—¿Qué descubrimientos, si puede saberse? —preguntó Clayton, esforzándose por disimular el temblor en su voz.
El agente Martin sonrió.
—Verá, profesor, sé quién es usted en realidad. Clayton no dijo nada, pero notó que un frío glacial le recorría todo el cuerpo.
—Hopewell, Nueva Jersey —susurró el agente—. Allí pasó usted sus primeros nueve años de vida… hasta una noche de octubre de hace un cuarto de siglo. Entonces se marchó para no volver. Fue entonces cuando empezó todo, ¿estoy en lo cierto, profesor?
—¿Cuando empezó qué? —espetó Clayton.
El agente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, como un niño en un patio de colegio que comparte un secreto.
—Ya sabe a qué me refiero. —Hizo una pausa para observar el impacto de sus palabras en el semblante de Clayton, como si éste no esperase una respuesta a su pregunta. Dejó que el silencio que invadió el espacio entre ellos envolviese al profesor como bruma matinal en un día fresco de otoño. Luego asintió con la cabeza—. De verdad espero recibir noticias suyas esta tarde, profesor. Hay mucho trabajo por hacer y me temo que poco tiempo para realizarlo. Lo mejor será poner manos a la obra cuanto antes.
—¿Se trata de una especie de amenaza, agente Martin? En ese caso, más vale que sea más explícito, porque no tengo la menor idea de lo que me habla —dijo Clayton rápidamente, demasiado para resultar convincente, como comprendió en el momento en que las palabras salieron de manera atropellada de su boca.
El agente se sacudió ligeramente, como un perro al despertar de su siesta.
—Ah —contestó pasivamente—. Sí, creo que sí que tiene idea. —Titubeó por unos instantes—. Creía que podía esconderse, ¿verdad?
Clayton no respondió.
—¿Creía que podría esconderse para siempre?
El agente hizo un último gesto en dirección al maletín, que estaba apoyado contra una esquina de la mesa. Luego se volvió y, sin mirar atrás, subió a paso veloz los escalones con movimientos ágiles y enérgicos. Dio la impresión de que la oscuridad del fondo de la sala se lo tragaba. Un torrente de luz invadió la estancia cuando la puerta trasera se abrió al pasillo bien iluminado, y la silueta de las anchas espaldas del agente apareció en el vano. La puerta se cerró con un golpe seco, dejando por fin al profesor solo en la tarima.
Jeffrey Clayton se quedó sentado inmóvil, como fusionado con su asiento.
Por un instante miró en torno a sí con ojos desorbitados, respirando con dificultad. De pronto le pareció insoportable que no hubiera ventanas en la sala de conferencias. Era como si le faltase el aire. Con el rabillo del ojo, vio que la luz roja de la alarma continuaba parpadeando apremiante, desatendida.
Clayton se llevó la mano a la frente y lo comprendió: «Mi vida se ha acabado.»
Atravesó el campus andando despacio, haciendo caso omiso de los grupos de estudiantes que bloqueaban el paso en los caminos, distraído por pensamientos fríos y una angustia gélida que parecía proceder de un rincón desconocido de su interior.
El anochecer acechaba en los confines de aquella tarde de otoño, filtrando la oscuridad a través de las ramas desnudas de los pocos robles que aún salpicaban el paisaje de la universidad. Una breve racha de viento frío penetró a través del abrigo de lana de Jeffrey Clayton, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Irguió la cabeza por un momento y dirigió la mirada hacia el oeste, donde la veta morada rojiza del horizonte se arrugaba en las colinas lejanas. El cielo mismo parecía desvanecerse en una docena de tonos de gris claro, cada uno de ellos un anuncio del invierno que se acercaba inexorable. Para Clayton era la peor época del año en Nueva Inglaterra, cuando la sinfonía de colores otoñales se había apagado y aún no caían las primeras nevadas. El mundo parecía replegarse en sí mismo, vacilante como un anciano cansado de la vida, avanzando trabajosamente sostenido por huesos viejos y quebradizos que duelen con cada paso, cumpliendo los deberes rutinarios, consciente de que la primera helada de la muerte estaba próxima.
