—Sí, jeque.
—¿Cuántos años tienes?
—Siete.
—¿Eres un buen musulmán?
Ahmed asintió con la cabeza con convicción.
—Lo soy.
—¿Cumples con el ayuno en Ramadán?
Confuso, el niño miró a su padre de reojo, sin saber qué debía responder.
—Yo…, mi familia… —tartamudeó—. Mi padre…, mi padre no me deja.
El jeque Saad soltó una carcajada a la que se unió el anfitrión.
—¡Y hace muy bien! —exclamó el visitante, que se reía aún con la turbación del niño—. El Profeta, en su inmensa sabiduría, eximió a los niños del ayuno.
Se arregló el turbante, que se le había descolocado con la carcajada, y siguió preguntando:
—Ahora dime, ¿cuántas veces rezas al día?
—Cinco.
El mulá levantó las cejas con una expresión incrédula.
—¿De verdad? ¿Te levantas también de madrugada para la primera oración?
—Sí —repuso Ahmed con gran resolución.
—¡No me lo creo!
—Lo juro.
El jeque miró al anfitrión buscando confirmación de lo que el niño le decía.
—Es verdad —garantizó el señor Barakah—. Antes de que salga el sol, ya está rezando. Es muy devoto.
—¿Y lo hace todos los días?
El padre miró al hijo de soslayo.
—Bueno, no todos los días. A veces se queda dormido, el pobre.
—En cualquier caso, me parece muy bien —afirmó el jeque Saad, impresionado—. Muy bien, Ahmed. Te felicito. Sin duda eres un buen musulmán.
El muchacho casi reventaba de orgullo.
—Sólo cumplo con mi deber —dijo con fingida modestia.
El mulá hizo un gesto en dirección a su anfitrión.
—Y tu padre cree que te gustaría conocer mejor la palabra de Alá. ¿No es así?
Ahmed dudó y lanzó una nueva mirada huidiza a su padre, como si intentara entender el sentido de aquella pregunta.
—Ya has visto al jeque Saad en nuestra mezquita, ¿no? —intervino el señor Barakah—. Es el mulá que nos guía y es un profundo conocedor del Libro Sagrado. Le he pedido que te enseñe el Corán y las oraciones, para ayudarte a profundizar en tus conocimientos del islam. Él ha tenido a bien aceptar, lo que es un gran honor para nosotros. De ahora en adelante, el jeque será tu maestro. ¿Lo has entendido?
—Sí, padre.
—Serás un buen alumno y crecerás como un musulmán virtuoso —sentenció el señor Barakah—. Vivirás de acuerdo con las enseñanzas del Profeta y las leyes de Alá.
—Sí, padre.
El anfitrión se inclinó sobre la mesa, cogió una tetera humeante y sirvió té en la taza del visitante, cuya mirada seguía siendo afable y bondadosa.
—Mañana es el primer día del mes de Moharram y celebramos la Hégira —dijo el mulá.
Hizo una pausa para tomar un sorbo de té y preguntó al muchacho:
—¿Sabes qué es la Hégira?
—Es la huida del Profeta a Medina, jeque.
El jeque depositó la taza sobre la mesa sonriendo.
—Es un día excelente para empezar las lecciones.
El jeque Saad dejó el libro con gran ceremonia y, sin leer, comenzó a recitar. Su voz fluía entonando una melodía cadenciosa. Tenía los ojos cerrados en la contemplación de las palabras divinas y las manos abiertas como si fueran a recibir el cielo.
—
Bismillah Irrahman Irrahim
! —entonó—. En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso.
Se paró para dar a su pupilo la oportunidad de que recitara el siguiente versículo.
—
Al-hâmdo li’ Lláhi Râbbil-álamin, arrahmáni’ rrahim, Máliqui yâumi’ ddin
—respondió Ahmed—. La alabanza a Dios, Señor de los mundos. El Clemente, el Misericordioso. Rey del Día del Juicio.
