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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

Historia de O (13 page)

BOOK: Historia de O
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—O voy a amordazarte porque quisiera azotarte hasta hacerte sangrar —le dijo—. ¿Me lo permites?

—Soy suya.

Estaba de pie en el centro del salón y sus brazos levantados y juntos, sujetos por los brazaletes de Roissy a una cadena que colgaba de una anilla del techo en el lugar que antes ocupaba una lámpara, hacían salir sus senos. Sir Stephen los acarició, los besó, después le besó la boca, una vez, diez. (Nunca la había besado.) Y cuando le puso la mordaza que le llenó la boca de sabor a tela mojada y le empujó la lengua hacia la garganta y que sus dientes casi no podían morder, él la cogió suavemente por el pelo. Ella se balanceó sobre sus pies descalzos, suspendida de la cadena.

—Perdóname, O —murmuró.

Nunca le había pedido perdón. Luego, la soltó y empezó a azotarla.

Cuando, después de medianoche, René llegó a casa de O, después de haber asistido sólo a la fiesta a la que tenían que haber ido juntos, la encontró acostada, tiritando con su camisón de nylon blanco. Sir Stephen la acompañó y la acostó él mismo y volvió a besarla. Ella se lo dijo. Le dijo también que no deseaba volver a desobedecer a Sir Stephen, comprendiendo que René sacaría de ello la conclusión de que le era necesario, y grato, ser azotada, lo cual era verdad (pero no era la única razón). Lo que ella comprendía también era que René necesitaba que ella fuera azotada. A él le horrorizaba golpearla, hasta el extremo de que nunca pudo decidirse a hacerlo; pero le gustaba verla debatirse y oírla gritar. Sir Stephen había utilizado una vez la fusta delante de él. René doblegó a O sobre la mesa y la mantuvo inmóvil. La falda le resbaló y él volvió a subírsela. Y tal vez necesitaba más aún pensar que mientras no estaba con ella, mientras él paseaba o trabajaba, O se retorcía, gemía y lloraba bajo el látigo, pidiendo clemencia sin obtenerla, y sabía que aquel dolor y aquella humillación le eran infligidos por voluntad del amante al que ella amaba y para su satisfacción. En Roissy, él la hacía azotar por los criados. En Sir Stephen, encontró al amo severo que él no sabía ser. El que el hombre al que más admiraba en el mundo se complaciera en ella y se tomara la molestia de ponérsela dócil, acrecentaba la pasión que René sentía por ella y así lo comprendía O. Todas las bocas que habían mordido su boca, todas las manos que le habían asido los senos y el vientre, todos los miembros que habían penetrado en ella y que habían demostrado que estaba prostituida, al mismo tiempo, en cierto modo, también la habían consagrado. Pero, a los ojos de René, esto no era nada comparado con la prueba que aportaba Sir Stephen. Cada vez que ella salía de sus brazos, René buscaba en ella la marca de un dios. O sabía que si, hacía unas horas, la había delatado, fue para provocar un nuevo y más cruel castigo que la dejara señalada. Ella sabía también que si bien las razones que pudieran existir para provocarlo podían desaparecer, Sir Stephen no se volvería atrás. Tanto peor. (Tanto mejor, pensaba ella.) René, conmovido, miró largamente su cuerpo esbelto con gruesas marcas violáceas, como cuerdas, cruzándole los hombros, la espalda, las nalgas, el vientre y los senos, moteadas de alguna que otra gota de sangre.

—¡Ah, cómo te quiero! —murmuró.

Se desnudó con las manos temblorosas, apagó la luz y se tendió al lado de O. Ella estuvo gimiendo en la oscuridad mientras él la poseía.

Las señales del cuerpo de O tardaron más de un mes en borrarse. Y, allí donde la piel se había desgarrado, le quedó una línea más clara, como una vieja cicatriz. Pero, aunque hubiera podido olvidarlo, la actitud de René y Sir Stephen se lo hubiera recordado. René tenía una llave de su apartamento, desde luego. No se le había ocurrido darle otra a Sir Stephen, probablemente porque, hasta entonces, éste nunca expresó el deseo de ir a casa de O. Pero el que aquella noche la hubiera acompañado personalmente, hizo comprender a René que, tal vez, aquella puerta que únicamente podía abrir O y él podía ser considerada por Sir Stephen como un obstáculo, una barrera o una limitación impuesta por René y que era ridículo darle a O si no le daba también la libertad de entrar en su casa en cualquier momento. En resumidas cuentas, mandó hacer una llave, se la entregó a Sir Stephen y no dijo nada a O hasta que éste la hubo aceptado. A ella ni se le ocurrió protestar y pronto advirtió que, en aquella espera en que vivía, hallaba una incomprensible serenidad. Esperó mucho tiempo, preguntándose si la sorprendería en plena noche, si aprovecharía alguna ausencia de René, si iría solo y hasta si iría. No se atrevía a hablar de ello con René. Una mañana en que por casualidad la asistenta no estaba y ella se había levantado más temprano que de costumbre y a las diez, ya vestida, se disponía a salir, oyó girar una llave en la cerradura.

—René —gritó, corriendo hacia la puerta. Porque algunas veces René se presentaba así y ella creyó que tenía que ser él. Pero era Sir Stephen, quien le dijo sonriendo:

—Bien, llamemos a René.

