antes de desmayarse, pero no fue capaz. Jeffrey, también transido de dolor, notó un mareo que amenazaba con hacerle perder el conocimiento. Había gastado más energías en el farol de lo que pensaba. Sujetándose la herida del costado, avanzó trabajosamente, intentando ponerse de pie, preocupado sobre todo por su hermana, hasta que recordó que su madre también se hallaba por allí. Se arrastró hacia las escaleras, a punto de desvanecerse, como un borracho en la cubierta de un barco que se bambolea mucho. Dudaba que pudiera llegar hasta arriba, pero sabía que debía intentarlo. De pronto los oídos empezaron a pitarle debido a la extenuación, y se le desviaban los ojos. En algún lugar recóndito de su interior, esperaba que todos sobreviviesen a esa noche. Entonces, él también cayó hacia atrás y quedó tendido en el suelo de la sala de los asesinatos, precipitándose en la negrura de la inconsciencia.
Diana avistó la figura de un hombre que emergía de la trampilla oculta y la reconoció de inmediato. La fuerza de esa visión, tantos años después, la hizo retroceder, lo cual fue una suerte, porque de este modo quedó a la sombra de un árbol grueso y alto, protegida de toda luz residual. Advirtió que su ex marido se paraba en medio del césped para examinar el arma que llevaba en la mano. Lo vio extraer el cargador y lo oyó proferir una carcajada vehemente antes de tirar a un lado la pistola vacía. Luego, como un animal que husmea un olor en el viento, irguió la cabeza. Ella también estiró el cuello hacia delante, y en ese momento llegó a sus oídos el sonido lejano de una sirena de la policía que se aproximaba a toda velocidad y supo que el conductor había cumplido la misión que Jeffrey le había encomendado.
Se arrimó más al árbol y a la densa oscuridad del bosque. Vio a Peter Curtin volverse y echar a andar en dirección a ella, a paso rápido, pero sin pánico, con la eficiencia de un deportista que había practicado una jugada una y otra vez y a quien ahora, por fin, habían sacado al campo a ejecutar esa jugada concreta en plena tensión de la segunda parte del partido.
Parecía saber con toda precisión adónde se dirigía.
Ella sujetó el revólver con ambas manos y se preparó mentalmente. De pronto, oyó las pisadas de Curtin, el sonido de las ramas que se le enganchaban en la ropa, y después su respiración acelerada mientras caminaba a toda prisa hacia el garaje y el vehículo oculto.
Él se encontraba a sólo unos pasos, avanzando en paralelo al árbol tras el que Diana se escondía. Entonces ella salió de la sombra, justo detrás de él, alzando el revólver con las dos manos como Susan le había enseñado.
—¿Quieres morir ahora, Jeff? —susurró.
La fuerza de su tono, pese a lo bajo de su voz, fue como un golpe en la espalda que estuvo a punto de derribar a Curtin. Éste dio un traspié, luego recuperó el equilibrio y se detuvo por completo. Sin volverse hacia su ex esposa, levantó las manos vacías sobre su cabeza. Luego se volvió despacio para quedar cara a ella.
—Hola, Diana —dijo—. Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba Jeff. Debería haber adivinado que estarías aquí, pero supuse que querrían dejarte en algún lugar significativamente más seguro.
—Estoy en un lugar más seguro —replicó Diana y tiró hacia atrás el percutor de la pistola—. He oído los disparos. Cuéntame qué ha ocurrido. No me mientas, Jeff, porque si no te mataré ahora mismo.
Curtin vaciló, como intentando decidir si debía arrancar a correr o embestirla. Observó el arma que ella tenía entre las manos y comprendió que cualquiera de las dos opciones sería letal.
—Están vivos —dijo—. Han ganado.
Ella guardó silencio.
—Estarán bien —aseguró, repitiéndose, como si de ese modo resultara más convincente—. Susan ha matado a mi otra esposa. Es una tiradora excepcional. Mantiene la sangre fría en circunstancias difíciles. Jeffrey también ha estado bien alerta en todo momento. Deberías sentirte orgullosa. Deberíamos sentirnos orgullosos. En fin, el caso es que los dos están heridos, pero sobrevivirán. Me imagino que volverán a sus clases y a sus pasatiempos en menos que canta un gallo. Ah, y en cuanto a mi pequeña invitada de la velada, Kimberly, ella está bien también, aunque queda por ver qué futuro la espera. Creo que esta noche ha resultado especialmente dura para ella.
Diana no contestó, y él clavó la mirada en el arma.
—Es la verdad —aseveró, encogiéndose de hombros. Sonrió—. Claro que podría estar mintiendo. Pero, entonces, ¿qué importancia tiene lo que diga, en un sentido u otro?
Diana apreció cierta lógica perversa en estas palabras.
El ulular de las sirenas se oía cada vez más cerca.
—¿Qué vas a hacer, Diana? —preguntó Curtin—. ¿Entregarme? ¿Pegarme un tiro aquí mismo?
—No —murmuró ella—. Creo que emprenderemos un viaje juntos.
Diana iba en el asiento trasero del vehículo cuatro por cuatro, con el cañón del revólver apretado contra el cuello de su ex marido mientras él conducía a través de la estrecha oscuridad del bosque. Las luces y sirenas que se aproximaban rápidamente a Buena Vista Drive se desvanecieron enseguida a sus espaldas; estacan adentrándose en un mundo más negro y más antiguo que el que dejaban atrás. Los faros excavaban pozos de luz de formas caprichosas y retorcidas mientras Curtin avanzaba entre grupos de árboles, pasando por encima de rocas y aplastando arbustos. Iban por un terreno de lo más accidentado, algo que semejaba un camino sólo en su sentido más amplio, pero aun así un camino que Diana estaba totalmente segura de que el hombre sentado delante había trazado de antemano y recorrido al menos una vez para probar su ruta de escape.
Él le había pedido con nerviosismo que desamartillase el arma, temeroso de que un tumbo repentino la hiciera tocar el gatillo con la presión suficiente para disparar la Magnum, pero ella había respondido a su petición con una sola frase: «Deberías conducir con cuidado. Sería triste que perdieras la vida por un bache.»
Curtin había abierto la boca para replicar, pero enseguida había cambiado de idea. Se concentró en el camino que se materializaba ante ellos a medida que lo iluminaban los faros.
Continuaron adelante, en el coche que cabeceaba sobre el suelo irregular como un barco a la deriva en las aguas agitadas. El tiempo parecía escurrirse a través de la oscuridad. Diana escuchaba la respiración de su ex marido y recordó ese sonido de años atrás, cuando yacía en la cama por la noche, debatiéndose en la duda y el miedo, mientras él dormía. Aquel hombre le resultaba totalmente familiar, y pese a los cambios debidos al paso del tiempo y a las operaciones, y el peso de todo el mal que había hecho en el mundo, ella todavía lo entendía perfectamente.
—¿Adónde vamos? —preguntó él al cabo de varias horas.
—Al norte —contestó ella.
—Páramos —dijo él—. Eso es lo que hay al norte. El camino se hará más difícil.
—¿Adónde tenías pensado ir?
—Al sur —contestó el, y Diana le creyó.
—¿Tienes otro garaje? ¿Otro vehículo escondido en alguna parte?
Curtin asintió con una sonrisita nerviosa.
—Por supuesto. Siempre has sido astuta —dijo—. Podríamos haber formado un equipo invencible.
—No —repuso ella—, eso no es cierto.
—Sí, tienes razón. Siempre tuviste una debilidad que lo habría echado todo a perder.
Diana soltó un resoplido.
—Y eso es lo que he hecho. Lo he echado todo a perder. Sólo me ha llevado veinticinco años.
Curtin asintió de nuevo.
—Debería haberte matado cuando tuve la oportunidad.
Diana sonrió al oír esto.
—Vaya, qué típico de los espíritus débiles y cobardes. Lamentar las oportunidades perdidas…
Le apretó con fuerza el cogote con la pistola.
—Conduce —ordenó.
Echó una ojeada rápida por la ventanilla. El bosque había raleado, y el suelo era más rocoso y polvoriento, y estaba más cubierto de maleza. Al este se percibía un ligerísimo atisbo de luz que asomaba poco a poco sobre las colinas. Daba la impresión de que el vehículo se encontraba ahora a mayor altitud, que había ascendido por el terreno abrupto. El coche patinó al pasar sobre una roca de pizarra, y su dedo estuvo a punto de apretar el gatillo.
—Creo que ya estamos lo bastante lejos —dijo Diana—. Para el coche.
Curtin obedeció.
Se apearon y echaron a andar bajo los primeros tonos grises del alba, el marido delante, la mujer unos pasos por detrás, con la pistola. Diana vislumbró un brillo rojo con tintes amarillos a lo lejos, en el cielo, y lentamente el camino empezó a cobrar una forma más nítida con los primeros rayos de la luz matinal.
Los dos subían en silencio sobre una gran roca que se alzaba sobre un pequeño desfiladero. Parecía un sitio desierto, desprovisto de vida y apartado de todo recuerdo del mundo moderno. Diana respiró el olor a moho de una época antigua que batallaba con la frescura del día que empezaba a invadirlo todo en torno a ellos.
