En la sala resonó un murmullo de risitas ahogadas. Clayton aprovechó el momento para introducir una bala en la recámara de la pistola sin que se oyera el ruido metálico.
A lo lejos sonó una sirena que marcaba el final de la clase. Los más de cien estudiantes que estaban en la sala se rebulleron en sus asientos y comenzaron a recoger sus chaquetas y mochilas, afanándose durante los últimos segundos de la clase.
«Éste es el momento más peligroso», pensó él. De nuevo habló en voz alta.
—No lo olviden: les pondré un examen la semana próxima. Para entonces, tendrán que haberse leído las transcripciones de las entrevistas a Charles Manson en prisión. Las encontrarán en el fondo de reserva de la biblioteca. Esas entrevistas entrarán en el examen…
Los alumnos se levantaron de sus asientos, y él empuñó la pistola sobre sus rodillas. Unos pocos estudiantes empezaron a caminar hacia el estrado, pero él les hizo señas con la mano que le quedaba libre para que se alejaran.
—El horario de despacho está pegado fuera. No habrá más conferencias ahora…
Vio vacilar a una joven. A su lado había un muchacho muy desarrollado, con brazos de culturista y acné galopante, debido sin duda a un exceso de esteroides. Ambos llevaban téjanos y sudaderas con las mangas recortadas. El chico tenía el pelo corto como el de un presidiario. Sonreía de oreja a oreja. Al profesor lo asaltó la duda de si las tijeras romas con que había operado a su sudadera eran las mismas que había usado para su corte de pelo. En otras circunstancias, seguramente se lo habría preguntado. Los dos dieron un paso hacia él.
—Salgan por la puerta trasera —les indicó Clayton en alto, haciendo un gesto de nuevo.
La pareja se detuvo por unos instantes.
—Quiero hablar del examen final —dijo la chica, con un mohín.
—Pídale hora a la secretaria del departamento. La atenderé en mi despacho.
—Será sólo un momento —insistió ella.
—No —contestó él—. Lo siento. —Miraba detrás de la joven, y a ella y al chico alternadamente, temeroso de que alguien se estuviese abriendo paso contra el torrente de alumnos, arma en mano.
—Venga, profe, dele un minuto —pidió el novio. Exhibía su actitud amenazadora con tanta naturalidad como su sonrisa, torcida por el pendiente de metal que llevaba clavado en el labio superior—. Ella quiere hablar con usted ahora.
—Estoy ocupado —replicó Clayton.
El joven dio otro paso hacia él.
—Dudo que tenga tantas putas cosas que hacer como para…
Pero la chica extendió el brazo y le tocó el hombro. Eso bastó para contenerlo.
—Puedo volver en otro momento —dijo ella, dejando al descubierto sus dientes amarillentos al sonreírle a Clayton con coquetería—. No pasa nada. Necesito una nota alta, y puedo ir a verle a su despacho. —Se pasó la mano en silencio por el pelo, que llevaba muy corto en la mitad de la cabeza que se había afeitado, y que le crecía en una cascada de rizos exuberantes en la otra mitad—. En privado —añadió.
El chico giró sobre sus talones hacia ella, dándole la espalda al profesor.
—¿Qué coño significa eso? —preguntó.
—Nada —respondió ella sin dejar de sonreír—. Concertaré una cita. —Pronunció la última palabra en un tono demasiado preñado de promesas y le dedicó a Clayton una sonrisita provocativa acompañada de un ligero arqueo de las cejas. Acto seguido, cogió su mochila y dio media vuelta para marcharse. El culturista soltó un gruñido en dirección al profesor y luego echó a andar a toda prisa en pos de la joven. Clayton lo oyó recriminarla con frases como «¿A qué coño ha venido eso?» mientras la pareja subía las escaleras hacia la parte posterior de la sala de conferencias hasta desaparecer en la oscuridad del fondo.
«No hay luz suficiente —pensó—. Los fluorescentes siempre se funden en las últimas filas, y nadie los cambia. Debería estar iluminado hasta el último rincón. Muy bien iluminado.» Escudriñó las sombras próximas a la salida, preguntándose si alguien se ocultaba en ellas. Recorrió con la mirada las hileras de asientos ahora vacíos, buscando a alguien agazapado, listo para atacar.
La luz roja de la alarma silenciosa seguía parpadeando. Clayton se preguntó dónde estaría la unidad de Operaciones Especiales y luego llegó a la conclusión de que no acudiría.
«Estoy solo», repitió para sí.
Y de inmediato cayó en la cuenta de que no era así.
La figura estaba encogida en un asiento situado muy al fondo, al borde de la oscuridad, esperando. Clayton no podía ver los ojos del hombre, pero, incluso agachado, se notaba que era muy corpulento.
Clayton alzó la pistola y apuntó con ella a la figura.
—Te mataré —dijo en un tono categórico y duro.
Como respuesta, oyó una risa procedente de las sombras.
—Te mataré sin dudarlo.
