Un comando checheno consigue robar dos cajas de uranio enriquecido de un almacén nuclear ruso. Acaba de empezar una nueva pesadilla para la humanidad? Tomás Noronha, el criptólogo reconocido mundialmente, se encuentra de vacaciones en las islas Azores cuando Frank Bellamy, el director de la sección de Ciencia y Tecnología de la CIA, se pone en contacto con él. Bellamy está convencido de que el talento de Tomás, y especialmente su profundo conocimiento del Islam, es crucial para descifrar un misterioso mensaje de Al Qaeda que la CIA ha conseguido interceptor. Mientras en El Cairo, Ahmed se debate entre las enseñanzas del mulá de su mezquita, sheikh Saad, quien explica al chico la naturaleza pacífica y tolerante del Islam, y las del maestro de su madraza, Ayman, quien le habla de un nuevo Islam, uno que pregona la Yihad y el odio hacia los infieles. Uno que Ahmed acabará escogiendo.
Ira divina es una novela sobre el mundo que nos ha tocado vivir, profusamente documentada, cuidadosa hasta el mínimo detalle y revisada incluso por un ex miembro de Al Qaeda. A través de la vida de Ahmed, nos introducimos en el mundo de los radicales islamistas y empezamos a descifrar las claves para entender quiénes son, lo que quieren y cuán grande es la amenaza que suponen.
José Rodrigues Dos Santos
Ira divina
ePUB v1.0
NitoStrad01.02.13
Título original:
Fúria Divina
Autor: José Rodrigues dos Santos
Fecha de publicación del original: febrero de 2011
Traducción: Juanjo Berdullas
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
A todos los creyentes que aman y no odian.
A mis tres mujeres, Florbela, Catarina e Inês.
«Comprar armas para defender a los musulmanes es un deber religioso. Si es cierto que he adquirido esas armas (nucleares), doy gracias a Dios por que me haya permitido hacerlo. Y si estoy intentando comprarlas, no hago más que cumplir con mi deber. Para un musulmán sería pecado no intentar contar con armas capaces de evitar que los infieles causen daño a su pueblo».
AOSAMA BIN LADEN,
Afganistán, 1998
Todas las referencias técnicas e históricas,
así como todas las citas religiosas que se reproducen
en esta novela, son verdaderas.
Esta novela ha sido revisada
por uno de los primeros
miembros operativos de Al-Qaeda.
L
as luces de los faros rasgaron la noche glacial y anunciaron un fragor agitado que se aproximaba. El camión recorrió Prospekt Lenina despacio; el ruido del motor era cada vez más fuerte y no empezó a disminuir hasta aproximarse a la verja. El vehículo giró poco a poco, subió la cuesta rugiendo por el esfuerzo y se detuvo frente a las rejas. Los frenos emitieron un chirrido desafinado y el motor humeó de agotamiento.
El centinela somnoliento salió de la caserna con el cuerpo encogido bajo el abrigo y con el kalashnikov colgado en bandolera con displicencia se acercó al conductor.
—¿Qué ocurre? —preguntó el soldado, malhumorado por tener que dejar el cobijo que ofrecía la caserna y encarar el severo frío del exterior—. ¿Qué hacéis aquí?
—Venimos a realizar una entrega —dijo el conductor, exhalando por la ventana un denso vaho.
El centinela frunció el ceño, intrigado.
—¿A estas horas?
Tchort
! Son las dos de la mañana…
El rostro del conductor le llamó la atención. Tenía la piel cetrina y los ojos negros y chispeantes, la fisonomía típica de un caucásico.
—Dejadme ver la documentación —añadió.
El conductor bajó la mano derecha y sacó algo en medio de la oscuridad.
—Aquí la tiene —dijo.
El soldado apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que el conductor del camión le apuntaba a la cabeza con una pistola con silenciador.
Ploc
.
El centinela se derrumbó como un títere, sin soltar un gemido siquiera. Su cuerpo se desplomó con un ruido apagado, como un saco que cae al suelo. La sangre brotaba a borbotones de su nuca y manchaba la nieve enlodada.
—¡Ahora! —gritó el conductor volviendo la cabeza hacia atrás.
Cumpliendo con el plan previsto, cuatro hombres saltaron de la caja del camión, todos con uniformes del Ejército ruso con el número del regimiento 3.445 cosido. Dos recogieron el cuerpo del soldado para meterlo en el camión, otro limpió la nieve ensangrentada, y el cuarto desapareció en la caserna.
La verja se abrió con un zumbido eléctrico y, sin recoger al hombre que había entrado en la caserna, el camión pasó por delante de una placa sucia que anunciaba «PO MAYAK» en caracteres cirílicos, y entró en el recinto.
El complejo era enorme, pero el conductor sabía muy bien adónde se dirigía. Vio los centros de investigación de Cheliábinsk-60 y, tal como habían acordado, aparcó en la calzada, cogió el teléfono móvil y marcó un número.
—¿Sí? —contestó una voz al otro lado de la línea.
—¿Coronel Priajin?
—Dígame.
—Ya estamos dentro, en el lugar acordado.
—Muy bien —respondió la voz—. Venga al complejo químico y siga el procedimiento establecido.
El camión arrancó y siguió en dirección al «complejo químico», un simple eufemismo. Al final del camino había una garita; el conductor sabía que había dos más a lo largo de la tapia. Entre la garita y la verja, un letrero desgastado y oxidado indicaba «
ROSSIYSKOYE HRANILICHSCHE DELYASCHYKSYA MATERIALOV
».
Ciñéndose al plan, el conductor aparcó discretamente en un rincón delante de la garita, paró el motor y apagó los faros; volvió a marcar el número de teléfono, colgó al segundo tono y esperó.