—
Iyyáca nâebudo wa-Iyáca naçtaín
! —prosiguió el mulá—. A ti te adoramos y a ti te pedimos ayuda.
—
Edhená’ çeráta’ lmustaquim, çeráta’ ladina aneâmta âlaihim, gâiri’ lmaghdubi âlaihim, walá’ dalin
! —entonó el muchacho—. Condúcenos al camino recto, camino de aquellos a quienes has favorecido, que no son objeto de tu enojo y no son los extraviados.
[1]
—
Amin
! —solfearon ambos al mismo tiempo, al proferir el amén con el que se cerraba la plegaria.
El jeque abrió los ojos, acarició la tapa del libro con cariño y miró a su joven pupilo.
—Así dice la
fatiha
, la primera sura del Corán —dijo refiriéndose al corto capítulo inicial.
Luego, cogió el libro con cuidado, lo levantó hasta ponerlo a la altura del rostro de Ahmed, como si sostuviera en sus manos una corona imperial, y le preguntó al muchacho:
—¿Qué sabes del Corán?
El muchacho arqueó las cejas.
—¿Yo, jeque? El Corán es el Libro de Libros, la voz de Alá que nos habla directamente.
—¿Y sabes quién lo escribió?
Ahmed miró el libro, luego al maestro, y de nuevo el libro. La pregunta le desconcertaba, de tan obvia que era la respuesta.
—Bueno…, fue Alá. El propio Alá lo escribió.
El mulá sonrió y acarició de nuevo el volumen que tenía entre las manos.
—Ésta es una copia perfecta del libro eterno, el
Umm Al-Kittab
, que Dios guarda siempre junto a Sí. El Corán registra las palabras que Alá dirigió directamente a los creyentes y su revelación última a la humanidad. La voz de Dios, vibrante y poderosa, fluye por estas páginas sagradas y se derrama en estos versículos de belleza sin igual. No obstante, no olvides que para transmitir su mensaje, Alá
Al-Khalid
, el Creador, recurrió a su mensajero, el Profeta. En su último sermón antes de morir, Mahoma dijo: «Dejo tras mi paso dos cosas, el Corán y mi ejemplo, la sunna. Aquellos que los sigan nunca se sentirán perdidos». ¡Alabado sea el Señor!
—Alá
An-Nur
—respondió el discípulo—. Dios es la luz.
—La primera vez que Dios se manifestó fue una noche del mes de Ramadán, cuando Mahoma, como hacía a menudo, se recogió en una gruta de Hira para meditar. Sólo que esa vez se le apareció de repente el arcángel Gabriel, quien le dijo: «Lee». Mahoma era analfabeto y le explicó al arcángel que no sabía leer. El arcángel insistió tres veces y, como por arte de magia, el corazón de Mahoma se abrió a las palabras de Alá.
El jeque abrió de nuevo el Corán. Fue directo a las páginas finales y localizó el capítulo 96.
—Ésta es la sura de la revelación —dijo extendiendo el libro a su pupilo—. Lee tú los versículos revelados al Profeta en la gruta de Hira.
Ahmed cogió el volumen y leyó en voz alta la sura 96, las primeras palabras divinas que Mahoma escuchó.
—«¡Predica en el nombre de tu Señor, Él que te ha creado, que todo lo ha creado! Ha creado al hombre de un coágulo. ¡Predica! Tu Señor es el Dadivoso que ha enseñado a escribir con el cálamo: ha enseñado al hombre lo que no sabía».
Concluida la lectura de los primeros versículos revelados por Alá, el maestro alargó las manos y recuperó el libro.