Las carcajadas se apagaron y cedieron el paso a una voz.
—Profesor Clayton, me sorprende. ¿Recibe a todos sus alumnos con un arma en la mano?
—Cuando es necesario —contestó Clayton.
La figura se levantó de su asiento, y el profesor comprobó que la voz pertenecía a un hombre maduro, alto y robusto con un terno que le venía pequeño. Llevaba un maletín pequeño en una mano, y Clayton reparó en él cuando el hombre abrió los brazos de par en par en un gesto amistoso.
—No soy un alumno…
—Ya se ve.
—… pero me ha gustado eso de que el asesino se transforma en su víctima. ¿Es cierta esa afirmación, profesor? ¿Puede documentarla? Me gustaría ver los estudios que respaldan esa teoría. ¿O sólo se lo dice la intuición?
—La intuición —respondió— y la experiencia. No hay estudios clínicos satisfactorios. Nunca los ha habido, y dudo que los haya en un futuro.
El hombre sonrió.
—Habrá leído sobre Ross y su innovadora investigación relativa a los cromosomas anómalos, ¿no? ¿Y qué me dice de Finch y Alexander y el estudio de Michigan sobre la composición genética de los asesinos compulsivos?
—Estoy familiarizado con ellos —dijo Clayton.
—Claro que lo está. Usted fue ayudante de investigación de Ross, la primera persona que él contrató cuando se le concedió una asignación federal. Y tengo entendido que usted escribió en realidad el otro artículo, ¿verdad? Ellos firmaron, pero usted realizó el trabajo, ¿no? Antes de doctorarse.
—Está usted bien informado.
El hombre empezó a acercarse a él, bajando despacio por los escalones de la sala de conferencias. Clayton alineó la mira situada en la punta de la pistola y la sujetó firmemente con ambas manos, en posición de disparar. Advirtió que el hombre era mayor que él, de entre cincuenta y cinco y sesenta años, y tema el cabello entreverado de gris y muy corto, al estilo militar. Pese a su corpulencia, parecía ágil, casi ligero de pies. Clayton lo observó con ojos de deportista; el hombre no serviría como corredor de fondo, pero resultaría peligroso en distancias cortas, pues seguramente era capaz de alcanzar velocidades considerables durante lapsos breves.
—Avance despacio —le indicó Clayton—. Mantenga las manos a la vista.
—Le aseguro, profesor, que no soy una amenaza.
—Lo dudo. El detector de metales se ha disparado cuando ha entrado usted.
—De verdad, profesor, que no soy yo el problema.
—Eso también lo dudo —replicó Jeffrey Clayton, cortante—. En este mundo hay amenazas y problemas de toda clase, y sospecho que usted encarna unos cuantos. Ábrase la chaqueta. Sin movimientos bruscos, por favor.
El hombre se había detenido y se encontraba a unos cinco metros de él.
—La educación ha cambiado desde que yo estudiaba —comentó.
—Eso es una obviedad. Enséñeme su arma.
El hombre dejó al descubierto la sobaquera en la que llevaba una pistola similar a la que empuñaba Clayton.
—¿Me permite enseñarle también mi identificación? —preguntó.
—Luego. Llevará otra de refuerzo, ¿no? ¿En el tobillo, quizás? ¿O en el cinturón, a la espalda? ¿Dónde está?
El hombre sonrió de nuevo.
—A la espalda. —Se levantó lentamente el faldón de la chaqueta y dio media vuelta, mostrándole una pistola automática más pequeña que llevaba enfundada, al cinto—. ¿Satisfecho? —inquirió—. Por favor, profesor, vengo por un asunto oficial…
—«Asunto oficial» es un eufemismo maravilloso que puede aplicarse a varias actividades peligrosas. Ahora, levántese las perneras. Despacio.
El hombre suspiró.
—Vamos, profesor. Déjeme enseñarle mi identificación.
Por toda respuesta, Clayton le hizo una seña con la pistola, para conminarlo a obedecer. El hombre se encogió de hombros y se remangó primero la pernera izquierda, luego la derecha. La segunda reveló una tercera funda, que en este caso contenía un puñal de hoja plana.
El hombre sonrió una vez más.
—Toda protección es poca para alguien de mi profesión.
—¿Y qué profesión es ésa? —quiso saber Clayton.
—Pues la misma que la suya, profesor. Me dedico a lo mismo que usted. —Vaciló por unos instantes, dejando que otra sonrisa se le deslizara por el rostro como una nube por delante de la luna—. La muerte.
Jeffrey Clayton señaló con la pistola un asiento de la primera fila.
—Puede enseñarme su identificación ahora —dijo.
El visitante de la sala de conferencias se llevó la mano cautelosamente al bolsillo de la chaqueta y extrajo una cartera de piel sintética. Se la tendió al profesor.
—Tírela aquí y luego siéntese. Póngase las manos detrás de la cabeza.
Por primera vez, el hombre dejó que la exasperación asomara a las comisuras de sus ojos, y casi al instante la disimuló con la misma sonrisa burlona y desenfadada.
