—¿Crees que mamá podría quedarse sola? —preguntó—. No durante mucho tiempo. Sólo un día.
Susan no respondió de inmediato.
—¿Qué estás pensando?
—No sé si te gustaría acompañarme en una entrevista. Te dará una idea mejor de aquello a lo que nos enfrentamos. Y también te dará una idea un poco más aproximada de cómo me gano la vida.
Susan, intrigada, arqueó una ceja.
—Suena interesante. Pero no tengo muy claro lo de dejar sola a mamá… —Oyó un ruido a su espalda y al darse la vuelta vio a su madre, al pie de la escalera, observándola a ella y la imagen de Jeffrey en la pantalla.
Diana despejó las dudas de los dos.
—Hola, Jeffrey —saludó, sonriendo—. Me ha parecido oír tu voz y he creído que soñaba, así que cuando me he dado cuenta de que no era así, he bajado. Ya estoy deseando que los tres volvamos a estar juntos. —Se volvió hacia su hija y al pensar en todas las palabras duras que Susan y Jeffrey habían compartido en años anteriores casi le pareció divertido que recuperasen su relación gracias al hombre de quien habían huido hacía tanto tiempo—. Ve con él —dijo—. Por un día no me pasará nada. Me lo tomaré con calma y ya está. Descansaré un poco. Quizá dé un paseo. A lo mejor le pido a alguien que me lleve a conocer un poco mejor el estado. Sea como fuere, creo que me gusta estar aquí. Es un sitio muy limpio. Y tranquilo. Me recuerda un poco mi infancia.
Esto sorprendió a Susan.
—¿En serio? —Asintió con la cabeza—. De acuerdo. Si estás segura… —Vio que su madre le quitaba importancia al asunto con un gesto—. ¿Qué hago? —le preguntó Susan a su hermano.
—Vuelve al aeropuerto por la mañana y toma el primer vuelo a Dallas, Tejas. Allí, coge un vuelo de enlace a Huntsville. Salen temprano. Nos encontraremos allí cuando llegues. La clave de ordenador que el agente Martin os ha dado deberá bastar para pagar los vuelos y cualquier otra cosa. No lleves contigo demasiadas cosas. Y, sobre todo, nada de armas.
—De acuerdo. ¿Qué hay en Huntsville, Tejas?
—Un hombre a quien ayudé a detener hace un tiempo.
—¿Está en la cárcel?
—En el corredor de la muerte.
—Bueno —comentó ella tras una breve pausa—, supongo que al menos su futuro está claro.
En su despacho de la jefatura de seguridad, el agente Roben Martin reprodujo una grabación de la conversación telefónica entre hermano y hermana que acababa de finalizar. Examinó el rostro de Jeffrey en su monitor de vídeo en busca de algún indicio de que el profesor hubiese adquirido información que pudiese conducirlos hasta su presa. Al escuchar al joven hablar con su hermana, Martin llegó a la conclusión de que Jeffrey había averiguado, en efecto, algún dato que él necesitaba. Aun así, el inspector resistió el fuerte impulso de arrancárselo agresivamente. Acabaría por descubrir lo que necesitaba saber, pensó, siempre y cuando mantuviese los ojos y los oídos bien abiertos.
Paró la cinta de la conversación y dio al ordenador la orden de que transcribiese toda la información que madre e hija introdujesen en los teclados de la casa. Al cabo de pocos minutos, tal como esperaba, vio que hacían reservas de avión. Unos momentos después, comprobó que habían contactado con un servicio de coches para que les enviaran uno temprano por la mañana al día siguiente. También se estaban grabando las conversaciones que se mantenían en el interior de la casa, pero decidió que no había necesidad de escucharlas.
Martin se reclinó en su asiento. «El increíble Hulk», pensó irritado. Se percató de que se estaba toqueteando las cicatrices del cuello.
Todavía le dolían. Siempre le habían dolido.
Un psicólogo le había explicado un día lo que era el dolor fantasma: una persona a la que han amputado una pierna puede tener la sensación de que el miembro que le falta le duele. Un médico le había dado a entender que el ardor que notaba en sus cicatrices podía encajar en esa categoría. La herida ya no era física, sino mental, pero el dolor era el mismo. Pensaba que tal vez desaparecería cuando el hermano que se las había causado —lanzándole grasa de tocino hirviendo de una sartén por encima de la mesa, al final de una discusión— muriese, pero eso no había sucedido. Su hermano había muerto apuñalado en el patio de una prisión hacía más de una década, y las cicatrices aún le dolían. Con los años, se había resignado a la sensación, al escozor y a la idea de que llevaba un recuerdo grabado en la piel que le inspiraba odio y pena a partes iguales.
Fijó la vista en el ordenador para contemplar el rostro de Jeffrey Clayton.
«Casi ha dado en el blanco, profesor. Soy el hombre más peligroso con el que topará jamás —dijo para sí—. Ni el segundo ni el tercero, y desde luego no estoy por debajo de su viejo en la lista. Estoy en el primer puesto. Y se acerca rápidamente el día en que se lo demostraré, a usted y a su padre.»
Robert Martin sonrió. La única diferencia entre su hermano muerto y él mismo era que él tenía una placa, lo que elevaba su propensión a la violencia a un nivel totalmente distinto.
Martin se apartó del ordenador. Tomó nota de la hora a la que estaba previsto que llegara a la casa el coche del servicio de transporte, con la intención de acudir a presenciar la partida de Susan Clayton.
La pantalla ondeó ante él, como el aire vaporoso sobre una autopista en un día de mucho calor. Ya había introducido una sola orden, mediante la que autorizaba al estado a pagar todos los gastos efectuados por KARO.
Para recalcar esto, había identificado KARO como Diana y Susan Clayton de Tavernier, Florida, en un memorándum interno. Había enviado una copia del mismo por correo electrónico a sus jefes del Servicio de Seguridad así como al Departamento de Inmigración y Control de Pasaportes. Esto permitiría a las dos mujeres viajar libremente a lo largo y ancho del estado cincuenta y uno.
Se sonrió. Emitir el memorándum era, por supuesto, justo lo que Jeffrey le había pedido que no hiciera.
El agente Martin no sabía cuánto tiempo tardaría el hombre a quien buscaba en descubrir que su esposa e hija se alojaban en una casa adosada propiedad del estado. Incluso era posible que ya lo supiese, pensó Martin, pero dudaba que ni siquiera un asesino tan competente como el padre de Jeffrey estuviese tan alerta. Entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, calculó. «En cuanto averigüe esto —se dijo Martin— e intercepte parte de su correspondencia electrónica, seguirá obrando con cautela, pero también con curiosidad. Y la curiosidad, lenta pero segura, prevalecerá sin duda alguna. Pero no le bastará con leer los mensajes de ordenador, ¿verdad?»
No, él sentirá la necesidad de verlas. Entonces irá a la casa adosada y las espiará. Pero tampoco le bastará con eso, ¿verdad? No. Sentirá la necesidad de hablar con ellas. Cara a cara. Y luego, después de eso, quizás incluso sienta la necesidad de tocarlas.
»Y cuando lo haga, yo estaré ahí. Aguardando.»
El agente Martin se puso en pie: KARO. Kar-nada.
No era un buen juego de palabras, pensó. Pero era un juego de palabras al fin y al cabo.
A continuación se preguntó si una cabra atada en medio de la selva rompía a balar por miedo al tigre que se acercaba o por frustración, porque sabía que su insignificante vida sería sacrificada sólo para que el cazador escondido en la espesura pudiera apuntar bien a su presa y abatirla con un solo disparo.
El agente Martin salió del despacho, con la sensación, por primera vez en semanas, de que había ganado ventaja.
Todavía estaba oscuro como boca de lobo cuando el inspector salió de su hogar y se encaminó a la casa adosada donde madre e hija dormían. Había poco tráfico en las horas previas al alba —la vida en el estado cincuenta y uno era menos ajetreada que en otros lugares, y los horarios de oficina, más del gusto de los residentes—, así que atravesó a buen ritmo las urbanizaciones que aún se hallaban en silencio. Apenas miraba los vehículos que ocasionalmente se cruzaban con el suyo, o aquellos cuyos faros se colaban hasta su retrovisor. Supuso que faltaban noventa minutos largos para el amanecer, así que tomó la salida y enfiló despacio la calle cerrada donde se encontraban las Clayton.
Había elegido con sumo cuidado la casa adosada. El estado poseía varias casas en zonas diferentes, pero no todas tenían tantos micrófonos ocultos ni un terreno tan propicio como ésa. La abrupta pendiente que se abría en la parte posterior de la urbanización y la elevada valla al borde del barranco impedirían de forma bastante eficaz que alguien se acercara desde aquella dirección. Dudaba sobre todo que el hombre a quien buscaba intentase acceder por allí; requeriría una forma física que no creía que aquel hombre mayor conservase todavía. Ése no parecía ser el estilo del asesino; el padre de Jeffrey no era el tipo de homicida que subyugaba a sus víctimas valiéndose de la fuerza bruta; parecía más bien de los que las vencían por medio de la inteligencia y las seducían, de modo que, cuando al fin se daban cuenta de que el hombre a quien estaban mirando a los ojos pretendía hacerles el mayor daño posible, ya era demasiado tarde para resistirse y luchar.
Martin condujo durante un minuto más, ascendiendo por unas colinas. Estuvo a punto de pasarse del camino de tierra que buscaba y tuvo que pisar a fondo el freno y dar un volantazo para tomar la curva. El coche de paisano comenzó a dar tumbos al avanzar sobre las piedras sueltas y la grava, y las ruedas iban dejando una estela de humo que se perdía de vista engullida por la noche.
El camino estaba lleno de baches y pequeños surcos excavados por la lluvia, de modo que redujo la velocidad, soltó una maldición y vio que sus faros subían y bajaban bruscamente. Delante de él, una liebre se espantó y desapareció en los arbustos. Un par de ciervos se quedaron paralizados por unos instantes al ver las luces, que daban un brillo rojo a su mirada, antes de internarse en los matorrales de un salto.