La verja automática empezó a abrirse. Luego se abrió la puerta de la garita, dejando paso a un haz de luz del interior, y un hombre salió a la calle. La gorra indicaba que era un oficial del Ejército. El militar miró a su alrededor, como si buscara algo, y el conductor le hizo una señal con los faros.
El oficial vio las luces encenderse y apagarse y, a toda prisa, se dirigió al camión.
—
Komsomolskaia
—exclamó el oficial dando la seña.
—
Pravda
—respondió el conductor como contraseña.
El militar subió al asiento del pasajero, y el conductor lo saludó moviendo la cabeza.
—
Privet
, coronel. ¿Todo bien?
—
Normalno
, mi querido Ruslan —asintió Priajin con voz tensa y gesto de impaciencia—. Vamos. No hay tiempo que perder.
Ruslan metió la primera marcha y dirigió el camión hacia la verja abierta. El vehículo pasó despacio frente a la garita y franqueó la verja para entrar en el complejo químico.
—¿Y ahora qué?
—Aparque delante de aquella puerta de servicio.
El camión se paró delante de la puerta y, sin detener el motor para evitar que se congelara, Ruslan gritó una orden a los hombres que iban en la caja. En el acto, cinco hombres saltaron del camión. El conductor también bajó y dio otras dos órdenes. Era evidente quién estaba al mando. Los hombres sacaron dos cajas pequeñas de metal.
—
Davai, davai
! —bramó con nerviosismo el coronel Priajin para que se dieran más prisa—. ¡Moveos!
Uno de los hombres se quedó a vigilar en el camión; los otros cinco acompañaron al oficial ruso hasta la entrada de servicio y accedieron al edificio, cargados con las dos cajas.
Dentro, la temperatura era agradable y los intrusos se quitaron los guantes, pero no los abrigos. Ruslan miró a su alrededor evaluando las instalaciones. El interior estaba iluminado con una luz amarillenta y las paredes de hormigón parecían increíblemente gruesas.
—Tienen ocho metros de espesor —dijo el coronel al ver que Ruslan miraba las paredes, y señaló hacia arriba—. El techo está cubierto de cemento, alquitrán y grava.
El oficial ruso condujo a los intrusos por los pasillos desiertos, girando varias veces, a derecha e izquierda, hasta llegar a una esquina, donde se detuvo, miró atrás y dijo a Ruslan a media voz:
—Yo me quedo aquí. En el próximo pasillo está la sala de vigilancia, que controla el acceso y el interior del cofre de seguridad. Como ya les expliqué, hay dos hombres. Más adelante, al fondo del pasillo, hay unas escaleras, y ahí arriba está la antecámara con el acceso al cofre de seguridad. Cada guardia conoce una mitad del código. Así que con un hombre sólo tendrán una mitad del código. Por eso…
—Ya lo sé —lo interrumpió Ruslan con repentina aspereza, como si lo mandara callar.
El coronel guardó silencio un momento y escrutó con la mirada al jefe del comando. Estaba acostumbrado a dar órdenes a gente como él, no a recibirlas.
—Buena suerte —gruñó.
Ruslan se dio la vuelta y clavó la vista sobre dos de sus hombres.
—Malik, Aslan —ordenó, moviendo levemente la cabeza—. Id vosotros.
Los dos hombres empuñaron las pistolas con silenciador, doblaron la esquina y avanzaron con sigilo por el pasillo. En el lado derecho había una puerta abierta y dentro había luz. Entraron en la sala y, al instante, se produjo una breve agitación que culminó con los cuatro
plocs
sordos de unos disparos.
Sin esperar a sus compañeros, Ruslan y los otros dos hombres avanzaron por el pasillo con las dos cajas que habían traído consigo del camión. Sólo se detuvieron al llegar a las escaleras. Las subieron con sigilo y llegaron a una antesala protegida por rejas que parecía una jaula.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.
Un cuarentón con una gran barriga salió de detrás de un escritorio y se acercó a las rejas, para plantarse ante los desconocidos.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Soy el teniente Ruslan Markov —se identificó el desconocido al otro lado de las rejas haciendo el saludo militar.
Señaló las dos cajas que llevaban sus compañeros y añadió:
—Venimos de la fábrica química de Novossibirsk con material para almacenar.
—¿A estas horas? —dijo, extrañado, el barrigudo—. Esto va contra el reglamento. ¿Qué protocolo estáis siguiendo?
Después de pasar los ojos por la placa que el barrigudo llevaba en el pecho, Ruslan sacó el móvil y marcó un número. Al segundo tono de llamada, una voz contestó al otro lado de la línea. Ruslan alargó el teléfono al guardia entre las rejas diciéndole:
—Es para ti.
El hombre miró el teléfono, sorprendido, con las cejas arqueadas en un gesto de intriga. Lo cogió y se lo acercó al oído.
—¿Sí?
—¿Vitali Abrósimov? —preguntó una voz al otro lado de la línea.
—Soy yo. ¿Con quién hablo?
—Le paso con su hija Irina.
Se oyó un sonido confuso al otro lado y un hilo de voz trémulo y medroso recorrió la línea.
—¿Papá? ¿Eres tú?
—¿Irisha?
—Papá —dijo la hija sollozando, con la voz alterada por las lágrimas—. Nos van a matar, dicen que nos van a matar a mí y a mamá.
—¿Qué?
—Tienen armas, papá —explicó con un nuevo sollozo—. Dicen que nos van a matar. Por favor, ven…
Un
clic
, seguido del sonido continuo de la línea telefónica al colgar, interrumpió la frase.