—Entonces, puede entrar en erupción otra vez.
—Claro que sí. Pero cuando eso ocurra habrá indicios. Un volcán no entra en erupción máxima de un momento para otro. Antes hay una actividad que sirve de alerta.
Señaló unas casas que bordeaban el lago Azul.
—Mire, es un sitio tan seguro que hay gente que vive aquí. ¿Lo ve?
La madre miró el grupo de casas, con una expresión de pasmo en la mirada.
—Lo que me faltaba por oír. ¿Es un pueblo?
—Se llama Sete Cidades. Tiene unos mil habitantes.
Doña Graça se llevó las manos a la cabeza.
—¡Dios mío, están locos! ¿Cómo pueden vivir en el cráter de un volcán, Virgen Santísima? ¡Válgame Dios! ¿Y si revienta todo?
—Ya le he dicho que si el volcán volviera a la actividad, primero habría signos.
—¿Qué signos?
Tomás señaló los dos lagos que los rodeaban, uno azulado y otro verdoso como el bosque de los alrededores.
—Herviría el agua, por ejemplo. O comenzaría a salir humo del suelo y habría temblores de tierra de origen volcánico. No sé, muchos indicios que sirven de aviso. Pero como puede ver, ahora está todo tranquilo. No va a pasar nada.
Una brisa fresca descendía por las paredes del cráter enorme y recorría la superficie plácida de los lagos. Doña Graça se arregló el cuello de la chaqueta para taparse mejor y se cogió al brazo de su hijo.
—Hace frío.
—Tiene razón. Quizás es mejor que salgamos de aquí.
Entraron en el coche que estaba aparcado en la cuneta del puente y pronto se sintieron más confortados, protegidos del viento desagradable que soplaba fuera.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó la madre.
—No sé, ¿adónde quiere ir? Allí enfrente está Mosteiros…
—No —dijo ella, señalando las casas en el margen del lago Azul—. Vamos antes a ese pueblo.
Tomás encendió el motor del coche. Arrancó, dio media vuelta y pasó frente al coche negro del hombre rubio, camino del pueblo. Una placidez agradable se desperezaba en aquel rincón verde de la isla de São Miguel; era tanta la serenidad reinante que daba la impresión de que allí el tiempo se hubiera detenido.
Una señal indicaba la dirección a Sete Cidades. Al girar a la derecha, más por hábito que por desconfianza, Tomás miró por el retrovisor.
El coche negro del hombre rubio los seguía.
El automóvil que Tomás había alquilado en Ponta Delgada recorrió lentamente el pueblo de Sete Cidades, que parecía adormecido a aquella hora de la mañana. Las ventanas de las casas, cuidadas y bien arregladas, estaban abiertas y la ropa estaba tendida al sol, pero no había un alma por las calles.
—Es un lugar encantador —observó doña Graça—. Deberíamos haber traído aquí a tu padre.
Tomás, que mantenía la atención fija en el retrovisor, desvió la mirada hacia su madre. Algunos días eran mejores que otros, pero no había duda de que el alzhéimer estaba allí. Aquél parecía ser uno de los días buenos. Su madre lo reconocía y hablaba casi con normalidad con él, con tanta naturalidad que Tomás se olvidaba por momentos de la senilidad prematura que se había apoderado de ella. Sin embargo, el comentario sobre su padre le había recordado que aquella lucidez era engañosa y que había acontecimientos recientes que se habían borrado de la memoria de su madre. Por supuesto, uno de ellos era la muerte de su marido. Doña Graça hablaba de él como si aún viviera y Tomás ya había desistido de recordarle constantemente una verdad que olvidaría de inmediato. Y quién sabe si no era mejor así. Si creía que su marido aún estaba vivo, tal vez lo más sensato era dejarlo así. La ilusión parecía inofensiva y la hacía feliz.
—¡Mira allí! ¡Mira allí!
—¿Qué?
Su madre señaló una elegante fachada blanca con una torre en medio, coronada por una cruz.
—La iglesia. Venga hijo, vamos a verla.
Conociendo la manía de su madre por las cosas religiosas, Tomás no dudó en complacerla. Aparcó en la calle. Miró atrás y vio el pequeño automóvil negro doblar la esquina y parar junto al paseo, a unos cien metros de distancia.
—¡Qué demonios pasa! —exclamó, intrigado, aguantando la puerta del coche abierta.
—¿Qué sucede, hijo?
—Es aquel coche —dijo—. No ha dejado de seguirnos.
Su madre miró en dirección al automóvil.
—Estará paseando como nosotros. Déjalo.
—Pero va a donde vamos nosotros y se detiene donde paramos. No es normal.
Doña Graça sonrió.
—¿Crees que nos está siguiendo?
—Si no nos sigue, al menos lo parece.
—¡Vaya disparate! Se nota que ves muchas películas, Tomás. Cuando lleguemos a casa hablaré con tu padre. Me parece que tienes una imaginación muy fértil. Esta semana no vas a ver
El Santo
. La televisión hace estragos en la mente.
