—En cambio, es lo que se desprende de los interrogatorios y de las pruebas que hemos hecho a los terroristas islámicos que capturamos. Como puede imaginarse, hemos trazado perfiles extensísimos a muchísimos fundamentalistas islámicos. Las conclusiones no dejan lugar a dudas.
—Me parece increíble. Seguramente…
Frank Bellamy, un cuerpo inerte hasta entonces, de repente cobró vida.
—Señores, me tendrán que disculpar, pero no vamos a entrar en una discusión —interrumpió—. Si el señor Dahl tiene dudas sobre lo que ha escuchado, estoy seguro de que David le podrá hacer llegar los informes pertinentes.
Consultó el reloj, como si diera el asunto por zanjado por falta de tiempo.
—David, creo que se te ha acabado el tiempo…
—De hecho, así es —confirmó el hombre del Mossad, levantándose—. Les pido disculpas, pero me esperan en otra reunión. Ha sido un placer.
Pese a su porte achaparrado, Manheimer abandonó la sala con paso ligero, tan deprisa como había llegado. Bellamy volvió a dirigir la reunión.
—Falta poco para que acabemos esta reunión general y en breve comenzarán nuestras reuniones especializadas. No obstante, no quería terminar sin recordarles las consecuencias de un eventual fracaso de nuestra misión de vigilancia. —Se volvió hacia una señora de mediana edad sentada a su izquierda—. Evelyn, por favor, explíquenos que pasará en nuestras sociedades si se da un atentado de este tipo.
Evelyn se puso en pie y se ajustó la chaqueta negra.
—
Jolly good, mister
Bellamy.
—La profesora Cosworth es una de nuestras nuevas adquisiciones —aclaró el hombre de la CIA—. Es catedrática de Sociología en el Imperial College de Londres y tiene una tesis doctoral sobre los efectos de las grandes catástrofes en la supervivencia o la extinción de las civilizaciones. Por favor, Evelyn.
La profesora echó una última ojeada a sus notas.
—Lo que tengo que decir es muy sencillo y breve —comenzó, con un fuerte acento británico
upper class
—. Las únicas bombas atómicas que se han lanzado contra sociedades humanas fueron las de Japón, en 1945. Esas explosiones provocaron el colapso inmediato de la sociedad japonesa. ¿Ocurriría lo mismo ahora? El terrorismo nuclear es una experiencia por la que aún no hemos pasado, por lo que no podemos calcular sus efectos con mucha certeza. Sin embargo, hay algunas cosas que sabemos con toda seguridad. Si se produjera un atentado nuclear en Estados Unidos, por ejemplo, la onda expansiva se sentiría de forma brutal en todo el planeta. Por supuesto, las primeras víctimas serían las personas a las que alcanzara la explosión, muchas de las cuales morirían o resultarían heridas. Pero, como ocurrió en el caso de Japón, habría otras consecuencias. La población perdería totalmente la confianza en los gobiernos. Esta pérdida de confianza podría casi paralizar la economía norteamericana. Es posible que estallaran motines, revueltas e insurrecciones generalizadas, lo que convertiría Estados Unidos en un país ingobernable. Ahora bien, el gran crac financiero de 2008 nos ha recordado que, hoy en día, todas las economías del planeta están conectadas por una red invisible, pero muy real. También ha servido para recordarnos lo importante que es la confianza en la economía, en el sistema y en la Administración. Una pérdida de confianza en Estados Unidos podría suscitar un nuevo colapso de la economía mundial. Es posible que nuestra civilización sobreviva a un
shock
así. Aun así, si los terroristas tuvieran la intención de destruir Occidente sólo tendrían que hacer estallar una segunda bomba atómica, y una tercera, y una cuarta. Amigos míos, les garantizo que nuestra civilización no sobreviviría a una catástrofe de tal magnitud.
Se hizo un silencio absoluto en la sala. Aprovechando el efecto de las palabras de la profesora Cosworth, Frank Bellamy recuperó el control de la reunión.
