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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

Historia de O (14 page)

BOOK: Historia de O
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—O… —dijo Sir Stephen.

—Sí… —respondió O débilmente.

—O, lo que tengo que decirle lo he decidido ya con René. Pero quisiera… —Se interrumpió. O nunca supo si fue porque ella había cerrado los ojos de la emoción o porque también a él le faltaba el aliento. Él esperó a que el camarero retirase los platos y diese a O la carta para que ella eligiera el postre. O se la entregó a Sir Stephen. ¿Un suflé? Sí, un suflé. Son veinte minutos. Bien, veinte minutos. El camarero se fue—. Necesitaré más de veinte minutos —dijo Sir Stephen.

Y siguió hablando con voz neutra. Lo que le dijo pronto convenció a O de que, por lo menos, una cosa era segura: que, aunque la quisiera, nada cambiaría, a no ser que ella contara como cambio aquel extraño respeto con el que ahora le decía: «Me harías muy feliz si consintieras…», en lugar de rogarle simplemente que accediera a sus peticiones. Así se lo dijo y él así lo reconoció.

—De todos modos, contéstame —le dijo.

—Haré lo que usted quiera —respondió O. Y el eco de sus palabras la hizo estremecerse. «Haré lo que tú quieras», decía a René—. René… —murmuró entonces.

Sir Stephen la oyó.

—René sabe ya lo que quiero de ti. Escucha…

Le hablaba en inglés, pero con una voz baja y sorda que no podía oírse desde las mesas vecinas. Cuando los camareros se acercaban, él se interrumpía a media frase para continuarla cuando se alejaban. Lo que decía parecía insólito en aquel lugar público y apacible y, sin embargo, lo más insólito era que él pudiera decirlo y O escucharlo con tanta naturalidad. Ante todo, él le recordó que la primera noche en que ella estuvo en su casa él le dio una orden que ella no obedeció y le hizo observar que, aunque entonces la abofeteó, nunca le había repetido la orden. ¿Le concedería en lo sucesivo lo que entonces le negó? O comprendió que no sólo tenía que acceder, sino que era preciso afirmar explícitamente que ella estaba dispuesta a acariciarse cada vez que él se lo pidiera. Así se lo dijo y pensó en el salón amarillo y gris, la marcha de René, su rebelión de la primera noche, el fuego que brillaba entre sus rodillas separadas mientras ella yacía desnuda sobre la alfombra. Aquella noche, en aquel mismo salón… Pero no; Sir Stephen no concretaba. Seguía hablando. Le hizo observar también que René nunca la había poseído en su presencia (ni ningún otro hombre) como la había poseído él (y, en Roissy, otros muchos) en presencia de René. No debía deducir de ello que sólo René le infligiría la humillación de obligarla a entregarse a un hombre que no la amaba —y tal vez de gozar con ello— delante de un hombre que la amaba. (Insistía en ello con tanta brutalidad: muy pronto, ella abriría su vientre, su dorso y su boca a aquellos de sus amigos que la solicitaran, que O se preguntó si aquella brutalidad no estaría dirigida contra sí mismo tanto como contra ella y no retuvo más que el final de la frase: un hombre que la amaba. ¿Qué más confesión quería?) Además, él mismo la llevaría a Roissy durante el verano. ¿Nunca se había extrañado del aislamiento en que la mantenían, primero René y luego él? Los veía siempre solos, ya fuera juntos o por separado. Cuando Sir Stephen daba una fiesta en su casa, no la invitaba. Nunca almorzó ni cenó en su casa de la calle Poitiers. Y René tampoco le había presentado a sus amigos, aparte Sir Stephen. Seguramente seguiría manteniéndola apartada, pues Sir Stephen detentaba ahora el privilegio de disponer de ella. Pero que no creyera que por ser de él iba a dejar de ser propiedad privada; todo lo contrario. (Lo que más trastornaba a O era pensar que Sir Stephen iba a ser para ella lo mismo que era René, exactamente.) La sortija de hierro que llevaba en la mano izquierda —¿y no se acordaba de que se la habían elegido tan ajustada que tuvo que hacer un esfuerzo para ponérsela y no podía quitársela?— era la señal de que era esclava, pero esclava común. La casualidad quiso que desde el otoño no hubiera conocido a afiliados a Roissy que reparasen en sus hierros o que se dieran por enterados. La palabra hierros utilizada en plural, en la que había creído ver un doble sentido cuando Sir Stephen le dijo que le sentaban bien los hierros, no era un equívoco, sino una fórmula de reconocimiento. Sir Stephen no tenía necesidad de utilizar la segunda fórmula, a saber: de quién eran los hierros que ella llevaba. Pero si hoy le hicieran a O la pregunta, ¿qué respondería? O titubeó:

—De René y de usted —dijo.

