El marido apagó la luz y se tumbó a su lado. No sabía bien qué hacer en esas circunstancias, ya que el tema estaba prohibido incluso en las conversaciones entre hombres, pero sabía que todo pasaba entre las piernas de ella. Reunió valor suficiente y pasó con torpeza la mano por debajo del vestido y la exploró hasta detectar la abertura caliente. Sintió la erección crecer entre sus piernas y se desnudó con un movimiento rápido. Después se deslizó encima de ella e hizo fuerza para penetrarla, sin resultado. Debía de haber algún mecanismo que ambos desconocían. Se le ocurrió entonces abrirle las piernas y volvió a embestirla. Ella gimió de dolor en el momento en que el marido consiguió penetrarla.
Fue una refriega rápida y apresurada. Dos minutos después, Ahmed se levantó y fue a lavarse. Luego fue el turno de ella para las abluciones. El marido volvió al cuarto, encendió la luz y constató que había una pequeña mancha de sangre en las sábanas. Los ojos le brillaron por el alivio que sintió.
El campus universitario de la Facultad de Ciencias y Tecnología de la Universidade Nova estaba en el monte de Caparica, cerca del apartamento donde vivían. Se matriculó en Ingeniería Electrotécnica y se pasó los siguientes meses dedicado a las diferentes asignaturas de la carrera. Asistió a cursos con nombres extraños como Electrotécnica Teórica, Instrumentación y Medidas Eléctricas, Conversión Electromecánica de Energía y Electrónica de Potencia en Accionamientos. No eran las disciplinas más excitantes del mundo, pero Ahmed las completó con competencia y dedicación.
Le iban bien los estudios, pero no podía decir lo mismo de la vida doméstica. Adara estaba siempre deprimida. Era muy distinta de aquella muchacha alegre y divertida que le había llamado la atención en la tienda de pipas de agua de El Cairo.
Un día, al llegar de clase, se la encontró llorando en el sofá.
—¿Qué pasa? ¿Ha pasado algo?
La mujer se pasó la mano por la cara, limpiándose apresuradamente las lágrimas, y se levantó.
—No es nada.
—¿Cómo que no es nada? ¿Por qué estás llorando, mujer?
Adara se negaba a responder, pero Ahmed no admitió el silencio por respuesta y le exigió que le explicara qué le pasaba. No saldría de allí hasta que no consiguiera aclararlo. Tanto insistió que la mujer acabó por abrirse.
—No soy feliz.
—¿Por qué? ¿Echas de menos a tu familia?
Ella asintió con la cabeza.
—Pero no es sólo eso, ¿no? ¿Hay algo más?
Ella no dijo nada.
—¿Entonces? ¿Por qué estás tan triste?
Adara volvió a cerrarse en un mutismo obstinado. Pero la puerta se había entreabierto y Ahmed no estaba dispuesto a aceptar que las cosas quedaran así. Quería averiguar qué estaba pasando.
Volvió a insistir pasados unos días, hasta que consiguió arrancarle una confesión sorprendente.
—No me gusta este matrimonio.
La revelación le desconcertó.
—¿Qué? ¿Qué dices?
Por primera vez desde que vivían juntos, Adara alzó la vista y miró a su marido a los ojos, desafiante, como si decir aquello la liberara.
—No me gusta estar casada.
Aquella declaración era inaudita y dejó atónito a Ahmed. ¿Dónde se había visto que una mujer dijera algo semejante a su marido? ¿Se habría vuelto loca?
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso te trato mal?
—No, claro que no.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
Ella bajó los ojos. Una lágrima solitaria le recorrió el rostro.
—No estoy enamorada de ti.
Ahmed la miró sin salir de su asombro. Esperaba que ella dijera cualquier otra cosa. Todo menos aquello.
—¿Y desde cuándo importa eso? —preguntó al fin—. ¿Qué tiene que ver el amor con todo esto? ¿Eres tonta o qué?
La mujer se encogió por completo. Sus ojos, que se movían de un lado a otro, mostraban su desorientación y desesperación.
—Yo quería un matrimonio…, un matrimonio especial, ¿lo entiendes? Un matrimonio en el que hubiera pasión de verdad, que me hiciera vibrar…
—¿Estás loca?
—¡Yo quiero un amor como el de las novelas!
El rostro del marido se contrajo en una expresión de perplejidad.
—¿Qué novelas? ¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de los libros que leía en El Cairo a escondidas de mis padres, de Barbara Cartland, Daphne du Maurier…
—Basura —cortó Ahmed, súbitamente enfurecido—. ¡Eso es todo basura! ¡Son todo ordinarieces de los
kafirun
!
