Anne-Marie vivía cerca del Observatoire, en un apartamento situado junto a una especie de gran estudio, en el último piso de una casa nueva que dominaba las copas de los árboles. Era una mujer esbelta, de la edad de Sir Stephen, con el cabello negro veteado de gris. Tenía los ojos de un azul tan oscuro que parecían negros. Ofreció a Sir Stephen y a O, en unas tazas muy pequeñas, un café muy cargado, caliente y amargo, que entonó a O. Cuando acabó de beber y se levantó de la butaca para dejar la taza vacía sobre un velador, Anne-Marie la tomó por la muñeca y, volviéndose hacia Sir Stephen, le dijo:
—¿Permite?
—Se lo ruego —respondió él.
Entonces, Anne-Marie, que hasta aquel momento no había dirigido la palabra a O ni siquiera para saludarla cuando Sir Stephen se la presentó, le dijo suavemente, con una sonrisa tan dulce que daba la impresión de que le ofrecía un regalo:
—Ven que te vea el vientre, pequeña, y las nalgas. Pero será mejor que te desnudes.
Mientras O la obedecía, ella encendió un cigarrillo. Sir Stephen no apartaba los ojos de O. La dejaron de pie, quizá cinco minutos. En la habitación no había espejo, pero O se veía reflejada en un biombo de laca negra.
—Quítate las medias —dijo Anne-Marie de pronto—. ¿Lo ves? No debes llevar esas ligas redondas. Te deformarás los muslos.
Y señaló con el dedo el lugar, encima de la rodilla, en donde O se enrollaba las medias.
—¿Quién te ha hecho hacer eso?
Antes de que O pudiera responder, Sir Stephen dijo:
—Fue el muchacho que me la dio. Usted ya lo conoce, René. Pero él aceptará su parecer.
—Bien —dijo Anne-Marie—. Te daremos unas medias muy largas y oscuras, O, y un liguero para sujetarlas, pero un liguero con ballenas que te ciña bien el talle.
Cuando Anne-Marie hubo llamado al timbre y una muchacha rubia y silenciosa les llevó unas medias muy finas y negras y un ceñidor de tafetán de nylon, armado de largas ballenas curvadas hacia el interior en la parte del vientre y encima de las caderas, O, siempre de pie y en equilibrio sobre uno y otro pie, se puso las medias, que le subían hasta la ingle. La muchacha rubia le puso el ceñidor que se cerraba sobre una de las ballenas, en un costado, y que podía ceñirse más o menos por medio de unos cordones situados en la espalda, como los corseletes de Roissy. O se abrochó las ligas, delante y a los lados, y la muchacha le ciñó cuanto pudo. O sentía que la cintura y el vientre se le comprimían bajo la presión de las ballenas que por delante le llegaban casi hasta el pubis que dejaban libre, al igual que las caderas. Por detrás el ceñidor era mucho más corto y dejaba las caderas completamente al descubierto.
—Así estará mucho mejor —dijo Anne-Marie a Sir Stephen—, con la cintura más fina. Además, si no tiene tiempo de hacer que se desnude, ya verá.
La muchacha salió y O se acercó a Anne-Marie, que estaba sentada en un sillón bajo, tapizado de terciopelo cereza. Anne-Marie le pasó suavemente la mano por las nalgas y, apoyándola en un taburete parecido al sillón, le levantó y le abrió las piernas y, después de ordenarle que no se moviera, le pellizcó en la vulva. «Así levantan las agallas del pescado en el mercado y los belfos de los caballos en las ferias de ganado», se dijo O. Recordó también que, en su primera noche en Roissy, Pierre, el criado, después de encadenarla, había hecho lo mismo. Después de todo, ella no se pertenecía y lo que menos le pertenecía era esa mitad de su cuerpo que, por así decir, podía ser utilizada independientemente de ella. Porque, cada vez que lo comprobaba, se sentía, no ya sorprendida, sino más convencida de ello, aunque siempre con la misma turbación que la inmovilizaba y la libraba menos a aquel en cuyas manos estaba que a quien la había puesto en aquellas manos, en Roissy, a René y aquí, ¿a quién? ¿A René o a Sir Stephen? ¡Ah, ya no lo sabía! Pero es que tampoco quería saberlo, porque era a Sir Stephen a quien pertenecía desde…, ¿desde cuándo? Anne-Marie la hizo ponerse en pie y volver a vestirse.
