Salim dudó un instante, mientras buscaba las palabras más adecuadas para describir cómo había recibido el pueblo aquella acción.
—Por la información que tengo, hermano, nuestro pueblo está hundido en la
jahiliyya
. Por eso debemos ser más prudentes en nuestras acciones. El Profeta, que la paz sea con él, escogió hacer la revelación por etapas, para garantizar el triunfo de la verdadera fe. Tenemos que ser pacientes y aprender de su hermoso ejemplo.
Estas palabras, cuidadosamente escogidas, indicaban que la jornada de gloria y martirio no había tenido buena acogida entre los ciudadanos. Era una información desconcertante.
No obstante, Ahmed no se desanimó.
—¿Cuándo permitirán que me una a la yihad? ¿Cuándo?
—Sé paciente y espera.
—No he hecho otra cosa, hermano. Pero siento que ha llegado mi hora. ¿Cuándo me llamarán?
Su interlocutor hizo una breve pausa, tal vez para ponderar qué podía decir por teléfono. Respondió hondo y al fin respondió.
—El día se acerca.
La masacre de Luxor renovó el interés de Ahmed por el Antiguo Egipto, materia de las primeras clases de la facultad. El problema es que, después de abordar la civilización egipcia y los jeroglíficos, el profesor Noronha dedicó sus clases al Antiguo Testamento y al hebreo, y luego al Nuevo Testamento y al arameo y el latín. El curso era semestral y faltaba poco para que acabaran las clases, sin que el profesor hubiera abordado el mayor y más importante periodo de la historia de la humanidad: el islam.
Ahmed siempre se sentaba en un rincón apartado del aula, para mantenerse lejos de las miradas ajenas, pero al comprobar que el semestre se acababa sintió la necesidad de hablar con el profesor al acabar una de las últimas clases. Lo abordó a la salida de la clase, se presentó y le preguntó:
—Profesor, ¿no va usted a hablar del islam?
—Por desgracia, no.
—¿Por qué?
—Primero, porque no hay tiempo —explicó Tomás—. Tenga en cuenta que este curso es semestral. Por otro lado, el árabe no es exactamente una lengua antigua, como sin duda sabe, y este curso se llama precisamente Lenguas Antiguas y….
—El árabe coránico es una lengua antigua —interrumpió Ahmed—. Hay muchos hablantes de árabe moderno que no lo entienden. Además, el árabe es la lengua de Dios. Alá habló a los creyentes en árabe.
—Los judíos dicen que fue en hebreo…
—¡Los judíos son unos falsos! —vociferó Ahmed, irritado por la referencia al pueblo que el Corán maldijo por haber roto la alianza con Dios—. Mahoma dijo: «La última hora sólo vendrá después de que los musulmanes combatan a los judíos, y los musulmanes los maten hasta que los judíos se escondan debajo de una piedra o de un árbol y la piedra y el árbol digan: «Musulmán, siervo de Alá, aquí hay un judío, ven y mátalo»». Así habló el Profeta y sus palabras reflejan el destino que espera a esos miserables.
Tomás se quedó perplejo por un momento, asustado por la agresiva descarga verbal del alumno.
—Bueno… —dijo dubitativo—. Eso…, en todo caso, no es asunto para estas clases.
Al notar que había perturbado al profesor, Ahmed bajó el tono de voz, pero no dejó el asunto.
—Sí, pero ¿cómo puede usted ignorar el islam? —insistió—. Es importante que las personas de este país conozcan la palabra de Dios.
—Sin duda —coincidió el profesor, algo cansado del tono excesivamente asertivo del estudiante—. Pero éste es un curso sobre lenguas antiguas, y el islam no forma parte del currículo por los motivos que le he indicado y por otro más: yo no sé árabe ni soy experto en asuntos islámicos.
—Pues debería aprenderlo. ¿No tiene curiosidad?
—Admito que sí. De hecho, estoy pensando en ir a estudiar árabe a un país islámico. Me interesa mucho el criptoanálisis, y el primer tratado sobre la materia se publicó en árabe. Me gustaría leerlo en la lengua original.
—Es una idea excelente —aprobó Ahmed—. Puede usted ir a un país árabe, aprender la lengua y, entonces, iniciarse en el islam. ¿Quién sabe si no acabará convirtiéndose?
—Sí, ¿quién sabe?
Tomás echó a andar, esforzándose por alejarse de aquel alumno al que empezaba a encontrar molesto, pero aún tuvo tiempo de oír sus últimas palabras.
—Recuerde que la historia aún no ha acabado —exclamó Ahmed tras él, a modo de aviso—: un día serán los historiadores musulmanes los que analicen el pasado cristiano de la península Ibérica.
El profesor, que ya subía las escaleras, levantó la mano despidiéndose.
—Adiós.
—El islam volverá.
Triiimmm
.
Ahmed estaba tumbado en la cama releyendo los
ahadith
compilados en el
Sahih Bujari
. Era su forma de relajarse después de un día de trabajo. Refunfuñó al oír el timbre de la puerta, pero no se movió.
—Adara —gritó—. ¡Ve a ver quién es!