—Tanta precaución me parece excesiva, profesor Clayton, pero si así se siente más cómodo…
El hombre ocupó el asiento en la primera fila, y Clayton se agachó para recoger la cartera de identificación, sin dejar de apuntar al pecho del hombre con la pistola.
—¿Excesiva? —repuso—. Entiendo. Un hombre que no es un estudiante pero lleva al menos tres armas diferentes entra en mi sala de conferencias por la puerta trasera, sin cita previa, sin presentarse, informado al parecer sobre quién soy, ¿y me asegura rápidamente que no representa una amenaza y me intenta convencer de que no sea precavido? ¿Tiene idea de cuántos profesores han sufrido agresiones este semestre, cuántos tiroteos causados por estudiantes se han producido? ¿Sabe que una orden judicial nos obliga a abandonar los tests psicológicos de admisión, gracias a la Unión Americana por las Libertades Civiles? Lo consideran violación de la privacidad y demás. Encantador. Ahora ni siquiera podemos descartar a los chalados antes de que vengan con sus armas de asalto. —Clayton sonrió por primera vez—. La precaución —dijo— es una parte esencial de la vida.
El hombre del traje asintió con la cabeza.
—Donde yo trabajo, eso no constituye un problema.
El profesor continuó sonriendo.
—Esa afirmación es una mentira, supongo. De lo contrario, no estaría usted aquí.
El hombre abrió su cartera, y Clayton vio un águila grabada en oro sobre las palabras SERVICIO DE SEGURIDAD DEL ESTADO. El águila y la inscripción tenían como fondo la inconfundible silueta cuadrada del nuevo territorio del Oeste. Debajo, con cifras rojas bien definidas, estaba el número 51. En la tapa opuesta figuraba el nombre del individuo, Robert Martin, junto con su firma y su cargo, que, según constaba, era el de agente especial.
Jeffrey Clayton nunca había visto antes una placa de identificación del territorio propuesto como estado número cincuenta y uno de la Unión. Se quedó mirándola durante un rato.
—Bien, señor Martin —dijo despacio, al cabo—, ¿o debería llamarle agente Martin, suponiendo que sea su verdadero nombre? ¿De modo que trabaja usted para la S. S.?
El hombre frunció el entrecejo por unos instantes.
—Nosotros preferimos llamarlo Servicio de Seguridad, profesor, a emplear las siglas, como sin duda comprenderá. Las iniciales tienen alguna connotación histórica siniestra, aunque a mí, personalmente, eso no me preocupa. Sin embargo, otros son, por así decirlo, más sensibles a estos temas. Por otra parte, tanto la placa como el nombre son auténticos. Si lo prefiere, podemos buscar un teléfono y le daré un número para que haga una llamada de verificación. Quizás así se tranquilice.
—Nada relacionado con el estado cincuenta y uno me tranquiliza. Si pudiera, votaría contra su reconocimiento como estado.
—Por suerte, está usted en franca minoría. ¿Nunca ha estado en el nuevo territorio, profesor? ¿No ha notado la sensación de seguridad que impera allí? Muchos creen que representa los auténticos Estados Unidos, un país que se ha perdido en este mundo moderno.
—También hay muchos que creen que son una panda de criptofascistas.
El agente volvió a sonreír de oreja a oreja con una expresión de autosuficiencia que sustituyó la sombra de ira que había pasado por su rostro unos momentos antes.
—¿No se le ocurre nada mejor que ese tópico manido? —preguntó el agente Martin.
Clayton no respondió al instante. Le devolvió la cartera con la placa al agente. Se percató de que el hombre tenía cicatrices de quemaduras en la mano y que sus dedos eran fuertes y gruesos como garrotes. El profesor se imaginó que el puño del agente debía de ser un arma poderosa por sí solo, y se preguntó qué marcas tendría en otras partes del cuerpo. Bajo aquella luz tan tenue, sólo alcanzaba a distinguir una franja rojiza en el cuello del hombre, y sintió curiosidad por la historia que habría detrás, aunque sabía que, fuera cual fuese, seguramente había engendrado una rabia que permanecía latente en el cerebro del agente. Bastaban conocimientos elementales de las psiques aberrantes para sacar esta conclusión. Aun así, Clayton había investigado a fondo la relación entre la violencia y la deformidad física, así que decidió tomar buena nota de ello.
Bajó su arma muy despacio, pero la depositó sobre la mesa, ante sí, y tamborileó brevemente con los dedos contra el metal.
—No sé lo que va a pedirme, pero la respuesta es no —dijo tras un momento de titubeo—. No sé qué necesita, pero no lo tengo. No sé qué le ha traído aquí, pero me da igual.
El agente Martin se agachó y recogió el maletín de piel que había dejado a sus pies. Lo arrojó a la tarima, donde cayó con un ruido como el de una bofetada, que resonó en la sala. Se deslizó hasta detenerse junto a una esquina de la mesa.