—¡Oh, usted y sus chistes! —observó el historiador con acidez, acusando el golpe.
Bellamy siguió centrando su atención en Rebecca.
—Tenga cuidado con este portugués —la avisó—. Tiene pinta de soso, pero es un depredador de féminas.
—No le haga caso —le pidió Tomás, que intentaba recuperarse del bochorno—. ¿Hace mucho que trabaja en el NEST?
La mejor táctica era cambiar de tema.
—Hace algún tiempo —confirmó ella—. Me destinaron a Madrid, y desde allí coordino las operaciones en la península Ibérica.
—¡Ah, bueno! Eso explica que
mister
Bellamy nos haya presentado.
El hombre de la CIA aprovechó para meter una cuña.
—¡Cuento con que su colaboración será muy provechosa!
El historiador lo reprendió con la mirada.
—
Mister
Bellamy, ya le he dicho que no estoy seguro de querer trabajar para el NEST…
—
Come on
, Tom. Esto es sólo una colaboración. Le pagaremos bien y será un trabajo fácil para usted. Ya verá.
—No sé, no sé. Tengo que pensármelo.
—No me diga que no quiere trabajar para mí —dijo Rebecca haciendo un mohín y pestañeando mucho.
Esta vez fue el portugués quien soltó una carcajada.
—¡Caramba, veo que usan ustedes todo tipo de argumentos!
—Vamos, Tom —lo apremió Bellamy—. Necesitamos una decisión ya. ¿Qué va a ser? ¿Se une a nosotros o no?
El historiador, dubitativo, miraba una y otra vez a Bellamy y a Rebecca.
—¿Me garantizan que esto no me llevará mucho tiempo?
—¡Claro que no! Lo que queremos de usted no es cantidad de trabajo, sino calidad. Como ya le he explicado, tenemos que descifrar un correo de Al-Qaeda y estamos convencidos de que usted es el único que puede hacerlo.
«Realmente —pensó Tomás—, ¿qué puedo perder?». Haría el trabajo de consultoría y le pagarían bien. ¿Por qué dudaba, entonces? La decisión estaba clara.
—¡Está bien! Cuenten conmigo.
Los dos norteamericanos sonrieron y le apretaron las manos.
—
Atta boy
! —exclamó Bellamy, que consultó su reloj por enésima vez y miró luego a Rebecca—. Yo tengo que marcharme a otra reunión. Ahora que van a trabajar juntos, supongo que tendrán mucho de lo que hablar…
—Sí,
mister
Bellamy —asintió ella—. Tengo que hablar con Tom, de hecho. Voy un momento al baño y vuelvo.
Dejó tras de sí a los dos hombres, que contemplaron sus formas femeninas mientras se alejaba.
—Una
pin-up
, ¿eh? —observó el hombre de la CIA—. Conociéndolo como lo conozco, apuesto a que ella ha sido un motivo crucial para que haya decidido unirse a nosotros.
Sin apartar la vista de la mujer, que doblaba ahora la esquina, Tomás se rio.
—¿Qué le hace pensar eso?
Rebecca salió de la sala y Frank Bellamy suspiró. Se volvió hacia el portugués. Sus ojos azules brillaban con frialdad.
—¡Es usted un
fucking
tarado!
E
l despacho era pequeño y lóbrego, tan despojado de decoración que casi tenía un aspecto ascético, muy a semejanza de su circunspecto ocupante. En las paredes colgaban pósteres con fotografías de santuarios sagrados. En un lado, se veía una inmensa multitud en torno a la Kaaba de La Meca durante el Hadj y, en el otro, una imagen de la mezquita de Al-Aqsa, sobre la cima de la colina de Al-Quds.
El profesor Ayman cerró la puerta con llave e invitó al alumno a sentarse frente a él.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué pasa? ¿Qué dudas son esas que te hacen seguir mis pasos como si fueras mi sombra?
Una vez que estuvo allí, Ahmed casi se avergonzó de haber confesado que tenía dudas. ¿Cómo podía alimentar dudas sobre la palabra de Alá? Todos los interrogantes se esfumaron de su cabeza por un instante y tuvo que hacer un esfuerzo para recordar la conversación que había mantenido semanas antes con el jeque Saad.
—El mulá de mi mezquita, señor profesor, dice que tenemos que perdonar a los
kafirun
que son Gentes del Libro y olvidar, como dice la sura 2, y que los cristianos son los más cercanos a los musulmanes, como dice la sura 5.
El muchacho se calló por un momento a la espera de la reacción del profesor.
—¿Qué piensas tú?
—Es verdad que Alá dice eso en el Libro Sagrado —reconoció Ahmed—. Pero Alá también dice otras cosas. Estoy un poco confuso.
—¿Cómo se llama ese mulá?
—Es el jeque Saad.
El profesor Ayman cogió un bloc y anotó el nombre. Lo guardó y volvió a mirar al alumno, esta vez para tomar las riendas de la conversación.
—Dime, muchacho, ¿dónde está escrita la ley islámica?
—En el Corán, señor profesor.
