—¡Atención! —dijo Tomás, tocando a Rebecca en el hombro—. El tipo viene hacia aquí.
La mujer se volvió y miró al hombre, que se acercaba de una manera ostensible, sin hacer el más mínimo esfuerzo por disimular su presencia. Ahora que estaba más cerca, constataron que era armenio. Tenía una nariz prominente y el rostro demacrado.
—¿Quién es Scott? —preguntó éste en un inglés rudimentario.
—Soy yo —dijo ella—. Rebecca Scott.
—Traigo un mensaje del coronel Alekséiev. Quiere hablar con usted esta noche en el CCCP.
Era el acrónimo en ruso de la URSS, la antigua Unión Soviética, lo que descolocó a los dos visitantes.
—¿CCCP? —preguntó Rebecca, sorprendida—. No sé si le he entendido bien.
—Es un local en la calle Nalbandian, al lado de la plaza Sájarov. —Señaló hacia el otro lado de la plaza de la República—. Es aquella calle de allí. Estén en el CCCP a las diez en punto. —Hizo el saludo militar—. Buenas tardes.
El hombre se alejó, dando por terminada su misión. Tomás vio cómo se alejaba subiendo por la Abovian, hasta que sintió la mirada de los ojos azules de Rebecca.
—¿Lo ve? —dijo ella—. El coronel nunca nos falla.
P
eshawar.
Aquel nombre era una leyenda, y el inconfundible regusto exótico de la aventura recorría la gran ciudad.
¿Cuántas veces había leído en los periódicos egipcios referencias a aquel lugar mágico, en los relatos de la gloriosa epopeya que había sido la yihad contra los
kafirun
soviéticos? Sosteniendo la maleta con una mano, Ahmed se agarraba al tirador esforzándose por mantener el equilibrio junto a la puerta del pintoresco autobús que danzaba por las calles de Peshawar, zigzagueando, abarrotado de gente entre el tráfico intenso. Iba tan lleno que había pasajeros montados en el techo. El autobús resplandecía con un colorido desconcertante. Llevaba la chapa tapada por placas doradas o de aluminio pintado de manera barroca y los faros decorados con pestañas metálicas, lo que le daba el aspecto de un palacete ambulante.
Pasaron por delante de un edificio de tonos rojos y castaños con cúpulas redondas, del mejor estilo neomongol, y Ahmed lanzó una mirada inquisitiva al pakistaní que se apretaba contra él.
—Es el museo —dijo el hombre, en inglés, identificando el edificio.
El autobús desembocó en una calle increíblemente caótica y se paró con un temblor súbito. Había automóviles por todas partes pitando sin cesar. Los tubos de escape echaban humo gris. Las personas se movían entre los coches como hormigas. Nervioso con la confusión que había a su alrededor, Ahmed volvió a dirigirse a su anónimo compañero de viaje.
—¿La mezquita de Mehmet Khan queda lejos aún? —preguntó.
Le devoraba la impaciencia.
El hombre señaló hacia delante.
—Está ahí mismo, en el Bazar Jáiber —dijo indicándole la dirección—. Cuando llegue allí, gire a la izquierda y siga por la calle de los Orfebres. La mezquita está a mitad de la calle.
Ahmed se bajó del autobús y atravesó el mar de coches y carretas hasta alcanzar la acera izquierda y continuó en dirección al fondo de la arteria congestionada. La vía pública estaba reservada a los hombres, todos con vestidos tradicionales, y no se veían mujeres por ninguna parte.
La calle desembocaba en el bazar, en pleno corazón de la ciudad vieja, donde la confusión era aún mayor, si eso era posible. Había tiendas de gafas, de maletas, de ollas, de ropa, de todo y de nada.
En las aceras había puestos ambulantes de
miswak
, los mondadientes hechos de nogal, y también de golosinas como los
tooth
y los frutos secos, sobre todo dátiles.