Los textos islámicos eran su única compañía en su tiempo libre y no le apetecía levantarse. Ya había entrado en la treintena y hacía un tiempo que le rondaba por la cabeza la idea de buscar otra esposa. Adara convertía su vida en un infierno. Además, no le había dado ningún hijo. Ya había pensado en más de una ocasión en decirle en voz alta tres veces «te repudio» para divorciarse de ella, pero lo iba postergando.
Quizá la mejor solución era buscarse una segunda esposa, una muchacha que fuera respetuosa, obediente y buena paridora. En Portugal, las muchachas musulmanas le parecían demasiado desviadas del islam, por la influencia licenciosa de los
kafirun
. Tendría que pedir a la familia que le buscaran una virgen en Egipto.
Se lo pensó mejor: vivía en Portugal y casarse con una segunda mujer le podía crear problemas con los malditos
kafirun
. Tal vez la solución fuera divorciarse.
Triiimmm
.
Al oír por segunda vez el timbre, Ahmed entornó los ojos y respiró hondo. Recordó que Adara había salido a comprar. Con una interjección de impaciencia, dejó el volumen en la mesita de noche y se levantó a abrir la puerta.
—Un momento —dijo en portugués.
En el rellano había un hombre de barba tupida, vestido con ropas blancas islámicas.
—¿Ahmed ibn Barakah? —quiso saber el desconocido, que, evidentemente, era musulmán.
—Soy yo —respondió en árabe—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Me llamo Ibrahim Sakhr —dijo el hombre presentándose—. Vengo de parte de Ayman bin Qatada.
Al oír el nombre de su antiguo profesor, Ahmed sonrió amablemente e invitó al desconocido a entrar en el apartamento. Le ofreció el mejor sofá, té y galletas. Después de las habituales muestras de cortesía, el anfitrión hizo la pregunta que dio pie al visitante para explicar el propósito de su presencia allí.
—¿Cómo está Ayman?
—Ahora está en Yemen.
—¿En serio? —dijo Ahmed, sorprendido—. ¿Qué hace allí?
—Servir al islam.
El anfitrión lanzó una mirada soñadora por la ventana, más allá del horizonte lisboeta.
—¡Ay, Yemen! —exclamó—. ¡Qué suerte! ¿Aún trabaja para Al-Jama’a?
—Claro. Ayman es un buen musulmán. —Ibrahim tomó un sorbo de té—. ¿Y tú? ¿Aún eres un buen musulmán?
—¿Yo? Claro que sí.
—¿No te ha corrompido la
jahiliyya
que impera en esta tierra de
kafirun
?
—¡Nunca!
—Sabemos que no has hecho afirmaciones propias de un verdadero creyente en público…
Ahmed casi se ofendió por la observación.
—¿Qué quieres decir con eso, hermano?
—Sólo repito lo que he oído.
—Es verdad que he evitado hacer declaraciones que muestren que estoy en el camino de la virtud. ¡Pero ésas fueron las instrucciones que recibí de Al-Jama’a! ¡Ayman me pidió que no llamara la atención y que evitara que me identificaran como un verdadero creyente! ¿Cómo puedes ahora venirme con esas insinuaciones ofensivas? ¿Por qué razón me…?
El visitante le puso la mano en el hombro.
—Cálmate, hermano —dijo en un tono de voz sereno y pausado—. Sólo estaba poniéndote a prueba.
—¡No sabes cómo me cuesta permanecer callado con las cosas que veo a mi alrededor! ¡En este lugar hay gente que dice ser creyente y, en cambio, bebe vino y deja que sus mujeres se expongan a miradas impúdicas! ¿Piensas que no tengo ganas de reprenderlos cada día? Pero las órdenes de Al-Jama’a fueron claras y, con la ayuda de Dios, me esfuerzo por cumplirlas.
—Ya lo sé, hermano —insistió Ibrahim—. Sólo quería tener la certeza de que tu silencio se debía a nuestras órdenes y no a que te hubieras dejado corromper por estos
kafirun
.
—Espero que no haya quedado ni una sombra de duda en tu espíritu.
—Puedes estar tranquilo —le aseguró el visitante—. Ahora sé de primera mano lo que Ayman decía sobre ti.
Ahmed cogió la tetera humeante y, haciendo un esfuerzo por calmarse, sirvió más té en la taza del visitante.
—Ahora bien, hay veces que tengo la sensación de que Al-Jama’a se ha olvidado de mí.
—No es así.
—¡Pues lo parece! Me mandaron aquí hace más de quince años y no he salido de aquí. ¿Para qué me quieren los hermanos en esta tierra de
kafirun
? ¿De qué sirvo en este lugar?
Ibrahim cogió una galleta y la mojó en el té hasta que se ablandó con el calor.
—Lo cierto es que tenemos una misión para ti.
El anfitrión enarcó las cejas. La esperanza ahogó súbitamente su resentimiento. Desde que tuvo noticia de la masacre de Luxor, esperaba este día.
—¿En serio? —Miró hacia el cielo, rezando—: ¡Dios es grande! ¡Él es
Al-Karim
, el Benévolo, y
As-Samad
, el Eterno! —Miró al visitante—. ¡Es bueno saber que no se han olvidado de mí!