—¿Y qué hacemos cuando aparece una situación nueva que no está prevista en el Corán?
El pupilo dudó. Nunca se había planteado esa posibilidad.
—¿Hay situaciones que no están previstas en el Libro Sagrado? —Estaba sorprendido, como demostraba la expresión desconcertada de su rostro.
—Claro que las hay. ¿Cómo las resolvemos?
La mirada de Ahmed se volvió opaca. No tenía respuesta para esa pregunta.
—Creía que en el Corán estaba todo previsto, señor profesor.
—Pues no es así.
La cuestión dejó perplejo a Ahmed. El Corán recogía la palabra de Alá. ¿Sería posible encontrarla en otra parte?
—Entonces…, entonces ¿dónde está?
—Remontémonos a la época del Profeta para entender cómo nació la
sharia
—propuso el profesor, señalando el póster de la Kaaba de La Meca, como si la fotografía los transportara a aquella época remota—. Siempre que había una disputa entre los creyentes y no sabían cuál era la voluntad de Dios, la solución era preguntar a Mahoma, que la paz sea con él. El apóstol de Dios recibía entonces una revelación de Alá y daba la respuesta. Sin embargo, a veces Alá no se pronunciaba. Cuando eso ocurría, el Profeta decidía por sí mismo. En la sura 3, versículo 29, Alá dice: «Obedeced a Dios y al Enviado». El Corán recoge este mismo mandato en otros lugares, ¿no es así?
—Sí, señor profesor. Hay que obedecer siempre a Dios y al Profeta.
—Pues así es como conocemos la ley de Alá, a través del Santo Corán. Y si, por acaso, se da una situación para la que el Libro Sagrado no ofrece respuesta, tendremos que preguntar al Profeta.
Ahmed ponderó por un instante lo que el profesor le acababa de decir. Las leyes están escritas en el Corán o en las palabras del Profeta. En caso de duda, se pregunta a Mahoma. Se sentía inquieto, más por la perplejidad que por la incomodidad.
—¡Pero, señor profesor, el Profeta está muerto! —argumentó abriendo los brazos como quien muestra algo evidente—. ¿Qué hacemos ahora cuando el Libro Sagrado no aclara algo?
—¡Ah! —exclamó Ayman levantando el dedo de forma tajante—. ¡Buena pregunta! Ése fue precisamente el problema al que se enfrentaron los primeros creyentes cuando el apóstol de Dios, que Alá lo tenga siempre en su seno, se fue al Paraíso.
—¿Y cómo lo resolvieron?
—Como sabes, la autoridad pasó al sucesor del Profeta, ¿verdad? El primer califa, Abu Bakr, fue quien asumió entonces el mando. Siempre que había una disputa, las personas recurrían a Abu Bakr o algunos de los compañeros de Mahoma que habían sido testigos de las anteriores decisiones del apóstol de Dios: su segunda mujer, Aisha, e incluso, Mo’ath bin Jabal, Abu Huraira, Abu Obaida u Omar ibn Al-Khattab. Los compañeros del Profeta ejercían como jueces y consultaban el Santo Corán. Cuando no encontraban respuesta en el Libro Sagrado, se aplicaba lo que Alá establece en la sura 33, versículo 21: «En el Enviado tenéis un hermoso ejemplo». Y también lo que prescribe la sura 4, versículo 82: «Quien obedece al Enviado, obedece a Dios». O sea, el Profeta, que la paz sea con él, es el ejemplo que debemos seguir. De ahí que buscaran orientación en episodios de la vida del Profeta, que la paz sea con él.
—¡Son los
hadith
! —exclamó Ahmed con los ojos iluminados—. ¡Son los
hadith
! Por eso los mulás en la mezquita siempre hablan de los
hadith
y de la sunna…
—¡Así es! —confirmó el profesor—. Pero no se dice «los
hadith
». Es «un
hadith
» y «varios
ahadith
». El plural es «
ahadith
» y el singular «
hadith
».
—Disculpe.
—Los
ahadith
relatan historias de Mahoma, que la paz sea con él, y de ese modo establecen la sunna, el ejemplo. Los episodios de la vida del Profeta, que la paz sea con él, sirven así como fuente legal, sobre la que sólo tiene preeminencia el Santo Corán. —Alteró el tono de voz con si hiciera un aparte—. Además, muchos de los versículos del Libro Sagrado sólo se entienden si conocemos las circunstancias en las que surgieron. Esas circunstancias se relatan precisamente en los
ahadith
.
—Pero, señor profesor, ¿cómo sabemos que esos episodios narrados en los
ahadith
ocurrieron de verdad? El mulá me dijo que hay muchos
ahadith
apócrifos…
—Y tiene razón —confirmó Ayman—. Hay muchísimos relatos fraudulentos de episodios de la vida de Mahoma, que la paz sea con él. Por ese motivo, doscientos años después de la muerte del Profeta, que la paz sea con él, algunos estudiosos compilaron los
ahadith
y comprobaron la manera en que se habían transmitido a lo largo del tiempo para garantizar su fiabilidad. La colección más importante es la del imán Al-Bujari, que analizó trescientos mil
ahadith
y determinó que dos mil de ellos eran auténticos, pues consiguió seguirles la pista hasta el propio mensajero de Alá. Esos
ahadith
están publicados en una recopilación llamada
Sahih Bujari
. También el imán Muslim reunió una colección muy fiable, conocida como
Sahih Muslim
.