A unos cincuenta metros de distancia, frente a la sala Kennedy, uno de tantos edificios desangelados de cemento que habían reemplazado los antiguos ladrillos y la hiedra, estalló una trifulca. La brisa fría transportaba las voces airadas. Jeffrey se agachó y se parapetó tras un árbol. Más valía no ser alcanzado por una bala perdida, pensó. Aguzó el oído, pero no logró dilucidar el motivo de la discusión; no oía más que torrentes de obscenidades lanzadas de un lado a otro como hojas secas arrastradas por un remolino.
Vio a un par de policías del campus dirigirse a toda prisa hacia el alboroto. Llevaban botas pesadas con puntera metálica y coraza de cuerpo entero. Sus pisadas sonaban como cascos de caballos contra el pavimento de macadán. No se les veían los ojos tras la visera opaca de su casco. Advirtió que un segundo par de agentes se acercaba a toda prisa desde otra dirección. Cuando pasaron corriendo, una farola se encendió de pronto, arrojando una luz amarilla que destelló en sus armas desenfundadas. Ahora la policía del campus sólo patrullaba en parejas; Clayton tenía entendido que desde el incidente que se había producido en el semestre de invierno, cuando varios miembros de una hermandad universitaria habían apresado a un secreta que trabajaba en una operación antinarcóticos y le habían prendido fuego en el sótano después de arrancarle la ropa y perpetrar toda clase de vejaciones contra su cuerpo inconsciente. Un exceso de alcohol y de drogas, un poco de queroseno, y una absoluta falta de escrúpulos.
El agente había muerto y la casa de la hermandad había quedado reducida a cenizas. Los tres estudiantes responsables de lo ocurrido nunca fueron juzgados por el crimen, pues el incendio había acabado con casi todas las pruebas, aunque en el campus todo el mundo sabía quiénes eran. Ahora sólo quedaba uno de los tres. Uno había muerto antes de la graduación en circunstancias extrañas en una de las torres donde vivían los estudiantes. O se había caído o lo habían empujado desde la planta vigésimo segunda por un hueco de ascensor vacío. El otro se había matado en un accidente de tráfico una noche de agosto en el cabo Cod, cuando su coche deportivo cayó en una ciénaga en la que crecían arbustos de arándanos y se ahogó.
Había pruebas, según le habían contado a Jeffrey, de que había habido otro vehículo involucrado, y de que se había producido una persecución a gran velocidad y a altas horas de la noche. Sin embargo, la policía del estado en aquella jurisdicción lo había declarado un accidente de un solo coche. El cuerpo de seguridad del campus era, naturalmente, una delegación de la policía estatal.
Se rumoreaba que el tercer estudiante había regresado para cursar el último año de carrera, pero nunca salía de su habitación y enloquecía por momentos o se estaba muriendo lentamente de inanición, atrincherado en la residencia.
Ahora, a la vista de Clayton, los cuatro policías se abrían paso entre la multitud. Uno de ellos blandía una porra de grafito describiendo un arco amplio. A su izquierda se oyó el ruido de un vidrio que se hacía añicos seguido de un agudo alarido de dolor. Clayton salió de detrás del árbol y vio que el tumulto se había dispersado y perdido intensidad, y que varios estudiantes se alejaban a paso veloz. Los cuatro agentes tenían a sus pies a un par de jóvenes esposados y tirados en el frío suelo. Uno de los adolescentes arqueó la espalda para escupir a los policías, que respondieron propinándole una fuerte patada en las costillas. El chico pegó un grito que resonó entre los edificios del campus.