Siguiendo las instrucciones que había recibido en Lisboa, el visitante egipcio se paró en una tienda de ropa y señaló una túnica tradicional blanca colgada en una percha.
—¿Cómo se llama esa prenda?
El vendedor miró la túnica.
—
Shalwar kameez
.
Ahmed sonrió. Le hizo gracia el inesperado parecido entre la palabra paquistaní «
kameez
» y la portuguesa «camisa». «Vasco de Gama llevó la palabra portuguesa al subcontinente indio, o el término urdu a Portugal», pensó.
—Deme ése.
El comerciante lo midió a ojo y sacó un
shalwar kameez
envuelto en un plástico. Ahmed señaló uno de los gorros tradicionales afganos, amontonados unos encima de otros en una bandeja.
—¿Y eso qué es?
—Es un
pakol
.
—Deme uno también.
Pagó, pidió indicaciones para llegar a la calle de los Orfebres y siguió su camino, con las compras en una bolsa de plástico y la maleta en la otra mano. Aquí y allí le asaltaba el olor a especias, visibles por todas partes en montoncitos de colores diversos expuestos en sacos de arpillera o en vasijas de plástico. Por estas callejuelas ya no se veían coches, sólo motos, bicicletas, burros y carros y, sobre todo, muchos peatones, todos ataviados con el
shalwar kameez
.
En medio del bazar se abría una calle estrecha repleta de vitrinas con artículos de oro que Ahmed identificó como la calle de los Orfebres. Era apenas un callejón, transitado y rico, pero poco más que un paso estrecho entre tiendas.
El visitante vio algunas mujeres allí. Eran las primeras que veía en público en Peshawar y comprobó, con satisfacción, que iban totalmente tapadas con burkas negros y ocultaban sus ojos y la nariz tras una red. Se notaba que estaba en una tierra pía, pensó satisfecho. ¡No era la impudicia que se veía en Portugal y, aunque a menor escala, en Egipto!
Recorrió la calle a buen paso y pronto dio con el minarete, que se alzaba a la izquierda. Contempló la estructura, se acercó a uno de los orfebres que estaba a la espera de clientes en la puerta de la tienda y le preguntó:
—¿Es ésta la mezquita de Mehmet Khan?
El hombre asintió.
—La misma.
Ahmed miró a su alrededor y, como si no encontrara lo que buscaba, dejó la maleta en el suelo y sacó un papel del bolsillo.
—¿Dónde queda el mercado de Shanwarie?
El orfebre señaló un patio a la derecha.
—Aquí al lado.
El patio era un espacio cerrado, totalmente cercado por balcones y apartamentos, donde se secaba ropa colorida tendida en cuerdas. Se oía el piar de los pájaros, probablemente en jaulas en los balcones. El espacio cerrado amplificaba el sonido alegre y melodioso de su canto. Toda la planta baja del patio estaba ocupada por tiendas pequeñas. Los comerciantes conversaban en voz baja, sentados en los escalones de la entrada. Sin duda, aquél era el mercado que Ahmed buscaba, aunque fuera más discreto de lo que había imaginado.
Sin perder tiempo, consultó el papel que llevaba en el bolsillo y miró a su alrededor para identificar la dirección que buscaba. La localizó, se adentró por una puerta discreta y subió la escalera oscura hasta el segundo piso. Se paró delante de una puerta enrejada y llamó al timbre.
Ding-dong
.
Un hombre calvo y con barba blanca, vestido con un
shalwar kameez
, abrió la puerta.
—
As salaam alekum
—saludó el hombre con acento argelino—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—
Wa alekum salema
—respondió Ahmed—. Vengo en nombre de la sura 9, versículo 5.
—«Mata a los asociadores donde los encontréis» —replicó el hombre, dando así la contraseña en árabe—. «¡Cogedlos! ¡Sitiadlos! ¡Preparadles toda clase de emboscadas!». —Cuando acabó de recitar el versículo, el hombre lo abrazó—. ¡Bienvenido, hermano! ¡Me anunciaron tu llegada!
El dueño de la casa hizo entrar a Ahmed y lo condujo a un cuarto donde había dos literas. Parecía el camarote de un barco. Las dos camas de arriba ya estaban ocupadas, aunque sus dueños no se encontraban allí, y el anfitrión asignó al visitante la cama de abajo del lado izquierdo.
—Dormirás aquí —dijo arreglando las sábanas—. Mañana de madrugada vendrá un hermano a buscarte y, con la gracia de Dios, te llevará a los
mukhayyam
.
Al oír la palabra mágica, los ojos de Ahmed brillaron. ¡Iban a llevarlo a los
mukhayyam
! ¿Sería posible? Sintió ganas de dar saltos de alegría. Todos sabían que los
mukhayyam
eran los campos de entrenamiento de Afganistán. ¿Iba a cumplirse por fin su sueño? ¡Por Alá, había esperado este momento durante tanto tiempo!
—¿Mañana? —preguntó el recién llegado, incapaz de contener el entusiasmo, casi con miedo de haber entendido mal a su anfitrión—. ¿Salgo…, salgo mañana para los
mukhayyam
?
—
Inch’ Allah
! ¡Tienes que estar listo a las seis de la mañana!
¡Era verdad! ¡Por Alá, era verdad! Su rostro se iluminó de alegría, pero hizo un esfuerzo para contenerse.
—Y… ¿a qué
mukhayyam
me envían?
Sin querer divagar sobre el asunto, el anfitrión se volvió para salir del cuarto y así dejar al invitado que se instalara y descansara.
—Si Dios quiere, a su tiempo lo sabrás.
Ahmed descansaba tumbado en la cama cuando, una hora después, volvió el dueño de la casa. Quería comprobar que todo iba bien e inspeccionó a su invitado de pies a cabeza, haciendo un gesto de reprobación ante la
jahaliyya
egipcia que aún llevaba puesta.
—¿Tienes un
shalwar kameez
?
El recién llegado fue a buscar la bolsa, la abrió y dejó a la vista de su anfitrión el tejido inmaculadamente blanco de las ropas tradicionales que acababa de adquirir en el bazar.
—Aquí lo tengo. —Mostró con entusiasmo el gorro tradicional afgano—. Hasta me he comprado un
pakol
.
El hombre movió la cabeza en un gesto de censura y abrió el armario del cuarto. Abrió un cajón y sacó un
shalwar kameez
viejo y hecho jirones.
—Mañana te pones esto.
Ahmed cogió la túnica sucia con un atisbo de decepción en la mirada.
—¿Esto, hermano?
—Sí —confirmó el anfitrión extendiéndole la mano—. Dame todos tus documentos, incluido el pasaporte.
—¿Por qué?
—Se quedan aquí con tu equipaje. Te lo devolveré todo cuando regreses.
El visitante sacó los documentos del bolsillo y se los entregó a su anfitrión. El hombre los metió en un sobre, sin mirarlos siquiera, y cogió un bolígrafo para identificarlos.
—¿Cómo te llamas?
—Ahmed —respondió el recién llegado, aún disgustado por el aspecto aviejado del
shalwar kameez
que le había dado.
Por lo visto, querían que llegara a los
mukhayyam
como un andrajoso, como un mendigo que pide
zakat
.
—Ahmed ibn Barakah. Vengo de…
Con un gesto rápido el hombre le tapó la boca y le impidió seguir.
—No quiero saberlo —lo reprendió—. Aquí nadie dice de dónde viene ni su verdadero nombre, hermano. Tienes que escoger un nombre por el que te conoceremos y que quedará registrado aquí.
Ahmed lo miró, dubitativo.
—Está bien… Confieso que no había pensado en eso.
—Pues tienes que pensar, hermano. Quien llega aquí deja todo atrás, incluida la familia y su propia identidad. Dejamos de ser personas normales y, con la gracia de Dios, nos convertimos en muyahidines.
La palabra tenía una connotación simbólica tan fuerte que Ahmed sintió que el corazón se le aceleraba. Era la primera vez que alguien le llamaba muyahidín. Primero había oído la palabra
mukhayyam
y ahora muyahidines. ¡Por Alá, la yihad estaba cerca de veras!
—¿Todos los muyahidines se cambian el nombre? —preguntó Ahmed.
—Todos.
—¿Tú también te lo cambiaste?
—Claro.
—¿Cómo te llamas ahora?
—Aquí soy Abu Bakr —contestó.
El nombre de guerra del argelino estaba inspirado, claro está, en el primer califa. Abu Bakr movió de un lado a otro el sobre que contenía los documentos que Ahmed le había entregado.
—Ahora tienes que decirme tu nombre; debo escribirlo en este sobre.
Con la mirada perdida, Ahmed buceaba en sus recuerdos de la historia del islam. No necesitó mucho tiempo para decidir cuál era la figura histórica que quería reencarnar.
—Ya lo tengo —exclamó.
—¡Omar ibn Al-Khattab! —anunció con satisfacción—. Adopto el nombre del conquistador de Egipto y de Al-Quds.
Abu Bakr negó con la cabeza.
—No puede ser, ya tenemos un Omar. Es más, la mayor parte de los hermanos han elegido los nombres de los califas o de los grandes guerreros, como Saladino y otros. Tienes que ser más original.
Ahmed se mordió el labio inferior mientras pensaba en alguien cuyo espíritu quisiera reencarnar.
—Creo que ya lo tengo.
—¿Quién?
El visitante inspiró con serenidad y sintió el espíritu del pasado glorioso del islam tocarle el alma cuando pronunció el nombre que más admiraba, por el que se le conocería desde ese momento como muyahidín.
—Ibn Taymiyyah.
El hombre al que a partir de entonces llamarían Ibn Taymiyyah había terminado la oración de la madrugada tres minutos antes de que se abriera la puerta del cuarto con suavidad y de que la barba blanca de Abu Bakr asomara por la rendija.
—Es la hora, hermano.
Ibn Taymiyyah metió la maleta debajo de la cama, cogió la bolsa de viaje y salió inmediatamente del cuarto.
—¿Ya ha llegado?
—Sí, tu guía ya está aquí —confirmó—. Debes evitar hablar con él. Si te ordena hacer algo, obedece sin cuestionarlo. Nunca le hagas preguntas. ¿Entendido?
—Sí.
Recorrieron el pasillo. Ibn Taymiyyah vio a un niño muy moreno y de cabello negro y abundante, de aspecto claramente afgano, de pie en la entrada del apartamento. Abu Bakr los presentó y el guía hizo señas al visitante de que lo siguiera.
Después de despedirse de Abu Bakr, Ibn Taymiyyah bajó las escaleras y oyó cerrarse tras él la puerta del apartamento. Pocos minutos después, ya seguía al guía por el Bazar Jáiber, aún tranquilo a esa hora de la mañana.
Junto a la acera había aparcada una
pickup
con hombres, mujeres y gallinas en la carga. El guía hizo una señal a Ibn Taymiyyah de que entrara. El visitante saltó a la parte de atrás, la camioneta arrancó con un rugido y, aprovechando que las calles de la ciudad aún estaban desiertas, dejó atrás Peshawar en diez minutos.
Condujeron por la carretera del legendario paso del Jáiber. Sólo pararon en los sucesivos
checkpoints
de las distintas milicias tribales. El viaje, incómodo y molesto por el continuo traqueteo del vehículo, se prolongó varias horas hasta que, cerca de Sadda, la camioneta abandonó la carretera principal y enfiló por un atajo, que parecía un camino de cabras.