—Los que piensan que el terrorismo nuclear es sólo un problema norteamericano deberían reconsiderar su postura —dijo a modo de conclusión—. Damos por terminada esta reunión general. En sus cuadernos encontrarán el programa para hoy. Pueden dirigirse a las salas donde se desarrollarán las reuniones especializadas. En este salón se celebrará una reunión con los nuevos miembros del NEST, a quienes invito a sentarse más cerca de mí. Señoras y señores, buen trabajo.
Siguió un alboroto de sillas que se arrastraban, documentos que se ordenaban y conversaciones que se retomaban. Con la barahúnda instalada momentáneamente, Tomás se levantó y fue ocupar un asiento que se había quedado libre, dos sillas más allá de la que ocupaba Bellamy. El norteamericano estaba poniendo orden en sus papeles, pero se puso en pie y miró al recién llegado.
—Bueno, Tomás, ¿ha aprendido algo?
—Sí, claro. Pero tenga en cuenta que yo no soy miembro del NEST. Sólo he venido a asistir a una reunión. Nada más.
Bellamy lo escrutó durante un instante largo, con una expresión entre pensativa e irónica.
—Que yo recuerde, no ha venido sólo a asistir a una reunión…
—¿Ah, no? Entonces, ¿a qué he venido?
—Ha venido a ayudarnos a descifrar un correo de Al-Qaeda.
—Pero usted dijo que sólo podría ver ese correo si aceptaba incorporarme al NEST. Que yo sepa aún no he aceptado.
—Va a aceptar.
El historiador se rio.
—¿Por qué está tan seguro?
—Por la persona que le voy a presentar. Está a punto de llegar.
—¿De quién estamos hablando?
El rostro de Bellamy se abrió en su habitual sonrisa sin humor.
—De la mujer de bandera, claro está.
L
os delgados dedos del jeque se deslizaron suavemente por el cuero de la portada del Corán, como si el maestro creyera que con aquel gesto acariciaba a Dios.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó el jeque Saad con voz meliflua.
Ahmed mantuvo el rostro inmóvil, mirando fijamente a los ojos al maestro, convencido de que no habría censura que lo pudiera apartar del camino de la verdad.
—Son
kafirun
, jeque.
—¿Y? ¿Qué daño te han hecho?
—Han hecho daño al islam. Quien hace daño al islam, hace daño a Alá y a la
umma
. Y quien hace daño a Alá y a la
umma
me hace daño a mí.
—¿Eso es lo que piensas?
—Sí.
—¿Es eso lo que te he enseñado a lo largo de estos últimos cinco años? ¿Es eso lo que has aprendido de mí? ¿Es eso lo que has aprendido en la mezquita?
El muchacho bajó la cabeza y no contestó. El jeque se rascó la barba, pensativo.
—¿Quién te ha contado esas cosas?
—Unas personas.
—¿Qué personas?
El muchacho se calló por un instante. Pensó que si mencionaba al profesor Ayman le podía acarrear problemas. Quizás era mejor dar una evasiva.
—Mis amigos.
Saad señaló a su pupilo.
—Entonces, les dices a tus amigos que, al perseguir a los cristianos, ellos mismos son
kafirun
.
Ahmed levantó los ojos desconcertado.
—¿Qué quiere decir con eso, jeque?
El maestro señaló el Corán que tenían en las manos.
—¿Por qué sura vas?
—¿Disculpe?
—¿Hasta qué sura has recitado ya?
El pupilo sonrió con orgullo.
—He llegado a la 25, jeque.
—¿En estos cinco años ya has recitado todo el Corán hasta la sura 25?
—Sí.
—Entonces, recita la sura 5. Ahora.
—¿La sura 5, jeque? —Sus ojos reflejaban la sorpresa de Ahmed—. Pero es larguísima…
—Recita el versículo 85 de la sura 5.
