Difícilmente en un siglo aparecen obras puntuales como esta, obras que son a la vez cristalización de un sentir que hasta entonces flotaba en el aire del tiempo y punto de referencia en el despertar de una sensibilidad todavía imprecisa.
Cuando el editor francés Jean-Jacques Pauvert publicó, en 1954,
Historia de O
, este libro estalló como una bomba en el puritano mundo postbélico, causando escándalo y desconcierto. Pero lo que una mujer, Pauline Réage, expresaba de pronto con tan desgarradora y brutal belleza, respondía, curiosamente, a lo que millones de lectores, hombres y mujeres, sentían sin osar siquiera formular en forma de deseo. No tardó mucho
Historia de O
en convertirse en el libro más traducido y leído en el mundo desde
El Pequeño Príncipe de Saint-Exupéry
, ¡tan distinto, en cambio! …
Historia de O
se ha convertido en todo un icono de la literatura erótica y narra la historia de Odeline “O”, una hermosa parisina, fotógrafa de moda, que “obligada” por su amante es conducida al castillo de Roissy, donde una sociedad secreta será la encargada de iniciarla en el rito de la sumisión y la esclavitud sexual, sometiéndola a toda clases de humillaciones, que ella acepta por amor a su amante.
Hoy, esta obra maestra, consagrada ya «clásico del género», sigue siendo manual iniciático de jóvenes de todas las edades. Desde aquellos tiempos sórdidos en que se la leía en la penumbra, enfundada en papel de embalar o de cuaderno escolar, hasta hoy, todos y cada uno de nosotros, sus deudores, la hemos vivido a nuestro modo, al ritmo de nuestras necesidades y carencias, en la convivencia secreta con nuestros propios fantasmas y nuestras propias fantasías. Nadie ha permanecido indiferente a la estremecedora historia de O.
Pauline Réage
Historia de O
ePUB v1.0
minicaja19.08.12
Título original:
Histoire d'O
Pauline Réage, 1954.
Traducción: Ángel López
Diseño portada: Elena "KaSSandrA" Vizerskaya
Editor original: minicaja (v1.0)
ePub base v2.0
LA FELICIDAD EN LA ESCLAVITUD
Jean Paulhan
Una singular revuelta ensangrentó, en el curso del año de 1838, la pacífica isla de Barbados. Unos doscientos negros, hombres y mujeres que recientemente habían sido manumitidos por las Ordenanzas de marzo, fueron a pedir una mañana a su antiguo amo, un tal Glenelg, que volviera a tomarlos como esclavos. Se dio lectura al pliego de reclamaciones, redactado por un pastor anabaptista que llevaban con ellos. Pero Glenelg, bien por timidez, por escrúpulo o, simplemente, por temor a la ley, no se dejó convencer. En vista de lo cual, fue en un principio suavemente zarandeado y después asesinado con toda su familia por los negros, quienes aquella misma noche volvieron a sus chozas, dedicándose a sus charlas, sus trabajos y sus ritos habituales. El caso pudo taparse rápidamente gracias a los desvelos del gobernador Mac Gregor y la liberación siguió su curso. El pliego de reclamaciones no pudo ser hallado.
A veces, pienso en el pliego aquel. Probablemente, junto a reclamaciones justas, relativas a la organización de los talleres, a la sustitución del látigo por la celda y a la prohibición de ponerse enfermos que se hacía a los «aprendices» —así se llamaba a los nuevos trabajadores libres—, debía de contener, por lo menos, el esbozo de una apología de la esclavitud. Por ejemplo, la observación de que las únicas libertades a las que somos sensibles son aquellas que someten a otros a una servidumbre equivalente. No existe un hombre que se alegre de respirar libremente. Pero, por ejemplo, si yo consigo poder tocar el banjo hasta las dos de la madrugada, mi vecino pierde la libertad de no oírme tocar el banjo hasta las dos de la madrugada. Si yo consigo vivir sin trabajar, otro tendrá que trabajar por dos. Y ya se sabe que, en el mundo, una pasión incondicional por la libertad, pronto acarrea forzosamente conflictos y guerras no menos incondicionales. Añádase a ello que, debido a los efectos de la dialéctica, el esclavo está destinado a convertirse en amo a su vez, sería un error querer precipitar las leyes de la Naturaleza. Añádase, también, que no deja de tener su grandeza y su alegría eso de abandonarse a la voluntad ajena (como hacen los enamorados y los místicos) y verse, ¡al fin!, libre de placeres, intereses y complejos personales. En suma, que hoy aquel pliego sería considerado más peligroso que hace ciento veinte años.