Ibrahim mordió la galleta reblandecida.
—No te hemos olvidado en ningún momento.
—¿Cuál es esa misión que me ha sido confiada, hermano?
—Queremos que te entrenes para ser un muyahidín.
—¡Pero… ése es mi sueño! ¡Por Alá, eso es maravilloso! ¡No deseo otra cosa en la vida!
—Está bien. —Ibrahim sonrió, satisfecho al comprobar su entusiasmo—. Eres un verdadero creyente, de eso no cabe duda. —Arqueó las cejas—. ¿Tienes pasaporte en vigor?
—Lo tengo todo en orden.
El hombre de Al-Jama’a sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y se lo dio a Ahmed. El anfitrión lo abrió con expresión intrigada y vio un fajo de dólares y una lista de contactos, con números de teléfono y direcciones. Entonces levantó la vista y miró con aire inquisitivo a Ibrahim.
—¿Qué es esto?
—Son las personas con las que debes hablar cuando llegues allí.
—¿Allí, dónde? ¿Al campo de entrenamiento?
El visitante señaló con el dedo áspero una de las direcciones de la lista y los ojos le brillaron.
—A Afganistán.
—H
ay un tipo que nos sigue.
Tomás miraba por el cristal de los escaparates de las tiendas de la calle Abovian, una de las principales arterias del centro de Ereván, siguiendo, aunque disimuladamente, al tipo que parecía vigilarlos.
—Lo sé —replicó Rebecca, despreocupada—. Me lo he encontrado en la recepción del hotel.
—¿Qué hacemos?
La norteamericana se encogió de hombros.
—Nada.
La respuesta desconcertó a Tomás.
—Pero… ¿dejamos que el tipo nos siga? ¿No hacemos nada?
—¿Tiene alguna sugerencia? ¿Quiere salir corriendo? ¿O prefiere que saque la pistola y le dispare?
—Bueno, no sé…, ustedes están más acostumbrados a tratar con estas situaciones.
Rebecca cogió a Tomás del brazo, haciéndole señas de que siguiera adelante.
—Déjelo estar, no se inquiete. Vamos a continuar nuestro paseo y a ver qué pasa.
Habían salido unos diez minutos antes del hotel, situado en plena calle Abovian, y caminaban por una pequeña plaza dominada por el anticuado Kino Moskva, un grandioso multicine con el sello inconfundible del estilo arquitectónico soviético. A los pies de este monumento de vanguardia comunista había una terraza con toldos cubiertos con anuncios de Coca-Cola, una ironía que no le pasó desapercibida a Tomás.
Cruzaron y bajaron por la calle Abovian. Era elegante, llena de tiendas y con aceras anchas. Por todas partes se anunciaban los principales productos de Armenia, sobre todo moquetas y
brandy
. Las personas tenían cierto aire de Oriente Medio, pese a la cultura marcadamente occidental que reflejaban su forma de vestir y de comportarse. No le sorprendía. Al fin y al cabo, aquél era el país cristiano más antiguo.
Por lo general, Ereván resultó ser una ciudad descuidada. Parecía un gran bazar, aunque el centro estuviera algo más arreglado, sobre todo en la calle Abovian, la más elegante. El paseo por el que caminaban se ensanchó considerablemente, en un espacio que ocupaba una gran terraza dominada por un restaurante llamado Square One.
El portugués paseó la vista por el lugar, como si estuviera contemplándolo, y miró de reojo en busca del tipo que los seguía desde el hotel.
—Aún nos sigue —constató.
—Olvídese de él —dijo Rebecca, casi indiferente—. Disfrute del paseo.
—Pero no he venido a hacer turismo —argumentó Tomás, en un tono que mezclaba protesta y queja—. ¿Cuándo vamos a encontrarnos con su ruso?
—No lo sé. Estoy esperando que el coronel establezca contacto con nosotros.
—¿Sabe que estamos aquí?
—Claro que lo sabe. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al individuo que los seguía—. Es más, sospecho que este tipo es de los suyos.
En un acto casi reflejo, Tomás volvió la cabeza y miró directamente al hombre.
—¿Usted cree? —le susurró.
—Pronto lo sabremos —repuso Rebecca.
La calle Abovian desembocó en la impresionante plaza de la República, el centro de Ereván y el corazón de la ciudad. La plaza tenía forma ovalada y estaba rodeada de edificios bonitos, con fachadas de ladrillo amarillo y rojo y grandes arcadas. Daba la impresión de que aquél era el punto de encuentro del estilo arquitectónico soviético con las líneas tradicionales armenias. El centro de la plaza estaba dominado por grandes fuentes con chorros de agua que dibujaban coreografías que los visitantes contemplaban admirados.
Por el rabillo del ojo, Tomás siguió vigilando a la sombra que los acompañaba. Aquello podía ser normal para Rebecca, pero él no estaba acostumbrado a que lo siguieran por la calle, por lo que la situación le ponía nervioso. Vio que el hombre estaba hablando por teléfono y cómo instantes después guardaba el móvil y se dirigía hacia ellos.