«Llegaremos a casa esta noche —se dijo—, y luego se acabó la pesca durante un tiempo.» Mientras avanzaba a una velocidad apenas superior al gateo de un bebé por un suelo desconocido para él, reflexionó sobre el hecho de que su madre no seguiría a su lado mucho tiempo y de que ella tendría que empezar a prepararse para esa realidad cuanto antes. No obstante, no tenía la menor idea de cómo prepararse.
Diana Clayton había estado absorta en su bosquejo, y cuando la luz perdió intensidad en torno a ella, de modo que le costaba ver los últimos trazos y sombreados del dibujo, alzó la mirada para pulsar el interruptor de la luz y se percató de que su hija estaba tardando mucho en regresar.
Su primer impulso fue acercarse a la ventana, pero en los últimos días se había sorprendido a sí misma mirando hacia fuera en demasiadas ocasiones, como si ya no confiase en el mundo que le era familiar. Esta vez no se comportaría como una anciana decrépita y agonizante, que es como se veía a sí misma, y confiaría en que su hija sería capaz de volver a casa sana y salva. De modo que, en lugar de echar un vistazo al exterior, recorrió deprisa la casa, encendiendo las luces, muchas más de las que habría encendidas en circunstancias normales. Al final, no quedaba una sola bombilla en todas las habitaciones de la casa que no estuviese despidiendo luz. Incluso encendió las de los armarios.
Cuando regresó a donde estaba dibujando, posó la vista en el boceto en carboncillo y de pronto preguntó en voz alta:
—¿Qué querías de mí?
El rostro que había esbozado en el bloc sonreía con los labios apretados y una expresión en los ojos que denotaba que sabía algo que nadie más sabía, una especie de diversión arrogante que ella sólo podía reconocer como perversa.
—¿Por qué me escogiste a mí?
En el dibujo él aparecía como un hombre joven, y ella se consideraba a sí misma una mujer envejecida por la enfermedad. Se preguntó si el mal que padecía él lo había avejentado tan precipitadamente también, pero por alguna razón lo dudaba. Era más probable que su enfermedad actuase como una especie de elixir de Ponce de León, pensó ella con rabia. Tal vez, con los años, los carrillos se le hubiesen puesto más carnosos, y ahora tuviese entradas en el pelo. Quizá se le habían profundizado las arrugas de la frente y de las comisuras de la boca y los ojos. Pero eso sería todo. Seguiría siendo fuerte y siempre seguro de sí mismo.
No le había dibujado las manos. Acordarse de ellas le provocaba escalofríos. El tenía dedos largos y delicados que escondían una gran fuerza física. Tocaba el violín bastante bien y sabía arrancar del instrumento sonidos de lo más evocadores.
Siempre tocaba solo, en una habitación que tenía en el sótano, donde tanto ella como los niños tenían prohibida la entrada. Las notas del instrumento se colaban por toda la casa como el humo, y más que un sonido eran como un olor, una sensación de frío.
Diana cerró los ojos y le rechinaron los dientes cuando pensó que esas manos habían tocado su cuerpo. De forma profunda e íntima. Sus atenciones hacia ella eran curiosamente infrecuentes, pero cuando se producían, eran insistentes. Sus relaciones sexuales no consistían en la unión de dos personas, sino simplemente en que él la utilizaba cuando tenía ganas.
Diana sintió un nudo en la garganta.
Sacudió la cabeza enérgicamente, en desacuerdo consigo misma.
—Estás muerto —dijo en alto, plantando cara al boceto—. Te mataste en un accidente de tráfico, y espero que te doliese.
Cogió el bloc de dibujo, clavó la mirada en la caricatura que tenía ante sí y luego cerró la libreta. Pensó que su hija había heredado la forma de la boca, y su hijo, la de la frente. Los tres tenían la misma barbilla. Ella esperaba que los ojos —y lo que habían visto— fueran sólo de él. «Yo era joven y me sentía sola —recordó—. Era callada y retraída, y no tenía amigos. Nunca fui popular ni bonita, así que los chicos no me rondaban ni me llamaban para salir. Llevaba gafas, y el pelo recogido y aplastado hacia atrás, y nunca me maquillaba, ni era graciosa, divertida, o atlética, ni tenía ninguna otra cualidad que me hiciese atractiva a los ojos de nadie más. Tenía mala coordinación y no sabía hablar de otra cosa que de mis estudios, no tenía nada que decir sobre nada ni sobre nadie. Y antes de que él apareciera, yo creía que eso era todo lo que me ofrecería la vida, y en más de una ocasión pensé que tal vez acabaría con todo antes de que hubiera comenzado. Deprimida y con tendencias suicidas. ¿Por qué? —se preguntó de repente—. Porque mi propia madre era una mujer apocada, de espíritu débil, adicta a las pastillas para adelgazar, y mi padre era un profesor de universidad entregado a su trabajo, un poco frío, un poco distante, que la quería pero la engañaba y, cada vez que lo hacía, se avergonzaba más y se distanciaba más de nosotras. Vivíamos en una casa llena de secretos y yo no estaba ansiosa por averiguar verdades. Cuando crecí, estaba deseando marcharme y, al hacerlo, descubrí que el mundo exterior tampoco tenía gran cosa que ofrecerme.»
Bajó la vista al bloc de dibujo, que había resbalado al suelo.
«Excepto tú.»
De pronto se agachó para recoger el bloc y lo abrió por la página del retrato.
—¡Los salvé! —gritó sin pararse a tomar aire—. ¡Maldita sea, los salvé y me salvé a mí misma de ti!
Diana Clayton se levantó parcialmente y lanzó el bloc al otro extremo de la habitación, donde golpeó la pared y cayó dando vueltas al suelo. Ella se desplomó en la silla, se reclinó y cerró los párpados. «Me muero —pensó—. Me muero, y ahora, cuando merezco algo de paz, me veo privada de ella. —Abrió los ojos y los posó en el boceto, que le devolvía la mirada—. Por culpa tuya.»
Se puso de pie, cruzó la habitación despacio y recogió el bloc. Le quitó el polvo, lo cerró, luego juntó los carboncillos y el trapo que había utilizado para difuminar las sombras, lo llevó todo al armario de su dormitorio y lo arrojó a un rincón, esperando que allí quedara oculto.
Retrocedió un paso y cerró de un golpe la puerta del armario. «No pensaré más en ello —se exigió—. Todo terminó aquella noche. De nada sirve acordarse de estas cosas.»
Sin creer una sola de las mentiras que acababa de decirse, Diana regresó a la sala de estar de su refugio a esperar a que su hija volviese a casa con la cena prometida. Aguardó en silencio, envuelta en aquel brillo intenso, hasta que oyó el sonido familiar de las pisadas de su hija acercándose por el camino de entrada en la oscuridad del exterior.
Los filetes de pescado frescos, salteados con un poco de mantequilla, vino blanco y limón estaban deliciosos y las reanimaron a las dos. Madre e hija se tomaron una copa de vino por cabeza con la cena e intercambiaron algunos chistes subidos de tono, lo que llevó risas a una casa en la que hacía tiempo que no se oía ninguna. Diana no comentó nada del retrato que había bosquejado. Susan no explicó por qué había llegado tan tarde. Durante una hora, las dos se las arreglaron para que las cosas parecieran casi como eran antes, una ilusión aceptable.
Una vez que los platos estuvieron lavados y guardados, Diana se retiró a su habitación y Susan a la suya, donde encendió el ordenador y retomó la frustrante tarea de idear un acertijo para el hombre que creía que la acechaba. Este pensamiento la hizo sonreír, pero sin una pizca de humor: la idea de que el hombre podía perfectamente estar justo al otro lado de la puerta, o bajo su ventana, o merodeando en las sombras junto a cualquiera de las palmeras que montaban guardia en el patio…, pero que, aunque se encontrara al alcance de la mano, su forma de comunicarse era mediante juegos de palabras ingeniosos.
Se le ocurrió algo e insertó una tabla en la pantalla del ordenador. Dentro, escribió:
¿Fuiste tú quien me salvó?
¿Qué es lo que quieres?
Yo quiero que me dejes en paz.
Contempló el mensaje por un momento y vio que lo que tenía eran dos preguntas y una afirmación. Separó los dos elementos del mensaje, de modo que quedó, por un lado:
¿Fuiste tú quien me salvó? ¿Qué es lo que quieres?
Y, por otro:
Yo quiero que me dejes en paz.
Decidió que podía revolver y cifrar el primer par de frases. Comenzó a trasponer las letras y al cabo de un rato obtuvo este resultado:
¿Si ven tufo sume tequila? ¿Quisque queso leeré?
Le gustaban los anagramas. Meditó sobre la última frase del mensaje y le vino una idea a la mente. Sonrió una vez, impresionada por su astucia, y susurró para sí:
—No has perdido del todo tus facultades, Mata Hari.
Escribió:
En la antigua isla del toro cometes un error que te hace vomitar y te recuerda la frase más famosa que ella dijo nunca.
Quedó complacida. Envió por correo electrónico el texto a su oficina, sólo una hora antes de que se cerrara el plazo para remitir material a la revista, y seguramente minutos antes de que algún editor agobiado se pusiese en contacto con ella, presa del pánico. A continuación, apagó su ordenador y se fue a la cama con la satisfacción del deber cumplido. Se durmió al instante y, por primera vez en días, no soñó nada.
Susan despertó unos segundos antes de que sonara la alarma de su despertador. Apagó el aparato antes de que comenzase a pitar, se levantó y se fue directa a la ducha. Después de secarse se vistió rápidamente, ansiosa por llegar a su oficina y ver las pruebas de imprenta de la columna del concurso de esa semana y lo que traería consigo. Recorrió el pasillo de puntillas, abrió la puerta de la habitación de su madre y echó un vistazo sigilosamente. Diana aún dormía, lo que su hija supuso que era algo bueno, pues imaginaba que el reposo la ayudaría a recuperarse. Si la enfermedad la debilitaba era en buena parte porque el dolor le arrebataba horas de descanso, de modo que la carga del agotamiento se sumaba a la serie de sufrimientos que la aquejaban.
Susan vio en la mesita de noche los frascos de pastillas que eran una constante en lo que quedaba de la vida de su madre. Moviéndose sin hacer ruido, se acercó, los juntó y se los llevó a la cocina.
Estudió las etiquetas con atención, luego extrajo la dosis matinal indicada de cada envase y las alineó en un plato de porcelana blanca como un pelotón al que van a pasar revista. Media docena de píldoras para empezar el día. Una roja, una ocre, dos blancas, dos cápsulas de dos colores distintas. Unas eran pequeñas, otras grandes. Permanecían en posición de firmes, esperando órdenes.
Susan se dirigió a la nevera, sacó un poco de zumo de naranja recién exprimido, sirvió un vaso y esperó que su madre no lo llenase de vodka después de beberse la mitad. Colocó el vaso junto a las pastillas. A continuación sacó un cuchillo, encontró un melón cantalupo y uno dulce, los cortó en rodajas con cuidado y dispuso elegantemente los trozos en forma de media luna en otro plato. Por último, encontró una hoja de papel y escribió una nota prosaica:
Me alegro de que hayas dormido un poco. Me he ido a trabajar temprano. Aquí te dejo el desayuno y las medicinas para hoy. Nos vemos por la noche. Podemos terminarnos el pescado para cenar.
Besos,
Susan
Paseó la vista por la cocina para comprobar que todo estuviera en su sitio, decidió que sí, y salió de la casa por la puerta trasera.
Cerró con llave y alzó la mirada al cielo. Ya estaba azul y soleado. Unas pocas nubes blancas y bulbosas vagaban sin rumbo fijo. «Un día perfecto», pensó.
Aproximadamente una hora después de que su hija se marchara, Diana Clayton despertó sobresaltada.
El sueño todavía le empañaba la visión, y ahogó un grito de terror, lanzando golpes al aire con los dos puños a la vez.
Tosió con fuerza y cayó en la cuenta de que estaba incorporada en la cama. Miró alrededor con los ojos desorbitados, temiendo ver a alguien escondido en un rincón. Aguzó el oído como si estuviera en condiciones de percibir el sonido de la respiración del intruso y distinguirlo de sus propios jadeos entrecortados. Quería inclinarse para echar un vistazo debajo de la cama, pero le faltó valor para ello. Fijó la vista en la puerta del armario, creyendo que quizás el intruso se ocultaba allí, pero luego recordó que tras esa puerta se escondían ya bastantes horrores, en el interior de la caja de metal o esbozados en el bloc de dibujo, y se dejó caer sobre las almohadas, respirando agitadamente.
Había sido el sueño, se dijo. En el último sueño que había tenido esa noche, estaba con su hija y, al bajar la mirada, descubría que a ambas les habían cortado de pronto la garganta, como al hombre del bar. Esta visión la había devuelto a la vigilia bruscamente. Se llevó la mano al cuello y notó el sudor resbaladizo que le goteaba por entre los senos.
Esperó a que su respiración volviera a la normalidad y a que el golpeteo de su corazón en el pecho remitiese antes de bajar los pies de la cama. Deseaba que hubiese una pastilla contra el miedo y, al volverse, advirtió que su provisión de frascos no estaba en su mesita de noche. Por un momento esto le causó confusión. Se levantó, se echó un albornoz blanco de algodón sobre los hombros y caminó con pasos suaves sobre el entarimado del suelo hacia la cocina. Avistó la hilera de frascos casi antes de que le diera tiempo de preocuparse.
También vio las rodajas de melón, se llevó una a la boca y reparó en el zumo y en la nota. Leyó lo que su hija le había escrito y sonrió. «He sido una egoísta —pensó— al retenerla a mi lado. Es una hija especial. Los dos son hijos especiales, cada uno a su manera. Siempre lo han sido. Y ahora que son adultos, siguen siendo especiales para mí.»
En el plato que tenía delante había una docena de pastillas bien ordenadas. Se disponía a cogerlas. Acostumbraba a ponérselas todas en la mano, metérselas en la boca como un puñado de cacahuetes y bajarlas con un trago de zumo.
No estaba segura de qué fue lo que la impulsó a detenerse. Quizás el traqueteo que oyó y que no identificó de inmediato. Algo que se rompía, pensó. ¿Qué podía romperse?
Miró a través de la ventana al azul brillante del cielo. Vio que una de las palmeras se cimbreaba movida por la enérgica brisa matinal. Oyó de nuevo aquel ruido, que esta vez sonó más próximo. Dio un par de pasos por la cocina y vio que la puerta trasera parecía estar abierta. Era lo que producía el traqueteo, cuando la corriente tiraba de ella y luego la cerraba de golpe.