—Sí, jeque. Lo he leído.
—El mensaje de Alá es un mensaje de bondad, de piedad y de tolerancia. En su último sermón antes de morir, Mahoma dijo: «Nadie es superior a nadie. Ni los árabes respecto a los no árabes, ni algunos árabes respecto a otros árabes, ni los blancos respecto a los negros, ni los negros respecto a los blancos. Sólo existe la superioridad que se alcanza a través del conocimiento de Dios». —Hizo una pausa para dejar que la frase calara en el alumno—. ¿Ha quedado claro?
—Sí, jeque —asintió Ahmed de nuevo.
El pupilo dudó como si quisiera añadir algo, pero, preocupado por la inesperada irascibilidad del maestro se contuvo.
—¿Qué ibas a decir, muchacho? —preguntó Saad al ver que dudaba.
—Nada, jeque.
—Di lo que tengas que decir.
Ahmed posó la mirada sobre el volumen que el maestro aún acariciaba.
—Cuando Mahoma dijo que no había superioridad de razas, decía lo que dice el propio Corán.
—Claro.
—Pero, jeque, en esa misma frase el Profeta deja claro que, pese a que no haya superioridad entre razas, el islam sí es superior. Lo que dice el apóstol de Alá es que no hay superioridad entre los hombres «excepto la superioridad que se alcanza a través del conocimiento de Dios». O sea, los musulmanes son superiores. Alá dice en la sura 3, versículo 17: «La religión, ante Dios, consiste en el islam».
—Claro, el islam es la sumisión a Dios. Quien se somete a Dios es superior. Pero recuerda que las Gentes del Libro también tienen conocimiento de Dios…
—Es un conocimiento adulterado por los rabinos y los curas, jeque. No es verdadero conocimiento. Ellos sólo conocen a Dios a través de intermediarios, no de forma directa como nosotros.
—Es verdad —reconoció el maestro—. ¿Y qué?
—Eso muestra que no somos todos iguales, jeque.
—Admito que no lo somos —reconoció Saad—. Pero recuerda lo que dice Alá en la sura 2, versículo 59: «Ciertamente quienes creen, quienes practican el judaísmo, los cristianos y los sabios (quienes creen en Dios y en el Último Día y hacen obras pías) tendrán su recompensa junto a su Señor. No hay temor para ellos, pues no serán entristecidos». Este mensaje se repite en otros dos versículos. Como ves, las personas buenas entre las Gentes del Libro serán recompensadas por Alá. Esto es una muestra de tolerancia para con otras religiones.
—Y en cambio, en la sura 5, versículo 56, Alá deja claro que un creyente no puede ser amigo de un judío o de un cristiano…
—Es verdad.
Ahmed volvió a dudar si debía exponer lo que pensaba, pero esta vez venció sus temores.
—Hay algo más, pero le pido que no se enfade por lo que voy a decir…
Saad sonrió con benevolencia.
—Puedes estar tranquilo.
—Usted ha dicho no hace mucho que Alá prohibió matar en el Corán.
—Sí.
—Pero si es así, jeque, ¿por qué la sura 2, versículo 189, dice: «Matadlos hasta que la idolatría no exista y esté en su lugar la religión de Dios»? Si es así, ¿por qué el versículo 187 de la misma sura dice: «Si os combaten, matadlos: ésa es la recompensa de los infieles»? Si es así, ¿por qué Alá impone la muerte en el Corán para aquellos que cometen ciertos crímenes? En fin, ¿está prohibido matar o no lo está?
Por un instante, el maestro no supo qué responder.
—Bueno…, está prohibido, pero… también se permite… En fin…, se permite sólo en determinadas circunstancias, claro.
—Así es, jeque. Se permite en determinadas circunstancias. Es más, la muerte se ordena, como ocurre en el caso de los creyentes que cometen asesinato, apostasía o que mantienen relaciones sexuales ilegales, o en el caso de los
kafirun
. Recuerde que la sura 4, versículo 33, se dirige a los creyentes. Alá dice: «¡Oh, los que creéis! ¡No os matéis!». O sea, no matéis a otros creyentes, no matéis a otros musulmanes, salvo a los criminales. Pero Alá no prohíbe matar a los
kafirun
. Y eso, sin hablar siquiera de lo que dice la sura 9, versículo 5, donde Alá…
Ahmed se quedó sin voz al ver al maestro palidecer en el momento en que mencionó ese versículo. No obstante, el jeque siguió callado y el pupilo recuperó la voz y acabó la frase.
—… en la sura 9, versículo 5, Alá dice: «Matad a los asociadores donde los encontréis. ¡Cogedlos! ¡Sitiadlos! ¡Preparadles toda clase de emboscadas!».
Los músculos de la mandíbula del maestro se contrajeron en una muestra del esfuerzo que hacía por dominarse.
—Ese versículo se refiere a los idólatras, no a las Gentes del Libro —argumentó con voz fría y tensa.