—Puede mandármela cuando quiera —dijo a Sir Stephen—. Estaré en Samois —(Samois… O esperaba oír Roissy. Pues, si no se trataba de Roissy, ¿de qué se trataba?)— dentro de dos días. Todo irá bien.
(¿Qué era lo que iría bien?)
—Si le parece bien, dentro de diez días —dijo Sir Stephen—. A primeros de julio.
En el coche que la llevaba a su casa, pues Sir Stephen se había quedado en la de Anne-Marie, O recordó una estatua que había visto en el jardín de Luxemburgo siendo niña: era de una mujer con el talle así ceñido y que parecía más frágil todavía por lo abultado de sus senos y de las caderas. Estaba inclinada hacia delante, para mirarse en un estanque, también de mármol, esculpido a sus pies. Daba la impresión de que el mármol iba a romperse. Si Sir Stephen lo deseaba… A Jacqueline podría decirle que era un capricho de René. O volvió a sentir entonces una preocupación que trataba de rehuir cada vez que volvía de casa de Sir Stephen y que le extrañaba que no fuera más intensa: ¿porqué, desde que Jacqueline vivía con ella, René procuraba, no ya dejarlas solas, lo cual era comprensible, sino no quedarse él a solas con O? Se acercaba el mes de julio, en que él debía salir de viaje, no podría ir a verla a casa de aquella Anne-Marie adonde la enviaría Sir Stephen, ¿tenía ella que resignarse a no verlo más que las noches en que las invitaba a Jacqueline y a ella, o bien —y ella no sabía qué le resultaba más desconcertante (ya que entre los dos no existían sino aquellas relaciones esencialmente falsas por lo limitadas)— alguna que otra mañana, en casa de Sir Stephen, cuando Nora le hacía entrar en el despacho, después de anunciarle? Sir Stephen le recibía siempre, René siempre besaba a O, le acariciaba la punta de los senos, hacía planes con Sir Stephen para el día siguiente, planes en los que ella no figuraba, y se marchaba. ¿La había entregado a Sir Stephen hasta el extremo de dejar de amarla? ¿Qué pasaría si no la amaba ya? O estaba tan aturdida por el pánico, que, maquinalmente, bajó del coche en el muelle, delante de su casa, en lugar de seguir en él, y echó a correr para parar un taxi. Hay pocos taxis en el muelle de Béthune. O siguió corriendo hasta el bulevar Saint-Germain y aún tuvo que esperar. Sudaba jadeaba porque el ceñidor le cortaba la respiración, cuando, por fin, un taxi dobló la esquina de calle del Cardinal-Lemoine. Le hizo una seña, dio la dirección de la oficina de René y subió, sin saber si René estaría ni si querría recibirla. Nunca labia estado allí. No la sorprendió el gran inmueble, situado en una calle perpendicular a los Campos Elíseos, ni los despachos de estilo americano, sino la actitud de René, quien, sin embargo, la recibió inmediatamente. No es que se mostrara agresivo ni con aire de reproche. Ella hubiera preferido sus reproches, pues, al fin y al cabo, él no le había dado permiso para que fuera a molestarle tal vez lo molestaba, y mucho. Despidió a la secretaria y le dijo que no le pasara ninguna visita ni llamada telefónica. Después preguntó a O qué sucedía.
—Tuve miedo de que ya no me amaras —le lijo O.
Él se echó a reír.
—¿Así de repente?
—Sí, en el coche, al regresar de.»
—¿Al regresar de dónde?
O guardó silencio.
Él volvió a reír.
—¡Qué tonta eres! Si ya lo sé. De casa de Anne-Marie. Y dentro de diez días te vas a Samois. Sir Stephen acaba de llamarme por teléfono.
René estaba sentado en el único sillón confortable de la habitación, situado frente a la mesa, y O se acurrucó entre sus brazos.
—Me es igual lo que hagan conmigo —le dijo—… Pero dime si me amas todavía.
—Te amo, mi vida —dijo René—. Pero quiero que me obedezcas y me obedeces muy mal. ¿Le has dicho a Jacqueline que pertenecías a Sir Stephen o le has hablado de Roissy?
O le aseguró que no. Jacqueline aceptaba sus caricias, pero el día en que supiera que O… René no la dejó terminar, la puso en pie, la apoyó contra el sillón del que acababa de levantarse y le alzó la falda.
—¡Ah, el ceñidor! —exclamó—. Desde luego, estarás mucho mejor con el talle más fino.
Después la tomó y a O le parecía que hacía tanto tiempo desde la última vez que comprendió que, en el fondo, había dudado de si él la deseaba todavía e, ingenuamente, vio en aquello una prueba de amor.
—¿Sabes? —le preguntó él a continuación—. Eres una estúpida al no querer hablar con Jacqueline. La necesitamos en Roissy y, en el fondo, sería más cómodo que la llevaras tú. Además, cuando vuelvas de casa de Anne-Marie ya no podrás seguir ocultándole tu verdadera condición.
O le preguntó por qué.
—Ya lo verás. Te quedan todavía cinco días. Porque Sir Stephen tiene la intención de volver a azotarte cinco días antes de enviarte a casa de Anne-Marie y seguramente te quedarán señales. ¿Cómo vas a justificarlas ante Jacqueline?
O no respondió.
Lo que René no sabía es que Jacqueline no se interesaba en O más que por la pasión que O le demostraba y nunca la miraba. Aunque tuviera el cuerpo lleno de marcas de latigazos, le bastaría con no bañarse en presencia de Jacqueline y ponerse un camisón. Jacqueline no vería nada. No había advertido que O no llevaba slip, no se daba cuenta de nada: O no le interesaba.
—Óyeme —insistió René—, le dirás una cosa y se la dirás en seguida: y es que la quiero.
—¿Es verdad eso? —preguntó O.
—Quiero poseerla —dijo René—, y como tú no puedes o no quieres hacer nada, yo haré lo que tenga que hacerse.
—Ella nunca querrá ir a Roissy —dijo O.
—¿Que no? Bien, pues la obligaremos.
Aquella noche, cuando Jacqueline se acostó y O apartó la sábana para mirarla a la luz de la lámpara, después de decirle que René la quería, porque se lo dijo, y se lo dijo en seguida, O, que un mes antes, ante la idea de ver aquel cuerpo tan frágil y esbelto castigado por el látigo, aquel vientre estrecho, abierto, la boca tan pura gritando y la pelusa de las mejillas pegada por las lágrimas, se sintiera horrorizada, repitió la última frase de René y se estremeció de alegría.
Jacqueline se marchó para no volver antes de principios de agosto, si la película se terminaba, por lo que nada retenía a O en París. Se acercaba julio, los jardines estallaban de geranios rojos, todos los toldos orientados al Sur estaban bajados, René suspiraba que tenía que ir a Escocia. Durante un instante, O esperó que la llevara consigo. Pero, además de que nunca la llevaba cuando iba a ver a su familia, sabía que la cedería a Sir Stephen si éste la reclamaba. Sir Stephen dijo que el día en que René tomara el avión para Londres él iría a buscar a O. Ella estaba de vacaciones.
—Iremos a casa de Anne-Marie —le dijo—. Ella te espera. No lleves equipaje. No necesitarás nada.
No la llevó al apartamento del Observatoire, sino a una casa baja situada en el fondo de un gran jardín, en el linde del bosque de Fontainebleau. O llevaba el ceñidor que tan necesario consideraba Anne-Marie y cada día lo apretaba un poco más, ahora casi se le podía abarcar la cintura entre las manos, Anne-Marie estaría contenta. Cuando llegaron, eran las dos de la tarde, la casa dormía y el perro ladró débilmente al oír la campanilla: un gran boyero de Flandes de pelo rugoso que husmeó las rodillas de O, bajo el borde de la falda. Anne-Marie estaba sentada bajo un haya púrpura, al borde del césped que, en un ángulo del jardín, quedaba frente a los balcones de su habitación. No se levantó.
—Aquí está O —dijo Sir Stephen—. Ya sabe lo que hay que hacer. ¿Cuándo estará lista?
Anne-Marie miró a O.
—¿No le ha dicho nada? Bien, empezaremos en seguida. Habrá que contar diez días. Supongo que deseará ponerle las anillas y las iniciales usted mismo, ¿no? Vuelva dentro de quince días. Después, puede quedar todo listo al cabo de otros quince días.
O quiso decir algo, preguntar.
—Un momento, O —dijo Anne-Marie—. Ve a la habitación de delante y desnúdate. Déjate sólo las sandalias y vuelve.
La habitación estaba vacía, una habitación grande, blanca, con cortinas de lienzo de Jouy color violeta. O dejó el bolso, los guantes y la ropa en una silla baja, al lado de una de las puertas del armario. No había espejo. Volvió a salir lentamente, deslumbrada por el sol hasta llegar a la sombra del haya. Sir Stephen seguía de pie delante de Anne-Marie, con el perro a sus pies. Los cabellos negros y grises de Anne-Marie brillaban como si estuvieran untados de aceite. Vestía de blanco, con cinturón de charol y sandalias también de charol que dejaban al descubierto las uñas de los pies, pintadas de rojo, como las de las manos.
—O, arrodíllate delante de Sir Stephen —dijo.
O se arrodilló, con los brazos cruzados a la espalda y los senos temblorosos. El perro fue a lanzarse sobre ella.
—Aquí,
Turc
—dijo Anne-Marie—. O, ¿consientes en llevar las anillas y las iniciales con que Sir Stephen desea marcarte, sin saber cómo te serán impuestas?
—Sí —respondió O.
—Entonces acompañaré a Sir Stephen. Quédate donde estás.
Sir Stephen se inclinó y tomó a O por los senos mientras Anne-Marie se levantaba de su tumbona. Le besó los labios y murmuró:
—¿Eres mía, O, eres realmente mía?
Luego se alejó detrás de Anne-Marie. La verja se cerró. Anne-Marie regresaba. O estaba sentada sobre sus talones, con los brazos descansando en las rodillas, como una estatua egipcia.
Vivían en la casa otras tres muchachas que ocupaban sendas habitaciones del primer piso. A O le dieron un pequeño dormitorio de la planta baja, contiguo al de Anne-Marie. Anne-Marie las llamó al jardín. Las tres iban desnudas, al igual que O. En aquel gineceo cuidadosamente oculto por las altas tapias del jardín y los postigos cerrados a una calle polvorienta, las únicas que iban vestidas eran Anne-Marie y las criadas: una cocinera y dos camareras mayores que Anne-Marie, austeras con sus grandes faldas de alpaca negra y delantales almidonados.
—Se llama O —dijo Anne-Marie, que había vuelto a sentarse—. Acércamela, que la vea mejor.
Dos de las muchachas pusieron en pie a O. Eran morenas, con el pelo tan negro como su vello público, y los pezones largos y casi de color violeta. La tercera era pequeña, llena y pelirroja. En la piel cretácea de su pecho se veía un espantoso entramado de venas verdes. Las dos muchachas empujaron a O hacia Anne-Marie, quien señaló con el dedo las tres rayas negras que le cruzaban la parte delantera de los muslos y las posaderas.
—¿Quién te ha azotado? —le preguntó—. ¿Sir Stephen?