—El Señor enseña por el cálamo lo que el hombre no sabía. O sea, Alá habla directamente a los creyentes a través del Corán. —Pasó una vez más la mano por la cubierta ricamente trabajada del libro—. Cuando Mahoma regresó a su casa en La Meca, se sentía confuso, pero acabó entendiendo que Alá lo había escogido como su mensajero. Siguieron luego nuevas revelaciones, con las que Alá le transmitió la esencia del islamismo. El Profeta las explicó a su mujer, Cadija, que de inmediato las abrazó y se convirtió así en la primera musulmana. Después las reveló a su primo, que también las aceptó y se convirtió a su vez en el primer musulmán. Pronto, el Profeta comenzó a predicar el islamismo en público, pero no le escucharon. Pasaron trece años sin que nadie prestara oído a sus prédicas. Y lo que es peor, como empezó a predicar contra los ídolos de La Meca, que atraían peregrinos y hacían prosperar el comercio de la ciudad, la población se volvió contra Mahoma. Fue entonces cuando un grupo de peregrinos le pidió que mediara en un conflicto antiguo entre dos grandes tribus de Medina, los aws y los jazray. Como su mediación dio buenos frutos, las dos tribus aceptaron el islam e invitaron al Profeta a vivir entre ellos. Toda vez que su propia tribu en La Meca lo perseguía, Mahoma aceptó la invitación y partió hacia Medina.
—¡Y eso fue hoy! —exclamó el pupilo, dando saltos por la excitación—. ¡Fue hoy!
El jeque sonrió.
—Sí, hoy es la Hégira —dijo mientras cogía una taza de té, de la que bebió dando sorbos pequeños—. Hoy se cumplen mil trescientos cincuenta y cuatro años desde que Mahoma dejó La Meca para atravesar el desierto que lo llevó a Medina.
Tras dejar la taza sobre la mesa, le preguntó a su pupilo:
—¿Y por qué es tan importante la Hégira?
El niño dudó, desconcertado. Conocía la historia de la Hégira, claro, pero se le escapaba la relevancia del acontecimiento. La marcha de Mahoma a Medina era importante porque los adultos decían que era importante y eso siempre le había bastado. Por eso, la pregunta del maestro le suscitaba cierta perplejidad. La Hégira es importante y punto. ¿Tenía que haber una razón para que lo fuera?
—Bueno… —comenzó en tono dubitativo y dócil—. La Hégira es importante porque… fue el primer día.
—¿El primer día de qué?
—¿Del año? —susurró casi con miedo.
—Sí, claro, la Hégira marca el inicio de nuestro calendario, eso lo sabe todo el mundo. Pero ¿por qué?
El niño bajó la cabeza, sin atreverse a responder. Aquella pregunta era muy difícil. Por más que pensaba, no se le ocurría nada. Al ver que su pupilo estaba en un callejón sin salida, Saad acudió en su ayuda.
—La Hégira es importante porque fue el primer día del islam —dijo con cierta condescendencia—. En Medina fue donde Mahoma fundó la primera comunidad musulmana y donde construyó la primera mezquita. Por eso, éste es el más santo de los días, el primero de los que restan por llegar, el que señala el comienzo del año. ¡Alabado sea el Señor!
Con la influencia del jeque Saad, Ahmed se convirtió en un niño aún más devoto. Hacía el
salat
completo, rezando cinco veces al día. Antes fallaba en ocasiones y se saltaba la oración de la madrugada, la más difícil, pues le interrumpía el sueño. Ahora no fallaba nunca. Cumplía tan rigurosamente con el
salat
que siempre tenía ojeras. Orgulloso de esas marcas oscuras bajo los ojos, las exhibía en la escuela y en la mezquita como trofeos, como la prueba inequívoca de su fe.
No obstante, el
salat
era tan sólo el segundo de los pilares del islam. El maestro procuró que Ahmed también respetara los restantes. El primero, la
shahada
, era el más fácil, porque no era más que una mera declaración afirmativa de la creencia en un solo Dios y el reconocimiento de que Mahoma era su mensajero. Eso ya lo había hecho de niño, pese a que entonces ni siquiera entendió qué decía. El jeque le insistía especialmente en que respetara el tercero de los pilares, el
zakat
: dar limosna a los necesitados.