—No —rectificó Sir Stephen—. Míos ante todo. René desea que, en primer lugar, dependas de mí.

O lo sabía. ¿Por qué disimulaba? Dentro de algún tiempo y, desde luego, antes de que volviera a Roissy, tendría que aceptar una marca definitiva que, aunque no la dispensaría de ser esclava común, la designaría como esclava particular, de él, y comparadas con ella, las huellas que dejaban en su cuerpo el látigo y la fusta parecerían discretas y triviales. (Pero, ¿qué marca? ¿En qué consistiría? ¿Qué la haría definitiva? O, aterrada, fascinada, se moría de ganas de saber, saber en seguida. Pero, evidentemente, Sir Stephen no iba a decírselo todavía. Y era cierto que tendría que aceptar, consentir en el verdadero sentido de la palabra, pues nada le sería infligido por la fuerza, ella tenía que consentir en todo. Podía negarse. En su esclavitud no la retenía nada más que su amor y su propia esclavitud. ¿Quién le impedía marcharse?) De todos modos, antes de que le fuera impuesta la marca, incluso antes de que Sir Stephen adquiriera el hábito de azotarla, según lo convenido con René, de manera que las marcas estuvieran siempre visibles en su cuerpo, le darían un respiro: el tiempo necesario para conseguir que Jacqueline cediera a sus deseos. A esto, estupefacta, O levantó la cabeza y miró a Sir Stephen. ¿Por qué? ¿Por qué Jacqueline? Y, si Jacqueline interesaba a Sir Stephen, ¿por qué era en relación con O?

—Existen dos motivos —dijo Sir Stephen—. El primero, y el menos importante, es que quiero verte abrazar y acariciar a una mujer.

—Pero, aun admitiendo que me acepte, ¿cómo voy a conseguir que se avenga a que usted esté presente? —exclamó O.

—Eso poco importa —dijo Sir Stephen—. Recurriendo a una trampa, si es necesario. Y espero que obtengas mucho más, porque el segundo motivo por el que deseo que la hagas tuya es que tendrás que llevarla a Roissy.

O dejó la taza de café temblando de tal modo, que tiró sobre el mantel el resto del café con el poso y el azúcar. Como una adivina, veía en la oscura mancha que iba agrandándose imágenes insoportables: los ojos helados de Jacqueline ante Pierre, el criado, sus caderas, sin duda tan doradas como sus senos y que O no había visto, expuestas entre el terciopelo rojo de su vestido, lágrimas en la pelusa de sus mejillas, y su boca pintada abierta y gritando y su flequillo recto como paja segada sobre su frente. No; era imposible. Jacqueline no.

—No puede ser —dijo.

—Sí —replicó Sir Stephen—. ¿Cómo crees que se recluta a las muchachas para Roissy? Una vez la hayas llevado allí, no tendrás que volver a preocuparte. Además, si ella quiere, podrá marcharse. Vamos.

Se levantó bruscamente, dejando sobre la mesa el dinero de la cuenta. O le siguió hasta el coche, subió y se sentó. Apenas entraron en el Bosque, él dio una vuelta para estacionarse en una pequeña avenida lateral y la tomó entre sus brazo.