Pero aquí se trata de otra clase de textos peligrosos. Concretamente, de los eróticos.
Aunque, ¿por qué los llaman peligrosos? Eso es algo, por lo menos, imprudente. Algo que parece hecho, contando con que nos sintamos medianamente valientes, para instarnos a leerlos y exponernos al peligro. Y por algo será que las Sociedades Geográficas aconsejan a sus miembros no hacer mucho hincapié en los peligros corridos. No es por modestia, sino por no tentar a nadie (como se ve todavía por la facilidad de las guerras). Pero, ¿qué peligros?
Hay uno, por lo menos, que veo claramente desde aquí. Es un peligro modesto. Evidentemente,
La historia de O es
uno de esos libros que marcan al lector, que no lo dejan como lo encontraron, sino curiosamente mezclados a la influencia que ejercen y transformándose con ella. Después de varios años ya no son los mismos libros. De manera que, muy pronto, los primeros críticos parecen haber sido un poco bobos. Pero, ¡qué importa!, un crítico nunca debe dudar en ponerse en ridículo. De manera que lo más sencillo será confesar que yo no sé muy bien por dónde ando. Avanzo por O de un modo curioso, como en un cuento de hadas —ya se sabe que los cuentos de hadas son las novelas eróticas de los niños—, como en uno de esos castillos encantados que parecen abandonados y, sin embargo, los sillones enfundados, los taburetes y las camas de barrotes están bien sacudidos, como los látigos y las fustas que lo están, digamos, por naturaleza. Ni asomo de herrumbre en las cadenas, ni el más leve vaho en las baldosas de colores. La primera palabra que se me ocurre cuando pienso en O es
decencia
. Palabra difícil de justificar. Dejémoslo. Y ese viento que atraviesa sin parar todas las habitaciones. Alienta también en O no sabría decir qué espíritu puro y violento, sin parar, sin mezcla alguna. Es un espíritu decisivo al que nada arredra, de suspiros en horrores y de éxtasis en náusea. Y, a decir verdad, en general mis preferencias son otras: me gustan las obras en las que el autor vacila; en las que deja entrever, por cierta turbación, que el tema lo intimidó; que dudó de si llegaría a salir con bien. Pero la
Historia de O
, está llevada, de principio a fin, como una pirueta. Te hace pensar más en un discurso que en una simple efusión; en una carta más que en un Diario íntimo. Pero una carta dirigida ¿a quién? Un discurso para convencer ¿a quién? ¿Y a quién preguntárselo? Ni siquiera sé quién es usted.
Que es una mujer no lo dudo. Y no tanto por esos detalles en los que se complace, los vestidos de satén verde, los ceñidores y las faldas levantadas varias vueltas:
como un mechón de pelo en un bigudí
, sino en que: el día en que René abandona a O a nuevos suplicios, ella conserva la suficiente presencia de ánimo para observar que las zapatillas de su amante están raídas y que habrá que comprar otras. Es algo que me parece casi inconcebible. Es algo que a un hombre nunca se le hubiera ocurrido, o, por lo menos, no se hubiera atrevido a decir.
Y, sin embargo, O, a su manera, expresa un ideal viril. Viril o, cuando menos, masculino. ¡Por fin una mujer que confiesa! ¿Confiesa el qué? Eso que las mujeres siempre han rehusado (pero nunca tanto como hoy). Eso que los hombres siempre les reprocharon: que no dejen de obedecer a su sangre; que en ellas todo sea sexo, incluso su espíritu. Que habría que alimentarlas sin cesar, lavarlas y maquillarlas sin cesar, pegarlas sin cesar. Que ellas necesitan, simplemente, un buen amo y un amo que desconfíe de su bondad: porque ellas, para hacerse amar por otros, utilizan todo el ardor, la alegría y el carácter que les infunde nuestra ternura en cuanto ésta se les manifiesta. En suma, que has de llevar el látigo cuando vas a verlas. Son pocos los hombres que no hayan soñado con poseer a una Justine. Pero, que yo sepa, ni una sola mujer había soñado con ser Justine. Por lo menos, soñado en voz alta, con ese orgullo de la queja y del llanto, esa violencia arrolladora, con esa rapacidad del sufrimiento y esa voluntad, tensa hasta el desgarro y el estallido. Mujer, tal vez, pero con carácter de caballero y de cruzado. Como si en ti llevases las dos naturalezas o el destinatario de la carta se rehiciera tan presente a cada instante que tú hicieras tuyos y su voz. Pero, ¿qué clase de mujer, quien eres tú?
De todos modos la
Historia de O
viene de lejos. En primer lugar observo en ella ese sosiego, esos espacios que se hacen en un relato que ha sido concebido durante mucho tiempo por el autor: que se le ha hecho familiar. ¿Quien es Pauline Réage? ¿Una simple soñadora como hay tantas? (Ellas dicen que basta con escuchar el corazón. Es un corazón al que nada para.) ¿Es una mujer de experiencia que pasó por ello? Que pasó por ello y se asombra de que una aventura que empezó tan bien —o por lo menos, tan seriamente, con ascetismo y castigo— acaba tan mal, en un placer más bien sórdido, por que a fin de cuentas, estamos de acuerdo, O se queda en aquella especie de casa de citas en la que la hizo entrar el amor, se queda y no se encuentra tan mal. Sin embargo, a este respecto:
A mí también me asombra ese final. No hay quien me haga creer que éste es el verdadero final. Que en la realidad (por así decirlo), tu heroína no consigue que Sir Stephen la haga morir. Que él no le quite los hierros hasta después de muerta. Pero, evidentemente, no está todo dicho y esta abeja —hablo de Pauline Réage— se ha guardado para sí una parte de su miel. Quién sabe, acaso por esta sola vez ha sentido una preocupación de escritor: narrar un día la continuación de las aventuras de O. Es posible asimismo que, al ser este final tan evidente, creyó que no valía la pena escribirlo. Nosotros lo descubrimos solos sin el menor esfuerzo. Lo descubrimos y nos obsesiona un poco. Pero tú, ¿cómo la inventaste tú? ¿Y qué nombre hay que dar a esta aventura? Insisto en ello porque estoy seguro de que una vez hallados, los taburetes y las camas con barrotes y hasta las mismas cadenas tendrán explicación, permitirán ir y venir entre ellas esta gran figura oscura, este fantasma lleno de intención, estos alientos extraños.
Aquí tengo que pensar forzosamente en lo que hay de extraño precisamente en el deseo masculino: en lo que hay de insostenible. Se ven esas piedras en las que soplan los vientos que, de pronto, empiezan a moverse o a suspirar o a sonar como una mandolina. La gente viene a verlas desde muy lejos. Sin embargo, uno al principio quisiera escapar, por más que le guste la música. ¿Y si, en definitiva, la función de los eróticos (de los libros peligrosos, si ustedes prefieren) fuera ponernos al corriente? De orientarnos al modo de un confesor. Sé muy bien que uno suele acostumbrarse. Y tampoco los hombres se sienten turbados durante mucho tiempo. Toman partido en su favor y dicen que fueron ellos quienes empezaron. Mienten y, para demostrarlo, ahí están los hechos: evidentes, más que evidentes.