El muchacho cerró los ojos, haciendo un esfuerzo para recordar. Recorrió mentalmente la sura 5 y llegó por fin al versículo que el jeque le pedía.
—«En los judíos y en quienes asocian encontrarás la más violenta enemistad para quienes creen —recitó—. En quienes dicen: «Nosotros somos cristianos», encontrarás a los más próximos, en amor, para quienes creen».
—¿Ves? —preguntó el jeque—. ¡Entre los cristianos encontrarás a los más próximos a los creyentes! ¡Es lo que dice Alá en el Corán! ¡Lo dice la propia voz de Alá!
—Pero, jeque, la misma sura 5 revela otras cosas también —argumentó Ahmed, combativo—. En el versículo 56, Alá dice lo siguiente: «¡Oh, los que creéis! No toméis a judíos y a cristianos por amigos: los unos son amigos de los otros. Quien de entre vosotros los tome por amigos, será uno de ellos».
—Es verdad —reconoció el jeque—. Pero recuerda lo que dice Alá en el versículo 257 de la sura 2: «¡No hay apremio en la religión!». O sea, no podemos obligar a los cristianos a convertirse.
—El problema, jeque, es que en la propia sura 2, versículo 187, Alá dice otra cosa: «Si os combaten, matadlos: ésa es la recompensa de los infieles». Y, dos versículos más adelante, Alá dice: «Matadlos hasta que la idolatría no exista y esté en su lugar la religión de Dios. Si ellos ponen fin a la idolatría, no más hostilidad si no es contra los injustos».
El jeque se incorporó en su asiento. El condenado muchacho, además de ser precoz, se sabía al dedillo la primera parte del Corán. No sabía dónde absorbía toda esa información, pero lo cierto es que siempre traía la lección preparada.
—Escucha, Ahmed. Es cierto que todo eso está escrito en el Corán y se corresponde con la voluntad de Alá —afirmó, hablando lentamente, como si sopesara sus palabras—. No obstante, debo recordarte que Dios reconoce a los judíos y a los cristianos a los que llama «Gentes del Libro». Y, en el versículo 103 de la sura 2, Alá dice: «Muchas Gentes del Libro querrían volveros a hacer infieles después de que profesasteis vuestra fe, por envidia, después que la verdad se les mostró claramente. Perdonad y contemporizad». ¿Ves? «Perdonad y contemporizad». Aunque Alá censure a los judíos y a los cristianos, Él pide a los creyentes que perdonen a las Gentes del Libro. Tenemos, pues, que perdonar y contemporizar. Es una orden directa de Alá.
—Pero, jeque, no ha recitado todo ese versículo —corrigió el pupilo—. Se ha dejado una parte.
—¿Cuál? ¿Qué parte me he dejado?
—En el versículo 103, Alá nos habla como usted dice —admitió—, pero la frase completa del «perdonad y contemporizad» dice: «Perdonad y contemporizad hasta que venga Dios con su orden». O sea, los creyentes deben perdonar y olvidar hasta que Alá aparezca con su orden. Esto implica que, una vez que aparezca la orden, ya no se debe perdonar ni contemporizar. Debemos hacer otra cosa. Debemos cumplir con el mandato: «Matadlos hasta que la idolatría no exista y esté en su lugar la religión de Dios», como dice la propia sura unos versículos más adelante.
El jeque suspiró, exasperado.
—Escucha, Ahmed —dijo—. El Libro Sagrado a veces es complejo, y, a veces, contradictorio. Además de…
—¿Complejo? ¿Contradictorio? —se sorprendió el pupilo, que cada vez hablaba con mayor atrevimiento.
Señalando el Corán, el muchacho añadió:
—Jeque, lo que está escrito en el Libro Sagrado es simple y directo. Alá dice en la sura 2, versículo 189: «Matadlos hasta que la idolatría no exista y esté en su lugar la religión de Dios». ¡Está muy claro! Es…
—¡Cállate! —cortó Saad con un tono repentinamente irritado y con el rostro rojo de rabia.