—Entonces ¿los «
hadith
» de esas colecciones se consideran auténticos?
—Sin duda —aseguró el profesor—. Pero déjame que vuelva a la cuestión de cómo se forman las leyes islámicas, porque es muy importante. Imagina que era necesario pronunciar una decisión legal…, una
fatwa
. ¿Qué se hacía? Si el Santo Corán no se pronunciaba sobre el asunto, se consultaba a Aisha y ella recordaba una sunna, un ejemplo de la vida de Mahoma, que la paz sea con él, que se adaptaba a las circunstancias del caso. Pero imagina que no se le ocurría ningún episodio, que no encontraba un
hadith
adecuado. ¿Qué hacía Aisha? Le decía a la persona que hablara con Abu Obaida, por ejemplo, por si él podía recordar algún
hadith
apropiado. Si Obaida no recordaba ninguno, remitía a la persona a Abu Bakr.
—¿Y si el califa tampoco sabía la respuesta?
—Bueno, en ese caso, convocaba un consejo y le presentaba la cuestión, preguntando si alguien recordaba algún episodio de la vida de Mahoma, que la paz sea con él, que resolviera el problema. Si nadie recordaba un episodio, entonces el consejo pronunciaba una decisión nueva, inspirada siempre en el espíritu del Santo Corán y de la sunna.
—¿Eso no es una
ijma’ah
?
—Sí, esas decisiones son las
ijma’ah
. Por tanto, la fuente superior del islam es el Santo Corán. Cuando no hallamos respuesta en el Libro Sagrado, recurrimos a los
ahadith
, que cuentan episodios de la vida del Profeta, que la paz sea con él, y extraemos una sunna, un ejemplo apropiado para decidir sobre el problema. Cuando los
ahadith
no dan respuesta al problema, los sabios pronuncian una
ijma’ah
, inspirada en el Santo Corán y en la sunna.
—Pero eso era en el tiempo en que aún vivían personas que conocieron al Profeta, ¿cómo se pronuncian ahora las
ijma’ah
?
—De la misma manera, con un consejo de sabios —replicó Ayman—. En la actualidad, el Consejo Islámico para la Investigación, que se reúne aquí en El Cairo, en la Universidad de Al-Azhar, pronuncia gran parte de las
ijma’ah
.
—¿Nuestra universidad?
—Sí, la nuestra. Al-Azhar es la universidad de mayor prestigio del islam, ¿no lo sabías?
—¿Cómo no lo iba a saber? —exclamó Ahmed, repentinamente orgulloso—. Y nosotros pertenecemos a ella…
—Nuestra madraza pertenece a Al-Azhar, sí.
El alumno mantuvo por unos momentos la sonrisa dibujada en el rostro, pero pronto le asaltó una duda.
—Tengo una duda, señor profesor. ¿Cómo podemos estar seguros de que las decisiones de esos sabios son siempre acertadas?
—Pues, ése es uno de los problemas —reconoció el profesor Ayman, cuya mirada se ensombreció de repente—. El Consejo Islámico para la Investigación está bajo la influencia del Gobierno y suele pronunciar
ijma’ah
del agrado de éste, no de Alá. —Movió la cabeza—. Eso no puede ser. Yo creo que la
umma
no puede confiar en estos sabios que sólo dicen lo que es conveniente, no lo que es verdadero. Hay otros sabios cuyas
ijma’ah
son más fieles al Santo Corán y a la sunna.
—¿Cuáles?
—El gran muftí de Arabia Saudí, por ejemplo. O la Escuela de Ley Islámica de Qatar.
Se hizo un silencio. El zumbido eterno de las moscas, hasta entonces un mero ruido de fondo, se volvió dominante, acompañado por el sonido amortiguado de voces y pasos en el pasillo, más allá de la puerta cerrada.
Ahmed se movió en la silla.
—Señor profesor, aún no lo he entendido bien. ¿Me permite que le haga una pregunta?
—Claro.
El muchacho se calló por un instante durante el que consideró la mejor manera de formular la pregunta.
—No entiendo qué tiene todo esto que ver con el problema de los
kafirun
—dijo, volviendo así a la cuestión que lo había llevado allí—. El mulá de mi mezquita dice que los cristianos son los más próximos a nosotros y que debemos perdonarlos y contemporizar. Eso es lo que Alá dice en el Corán. Pero, al mismo tiempo, Alá dice otras cosas en el Libro Sagrado. Dice que no podemos ser amigos de los
kafirun
judíos y cristianos. Dice que debemos matar a los
kafirun
hasta que la persecución pare y ellos se conviertan y dejen de ser
kafirun
. Dice que debemos tender toda clase de emboscadas a los idólatras y matarlos. Al final, ¿cuál es la verdad?