Tomás cerró la puerta del coche con estruendo y comenzó a andar en dirección al automóvil negro, dispuesto a aclarar la situación.
—Espéreme aquí, madre. Vuelvo dentro de un momento.
—Tomás, ¿adónde vas, hijo? ¡Ven aquí inmediatamente!
Tomás siguió caminando en dirección al coche. Al verlo aproximarse el hombre rubio del coche negro arrancó el vehículo y dio marcha atrás para mantener la distancia. Tomás se paró, asombrado por este comportamiento tan evidente.
—No me lo puedo creer —murmuró, atónito—. Resulta que el tipo me está siguiendo. Esto es increíble.
Avanzó en dirección al automóvil negro, esta vez un poco más deprisa. Una vez más, el hombre rubio dio marcha atrás. Parecía que estuvieran jugando al gato y al ratón, aunque no estaba claro quién era quién. Visto que el desconocido no se atrevía a enfrentarse a él, aunque, por lo visto hasta entonces no había tenido remilgos a la hora de seguirlo sin tomarse la molestia de disimular, Tomás dio media vuelta y regresó junto a su madre.
—¿Qué estás haciendo, Tomás? ¿Qué es toda esta historia?
—Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Ese hombre nos está siguiendo, pero parece que no quiere explicar por qué lo hace.
—¿Nos está siguiendo? ¿Por qué?
—No sé —respondió Tomás, encogiéndose de hombros—. Supongo que será sólo un chalado.
Resignado, señaló la fachada blanca.
—¿Vamos a ver la iglesia?
Siguieron caminando hacia la iglesia de Sete Cidades. Tomás volvió la cabeza un par de veces para comprobar si aún los seguían. El coche negro permanecía parado al fondo, pero, en cuanto la madre y el hijo cruzaron la puerta del santuario y desaparecieron en su interior, el vehículo volvió a moverse.
Se acercó y aparcó casi al lado de la iglesia.
La visita duró unos quince minutos y, en el momento en que Tomás y su madre se dirigieron hacia la salida para dejar la iglesia, se toparon con un hombre apoyado en la puerta, un perfil recortado en negro delante del haz de luz matinal. Cuando se acercaron, Tomás advirtió que era el hombre rubio de cabello corto, el del coche negro.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Tomás.
—
Professor Thomas Noronha
? —replicó el hombre, cuyo acento fuerte y nasal denotaba que era norteamericano.
—Tomás Noronha —corrigió el portugués—.
How can I help you
?
El hombre se quitó las gafas oscuras, sacó un carné del bolsillo de la chaqueta y esbozó una sonrisa forzada.
—Soy el teniente Joe Anderson, de la base aérea de As Lajes.
Tomás cogió el documento y lo examinó. El carné pertenecía al
lieutenant
Joseph Anderson. Mostraba una foto en color de un rostro lácteo con boina de oficial. Según el documento, era el
liaison officer
de la USAF en la As Lajes AFB.
—¿Por qué me anda siguiendo?
—Disculpe mis modales,
sir
. He recibido órdenes de averiguar su paradero, pero sin entrar en contacto con usted.
—¿Ha recibido órdenes de seguirme? ¿De quién?
—De los servicios de inteligencia del Ejército.
—Deben de estar de broma…
—Le aseguro que nada de lo que hago mientras estoy de servicio es una broma,
sir
—dijo el teniente Anderson, muy convencido—. Hace un momento, he recibido nuevas instrucciones. Tengo que acompañarlo lo antes posible a Furnas.
—¿Cómo?
—Lo esperan para almorzar.
—¿Cómo?
El teniente consultó su reloj.
—Tenemos una hora para llegar. Primero iremos a Ponta Delgada, y desde allí, en un helicóptero de la USAF, hasta Furnas.
—¡Lo siento, pero he de rechazar su propuesta! —exclamó Tomás, dejando traslucir su incredulidad—. ¡Estoy de vacaciones con mi madre y no tengo ninguna intención de encontrarme con quienquiera que me esté esperando!
—Se trata de una persona muy importante de Washington,
sir
.
—¡Aunque sea el mismo presidente! Mi madre vive en una residencia de ancianos. Me he tomado vacaciones para estar con ella, y con ella voy a quedarme.
—Me han informado de que el asunto que ha traído aquí a esa persona es de suma importancia. Sería muy conveniente que el señor encontrara un hueco, aunque sólo sean unas horas, para ir a Furnas.
—Me gustaría saber de qué se trata.
—Simplemente, escuche lo que tenemos que explicarle. Verá como no se arrepiente…
Tomás puso cara de extrañeza.
—Pero ¿de qué maldito asunto se trata?
—Es confidencial.
—¿Espera usted que interrumpa mis vacaciones para ir a hablar con no sé quién de no sé qué asunto?
—Sólo sé que se trata de algo de extrema importancia.
