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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (2 page)

BOOK: Ira Divina
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—¡Irisha!

Las miradas de Vitali y Ruslan se cruzaron a través de las rejas. La del primero reflejaba temor y dudas, mientras que la del segundo, autoridad y afirmación.

—¡Abre la puerta! —ordenó Ruslan.

Vitali dio un paso atrás, sin saber qué hacer. Tenía el miedo pintado en el rostro.

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?

—¿Quieres volver a ver a tu familia? —preguntó el intruso.

Sacó del bolsillo una máquina de fotos digital, enseñó la pequeña pantalla del aparato a Vitali y añadió:

—¿Ves esta foto? La saqué hace una hora en Ozersk.

El barrigudo vio en la pantalla la imagen de su hija y de su mujer llorando. Un hombre las agarraba del pelo, mientras con la otra mano sostenía junto a su cuello la hoja serrada de un cuchillo militar.

—¡Dios mío!

—¡Abre la puerta inmediatamente! —gritó Ruslan guardando la cámara fotográfica.

Con las manos temblando, Vitali sacó la llave del bolsillo de los pantalones y se apresuró a abrir la puerta. Los tres hombres entraron con arrogancia en la antesala, apuntando con los kalashnikov a los guardias de la cámara.

—Por favor, dejadlas en paz —imploró Vitali, reculando y juntando las manos en un gesto de súplica—. Ellas no tienen nada que ver. Dejadlas en paz.

Ruslan clavó la mirada en la gran puerta de acero que tenía el símbolo nuclear pegado en el centro, al fondo de la antesala.

—Abre la cámara.

—No les hagáis daño.

El intruso cogió a Vitali por el cuello de la camisa y lo atrajo hacia sí.

—Escúchame bien, pedazo de mierda —murmuró—. Si abres esta cámara y salta la alarma, te garantizo que cortaremos a tus mujeres en trocitos. ¿Te ha quedado claro?

—Pero yo no tengo el código…

—Ya lo sé —asintió Ruslan—. Llama a tu amiguito sin levantar sospechas, ¿vale?

Siempre temblando y con gotas de sudor corriéndole por la cabeza, Vitali se sentó al escritorio, cogió el teléfono y marcó el número.

—Misha, ven aquí. —Hizo una pausa—. Sí, ahora. Te necesito. —Hizo otra pausa—. Ya sé que es tarde, pero te necesito inmediatamente. —Una nueva pausa—.
Blin
, ven aquí, haz lo que te digo. Date prisa, vamos.

Colgó el teléfono.

—¿Dónde está? —quiso saber Ruslan.

Vitali miró de soslayo hacia una puerta lateral.

—Durmiendo en el cuarto. Son las dos de la mañana.

Ruslan miró a los dos hombres que lo acompañaban y señaló la puerta. Sin una palabra, los miembros de su comando tomaron posiciones rápidamente, cada uno de ellos a un lado de la puerta.

Cuando se abrió ésta y el muchacho entró, lo agarraron inmediatamente por detrás.

—¿Qué hacéis? —protestó.

Ruslan levantó la pistola, se pegó el cañón con silenciador a los labios y lo fulminó con la mirada.

—¡Ni una palabra!

Inmovilizado por dos hombres y con otro de ellos armado apuntándole desde la antesala, el muchacho pensó que lo mejor era obedecer.

—Tú y Vitali vais a abrir la cámara.

—¿Qué?

Ruslan dio un paso al frente y le lanzó una mirada intensa.

—Presta atención a lo que te voy a decir —murmuró.

Sus palabras estaban impregnadas de un tono latente de violencia.

—Sé que hay un código secreto que abre la cámara y que al mismo tiempo activa la alarma. Ése no es el código que quiero. Quiero que introduzcáis el verdadero código. ¿Me has entendido?

—Sí.

Ruslan esbozó una sonrisa. Era más una mueca que una muestra de buen humor. Sacó la cámara de fotos del bolsillo.

—Sé lo que estás pensando —dijo mientras volvía a encender la cámara—. Puedes decirme que no activarás la alarma. En cambio, metes el código y cinco minutos después, ¡catapún!, esto se llena de hombres del 3.445. —Siguió hablando, poniendo los dedos en las sienes del muchacho—. Eso sería una pésima idea, Mijaíl Andreíev. Una pésima idea.

Enseñó la pantalla de la cámara digital al que ahora era su prisionero.

—Esta fotografía la tomamos hace una hora. ¿Te suena alguien de la foto?

Mijaíl miró con espanto la pantalla.

—¡Iulia!

La pantalla mostraba el rostro lloroso de una mujer con un bebé en el regazo y dos cañones de kalashnikov apuntándoles a la cabeza.

—Han salido muy bien en la foto —exclamó Ruslan, con un tono cargado de ironía—. ¡La preciosa Iulia y el pequeño Sasha!

Guardó la cámara en el bolsillo:

—Si por casualidad aparecen por aquí alguno de los muchachos del 3.445 después de que abráis la cámara, te juro por Dios que los hombres que están en tu apartamento de Orzersk mandarán de inmediato a tu familia al Infierno. ¿Ha quedado claro?

