Suspiró, rebuscó en el interior de la carpeta el número de teléfono que el agente Martin le había asegurado que estaba allí y lo encontró en un trozo de papel amarillo. Echó otro vistazo rápido a las fotografías y los documentos, sólo para cerciorarse del todo de que no hubiera pasado por alto algún detalle evidente o revelador, y dio otro trago al vaso de vodka. Se reprochó a sí mismo la aprensión y el horror que se habían apoderado de él cuando el policía lo había amenazado de forma tan indirecta.
«¿Quién soy yo en realidad?»
Respondió con un suspiro: «Soy quien soy.»
«Un experto en muertes atroces.»
Con la mano con que sostenía el vaso, señaló con un gesto suave y desdeñoso los tres expedientes que estaban en el suelo, delante de él.
—Previsible —dijo en voz alta—. Totalmente previsible. Y, a la vez, seguramente imposible. No es más que un asesino enfermo y anónimo más. No es eso lo que usted quiere oír, ¿verdad, señor policía?
Sonrió mientras alargaba el brazo hacia el teléfono.
El agente Martin contestó al segundo timbrazo.
—¿Clayton?
—Sí.
—Bien. No ha perdido el tiempo. ¿Tiene conexión de vídeo en su teléfono?
—Sí.
—Pues úsela, joder, para que pueda verle la cara. Jeffrey Clayton obedeció: encendió el monitor de vídeo, lo conectó al teléfono y se acomodó enfrente, en su sillón.
—¿Mejor así?
En su pantalla, la imagen nítida del agente apareció de golpe. Estaba sentado en la esquina de una cama, en un hotel del centro. Todavía llevaba corbata, pero su americana colgaba del respaldo de una silla cercana. También llevaba puesta aún su sobaquera.
—Bueno, ¿tiene algo que contarme?
—Poca cosa. Seguramente cosas que usted ya sabe. Sólo he mirado por encima las fotografías y los documentos.
—¿Y qué ha visto, profesor?
—Todo es obra del mismo hombre, evidentemente. Hay un claro trasfondo religioso en el simbolismo de la posición de los cadáveres. ¿Podría tratarse de un ex sacerdote? Tal vez de alguien que fue monaguillo. Algo por el estilo.
—He contemplado esa posibilidad.
A Jeffrey se le ocurrió otra idea.
—Quizás un historiador, o alguien relacionado de alguna manera con el arte religioso. ¿Sabe? Los pintores del Renacimiento casi siempre representaban a Cristo en una posición similar a la de esos cadáveres. ¿Será un pintor que oye voces? Es otra posibilidad.
—Interesante.
—Ya lo ve, inspector: una vez que uno introduce el componente religioso, se ve empujado en ciertas direcciones específicas. Pero, a menudo, se requiere una interpretación ligeramente más indirecta. O una mezcla de ambas. Por ejemplo, podría ser un ex monaguillo que al cabo de los años llegó a ser historiador del arte. ¿Entiende por dónde voy?
—Sí, eso tiene algo de sentido.
Otra idea le vino a Clayton a la cabeza.
—Un profesor —barbotó—. Tal vez sea un profesor.
—¿Por qué?
—Los sacerdotes tienden a ir a por hombres jóvenes, y estamos hablando de tres chicas. Podría haber un elemento de familiaridad. Se me acaba de ocurrir.
—Interesante —repitió el inspector tras la breve pausa que necesitó para digerir lo que acababa de oír—. ¿Un profesor, dice?
—Exacto. Es sólo una idea. Tendría que saber más para estar más seguro.
—Continúe.
—Aparte de eso, no he sacado mucho más en claro. La ausencia de pruebas de eyaculación, aunque hay indicios de actividad sexual, me lleva a sospechar que debemos seguir la pista religiosa en este caso. La religión siempre trae consigo toda clase de sentimientos de culpa, y quizá sea eso lo que le impide a su hombre llegar hasta el final. A menos, claro está, que haya llegado hasta el final antes, que es lo que yo me imagino.