III. ANNE-MARIE Y LAS ANILLAS

O, para darse a sí misma una excusa, creía o quería creer que Jacqueline se mostraría arisca. Pronto pudo desengañarse. Los aires pudorosos que afectaba Jacqueline, cerrando la puerta del vestidor cada vez que se cambiaba, tenían precisamente la finalidad de azuzar a O, de fomentar en ella el deseo de forzar una puerta que, abierta de par en par, no se decidía a cruzar. Que la decisión de O viniera de una autoridad exterior a ella y no fuera resultado de esta estrategia elemental era algo que Jacqueline estaba a mil leguas de imaginar. Al principio, aquello divertía a O. Sentía un sorprendente placer, mientras ayudaba a Jacqueline a arreglarse el pelo, por ejemplo, cuando Jacqueline se quitaba el traje con el que había posado y se ponía el jersey de cuello alto y el collar de turquesas parecidas a sus ojos, al pensar que aquella misma noche Sir Stephen conocería cada gesto de Jacqueline, si había permitido que O asiera sus senos pequeños y separados a través del jersey negro, si sus pestañas más claras que su piel se habían bajado sobre sus mejillas, si había gemido. Cuando O la besaba se ponía fláccida, permanecía inmóvil entre sus brazos, se dejaba entreabrir la boca y tirar del pelo hacia atrás. O tenía que procurar apoyarla siempre en el marco de una puerta o contra una mesa y sujetarla por los hombros, pues, de otro modo, hubiera caído al suelo, con los ojos cerrados, sin proferir ni una queja. En cuanto O la soltaba, se volvía otra vez de escarcha y de hielo, risueña y distante y decía:

—Me has manchado de rojo —y se limpiaba los labios.