El profesor se fijó entonces en un puñado de mujeres jóvenes que observaban la escena desde una ventana en la primera planta de la Facultad de Gestión Racial. Por lo visto el espectáculo les parecía divertido, pues señalaban y se reían, a salvo tras el cristal antibalas de la ventana. Sus ojos se desplazaron hasta la planta baja del edificio de aulas, que estaba a oscuras. Esta era la norma para casi todos los departamentos en el recinto universitario; se consideraba demasiado difícil y caro mantener abiertas las oficinas y las aulas situadas a nivel del suelo. Había demasiados robos, demasiado vandalismo. Así pues, las plantas bajas habían quedado abandonadas y ahora estaban llenas de pintadas y vidrios rotos. Se habían instalado puestos de seguridad al pie de las escaleras que conducían a las plantas superiores, lo que impedía la entrada de la mayor parte de las armas en las aulas. No obstante, el problema que había surgido recientemente era la propensión de algunos estudiantes a provocar incendios en las habitaciones vacías situadas debajo de las aulas donde debían examinarse. Ahora, durante la época de exámenes, el cuerpo de seguridad hacía pruebas soltando perros guardianes en los recintos desocupados. Los animales tendían a aullar mucho, lo que dificultaba la concentración durante el examen, pero, por lo demás, el plan parecía funcionar.
Los policías habían levantado a los dos estudiantes detenidos y ahora caminaban en dirección a Clayton. Éste se percató de que se mantenían vigilantes, volviendo la cabeza a izquierda y derecha, mirando hacia las azoteas.
«Francotiradores», pensó Clayton. Prestó atención por si oía el zumbido de un helicóptero que también estuviese guardándoles las espaldas.
Por un momento supuso que sonarían disparos, pero no ocurrió. Esto le sorprendió; se creía que más de la mitad de los veinticinco mil estudiantes de la universidad iban armados casi todo el tiempo, y practicar el tiro al blanco de vez en cuando con policías del campus era un rito iniciático, tal como lo era un siglo atrás darse ánimos antes de un partido. Los sábados por la noche el Servicio Sanitario para Estudiantes atendía de promedio a una media docena de víctimas de tiroteos al azar, además de los casos habituales de apuñalamientos, palizas y violaciones. En general, sin embargo, sabía que las cifras no eran terroríficas, sólo constantes. Le recordaban la suerte que tenía de que la universidad estuviese en una ciudad pequeña y aún eminentemente rural. Las estadísticas en los centros educativos importantes de las grandes urbes eran mucho peores. La vida en esos mundos era realmente peligrosa.
Enfiló el camino, y uno de los policías se volvió hacia él.
—Hola, profesor, ¿cómo le va?
—Bien. ¿Ha habido algún problema?
—¿Lo dice por estos dos? Qué va. Son estudiantes de Empresariales. Se creen que ya son dueños del mundo. Sólo pasarán la noche en el trullo. Así se les bajarán los humos. Tal vez así aprendan la lección. —El policía dio un tirón a los brazos torcidos del adolescente, que soltó una maldición por el dolor. Pocos agentes de seguridad del campus habían cursado siquiera una asignatura universitaria en su vida. En su mayoría eran producto del nuevo sistema de formación profesional del país, y en general despreciaban a los universitarios entre los que vivían.
—Bien. ¿Nadie se ha hecho daño?
—Esta vez no. Oiga, profesor, ¿está solo?
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
El policía vaciló. Su compañero y él sujetaban a uno de los combatientes entre los dos, y lo iban arrastrando por el camino. El agente negó con la cabeza.
—No debería andar solo, sobre todo al anochecer, profesor. Ya lo sabe. Debería llamar al servicio de escolta. Podrían enviarle a un guardia que le acompañe hasta el aparcamiento. ¿Va armado?
Jeffrey dio unas palmaditas a la pistola semiautomática que llevaba al cinto.
—Vale —dijo el policía despacio—. Pero, profesor, lleva la chaqueta abotonada y con la cremallera subida. Tiene que poder echar mano del arma rápidamente, sin necesidad de quedarse medio desnudo antes de poder disparar un solo tiro. Joder, para cuando consiga sacar la pistola, uno de esos estudiantes estirados de primero con un fusil de asalto y una buena dosis de mala baba y de pastillas le convertirá en un queso Gruyere…
Los dos policías prorrumpieron en carcajadas, y Jeffrey asintió con la cabeza, sonriendo.
—Sería una forma bastante desagradable de morir. Convertido en un psicosándwich o algo así —comentó—. Un poco de jamón, un poco de mostaza y Gruyere. Suena bien.
Los policías seguían riendo.
—Vale, profesor. Tenga cuidado. No quiero acabar metiéndole en una bolsa de cadáveres. Procure ir por caminos distintos cada vez.
—Chicos —replicó Jeffrey, con los brazos abiertos en un gesto amplio—, no soy tan tonto. Así lo haré, por supuesto.
Los agentes asintieron con la cabeza, pero él sospechaba que estaban convencidos de que cualquiera que enseñara en la universidad era, sin lugar a dudas, tonto. Con otro tirón a los brazos de sus prisioneros, reanudaron la marcha. El joven gritó que su padre los demandaría por brutalidad policial, pero sus quejas y chillidos quedaron disipados por el viento de primera hora de la noche.
Jeffrey los observó alejarse por el patio interior. Su camino estaba iluminado por el resplandor amarillento de las farolas, que tallaban círculos de luz en la oscuridad creciente. Luego echó a andar de nuevo a toda prisa. No se detuvo a mirar un coche incendiado con un cóctel Molotov que ardía sin control en uno de los aparcamientos que no tenían vigilancia. Unos momentos después, una estudiante prostituta surgió de las sombras para ofrecerle sexo a cambio de créditos académicos, pero él rehusó enseguida y siguió adelante, pensando de nuevo en el maletín que llevaba y el hombre que al parecer sabía quién era él.
Su apartamento estaba a varias manzanas del campus, en una calle lateral relativamente tranquila donde antes se encontraban las llamadas residencias para el personal docente. Se trataba de casas más antiguas de tablas, encaladas, con estructura de madera y unos ligeros toques Victorianos: amplias galerías y vidrieras biseladas. Una década atrás tenían gran demanda, en parte por su interés nostálgico y su solera de siglos. Sin embargo, como todo lo que era antiguo en la comunidad, el sentido práctico había disminuido su valor; se prestaban a allanamientos, pues estaban aisladas, bastante retiradas de las aceras, a la sombra de árboles y arbustos, lo que las hacía vulnerables, junto con un cableado obsoleto e inadecuado para los sistemas de alarma con detección de calor. El apartamento del propio Clayton contaba con un dispositivo de videovigilancia más anticuado.
Por costumbre, era lo primero que comprobaba al llegar. Un visionado rápido de la grabación le mostró que los únicos que habían visitado su casa eran el cartero del lugar —acompañado, como siempre, por su perro de ataque—, y, poco después de marcharse éste, dos mujeres jóvenes con pasamontañas para que no las reconocieran. Habían intentado accionar el picaporte —buscando la forma fácil de entrar—, pero el sistema de choques eléctricos que él mismo había instalado las hizo cambiar de idea. No era lo bastante potente para matar a una persona, pero sí para que quien tocase el picaporte sintiera que le machacaban el brazo con un ladrillo. Al ver a una de las mujeres caer al suelo, aullando de rabia y dolor en las imágenes grabadas, experimentó cierta satisfacción. Él había diseñado el sistema, basándose en sus conocimientos de la naturaleza humana. Es probable que cualquiera que intente entrar por la fuerza en algún sitio pruebe primero con el picaporte, sólo para asegurarse de que la puerta esté efectivamente cerrada con llave. La suya, por descontado, no lo estaba. En cambio, estaba electrificada con una corriente de setecientos cincuenta voltios. Volvió a poner en marcha la cámara de vídeo.