—No les hagáis daño, por favor.

—La seguridad de vuestras familias está en vuestras manos, no en las nuestras. Si os portáis bien, todo saldrá a las mil maravillas. Si os portáis mal, esto acabará en un baño de sangre. ¿Entendido?

Mijaíl y Vitali asintieron con la cabeza, sin oponer resistencia.

Satisfecho, Ruslan dio un paso atrás e hizo una señal a sus hombres de que soltaran a Mijaíl.

—Cuidadito, ¿eh?

En ese instante llegaron a la antecámara los dos hombres que se habían quedado atrás «limpiando» la sala de vigilancia de vídeo. Uno de ellos hizo señas con una cinta, como si mostrara un trofeo.

—Todo arreglado.

—Buen trabajo —dijo Ruslan en tono inexpresivo.

Se dirigió a la puerta de la cámara y miró a los dos prisioneros.

—Introducid el código.

Temblando, conmocionados, ambos se acercaron, se inclinaron sobre la caja que controlaba el cerrojo de la puerta de acero y, al mismo tiempo, marcaron los números que les correspondían. La enorme puerta emitió un
clac
y se desatrancó con el ruido apagado de una descompresión.

De manera cuidadosa, Ruslan giró la manivela y la puerta de la antecámara comenzó a abrirse mientras exclamaba con una sonrisa:

—¡Ábrete, sésamo!

Pronto les pareció a los intrusos que el término «cofre» no hacía justicia a la cámara que se abría ante ellos. La puerta de acero les dio acceso a un enorme almacén lleno de contenedores con el símbolo de radiactividad, que se distribuían a ambos lados de la sala. Los contenedores se amontonaban unos encima de otros, pero con corredores entre ellos, como si fueran calles que separaran bloques de apartamentos.

Ruslan se giró y preguntó a Vitali:

—¿Cómo está organizado el almacén?

—A la izquierda está el plutonio y a la derecha, el uranio.

A una señal de Ruslan, los hombres bajaron las escaleras y se adentraron en el laberinto de contenedores. Se movían con rapidez. Nadie quería estar en aquel lugar más de lo necesario. Aunque los contenedores estaban todos sellados, la radioactividad tenía el don de ponerlos nerviosos.

Los miembros del comando recorrieron el laberinto y sólo se pararon cuando Ruslan levantó la mano.

—¡Es aquí! —exclamó al leer las inscripciones en caracteres cirílicos del nuevo grupo de contenedores.

Se dirigió a uno de sus hombres:

—Beslan, demuestra lo que vales.

Un hombre que transportaba una de las cajas procedentes del camión la dejó en el suelo y sacó unas herramientas del interior, que usó en el acceso a un contenedor. Éste se abrió en unos segundos; el hombre encendió una linterna y entró en el interior. Dentro había varias cajas con caracteres cirílicos y el símbolo nuclear. Beslan cogió una de ellas y la metió en la caja que había llevado consigo. Instantes después repitió la operación con otra caja.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Vitali, lo suficientemente alarmado como para perder la prudencia—. ¡Esto es uranio enriquecido al noventa por ciento!

—Cállate.

—Creo que no lo entiendes —insistió, casi en un tono de súplica—. Cada una de estas cajas contiene una cantidad subcrítica de uranio. Si se juntan, las dos masas superarán el umbral crítico y puede producirse una explosión nuclear. Es una cosa muy…

Paf
.

El estallido resonó con estruendo en el almacén. Vitali, con la cara ardiendo por la bofetada, ni siquiera se atrevió a emitir un sonido.

Ruslan volvió a concentrar su atención en sus hombres.

—Malik, Aslan, mantened las cajas siempre a más de dos metros de distancia una de otra.

Señaló al hombre que había abierto el contenedor.

—Beslan, sella todo esto. Quiero que dejes el contenedor igual que lo encontramos.

Beslan cerró el contenedor e inició la tarea de sellado, mientras sus dos compañeros se alejaban con las cajas. Minutos más tarde se reunieron en la antesala y cerraron la puerta de acero del cofre.

—Vosotros venís con nosotros —les ordenó Ruslan a los prisioneros rusos.

El grupo recorrió el camino de vuelta en fila india con Ruslan siempre al frente. Malik iba tras él con una caja y Aslan cerraba la fila con otra. Los otros dos hombres y los prisioneros iban en medio. Pasaron por la sala de vigilancia de vídeo, y el jefe del comando inspeccionó rápidamente el interior. Estaba arreglada y limpia. No quedaban señales del tiroteo.

—Muy bien.

Siguieron avanzando por los pasillos hasta encontrarse con el coronel Priajin.

—¿Qué tal? ¿Cómo ha ido todo?

—Bien,
niet problem
.

Salieron del edificio al aire helado del exterior. Se enfundaron los guantes y se dirigieron al camión. El motor seguía en marcha y el hombre que vigilaba el vehículo aguardaba al volante. Al ver que los compañeros regresaban, saltó fuera de la cabina y fue a abrir la puerta trasera.