Era la primera vez que le levantaba la voz a Ahmed en los cinco años en que había sido su maestro.
—¡No debes hablar así! ¡Ningún buen musulmán debe hablar así! ¡Sólo tienes doce años, no eres más que un niño! ¡No me vengas a enseñar qué dice o deja de decir Alá en el Corán! ¡Sé muy bien lo que Dios dice en el Libro Sagrado! ¡He estudiado el Corán toda mi vida! ¡El islam es Alá, a quien llamamos «
Ar-Rahman
» y «
Ar-Rahim
», el Compasivo, el Misericordioso! ¡El islam es Mahoma, que dijo ser hermano de todo aquel hombre que fuera piadoso! ¡El islam es Saladino, que perdonó a los cristianos cuando liberó Al-Quds! ¡El islam son los ciento catorce versículos del Corán que hablan sobre el amor, la paz y el perdón!
Ahmed se encogió en su silla, intimidado por aquella furia repentina.
—Alá nos aconseja en el Corán que seamos generosos con nuestros padres, con nuestra familia, con los pobres, con los viajantes —continuó Saad en el mismo tono, casi atrancándose—. No debemos despilfarrar ni engañar a los demás. La ostentación y el orgullo son grandes defectos; la honestidad es una virtud. Eso es lo que Alá dice en el Corán.
Arrebatado por sus propias palabras, levantó el dedo con severidad.
—El islam es lo que el Misericordioso enuncia en la sura 2, versículo 172: «Piadoso es quien cree en Dios, en el Último Día, en los ángeles, en el Libro y los profetas; quien da dinero por su amor a los prójimos, huérfanos, pobres, al viajero, a los mendigos y para el rescate de esclavos; quien hace la oración y da limosna. Los que cumplen los pactos cuando pactan, los constantes en la adversidad; en la desgracia y en el momento de la calamidad; ésos son los veraces y ésos son los temerosos».
Aún furioso, miró fijamente al pupilo:
—Y por encima de todo, no olvides que el islam es pacífico. ¿Me has oído? ¡Pa-cí-fi-co! Alá nos ordena en la sura 4, versículo 33: «¡Oh, los que creéis! ¡No os matéis!». Por tanto, matar está prohibido. Así lo afirma el Corán: «¡No os matéis!».
Se hizo el silencio en la pequeña sala de la mezquita. Sólo se oía la respiración apresurada del jeque y el eterno zumbido de las moscas. Saad se pasó la mano por la cara. Se esforzaba por calmarse y recuperar el dominio de sí mismo. El pupilo bajó la mirada, abochornado por la propia vergüenza de su maestro.
Más sereno, el mulá se aclaró la voz y, recuperada su serenidad habitual, dijo:
—A través del Corán, Alá reconoció a los profetas de los judíos y los cristianos como sus mensajeros. Dios dice en la sura 3, versículo 2: «Dios ha hecho descender sobre ti, ¡oh, Profeta!, al Libro con la verdad, atestiguando los que le precedieron. Hizo descender el Pentateuco y el Evangelio, anteriormente, como guía para los hombres». Y Alá añade en la sura 4, versículo 161: «Te hemos inspirado como inspiramos a Noé y a los profetas que vinieron después de él, pues inspiramos a Abraham, Ismael, Isaac, Jacob, a las doce tribus, a Jesús, a Job, a Jonás, a Aarón, a Salomón y a David, a quien dimos los Salmos». El problema es que los intermediarios, como los rabinos y los sacerdotes, adulteraron los mensajes originales de estos profetas de la Torá y del Evangelio. De ahí, surgió la necesidad de que Alá hiciera una última revelación, esta vez a Mahoma, y por eso Alá ordenó que sus palabras quedaran registradas en el Libro Sagrado para que nunca más se adulteraran. Cuando el Corán habla, es Alá quien habla. Y en el Corán se reconoce que Jesús era un profeta verdadero. ¿No lo has leído?