—Nuestro hombre.
—No, me parece que no.
El agente sacudió la cabeza.
—¿Qué más ha visto?
—Es un cazador de
souvenirs
. Debe de tener el tarro con los dedos en algún lugar accesible, para poder revivir sus triunfos.
—Sí, yo también lo sospechaba.
—¿Qué más se llevó?
—¿Qué?
—¿Qué otra cosa, agente Martin? ¿Aparte de los dedos índices, qué se llevó?
—Es usted muy astuto. Lo esperaba. Se lo diré más tarde. Jeffrey suspiró.
—No me lo diga. No quiero saberlo. —Titubeó antes de añadir—: Es pelo, ¿verdad? Un mechón de la cabellera, y algo de vello púbico, ¿me equivoco?
El agente Martin hizo una mueca.
—Ha acertado, en ambas cosas.
—Pero no las mutiló, ¿verdad? No hay cortes en los genitales, ¿correcto? Sólo en el torso, ¿no?
—¡Ha vuelto a acertar!
—Se trata de un patrón poco común. No es algo sin precedentes, pero sí bastante atípico. Un modo extraño de expresar su ira.
—¿Eso despierta su interés? —inquirió el agente.
—No —contestó Jeffrey sin rodeos—. No despierta mi interés. Sea como fuere, su problema gordo es que cada víctima parece haber sido asesinada por una persona distinta, y después trasladada al lugar donde la descubrieron. Así que tendrá que encontrar el medio de transporte que utilizó. Creo que en el informe policial no se mencionan fibras ni otros indicios del tipo de vehículo en el que viajaron. Quizás el tipo las envolvió en una lámina de goma. O quizá forró el interior de su maletero con plástico. Hubo un tipo en California que hizo eso. Llevaba a la pasma de cabeza.
—Me acuerdo del caso. Creo que tiene usted razón. ¿Qué más?
—A primera vista, el tipo presenta más o menos las mismas características de muchos otros asesinos.
—A primera vista.
—Bueno, usted probablemente cuenta con mucha más información que no estaba dispuesto a compartir. Me he dado cuenta de que los protocolos de autopsia y los informes policiales eran más bien parcos. Por ejemplo, la ausencia de heridas claramente defensivas indica que todas las víctimas estaban inconscientes cuando abusaron de ellas y las asesinaron. Es un detalle intrigante. ¿Cómo las dejó inconscientes? No constan señales de traumatismo craneal. Y eso no es todo. Por ejemplo, no figuran datos que identifiquen a las jóvenes, ni fechas ni información sobre las escenas del crimen o investigaciones posteriores. Ni siquiera hay una lista de sospechosos interrogados.
—No, tiene razón. Eso no se lo he enseñado.
—Pues eso viene a ser todo. Siento no poder serle de más ayuda. Ha venido de tan lejos sólo para que le diga un par de cosas que usted ya sabía.
—No está usted formulando las preguntas adecuadas, profesor.
—No tengo preguntas, agente Martin. Soy consciente de que tiene un problema y de que no se solucionará fácilmente, pero eso es todo. Lo siento.
—No lo entiende, ¿verdad, profesor?
—¿No entiendo qué?
—Le contaré algo que no figura en los informes que obran en su poder. ¿Se ha fijado en el distintivo impreso en la carpeta del tercer caso, una bandera roja?
—¿El caso de la chica hallada en la roca? Sí.
—Pues bien, encontraron su cadáver hace unas cuatro semanas, en un lugar del Territorio del Oeste. ¿Comprende lo que eso significa?
—¿Dentro del Territorio? ¿Era residente de nuestro próximo estado número cincuenta y uno?
—Exacto —respondió el agente, en tono cortante y airado.
Jeffrey se reclinó en su sillón, reflexionando sobre lo que acababa de oír.
—Creía que esas cosas no debían pasar. En teoría, se han erradicado los delitos del Territorio, ¿no?