Tomás miró al teniente norteamericano mientras reflexionaba sobre la invitación. ¿Un
big shot
de Washington estaba allí para hablar con él de un asunto muy importante? En realidad no veía cómo aquello podía tener algo que ver con él, pero todo el asunto despertaba su proverbial curiosidad.
—Ve con él, hijo —interrumpió doña Graça—. No te preocupes por mí.
El historiador se mordió los labios, dubitativo.
—¿Dice que serán sólo unas horas?
—
Yes, sir
.
—
¿Y qué pasa con mi madre
?
—
Dada la naturaleza confidencial del encuentro, me temo que ella no podrá ir,
sir
. Tendrá que quedarse en Ponta Delgada
.
Tomás miró a su madre.
—¿Cómo lo ve, madre?
—Hijo, yo lo que quiero es irme al hotel. Estoy cansada y me gustaría dormir un poco, si no te importa.
Tomás percibió el tono de queja de su madre y miró al teniente Anderson.
—¿Quién es ese tipo que quiere hablar conmigo?
El teniente dejó escapar un atisbo de sonrisa victoriosa, dando la partida por ganada. Metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó un teléfono móvil.
—He hablado con él, pero no sé su nombre. Le llamamos
Eagle One
—dijo enseñándole el teléfono—. En cualquier caso, estoy autorizado a llamarle para que hable con usted, si fuera necesario. ¿Lo cree necesario?
—Por supuesto.
El norteamericano marcó un número y llamó.
—Buenos días,
sir
. Soy el teniente Anderson. Estoy en este momento con el
professor Noronha
, y quiere hablar con usted.
Yes, sir…, right away, sir
.
Anderson alargó el teléfono a Tomás. Éste lo cogió con cautela, como si el aparato pudiera estallar.
—
Hello
?
Oyó una risotada al otro lado de la línea y un rugido irrumpió por el teléfono móvil.
—¡
Fucking
genio! ¿Cómo va todo?
Aquella voz baja y ronca y aquella expresión eran inconfundibles. Tenían la firma del jefe del Directorate of Science and Technology de la CIA, a quien había conocido años atrás.
Era Frank Bellamy.
—Hola,
mister
Bellamy —saludó Tomás con cierta frialdad al reconocer la voz—. ¿Cómo está usted?
—Pero ¿qué tono es ése? —preguntó el hombre al otro lado de la línea con una nueva carcajada—. No me diga que no se alegra de hablar conmigo…
—Estoy de vacaciones,
mister
Bellamy. —El historiador suspiró—. ¿Qué quiere de mí la CIA?
—Tenemos que hablar.
—Ya le he dicho que estoy de vacaciones.
—¡
Fuck
sus vacaciones! Se trata de un asunto de extrema importancia.
Tomás cerró los ojos, armándose de paciencia.
—Dígame de una vez de qué se trata.
Frank Bellamy hizo una pausa, como si calibrara qué podía decir por teléfono. Bajó la voz al responder.
—Seguridad nacional.
—¿De quién? ¿La suya?
—De los Estados Unidos y de Europa, incluida Portugal.
El portugués se rio.
—Debe de estar pasándoselo muy bien —dijo—. Portugal no tiene problemas de seguridad nacional. Puede usted estar tranquilo.
—Eso es lo que usted piensa, pero, según la información que tengo, sí los tiene.
—¿Qué información?
—Están pasando cosas muy graves.
Tomás frunció el ceño, intrigado.
—¿Qué cosas?
El norteamericano suspiró y puso el dedo en el botón rojo para colgar, consciente de que la presa ya no se le escaparía.
—Nos vemos para comer.
L
a voz atronadora rasgó el aire con un tono imperativo.
—Ahmed, ven aquí.
El muchacho se levantó de un salto, casi con miedo de aquel rugido, y ni siquiera se permitió dudar. Fue corriendo desde el cuarto hasta el salón, donde el padre estaba sentado junto a un anciano de barba blanca y puntiaguda, que llevaba un turbante. Era una figura que Ahmed conocía de lejos, de la mezquita. Lo había visto dirigir la oración muchas veces.
—¿Qué quiere, padre?
Obviando la pregunta de su hijo, el señor Barakah se volvió hacia el visitante y le dijo:
—Éste es mi hijo.
El anciano pasó los ojos atentos por Ahmed, estudiándolo con una expresión afable.
—¿Cuándo quiere que comencemos?
—Mañana, si es posible —dijo el señor Barakah—. Sería bueno aprovechar el comienzo del año.
Se volvió y llamó a su hijo moviendo los dedos cubiertos de anillos.
—Ven aquí, Ahmed. ¿Has saludado ya al jeque Saad?
Ahmed dio dos pasos al frente y agachó la cabeza con timidez:
—
As salaam alekum
—murmuró con un hilo de voz.
—
Wa alekum salema
—respondió el hombre inclinando también la cabeza—. Entonces, ¿tú eres el famoso Ahmed?