Ésta era la desconocida a la que O gustaba de traicionar, atisbando atentamente —para no olvidar nada, decirlo todo— el lento rubor de sus mejillas y aspirando el olor a salvia de su sudor. No se puede decir que Jacqueline desconfiara ni se defendiera. Cuando cedía a los besos de O —y todavía no le había concedido sino besos que se dejaba robar, pero que no devolvía —, se convertía bruscamente en otra persona, por espacio de diez segundos o cinco minutos. Durante el resto del tiempo, se mostraba a un tiempo provocativa y huidiza, con una increíble habilidad para la finta, arreglándose siempre impecablemente para no dar pie a un solo gesto, ni a una palabra, ni siquiera a una mirada que permitiera asociar a esta triunfadora con la derrotada ni suponer que era tan fácil forzarle la boca. El único indicio por el que podía uno guiarse y tal vez adivinar la turbación bajo el agua clara de su mirada, era la sombra involuntaria de una sonrisa que, en su cara triangular, se parecía a una sonrisa de gato, indecisa, fugaz e inquietante. De todos modos, O no tardó en descubrir que había dos cosas que hacían nacer aquella sonrisa sin que Jacqueline lo advirtiera. Una, los regalos, y la otra, la evidencia del deseo que inspiraba, con la condición, eso sí, de que este deseo procediera de alguien que pudiera serle útil o halagar su vanidad. ¿En qué podía O serle útil? ¿No sería que, excepcionalmente, a Jacqueline le complacía que ella la deseara tanto porque la admiración de O la satisfacía como porque el deseo de una mujer no encierra peligro ni trae consecuencias? De todos modos, O estaba convencida de que si, en lugar de regalar a Jacqueline un broche de nácar o el último pañuelo de Hermes con «Te quiero» estampado en todos los idiomas del mundo, desde el japonés al iroqués, le diera los diez o veinte mil francos que siempre parecía estar necesitando, Jacqueline hubiera encontrado pronto ese tiempo que decía faltarle para ir a almorzar o a merendar a casa de O y hubiera cesado de esquivar sus caricias. Pero no llegó a demostrarlo. Apenas habló de ello con Sir Stephen cuando René intervino. Las cinco o seis veces que René había ido a buscar a O y Jacqueline estaba allí, habían ido los tres al «Weber» o a cualquiera de los bares ingleses del barrio de la Madeleine. René miraba a Jacqueline con aquella mezcla de interés, seguridad e insolencia con que miraba en Roissy a las muchachas que estaban a su disposición. Pero sobre la brillante y sólida armadura de Jacqueline, la insolencia resbalaba sin hacer mella. Jacqueline ni la notaba. Por una curiosa contradicción, O se sentía ofendida y le parecía insultante para Jacqueline aquella actitud que para consigo misma consideraba justa y natural. ¿Acaso quería asumir la defensa de Jacqueline o deseaba ser ella la única que la poseyera? Hubiera sido difícil decirlo, por cuanto que no la poseía… aún. Pero, si lo consiguió, hay que reconocer que fue gracias a René. En tres ocasiones, al salir del bar en el que había hecho beber a Jacqueline mucho más whisky del que a ella le convenía —se le ponían los pómulos sonrosados y relucientes y la mirada dura—, la acompañó a su casa, antes de ir con O a la de Sir Stephen. Jacqueline vivía en una de esas sombrías pensiones de familia de Passy en las que, en los primeros tiempos de la emigración, se amontonaron los rusos blancos y de las que ya no se movieron. El vestíbulo estaba pintado de símil-roble, los balaustres de la escalera estaban cubiertos de polvo en su parte interior y grandes manchas blancas de rozadura marcaban las moquetas verdes. Cada vez, René —que nunca había cruzado el umbral de la puerta— quería entrar y cada vez Jacqueline le decía que no, muchas gracias, saltaba del coche y cerraba la puerta tras sí como si la persiguiera una lengua de fuego. Y O se decía que, realmente, el fuego la perseguía. Era fantástico que lo adivinara antes de que ella la hubiera puesto en antecedentes. Por lo menos, sabía que tenía que desconfiar de René, por insensible que pareciera ser a la indiferencia que él le demostraba (pero, ¿lo era realmente? Y en cuanto a lo de fingir insensibilidad eran dos, pues él no le iba a la zaga). La única vez que Jacqueline permitió a O entrar en su casa y seguirla hasta su habitación, ésta comprendió por qué a René se le negaba la entrada. ¿Qué hubiera sido de su prestigio, de su leyenda en blanco y negro en las páginas relucientes de las revistas si alguien que no fuera mujer como ella hubiera visto la sórdida madriguera de la que salía todos los días el lustroso animal? La cama no se hacía nunca y la sábana estaba gris y grasienta, porque Jacqueline nunca se acostaba sin untarse de crema y se dormía muy aprisa para pensar en quitársela. En otro tiempo, una cortina debía de disimular el lavabo. Ahora no quedaban más que dos anillas de las que colgaban unos hilos. Nada conservaba su calor, ni la alfombra, ni el papel cuyas flores rosa y gris trepaban como una vegetación enloquecida y petrificada sobre un enrejado blanco. Habría que arrancarlo todo, desnudar las paredes, tirar las alfombras y rascar el techo. Pero, ante todo, quitar las rayas de mugre del lavabo, limpiar y ordenar los frascos de desmaquillador y los tarros de crema, quitar el polvo de la polvera, del tocador, tirar los algodones sucios, abrir las ventanas. Pero, erguida, limpia y oliendo a limón y a flores silvestres, impecable y pulcra, Jacqueline se reía de su cubil. Aunque de lo que no podía ella reírse era de su familia. Fue por el cubil, del que O le habló cándidamente, por lo que René hizo a O la proposición que debía cambiar su vida, pero fue por su familia por lo que Jacqueline la aceptó. La proposición era que Jacqueline fuese a vivir con O. Y es que decir familia es poco; aquello era una tribu, más aún, una horda. Abuela, tía, madre y hasta una criada, cuatro mujeres entre los cincuenta y los setenta años, pintadas, chillonas, ahogadas de seda negra y de azabache, lagrimeando a las cuatro de la madrugada entre el humo de los cigarrillos, al resplandor rojo de los iconos, cuatro mujeres viviendo siempre entre el tintineo de los vasos de té y el siseo áspero de una lengua que Jacqueline hubiera dado media vida por olvidar. La ponía frenética tener que obedecerlas, tener que oírlas y hasta tener que verlas. Cuando veía a su madre llevarse un terrón de azúcar a la boca antes de beber el té, ella dejaba su propio vaso y se encerraba en su madriguera seca y polvorienta, dejando a las tres, su abuela, su madre y la hermana de su madre, las tres vestidas de negro, con el pelo teñido de negro y las cejas juntas, con los ojos grandes cargados de reproches, en la habitación de su madre que hacía las veces de salón y en la que la criada acababa por reunirse con ellas. Ella huía, cerrando las puertas tras sí y ellas gritaban:

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