—Sí, maldita sea —farfulló el agente con amargura—. En teoría.
—Pero eso no es de recibo —repuso Jeffrey—. Es decir, la razón de ser del estado número cincuenta y uno es que allí esas cosas no ocurran. ¿No es así, inspector? Se supone que es un mundo sin crímenes, ¿no? Sobre todo sin crímenes como éstos.
De nuevo, el agente Martin dio muestras de que se esforzaba por contenerse.
—Tiene razón —dijo—. En realidad, ésa es la base de su existencia. Es la razón por la que se está estudiando la posibilidad de concederle la condición de estado. Piense en ello, profesor: el estado número cincuenta y uno, un lugar donde uno puede ser libre, llevar una vida normal, sin miedo. Como en otro tiempo.
—Un lugar donde uno tiene que renunciar a la libertad para ser libre.
—Yo no lo expresaría precisamente en esos términos —replicó el agente Martin con frialdad—, pero, en esencia, ésa es la idea.
Jeffrey asintió con la cabeza. Ahora vislumbraba el alcance del problema al que se enfrentaba el agente.
—O sea que su dilema tiene una doble vertiente, criminal y política.
—Veo que empieza a entender, profesor.
Jeffrey notó una punzada de compasión hacia el fornido policía, una sensación provocada principalmente por el vodka, según reconoció para sus adentros.
—Bueno, creo que ahora comprendo por qué tiene tanta prisa. La votación en el Congreso se celebrará justo antes que las elecciones, ¿verdad? Faltan sólo tres semanas. Lo que pasa es que los crímenes de este tipo no suelen solucionarse rápidamente, a menos que uno tenga un golpe de suerte y aparezca un testigo con una descripción o algo parecido. Pero, por lo general, si el caso llega a resolverse (y eso ya es mucho suponer, inspector), es más o menos de forma fortuita, y meses después de los hechos. Así que… —Tomó otro trago de vodka e hizo una pausa.
—¿Así que qué? —preguntó Martin con aspereza.
—Así que me alegro de no estar en su pellejo.
El inspector achicó los ojos y clavó en el profesor una mirada hosca a través de la pantalla de televisión. Habló con una voz inexpresiva, serena, sin el menor asomo de nerviosismo.
—Pues lo está, profesor. —Martin señaló la pantalla con un gesto—. Le explicaré por qué en persona.
—Oiga, he examinado sus carpetas —lo interrumpió Jeffrey—. Ahora estoy en casa. Ya he hecho bastante por hoy.
—No le estoy pidiendo un favor. Piense por un momento en la facilidad con que yo podría complicarle la vida, profesor. Con Hacienda, por ejemplo. Con otras agencias de policía. Con su adorada universidad de los cojones. Deje volar su imaginación por unos instantes. ¿Lo ha captado? Bien. Ahora, piense en algún lugar tranquilo y seguro donde podamos encontrarnos. Dios sabe si alguien está escuchando esta transmisión, o si su teléfono está pinchado. Seguramente algunos de sus alumnos más emprendedores le han intervenido la línea para obtener información confidencial sobre los exámenes o algún dato que les sirva para hacerle chantaje. Pero quiero que nos reunamos, y cuanto antes. Esta noche. Traiga consigo los expedientes de los casos. Le repito una vez más que no disponemos de mucho tiempo.
Jeffrey, vestido con ropa oscura, se deslizaba sigilosamente de una sombra a otra bajo los reflejos de las luces de neón en el centro de la pequeña población universitaria. Delante de Antonio's Pizza había la aglomeración habitual de gente que esperaba su turno para entrar; Clayton reparó en el guarda armado con una escopeta que vigilaba a los estudiantes hambrientos. Otra cola serpenteante se había formado frente a las taquillas del cine de Pleasant Street, donde se proyectaban las películas del género que los chicos denominaban «viboporno», palabra que combinaba dos de los temas más recurrentes en esos filmes.