—El Profeta, que Alá lo acoja para siempre en su seno, dijo: «No es un creyente quien se sacia mientras su prójimo pasa hambre».
Saad hizo un gesto, mostrando al pupilo el cuarto en el que le enseñaba el islam.
—Todo esto que te rodea puede pertenecer temporalmente a tu familia, pero su verdadero propietario es Dios. Por eso debemos ejercer siempre el
zakat
y compartir los bienes de Alá
Ar-Rahman
, el Misericordioso, con nuestros prójimos.
Después de esta conversación, Ahmed se propuso mostrar a Saad su generosidad a la hora de cumplir con el
zakat
y, durante la oración del viernes siguiente en la mezquita, aprovechó un momento en que el jeque lo miraba para entregar a un mendigo un billete que había guardado a propósito para la ocasión. Fue un gran sacrificio, porque era el dinero que había conseguido ahorrar durante los últimos meses, pero pensaba que así impresionaría a su maestro. Sin embargo, cuando miró a Saad, lo vio mover la cabeza con un claro gesto de disgusto.
El muchacho se quedó primero sorprendido y luego intrigado con esta reacción inesperada de su maestro. ¿No había sido suficientemente generoso? Al fin y al cabo, aquel billete era todo el dinero que tenía. Era la suma de toda la calderilla insignificante que el padre le había ido dando durante el último año y que había guardado con celo en una caja de zapatos. Le había costado mucho entregar todo su dinero al mendigo y sólo lo había hecho porque era un buen musulmán. ¿No había sido su acción la de un creyente respetuoso con las enseñanzas del islam? Lo cierto es que no veía nada malo en lo que había hecho. Si así era, ¿por qué desaprobaba el jeque aquel
zakat
? ¿Es que la cuantía era demasiado pequeña? Quizá debería haber dado aún más dinero, pero ¿qué dinero? ¡Él no era más que un niño que iba a la escuela! ¡Era todo lo que tenía!
La respuesta a todas estas dudas llegó en la clase siguiente.
—El problema no es la cantidad. Cada uno da lo que puede —explicó el maestro Saad en tono amable—. El problema es que el
zakat
debe darse de forma discreta.
—Pero ¿por qué, jeque?
—Para que el que pide no se sienta avergonzado —dijo señalando con el dedo de forma perentoria a su pupilo—. Y para que tú no te sientas superior a él.
Mostrándole las palmas de las manos, añadió:
—El Profeta dijo: «La mejor caridad es aquella que se da con la mano derecha sin que la mano izquierda ni siquiera lo sepa». Recuerda que no tienes que agradarme a mí ni a tus semejantes.
—Entonces, ¿a quién tengo que agradar, jeque?
—A Alá.
V
ista desde el cielo, la pequeña población de Furnas parecía un lugar sacado de un cuento de hadas, con casas pequeñas y muy bien mantenidas a lo largo de las laderas verdes, los huertos cuidados y los jardines arreglados. Acá y allá, se levantaban en el aire columnas de vapor, que indicaban la fuerte actividad geotérmica, visible en las fumarolas borboteantes del pequeño pueblo.
El helicóptero rodeó el grupo de casas y tomó tierra en un campo ajardinado, entre una vivienda y unas vacas que pastaban en el monte próximo, vagamente incomodadas con el estrépito de las hélices del intruso que allí tomaba tierra. El teniente Anderson fue el primero en bajar, y extendió la mano para ayudar a Tomás a salir. Se alejaron del helicóptero aprisa, con el cuerpo encorvado y la cabeza agachada, y sólo pararon delante de un Humvee militar que los esperaba en la carretera cercana. En cuanto saltaron al interior, el todoterreno arrancó y serpenteó por las calles tranquilas de Furnas.