—¡Todos son idólatras, jeque! ¿No rezan los
kafirun
cristianos a las estatuas que ponen en las iglesias? ¿No adoran a los santos y a la madre de Jesús? ¿No dicen que Jesús es el hijo de Dios? ¡Eso es idolatría! Está en el Corán: «¡No hay más Dios que Alá!». ¡Usted mismo lo ha dicho en todas nuestras lecciones a lo largo de estos años! ¡Sólo hay un Dios! ¡Nadie reza a Mahoma! ¡Nadie reza a la madre de Mahoma! ¡Nadie reza a Abu Bakr ni a ningún otro califa! ¡Un verdadero creyente sólo reza a Dios, únicamente a Dios! ¡Pero los
kafirun
cristianos rezan a Jesús, a su madre, al Papa, rezan delante de estatuas…, le rezan a todo! Hasta piensan que Jesús es una especie de Dios… ¡Eso es idolatría! Y Alá dice: «Matad a los asociadores donde los encontréis».
—Está bien, pero ese mandato se dio en el contexto de una batalla específica. No se puede tomar como un mandato general.
—Sólo no es un mandato general para quien no quiere leerlo así, jeque —repuso el pupilo con arrogancia—. Es evidente que todos los versículos del Corán tienen un contexto. Pero ¿no es Alá
As-Samad
, el Eterno? Por tanto, sus mandatos, aunque los profiriera en un contexto, también son eternos. Cuando Alá, en su infinita sabiduría, reveló al Profeta el versículo que dice que ciertas acusaciones exigen al menos cuatro testigos, ¿ese mandato tenía un contexto?
—Claro que sí.
—Y, en cambio, es eterno. Lo mismo ocurre con el mandato de matar a los idólatras. Como todos los versículos del Corán, ese mandato tiene también un contexto. Sin embargo, es tan eterno como los demás —dijo señalando al maestro—. Usted mismo ha dicho varias veces que el Libro Sagrado es atemporal. Si es así, este versículo también lo es.
Saad respiró profundamente. De pronto se sintió sumamente cansado.
—No sé quién te enseña esas cosas —exclamó, impotente, pasando por alto el problema que el pupilo le planteaba.
En una muestra de que daba por zanjada la conversación, el jeque cogió con ternura el Corán y se levantó.
—Sea quién sea, debes tener cuidado.
—¿Por qué, jeque?
El maestro lanzó una última mirada al alumno antes de darle la espalda y abandonar la salita.
—Porque lo que estás diciendo es peligroso.
—F
uck! ¡Ya llega tarde!
Frank Bellamy levantó los ojos del reloj y miró hacia la puerta con impaciencia.
—¿Qué pasa? —quiso saber Tomás.
—Es una de nuestras jefas de equipo. Llega tarde.
—Esperemos un poco más.
—No podemos —insistió, consultando de nuevo su reloj—. Tengo otra reunión ahora y después una cena.
El salón ya se había vaciado. Bellamy paseó la vista por la decena de personas que seguían allí esperando instrucciones. Se acercaba el atardecer y se habían encendido las luces de la sala del Maggior Consiglio. Tras comprobar si la pantalla de plasma y el DVD estaban instalados, lanzó una última mirada esperanzada hacia la puerta. Sin querer demorar más la decisión, señaló las sillas vacías.
—Señores, hagan el favor de tomar asiento —dijo—. Vamos a empezar la reunión.
El ruido provocado por las sillas que se arrastraban y las personas que se sentaban fue mucho menor y más breve que quince minutos antes, al final de la reunión preliminar. Esta vez, los presentes no se conocían entre sí, por lo que las conversaciones que se cruzaron fueron de mera cortesía.
—Como he explicado hace poco, todos los presentes han sido reclutados por el NEST por vías poco tradicionales. Esperamos que nos ayuden sobre todo en el proceso de detección de cualquier amenaza potencial en Europa. Por distintos motivos, cada uno de ustedes tiene conocimientos profundos sobre el islam y relaciones con las comunidades musulmanas que viven en sus países. No obstante, hasta donde sé, ninguno de ustedes tiene un conocimiento profundo del tipo de amenaza al que nos enfrentamos, razón por la cual he considerado oportuno hablar un poco al respecto.
Arregló sus papeles e hizo una pausa antes de lanzar la pregunta provocativa que marcaría el tono de la reunión.
—Si yo fuera un terrorista y quisiera cometer un atentado nuclear, ¿qué creen que debería hacer?
La pregunta quedó en el aire, insidiosa, hasta que los presentes comprendieron que Bellamy esperaba de veras una respuesta.
—Conseguir una bomba, supongo —arriesgó Tomás.
—Muy bien —dijo Bellamy, que pareció aprobar la idea—. Pero ¿dónde podría encontrarla?
—No sé. Se la podría comprar al tal Khan, por ejemplo.
El hombre de la CIA reflexionó sobre la respuesta.
—Sería una buena opción. El problema es que el señor Abdul Khan ya fue neutralizado, aunque debo admitir que eso tampoco sería un gran obstáculo. Puede que el señor Khan esté fuera del circuito, pero hay otros Khan sueltos por ahí. Es bueno recordar que sólo acabó confesando, en 2008, que era el testaferro de los militares paquistaníes, y mucho me temo que ésos siguen operando con relativa impunidad. Muchos de ellos son fundamentalistas islámicos y, si yo fuera un terrorista islámico, podría pensar en pedirles ayuda. Pero, si es así, ¿por qué los yihadistas aún no han explosionado una de esas bombas?