—Son libros bonitos —argumentó ella—. Hablan de amor, de un mundo en el que las mujeres pueden decidir su vida, en el que se enamoran, en el que se casan con el hombre al que quieren y no con el que su padre decide, en el que toman sus propias decisiones, en el que pueden…
—¡Eso es basura! —repitió el marido en un tono agresivo que la obligó a callarse—. ¡Esos libros de los
kafirun
no son más que obras del diablo! Querer estar guapa en público, desear atraer a los hombres, buscar el placer, divertirse… ¡Todo eso son seducciones de Satanás! ¡No olvides que esta vida es una prueba temporal! ¡El diablo tiene innumerables estratagemas para desviarnos del buen camino y esos libros inmorales de los
kafirun
son una de ellas! —Señaló hacia arriba—. ¡Pero Alá
Al-Hakam
, el Juez, todo lo observa, y si nos ve caer en la tentación nos cerrará el paso a los jardines eternos! Eso es lo que quieres, ¿acabar en el Infierno?
Adara negó con la cabeza. Vivía aterrorizada con la posibilidad de ir al Infierno.
—¡Entonces, no pierdas el juicio! —ordenó él—. Una buena musulmana evita las sensaciones animalescas de esos libros. El islam es sumisión. Las mujeres deben obediencia a sus maridos y a Dios, no a Satanás ni a la animalidad del cuerpo.
Adara volvió a mirarlo.
—Pero cuando estamos los dos juntos, cuando tú quieres intimidad…, lo que ocurre es precisamente animal. No hay romanticismo, no hay…, no sé, no hay nada. ¡Es horrible!
Ahmed respiró hondo.
—Sólo hablas así porque has leído esos libros de los
kafirun
, con sus descripciones licenciosas y no islámicas de la intimidad entre marido y mujer. Pero has de saber que ninguna buena musulmana debe copiar el comportamiento de las impías. ¡Una buena creyente evita vestirse como ellas, comportarse como ellas, mantener intimidad como ellas!
—Al menos las
kafirun
son libres.
—¡Son impías! —exclamó él, en un tono que no admitía discusión—. Esos libros asquerosos que leías apartan a las buenas musulmanas del camino de Alá.
—Me gustan las novelas.
Ahmed se pegó a la cara de la mujer y habló entre dientes, en un tono de voz bajo y tenso, cargado de amenazas:
—Te prohíbo que vuelvas a leer esas inmundicias.
Las cosas no iban nada bien en casa. La conversación permitió a Ahmed entender el problema y su origen, pero no resolverlo. Adara era infeliz y el marido empezó a intuir que su suegro tenía razón: en el fondo era una rebelde. Sabía que tendría que mantener el pulso firme para domarla y empezó a vigilarla con más atención, controlando especialmente lo que la mujer leía o veía en la televisión.
Con su matrimonio languideciendo, se dedicó con fervor a los estudios. Acabó Ingeniería en 1994, a los 25 años y, gracias a la recomendación de sus contactos en Al-Jama’a, empezó a trabajar en proyectos de una empresa saudí que abrió una oficina en Lisboa. Pero la curiosidad y cierto aburrimiento por el trabajo y por los silencios pesados en casa lo impulsaron a buscar algo diferente.
En cuanto consiguió un trabajo, se mudó a una casa mejor situada. El matrimonio dejó el monte de Caparica y se trasladó a un apartamento en la Praça de Espanha, cerca de las oficinas de la empresa y de la Mezquita Central. Poco después de acabar la mudanza echó un vistazo a las carreras que ofrecía la universidad en la que se había licenciado y descubrió que la Universidad Nova de Lisboa tenía otra facultad a dos pasos de su nuevo apartamento.
Visitó la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades a la primera oportunidad. Lo que más le llamó la atención fue la carrera de Historia, que le apasionaba desde la época en la que el profesor Ayman le enseñó la historia del islam en la madraza de Al-Azhar. Decidió ocupar el tiempo libre del que disponía y comenzó a asistir a algunas asignaturas de esa carrera. De todas las asignaturas, la que más le interesó fue Lenguas Antiguas. Quiso saber quién la impartía y se fijó en el nombre del profesor: Tomás Noronha.
¡T
enemos que volver!
—¿Qué?
—¡Tenemos que volver! —repitió Tomás—. ¡Inmediatamente!
El historiador estaba sentado en la camioneta con el torso desnudo. Rebecca le limpiaba la herida del pecho con un trozo de algodón empapado en alcohol. Pero Tomás tenía los ojos clavados en las murallas de caliza roja del fuerte, que ahora dejaban atrás.
—¿Qué pasa? —preguntó Jarogniew, agarrado al volante.
—Quiere volver —explicó Rebecca, mientras preparaba el vendaje.
—¿Por qué?
Todas las miradas se dirigieron al historiador, que mantenía la vista fija en el fuerte, ahora ya en segundo plano.
—Zacarias me dijo que había dejado una cosa muy importante escondida en el fuerte. Tenemos que ir a buscarla.
—¿Está usted loco? —insistió Jarogniew—. En este momento, el cuerpo de su amigo ya está rodeado de policías. Si vuelve, algún testigo podría identificarlo.