Arrimó la espalda a la pared de ladrillo de un videoclub para dejar pasar a un puñado de preadolescentes de aspecto salvaje. Los niños marchaban en formación militar, gritando cada cierto tiempo una cantinela y coreando la respuesta. El grupo constaba de unos doce chicos, que seguían a un líder larguirucho y granujiento que, con una actitud malévola que parecía amenazar con cosas terribles, fijaba la vista en todo aquel que tuviera el mal gusto de mirarlos. Llevaban chaquetas idénticas con el logotipo de un equipo de baloncesto profesional, gorros de punto y zapatillas de alta tecnología. Los más jóvenes, de unos nueve o diez años, cerraban la marcha. Sus piernecitas, que pugnaban por seguirle el paso al cabecilla, le habrían parecido cómicas al profesor si no hubiera sabido lo peligrosa que podía llegar a ser la banda. De vez en cuando el líder se volvía bruscamente hacia el grupo y, mientras trotaba hacia atrás, gritaba:
—¿Quiénes somos?
Sin vacilar, con sus voces agudas, los miembros de la banda que avanzaban tras él contestaban a voz en cuello:
—¡Somos los perros de Main Street!
—¿De qué somos los amos?
—¡Somos los amos de la calle!
A continuación, todos daban tres palmadas, que resonaban como disparos entre los establecimientos del centro.
Hasta los estudiantes que esperaban frente a Antonio's les hacían mucho espacio; se apartaban como las orillas de un río para que la pandilla desfilara rápidamente entre ellos. El guarda de la pizzería encañonó con su escopeta al líder, que se limitó a reírse y dedicarle un gesto obsceno. Jeffrey advirtió que un coche patrulla seguía al grupo a una distancia prudencial. «Todo el mundo teme a los niños —pensó Clayton—, más que a nadie. Puedes tomar ciertas precauciones sencillas para protegerte de asesinos en serie, violadores, ladrones y animales rabiosos; puedes vacunarte contra la viruela, la gripe y el tifus, pero cuesta esconderse de las decenas de niños abandonados que no albergan más que odio hacia el mundo al que los han traído.» Se preguntó si los políticos que habían revocado todas las leyes que permitían el aborto se fijaban alguna vez en las bandas de niños que vagaban por las calles y se preguntaban de dónde habían salido.
Jeffrey salió a toda prisa de las sombras donde se había ocultado y cruzó la calle detrás del coche patrulla. Vio que uno de los agentes se volvía de golpe, como si lo hubiera sobresaltado la aparición de aquella figura a sus espaldas, y luego el vehículo se alejó, acelerando poco a poco. Clayton torció por entre las farolas en dirección a la biblioteca municipal.
«¿Qué es lo que sé sobre el estado número cincuenta y uno?», se preguntó. Acto seguido, cayó en la cuenta de que no sabía gran cosa, y lo que sabía lo incomodaba, aunque le habría costado explicar exactamente por qué.
Hacía poco más de una década, dos docenas o más de las empresas más importantes de Estados Unidos habían empezado a comprar grandes extensiones de territorio de propiedad federal en media docena de estados occidentales. También habían adquirido terrenos que pertenecían a los propios estados; de hecho, éstos se los habían cedido a las empresas. La idea era simple, una extrapolación de un concepto que la Disney Corporation había introducido en la zona central de Florida en la década de 1990: consistía en empezar de cero, en construir ciudades y pueblos, viviendas, escuelas y comunidades totalmente nuevos, pero que a la vez evocaran recuerdos de los Estados Unidos de antaño. En un principio, las poblaciones corporativas se diseñaron para alojar a las personas que trabajaban en esas empresas en el entorno más seguro posible. Sin embargo, ese mundo que se estaba creando ejercía una atracción considerable. En más de una ocasión, Jeffrey Clayton había visto entera la serie de anuncios de televisión del estado número cincuenta y uno. Lo pintaban como un lugar acogedor y seguro en que imperaban los valores de otros tiempos.