—Bastante lejos —dijo ella—. Creo que hemos llegado bastante lejos. ¿Te acuerdas de lo que dijimos cuando nos casamos? Lo escribiste en una carta una vez.
El hombre que ella había conocido como Jeffrey Mitchell, y que ahora se hacía llamar Peter Curtin, se detuvo y se dio la vuelta para mirar a su ex mujer. No respondió directamente a su pregunta.
—Veinticinco años —dijo en cambio y sonrió, con la mueca de una calavera. Se acercó a ella, abriendo los brazos, pero con el cuerpo algo encogido—. Ha pasado mucho tiempo. Hemos vivido muchas experiencias. Hay mucho de que hablar, ¿no?
—No, no lo hay —replicó ella.
Y entonces le disparó en el pecho.
El estampido de la pistola pareció rodar en el aire vacío del desfiladero, rebotar en las paredes y salir proyectado como un eco hacia la oscuridad agonizante del cielo. El hombre con quien se había casado se tambaleó hacia atrás, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, y el jersey negro estropeado por el súbito estallido rojo. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras se le atragantaron. Entonces dio un traspié, como una marioneta a la que de pronto le cortan los hilos, antes de caer hacia atrás y deslizarse por la pared de piedra. Se precipitó en el vacío por sólo un segundo y ella lo perdió de vista. Permaneció atenta hasta que oyó el sonido de su cuerpo golpeándose contra el duro suelo en algún lugar muy lejano.
Diana se sentó en una roca y soltó la pistola, que cayó por el precipicio con un traqueteo metálico. De repente se sintió agotada. «Vieja y cansada», pensó. Vieja, cansada y moribunda. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco de pastillas. Se quedó mirándolas por un momento, pensando lo raro que era que ni una vez desde que cayera la noche, hacía varias horas, había notado la menor punzada de dolor a causa de la enfermedad que la consumía por dentro. Pero sabía que ésta era tímida y, además, tan traicionera como el hombre a quien acababa de matar. Así, con un solo gesto enérgico y desafiante, vació todo el contenido del frasco sobre la palma de su mano, sujetó las píldoras con fuerza por un momento, se las llevó todas a la boca, echando la cabeza hacia atrás, y tragó con esfuerzo.
Entonces pensó en sus hijos y supo que, entre todas las cosas que le había contado su ex marido, lo único cierto era que estaban vivos y ahora serían libres. Tanto de él como de ella y su enfermedad. Y, por fin, supo que ella misma sería libre.
Esto le infundió una sensación cálida. Se recostó sobre la roca, que le pareció sorprendentemente confortable, como un lecho muy suave rodeado de cojines mullidos. Aspiró profundamente. El aire se le antojó tan fresco y agradable como el agua más fría y pura de manantial de montaña que había tomado en su infancia. Entonces Diana volvió despacio el rostro hacia la luz del sol naciente y esperó pacientemente a que su vieja compañera, la Muerte, la encontrase.
Pasaron casi dos semanas antes de que un helicóptero del Servicio de Seguridad que efectuaba labores de búsqueda más allá de los límites de la zona protegida del norte del estado encontrara el cadáver de Diana Clayton. El descubrimiento se llevó a cabo temprano por la mañana del día en que estaba previsto que Jeffrey y Susan salieran del hospital de Nueva Washington en que estaban ingresados, y dos días después de que el Congreso de Estados Unidos votara por abrumadora mayoría a favor de la incorporación del estado cincuenta y uno a la Unión.
Jeffrey, incluso antes de recobrar las fuerzas, había librado una batalla frustrante con los médicos, exigiéndoles que le diesen el alta para poder acompañar a los equipos de búsqueda del Servicio de Seguridad que se dispersaban en abanico a partir de la casa situada en el 135 de Buena Vista Drive, ansioso por enterarse del desenlace de aquella noche, pero no se lo permitieron. Susan, que se recuperaba en cama, no sentía el mismo impulso, como si en su fuero interno conociera ya cada detalle de lo que había sucedido en las horas que siguieron al momento en que su padre huyó de la sala de música, y después de que los dos se desmayaran por la tensión, la pérdida de sangre y la impresión.
Curiosamente, el equipo del helicóptero había conseguido rescatar el cuerpo de Diana de la cresta del desfiladero, pero la estrechez del paso les había impedido descender al fondo del barranco en busca de los restos de Peter Curtin. Los habían localizado desde el aire, pero habría hecho falta un equipo con experiencia en escalada para recuperar el cadáver. Era un gasto que el director de seguridad Manson se negó a autorizar.