Subieron al camión y colocaron las dos cajas en dos contenedores especiales, separados el uno del otro. Una vez que el material radiactivo estaba colocado de forma segura, Ruslan señaló los tres cadáveres tirados en una esquina, el del centinela, al que habían matado en la verja de entrada, y el de los hombres que habían sido abatidos en la sala de vigilancia de vídeo. Los habían traído hasta allí.

—Cubrid esos cuerpos y haced subir a los presos.

Los hombres echaron una tela sobre dos de los tres cadáveres, mientras Ruslan y Aslan preparaban sus pistolas. Una vez concluidos los preparativos, Malik hizo una señal a los dos prisioneros, que subieron inmediatamente a la caja del camión. Ruslan y Aslan los dejaron pasar, apuntaron a la nuca de los prisioneros y dispararon casi a la vez.

Ploc
.

Ploc
.

Mientras sus hombres limpiaban la sangre esparcida por la caja del camión y colocaban los nuevos cadáveres encima de los otros, Ruslan saltó y fue a instalarse en el asiento del conductor junto al coronel Priajin. El camión arrancó, cruzó la verja y abandonó el perímetro del complejo químico.

—¿Está seguro de que quiere salir con nosotros, coronel? —le preguntó el jefe del comando al oficial ruso.

—Debe de estar bromeando —respondió Priajin con una carcajada nerviosa—. No es que quiera; tengo que hacerlo. Oficialmente ni siquiera estoy en Mayak. No olvide que he entrado con una credencial anónima y que no hay ningún registro de mi presencia aquí. No pueden verme aquí dentro. Si no salgo con ustedes, ¿con quién voy a hacerlo?

Ruslan señaló con el pulgar la caseta del guarda que ya dejaban atrás. La verja ya se había cerrado a sus espaldas.

—¿Podemos confiar en los tipos de la caseta del guarda?

—Ya le he dicho que son hombres de confianza. Estuvieron a mis órdenes en Chechenia y respondo personalmente por ellos.

El camión recorrió el perímetro de PO Mayak en el sentido inverso al de media hora antes y regresó a la verja de entrada. El hombre que se había quedado de guardia en la caserna subió de un salto a la caja del camión y el vehículo prosiguió la marcha. Se adentró en la Prospekt Lenina y desapareció en la neblina y la oscuridad de la noche helada.

Transportaba una nueva pesadilla para la humanidad.

1

A
mitad del puente bajo y estrecho, entre el lago Azul y el lago Verde, Tomás reparó en el hombre. Era rubio y llevaba el pelo muy corto, casi de punta, y gafas oscuras. Tenía una pose ambigua. Estaba sentado al volante de su pequeño automóvil negro y contemplaba el paisaje en la postura de alguien que pasea y al mismo tiempo espera.

—Debe de ser un turista —murmuró Tomás.

—¿Qué? —preguntó su madre.

—Aquel hombre. Viene detrás de nosotros desde Ponta Delgada. ¿No se ha fijado?

—No. ¿Por qué?

Después de mirar de forma prolongada al desconocido parado en la entrada del puente, Tomás movió la cabeza y sonrió, con un gesto tranquilizador.

—No es nada —dijo—. Son manías mías.

Doña Graça paseó la mirada por el paisaje, dejándose embriagar por la armonía serena del panorama que la rodeaba. El valle verde y exuberante se extendía hasta una pared circular lejana. Sólo los dos grandes espejos de agua interrumpían el verdor. Un bosque de pinos bordeaba los pastos y las hortensias y las fucsias teñían de color las laderas.

—¡Qué bonito! —exclamó su madre—. Es un paisaje hermosísimo.

Tomás asintió con la cabeza.

—Es seguramente uno de los paisajes más bellos del mundo.

—¡Aquella parte es espectacular!

—¿Sabe cómo se formó todo esto, madre?

—No tengo la más mínima idea.

Tomás estiró el brazo derecho y señaló con el dedo la larga muralla que rodeaba el horizonte como un anillo.

—¿No lo ha notado? Esto es la caldera de un volcán.

La mirada iluminada de doña Graça, súbitamente asustada, mostró su alarma.

—Me estás tomando el pelo.

—Ni mucho menos. Hablo en serio —insistió el hijo—. ¿No ve aquella muralla del fondo que rodea todo el valle? Son las paredes del cráter. Tienen más de quinientos metros de altura. Ahora mismo estamos en medio de la caldera.

—¡Ay, Dios! ¿Estamos en la caldera de un volcán? ¿Y no es peligroso pasar por aquí, hijo?

Tomás sonrió y le pasó el brazo por los hombros con ternura.

—No se asuste, madre. No va a haber ninguna erupción. Puede estar tranquila.

—¿Cómo puedes estar seguro de eso? Dios mío, si esto es un volcán puede…, puede estallar todo. ¿No te acuerdas de aquel programa de la televisión sobre el Vesubio?

Tomás señaló la ladera occidental del cráter.

—La última vez que hubo actividad volcánica aquí, ocurrió allí al fondo, en el Pico das Camarinhas. Fue hace trescientos años.

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