El grupo permaneció en silencio. Era una buena pregunta.
—La respuesta es simple —se adelantó Bellamy, respondiendo a su propia pregunta—. Porque una bomba de ésas llevaría escrita la dirección del remitente.
—Creo que no lo he entendido —confesó la profesora Cosworth al otro lado de la mesa.
—Lo que quiero decir es que todas las bombas atómicas tienen una firma individual. El NEST cuenta con una base de datos muy completa sobre el desarrollo de armas nucleares: desde textos publicados en revistas científicas a pasajes de novelas de espionaje. Todo está en esas bases de datos. Si se detonara una bomba nuclear, el NEST analizaría las características de la explosión, incluidas la fuerza de destrucción y la composición de los isótopos de la lluvia radioactiva que seguiría inevitablemente a la explosión. Esas características se compararían luego con la información de la que disponemos sobre los arsenales nucleares ya existentes. En nuestra base de datos constan elementos muy concretos sobre las bombas que poseen Pakistán, India, Corea del Norte…, de todos los países. Comparando las características de la explosión con esos datos podríamos saber qué país construyó la bomba y la entregó a los terroristas. O sea, las características de la explosión nos darían la dirección del remitente. Una vez que supiéramos dónde fueron a buscar los terroristas la bomba, podríamos tomar represalias destruyendo el país que se la facilitó. ¿Lo entienden? Eso es lo que ha impedido a los militares pakistaníes proporcionar armas nucleares a los yihadistas islámicos. Saben que podemos localizar el origen de la bomba. —Todas las cabezas asintieron al mismo tiempo, en un movimiento sincronizado que indicaba que todos habían entendido la explicación.
»La hipótesis más verosímil es que los terroristas obtengan un arma nuclear intacta y, por eso, lo más probable es que la roben —prosiguió Bellamy—. Aquí me temo que el principal sospechoso es Rusia. Desde la desaparición de la Unión Soviética los sistemas de control y de seguridad atómicos se han relajado. El país tiene entre cuarenta y ochenta mil cabezas nucleares, pero la forma en que se almacenan esas armas espantaría a cualquiera. Basta considerar que la inflación en Rusia llegó a ser del dos mil por ciento para entender que resulta cada vez más fácil sobornar a un científico o a un militar en situación vulnerable. Además, vendieron armas a precio de ganga cuando se acabó el sistema comunista. ¡Un almirante fue condenado por haber vendido sesenta y cuatro barcos de la flota rusa del Pacífico, incluidos dos portaaviones, a la India y Corea del Sur! ¿Quién nos garantiza que los rusos no venderán también armas nucleares?
—Si lo hubieran hecho —argumentó la profesora Evelyn Cosworth—, imagino que ya se sabría.
El hombre de la CIA se levantó de su asiento para encender la pantalla de plasma y el reproductor de DVD.
—¿De veras lo cree? Entonces, vea esta entrevista que concedió el general Alexander Lebed, que por aquella época era consejero del presidente Borís Yeltsin, al programa
60 Minutes
de la CBS.
Bellamy apretó un botón del reproductor, la pantalla se iluminó y apareció la figura del general ruso sentado en una silla. Delante de Lebed se encontraba el entrevistador Steve Kroft. La introducción, narrada por Kroft, mencionaba que se desconocía el paradero de bombas nucleares soviéticas de una kilotonelada, bombas del tamaño de un maletín de ejecutivo. Las voces de Kroft y Lebed irrumpieron por los altavoces conectados al reproductor.
—¿Cree que sus armas de destrucción masiva están seguras e inventariadas? —preguntó el entrevistador.
—Ni mucho menos —respondió Lebed—. Ni mucho menos.
—Sería fácil robar una de ellas.
—Tienen el tamaño de un maletín.
—¿Es posible meter una bomba en un maletín y salir con ella?
—La propia bomba tiene forma de maletín. En realidad, es un maletín. Pero también se puede meter en un maletín, si se quiere.
—Pero ya es un maletín.
—Sí.
—Entonces, ¿podría pasearme por las calles de Moscú, Washington o Nueva York y la gente pensaría que sólo llevo un maletín?
—Sí, sin duda alguna.
—¿Es fácil detonar una bomba así?
Lebed reflexionó durante un instante.
—Bastarían veinte o treinta minutos.
—Pero ¿no son necesarios códigos secretos del Kremlin o cosas de ese tipo?
—No.
—¿Y dice usted que hay un número significativo de estas bombas que han desaparecido y que nadie sabe dónde están?
—Sí, más de un centenar.
—¿Dónde se encuentran?
—Algunas en Georgia, otras en Ucrania, en los países bálticos, ¿quién sabe? Tal vez algunas incluso estén fuera ya de estos países. Sólo hace falta una persona para hacer estallar una bomba nuclear.