Martin dudaba que hubiese muchas otras personas que conociesen ese camino, y suponía que muy pocas lo habían recorrido en los últimos años. Observadores de aves y excursionistas, tal vez. Motos de trial y todoterrenos los fines de semana. No había muchos otros posibles motivos para aventurarse por allí. El camino lo había abierto un equipo de topógrafos que iba a explorar la zona en busca de terrenos edificables, pero al final dictaminaron que eran poco aptos. Resultaría difícil subir agua y materiales de construcción hasta allí, y la vista no era lo bastante espectacular para compensar el esfuerzo.
Los neumáticos hicieron crujir la tierra arenosa cuando paró el coche. Apagó el motor y permaneció sentado un par de minutos mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. En el asiento del pasajero, Martin llevaba dos pares de prismáticos, unos normales, para cuando amaneciese, y unos más grandes, pesados, color verde oliva, de visión nocturna, para uso militar. Se puso las correas de ambos al cuello. A continuación agarró una linterna pequeña que emitía una luz tenue y rojiza, una mochila que contenía un bollo relleno de fruta y un termo de café solo, y echó a andar.
Alumbraba su camino con el haz de la linterna, temeroso sobre todo de topar con una serpiente de cascabel dormida. El lugar al que se dirigía estaba a sólo unos cien metros de donde había dejado el coche, pero la topografía era accidentada, abundaban las rocas y cavidades con arcilla poco compacta que resultaban tan resbaladizas como el hielo en un lago congelado. Más de una vez tropezó, luchó por recuperar el equilibrio y siguió adelante.
Martin tardó casi quince minutos en recorrer el trecho entre traspiés y resbalones, pero su recompensa quedó patente cuando llegó al final del angosto sendero. Se hallaba al borde de un risco de tamaño considerable con vista a la piscina comunitaria y las canchas de tenis. Desde donde estaba, abarcaba toda la hilera de casas adosadas. Y, lo que era más importante, dominaba con toda claridad la última vivienda de la fila. Gracias a la altura del peñasco, alcanzaba a ver incluso una parte del patio trasero.
Se apoyó en el borde de una roca grande y plana y se llevó los prismáticos de visión nocturna a los ojos. Barrió la zona rápidamente para detectar cualquier movimiento que se produjese en la calle, más abajo, pero no percibió nada. Bajó los anteojos, abrió el termo y se sirvió una taza de café. El líquido se fundió con la noche; era como si tomase unos sorbos de aire, de no ser porque le quemaba la garganta. Hacía fresco, y ahuecó las manos en torno al termo para calentárselas.
Entre un trago y otro, tarareaba. Primero melodías de espectáculos de Broadway que nunca había visto. Después, conforme pasaban los minutos, sonidos anónimos que fluían formando frases musicales de origen indeterminado que se desvanecían en la negrura que lo rodeaba, sin llegar nunca a mitigar la soledad de su espera.
El frío y lo intempestivo de la hora conspiraron para desconcentrarlo, pero logró vencer la distracción. La noche parecía hacer ruidos; un susurro entre las hierbas y la maleza, el movimiento repentino de unas piedras. De cuando en cuando volvía la cabeza hacia atrás y escudriñaba con los prismáticos la zona que tenía justo a la espalda. Avistó un mapache y luego una zarigüeya, animales nocturnos que aprovechaban los últimos minutos que quedaban hasta el amanecer.
Martin exhaló despacio, se llevó la mano bajo la chaqueta y palpó la presencia reconfortante de la pistola semiautomática que llevaba en una sobaquera. Maldijo una o dos veces en alto, dejando que las palabrotas estallasen como la llama de una cerilla en la oscuridad que lo rodeaba. Despotricó contra el tiempo, la soledad y la sensación de inestabilidad que le producía estar encaramado en un risco como un ave de presa. Se sentía incómodo y ligeramente nervioso. No le gustaban las zonas rurales del estado. En las zonas urbanas no había esa oscuridad que lo aterraba. Pero se había alejado apenas unos cien metros de terrenos edificados, internándose en un espacio más primitivo, y esto le hacía darse la vuelta bruscamente cada vez que oía el más leve chasquido o rumor.
El agente Martin miró hacia el este.
—Venga, joder, la mañana. Ya sería hora.
No era tan optimista como para suponer que su presa se presentaría la primera noche. Eso sería una suerte excesiva, se dijo. Sin embargo, confiaba en no tener que esperar mucho a que apareciera el padre de Jeffrey. Martin había estudiado todos los otros casos, buscando coincidencias temporales que lo llevasen a elegir un momento sobre otro, pero no había sacado nada en limpio. Los secuestros se habían producido tanto de día como de noche, tanto temprano como tarde. Las condiciones meteorológicas iban desde calurosas y húmedas hasta frías y lluviosas. Aunque sabía que había pautas en esos crímenes, esas pautas residían en las muertes, no en el rapto de las víctimas, de modo que no encontró nada que lo orientase. No podía basarse más que en su propio criterio. Planeaba volver al peñasco la noche siguiente, desde la medianoche hasta el alba.