—Pero tenemos que buscar lo que Zacarias dejó allí.
—¿Qué narices puede ser tan importante?
—Por lo que entendí, se trata de una prueba relacionada con el gran atentado que están preparando.
—¿Sabría dónde encontrarla?
—En el fuerte.
—Sí, pero ¿dónde?
—Zacarias no me lo dijo.
—Entonces, ¿cómo pretende encontrar esa prueba? El fuerte es enorme…
Tomás volvió la cabeza y clavó la vista en Sam.
—
«Use me
».
El norteamericano respondió con una expresión vacía, propia de quien no ha entendido nada.
—¿Qué?
—El mensaje que Zacarias dejó escrito en el suelo —explicó el historiador—. Es una pista para llegar a la prueba que escondió en el fuerte.
Se hizo un silencio breve en la camioneta, durante el que los norteamericanos consideraron las consecuencias de lo que acababan de oír. Como había sido el único que había visto el último mensaje de Zacarias escrito, Sam fue el primero en entender adónde quería llegar Tomás. Venciendo sus últimas dudas, se inclinó en su asiento, abrió una bolsa y sacó una tela blanca del interior.
—Póngase este
shalwar kameez
y este
pakol
—dijo, alargando a Tomás las prendas pakistaníes—. Así nadie le reconocerá.
Sentado al volante, Jarogniew miró a su compañero con un gesto inquisitivo.
—¿Qué estás haciendo?
Sam señaló el fuerte, que desaparecía a lo lejos.
—Vamos a volver.
Esta vez, Tomás cruzó la puerta de Alamgiri y entró en el complejo del fuerte de Lahore. A su lado iba Sam, también disfrazado con un
shalwar kameez
, con la pistola oculta entre la ropa y los ojos atentos a cualquier amenaza.
—¿Por dónde quiere comenzar? —preguntó el norteamericano.
Dejaron atrás la puerta de Alamgiri; a un lado quedaba la Puerta de Musamman Burj, ya dentro del complejo. Ante los dos occidentales vestidos de
shalwar kameez
se extendía un espacio enorme, ocupado por edificios y jardines.
—Por el centro.
Atravesaron el gran jardín a buen paso. En aquel lugar reinaba una placidez beatífica. Los cuervos graznaban y los gorriones gorjeaban sin cesar. El sonido melodioso se superponía al rumor distante, pero siempre presente, de la ciudad. El fuerte estaba defendido por unos cañones antiguos que adornaban las esquinas de las murallas. Más allá se extendían las casas degradadas de la ciudad vieja, casi un vertedero de edificios decadentes y callejuelas inmundas.
En cambio, allí, en medio del jardín del fuerte, reinaba la armonía. Unos aspersores gigantes regaban las plantas y los chorros de agua alcanzaban el tronco de los árboles
papiyal
y el camino por el que deambulaban los visitantes, lo que obligaba a Tomás y a Sam a tener especial cuidado para no mojarse.
Rodearon el jardín y se acercaron al primer edificio, una construcción de piedra con puertas bajas. Tomás sacó del bolsillo un folleto con el plano del complejo.
—Éste es el Diwan-i-Aam —dijo identificando el edificio—. Aquí recibía el emperador mongol las visitas.
Los dos hombres se agacharon y franquearon la puerta de entrada.
—Esos mongoles debían de ser unos enanos —observó Sam, al constatar que todas las puertas del edificio eran igual de bajas.
El Diwan-i-Aam parecía una reliquia mal conservada. El mármol antiguo que decoraba el interior tenía un aspecto muy deteriorado. No obstante, los arabescos grabados en la superficie podían verse aún claramente. Las paredes parecían de yeso y estaban agrietadas. Había pintadas hechas con tiza por visitantes irrespetuosos, probablemente adolescentes enamorados, mientras que se abrían grietas en el suelo. El interior era oscuro y extrañamente fresco, en un contraste agradable con el horno de fuera. Las salas eran estrechas y parecían extraídas de un Punjab para liliputienses. Los dos hombres las recorrieron metódicamente sin encontrar nada.
—No es aquí —concluyó Tomás.
Salieron al balcón y contemplaron el patio que se extendía frente a ellos, adornado por un pequeño jardín con un lago artificial seco que dejaba ver los tubos de las canalizaciones. Más allá se veían aún más edificios y, tras las murallas, de nuevo la ciudad que se desplegaba en medio del
smog
.
Sam señaló los demás edificios del complejo.
—Vamos a buscar en aquel lado.
Antes de alcanzar la escalera que bajaba al jardín, Tomás lanzó una última mirada al balcón del Diwan-i-Aam. En ese momento reparó en una mancha azul, casi oculta debajo de la arcada, a la izquierda. Era una caja cilíndrica de plástico azul, con una abertura en la parte superior y unas letras pintadas en blanco: