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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (6 page)

BOOK: Ira Divina
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El otro hombre se recostó en la silla y lo miró desafiante. Los ojos de color celeste le brillaban.

—Que se una a nosotros.

—¿A nosotros? ¿Quiénes son «nosotros»?

—Al NEST.

Tomás frunció el ceño, sorprendido por la sugerencia.

—¿Yo? ¿Con qué propósito?

—Mire, el NEST tiene equipos especiales en Europa, en la región del golfo Pérsico y en la base aérea de Diego García, en el Índico. Lo necesitamos para nuestro equipo europeo.

—Pero ¿por qué yo? No soy militar, ni ingeniero, ni físico nuclear. No veo cómo podría serles útil.

—No sea modesto. Tiene usted otros talentos.

—¿Cuáles?

—Es un criptoanalista de primera categoría, por ejemplo.

—¿Y qué? Seguro que ustedes tienen otros, probablemente con más talento que yo.

—No. Usted es único.

—No veo en qué…

Frank Bellamy jugó con la cucharilla de postre.

—Dígame una cosa. ¿Dónde ha pasado el último año?

La pregunta desconcertó a Tomás.

—Bueno…, en El Cairo. ¿Por qué?

—¿Qué ha estado haciendo allí?

—Estuve en la Universidad de Al-Azhar para completar una especialidad en islamismo y aprender árabe.

—¿Por qué?

—Porque es muy útil para mi estudio de lenguas de Oriente Medio. Como sabe, hablo y leo arameo, la lengua de Jesús, y hebreo, la lengua de Moisés. El árabe, al ser la lengua de Mahoma, puede ayudarme como instrumento de investigación en la historia de las grandes religiones. Además de eso, el primer tratado de criptoanálisis se redactó en árabe.

—¿Y aprendió alguna cosa útil en El Cairo?

—Sí, claro. De hecho, hasta doy clases a alumnos musulmanes en Lisboa. ¿Por qué lo pregunta?

El norteamericano inclinó la cabeza hacia delante, apoyo los codos sobre la mesa y clavó los ojos en Tomás.

—¿Y todavía me pregunta por qué? Es usted un excelente criptoanalista, lee y habla árabe, además conoce el islam a fondo y, después de oírme hablar del tipo de amenaza a la que estamos expuestos, ¿aún me pregunta por qué? ¡Tiene guasa el asunto!

El portugués respiró profunda y lentamente.

—Ah, ahora lo entiendo todo…

—¡Menos mal!

—Pero no cuente conmigo. No quiero formar parte de la organización a la que representa.

—¿Prefiere hacer como el avestruz: meter la cabeza en la arena y fingir que no ocurre nada? Pues debo decirle que están pasando cosas muy graves, cosas de las que la gente normal no tiene ni la menor idea. Y usted nos puede ayudar a hacerles frente.

—Pero ¿por qué motivo tengo que ayudar a Estados Unidos? Ustedes crearon el problema en Iraq y ahora van por ahí lamentándose. ¿Por qué tenemos que ayudarlos?

—El problema no es exclusivamente norteamericano. También es europeo.

—Vaya, vaya, ahora me viene con esas historias.

Bellamy torció los labios finos y se recostó de nuevo en la silla, entrelazando los dedos, con la atención siempre fija en el portugués.

—Hemos descubierto una cosa, Tom. Necesitamos su ayuda.

—¿De qué se trata?

—De un correo electrónico de Al-Qaeda.

—Qué tiene de especial ese correo.

—Aún no se lo puedo decir. Sólo le podremos dar esa información cuando se una a nosotros.

—Eso es pura palabrería.

Un esbozo de sonrisa cruzó la mirada fría y calculadora del hombre de la CIA.

—Dígame algo, Tom. ¿Le gusta Venecia?

Tomás no entendía el cambio en el derrotero de la conversación y no supo qué responder. Se dejó arrastrar: quería ver adónde iba a parar todo aquello.

—Es una de mis ciudades favoritas. ¿Por qué?

—Venga conmigo a Venecia.

El portugués soltó una carcajada.

—Me gusta Venecia, pero le confieso que tenía in mente otro tipo de compañía… Tal vez una figura con más curvas. También puede que el género tenga algo que ver. Aparte de eso, estoy aquí de vacaciones con mi madre y no tengo la menor intención de dejarla sola.

—¿Y cuándo acaban sus vacaciones?

—Pasado mañana.

—Perfecto. He hecho escala en las Azores de camino a Venecia. Nos encontramos allí dentro de tres días.

—¿Qué hay de especial en Venecia?

—El Gran Canal.

Tomás volvió a reírse.

—¿Y qué más?

—Una señora a la que me gustaría que conociera.

—¿Quién?

Frank Bellamy se levantó y dio el almuerzo por terminado. Sacó la cartera del bolsillo y, con displicencia, soltó un billete grande sobre la mesa antes de responder.

—Una mujer de bandera.

4

E
l hombre que apareció al fondo del pasillo tenía de algún modo un aspecto ascético. Era delgado, vestía
jalabiyya
, la larga túnica blanca que los hombres más religiosos acostumbran a usar, y llevaba una barba negra, larga y tupida.

—¡Es él, es él! —dijo una voz excitada entre el grupo de niños que esperaba en la puerta del aula.

—¿Quién? —preguntó Ahmed, mientras miraba intrigado la figura que recorría lentamente el pasillo.

—¡El nuevo profesor, estúpido!

El profesor de religión se había retirado el año anterior, por lo que un maestro nuevo se encargaría ahora de las clases. Ahmed asistía a una madraza financiada por Al-Azhar, la institución educativa más poderosa del mundo islámico. Estudiaba matemáticas, árabe y el Corán. Las clases de religión ocupaban más de la mitad del tiempo en la madraza, aunque sus principales conocimientos sobre el islam los había adquirido en casa o en la mezquita, con el jeque Saad, su maestro desde hacía casi cinco años. Había pasado casi todo ese tiempo, no discutiendo sobre el islam, sino recitando el Corán, tarea que le entusiasmaba y le hacía sentirse mayor. Había llegado ya a la sura 24 y sabía que, cuando se aprendiera todo el Libro Sagrado al dedillo, su familia lo respetaría mucho y lo considerarían un muchacho muy devoto.

Sin embargo, todo iba a cambiar con la aparición de aquel hombre al fondo del corredor. El nuevo profesor se aproximó a la puerta del aula y aflojó el paso. Hizo una señal con la cabeza a los alumnos para que entraran y ocupó su lugar al frente de la clase.


As salaam alekum
—saludó—. Me llamo Ayman bin Qatada y soy vuestro nuevo profesor de religión. Para comenzar la clase, recitemos la primera sura.

Las lecciones eran muy parecidas a las que Ahmed había recibido sobre el islam en la madraza, en casa y en la mezquita. El profesor Ayman tenía una voz rica en tonalidades y engañosamente suave. Sus palabras y su tono de voz manifestaban tanta fuerza en algunos momentos que, pasadas unas clases, se mostró capaz de galvanizar a los alumnos e inflamar la clase con episodios emotivos.

Pronto quedó claro para todos que las clases no consistirían sólo en recitar el Corán a coro. Interesante e imaginativo, el profesor Ayman contaba muchas historias que animaban a participar a los alumnos, lo que hacía sus lecciones de religión muy estimulantes. De hecho eran, quizá, las clases más interesantes de la madraza.

A partir de un momento, la materia se desvió un poco de las enseñanzas del profesor anterior o de las que el jeque Saad impartía a Ahmed en casa o en la mezquita. Hasta que un día, el profesor Ayman dio una lección que sería inolvidable.

Después de recitar algunas suras, el profesor no se concentró en dar mensajes sobre las virtudes del Corán, como solía hacer su antecesor, sino en explicar la historia del islam. Con brillo en los ojos y un timbre de voz encendido e inflamado, dedicó el resto de la clase a hablar de la grandeza del imperio erigido en nombre de Alá.

—Mahoma, que la paz sea con él, comenzó la expansión del islam con la fuerza de la espada —explicó el profesor Ayman con el puño levantado en el aire, como si él mismo blandiera una cimitarra ensangrentada—. Cuando estaba en Medina, el Profeta, que Alá lo acoja para siempre en su seno, inició la conversión de los árabes a la fe verdadera. Lo hizo predicando, pero también lanzando una guerra contra las tribus de La Meca. Necesitó veintiséis batallas, pero el mensajero divino, por la gracia de Alá, acabó sometiendo a todo el pueblo árabe y lo convirtió al islam. Cuando los musulmanes se congregaron en La Meca para el primer Hadj, Mahoma, que la paz sea con él, subió al monte Arafat y pronunció un discurso de despedida.

El profesor inspiró hondo, como si en ese momento emulara al Profeta.

—«A partir de hoy, ya no habrá dos religiones en Arabia. He descendido con la espada en la mano y mi riqueza surgirá de la sombra de mi espada. Y aquel que esté en desacuerdo conmigo será humillado y perseguido».

Los alumnos no conocían estas palabras del Profeta, pero, al oírlas en boca del profesor exaltado, toda la clase se levantó con una sola voz.


Allah u akbar
! —gritaron los alumnos al mismo tiempo—. Dios es el más grande.

Ayman sonrió, satisfecho con la muestra de fervor religioso. No obstante, se había formado demasiado bullicio en el aula e hizo un gesto con ambas manos para devolver el silencio a la clase.

—Días después de su sermón final, Mahoma, que la paz sea con él, contrajo una fiebre que duró veinte días y murió. Tenía sesenta y cuatro años cuando Alá lo llamó al jardín eterno. En ese momento, ya toda Arabia era musulmana.


Allah u akbar! Allah u akbar
! —repitieron en varias ocasiones los alumnos.

El profesor pidió de nuevo calma.

—¿Pensáis que la muerte del Profeta, que la paz sea con él, fue el fin de la historia? —dijo negando con la cabeza—. Ni mucho menos. Fue sólo el principio de una gloriosa epopeya. Tras la muerte de Mahoma, que la paz sea con él, la
umma
se dividió de forma temporal, pero finalmente escogió un sucesor. ¿Sabéis quién fue?

—El califa —respondió un alumno de inmediato.

—Claro que el sucesor fue el califa —dijo Ayman, algo exasperado por la respuesta—. Califa quiere decir «sucesor», eso lo sabe todo el mundo. Lo que yo quiero saber es quién fue el primer califa.

—Abu Bakr —dijeron otros dos.

—Abu Bakr —confirmó el profesor—. Era uno de los suegros de Mahoma, que la paz sea con él. Abu Bakr y los tres califas que lo sucedieron se conocen como los cuatro Califas Bien Guiados, porque escucharon la revelación de labios del propio Profeta y porque aplicaron la
sharia
, protegieron a la
umma
y atacaron a los
kafirun
.

Todos los alumnos de la clase sabían que la
sharia
era la ley islámica, que la
umma
era el conjunto universal de la comunidad islámica, y los
kafirun
, el plural de
kafir
, los infieles; sin embargo, uno de ellos levantó tímidamente la mano. Fue Ahmed, para quien la afirmación del Profeta de que su riqueza procedía de la sombra de la espada constituía una novedad. Ni el jeque Saad ni su anterior profesor en la madraza le habían hablado de aquella frase.

—¿Y cómo lo hicieron, señor profesor?

—Claro está, de la misma manera en que lo había hecho el Profeta, que la paz sea con él. Con el Santo Corán en una mano y la espada en la otra. Abu Bakr desempeñó el califato con pleno respeto a la Justicia de Dios, contemporizando cuando correspondía contemporizar y castigando cuando fue necesario. El segundo califa, Omar ibn Al-Khattab lanzó una gran yihad contra las naciones fronterizas con Arabia, como Egipto y Siria, Persia y Mesopotamia, para expandir la fe y el imperio. Por la gracia de Alá, conquistamos incluso Al-Quds. —Alzó el puño victorioso—.
Allah u akbar
!


Allah u akbar
! —repitió la clase, entusiasmada.

Nada de esto era nuevo para los alumnos, pero el profesor tenía el don de explicarlo de una forma que resultaba más interesante.

—Crecimos, prosperamos y extendimos la
sharia
por el mundo conforme al mandato de Alá en el Santo Corán. —El tono entusiasta e inflamado de Ayman se volvió súbitamente lúgubre—. Pero la muerte de Uthman bin Affan (el tercero de los cuatro Califas Bien Guiados, asesinado por rebeldes musulmanes, los jarichíes) complicó las cosas. Cuando comenzó su reinado, Ali ibn Abu Talib, el cuarto califa, decidió no vengar el asesinato del tercer califa por temor a que la insurrección de los jarichíes se propagara. Su decisión iba contra la
sharia
y los mandamientos divinos, como señaló el gobernador de Siria, Muawiyya, que exigió que se castigara a los jarichíes. Cuando el califa Ali no cedió, Muawiyya concluyó que Ali había violado la
sharia
y no era el califa legítimo, por lo que se rebeló. Ali respondió argumentando que él era el sucesor de Mahoma y que el Profeta, que la paz sea con él, jamás permitiría una revuelta contra él, por lo que el propio Muawiyya había violado la
sharia
. La
umma
se dividió así esencialmente en dos bandos: los chiíes, que apoyaban a Ali, y los suníes, partidarios de Muawiyya. Se sucedieron las batallas entre ambos bandos, pero, con la muerte de Ali, Muawiyya se convirtió en califa. Con él se inició la primera dinastía de califas, la dinastía omeya.

—Nosotros somos suníes, ¿no? —preguntó un alumno.

—La
umma
es suní —sentenció Ayman—. Sólo Irán es chií. Irán y partes de Iraq y del Líbano. Pero nosotros somos los musulmanes legítimos, los suníes. Ocupamos desde Marruecos a Pakistán, de Turquía a Nigeria, somos la verdadera
umma
. Los chiíes están en apostasía por haberse quedado del lado de Ali, después de que éste hubiera violado la
sharia
, y por adorar santos, como Ali y su hijo Hussein.

—¿Y después?

—Y después, ¿qué?

—¿Qué pasó cuando comenzó la primera dinastía de califas?

—¡Ah, la dinastía omeya! —exclamó el profesor, retomando el hilo—. Pues… siguieron tiempos turbulentos. El califato se estableció en Damasco, pero la rebelión de los jarichíes continuaba, lo que impidió al ejército islámico concentrarse en su misión principal, la expansión y la conquista, al tener que ocuparse de pacificar el imperio. Muawiyya recurrió a todos los métodos posibles, entre ellos grandes matanzas, para conseguir poner fin a la revuelta de los jarichíes. Lo más importante es que su hijo Yazid, cuando accedió al califato, aplastó otro levantamiento conducido por Al-Hussein ibn Ali, un nieto de Mahoma, que la paz sea con él. El califa decapitó a Hussein y exterminó a su familia.

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