Pero René tenía una cita de negocios y no podría estar allí antes de una hora. O, con el corazón saltándole en el pecho (y ella se preguntaba por qué), vio cómo Sir Stephen colgaba el aparato. Él la hizo sentarse en la cama, le tomó la cabeza entre las manos, le entreabrió la boca y la besó. Ella se ahogaba de tal modo que hubiera caído al suelo si él no la hubiese sostenido. Pero la sostuvo, y la enderezó. O no comprendía por qué sentía aquella angustia en la garganta; porque, ¿qué podía temer de Sir Stephen que no hubiera sufrido ya? Él le pidió que se desnudara y la miró en silencio mientras lo obedecía. ¿Acaso no estaba acostumbrada a permanecer desnuda ante su mirada, a su silencio y a esperar sus decisiones? Tuvo que reconocer que si la trastornaban el lugar y la hora y el que en aquella habitación nunca se hubiera desnudado más que para René, el motivo de su trastorno seguía siendo el mismo: la desposesión de sí misma en que se hallaba. La única diferencia estaba en que tal desposesión le era más evidente porque no se manifestaba en un lugar al que, en cierto modo, ella se trasladara para sufrirla, ni durante la noche, lo que le daba carácter de sueño o de clandestinidad en relación con las horas del día, como su estancia en Roissy en relación con su vida con René. La luz de la mañana de mayo hacía público lo clandestino: a partir de ahora, la realidad de la noche y la realidad del día serían la misma. A partir de ahora: por fin, pensaba O. De ahí nacía, sin duda, la extraña sensación de seguridad mezclada de espanto a la que sentía que se abandonaba y que había presentido sin comprender. A partir de ahora, no habría hiato, tiempo muerto, remisión. Aquél al que se espera, porque se le espera, ya está presente, ya se muestra dueño y señor. Sir Stephen era un dueño más exigente, pero también más seguro que René. Y por muy apasionadamente que O amara a René y él a ella, existía entre los dos cierta igualdad (aunque no fuera más que la de la edad) que anulaba en ella el sentimiento de obediencia, la sensación de sumisión. Lo que él le pedía, ella lo deseaba inmediatamente sólo porque él se lo pedía. Pero parecía que, en relación con Sir Stephen, él le había contagiado su propia admiración, su propio respeto. Ella obedecía las órdenes de Sir Stephen porque eran órdenes, agradecida de que se las diera. Tanto si él le hablaba en inglés como en francés y la tuteaba o no, ella no lo llamaba más que Sir Stephen, como una desconocida o una criada. Se decía que la palabra más apropiada sería la de «Señor» si se hubiera atrevido a pronunciarla, como la más apropiada para ella era la de «esclava». Se decía también que todo estaba bien, puesto que René se sentía feliz de amar en ella a la esclava de Sir Stephen. De modo que, después de dejar sus ropas al pie de la cama y ponerse nuevamente sus chinelas de tacón alto, se quedó esperando, con la vista baja, delante de Sir Stephen, que estaba apoyado en la ventana. El sol de la mañana atravesaba los visillos de muselina moteada. Ella lo sentía tibio en la cadera. O no buscaba una pose, sino que estaba pensando muy aprisa y se decía que hubiera tenido que perfumarse más y que no se había maquillado la punta de los senos y que era una suerte que tuviera las chinelas puestas, porque el esmalte de las uñas empezaba a saltarse. De pronto, se dio cuenta que lo que estaba esperando en aquel silencio y con aquella luz, sin confesárselo, era que Sir Stephen le ordenara ponerse de rodillas ante él, le desabrochara y le acariciara. Al pensarlo, se puso colorada y se llamó ridícula por enrojecer de aquel modo. ¡Tanto pudor en una prostituta! En aquel momento, Sir Stephen le dijo que se sentara delante del tocador y lo escuchase. El tocador no era tal tocador, sino una mesita baja sobre la que estaban dispuestos frascos y cepillos y, a su lado, un gran espejo Restauración en el que O podía verse entera, sentada en un sillón bajo. Sir Stephen, mientras hablaba, iba y venía detrás de ella. Su imagen cruzaba el espejo de vez en cuando, detrás de él. Pero era un reflejo lejano, porque el espejo tenía un azogue verdoso y un poco turbio. O, con las manos abiertas y las rodillas separadas, hubiera deseado aprisionar aquella imagen y detenerla, para poder responder más fácilmente. Y es que Sir Stephen, en un inglés preciso, le hacía preguntas y más preguntas, las que menos esperaba O. Pero, apenas empezó a hablar, se interrumpió para obligarla a tenderse en el sillón, con la pierna izquierda descansando en el brazo del sillón y la otra doblada hacia atrás. O, a plena luz se ofreció entonces en el espejo, a su mirada y a la de Sir Stephen abierta como si un amante invisible acabara de retirarse de ella. Sir Stephen reanudó su interrogatorio, con una firmeza de juez y una habilidad de confesor. O no le veía hablar, pero se veía responder. Después de su regreso de Roissy, ¿se había entregado a algún otro hombre además de René y él? No. ¿Había deseado entregarse a otros que hubiera conocido? No. ¿Se acariciaba por la noche cuando estaba sola? No. ¿Tenía amigas por las que se dejaba acariciar o a las que ella acariciaba? No (el tono era más vacilante). ¿Y amigas a las que deseaba? Pues Jacqueline, pero, amiga, era mucho decir. Camarada sería más adecuado, o compañera. Sir Stephen le preguntó entonces si tenía fotos de Jacqueline y la ayudó a levantarse, para ir a buscarlas. Y en el salón los encontró René, que entraba sin aliento, después de subir cuatro pisos corriendo: O, de pie delante de la mesa grande sobre la que brillaban, en blanco y negro, como charcos en la noche, las fotos de Jacqueline. Sir Stephen, sentado a medias en la mesa, iba tomándolas una a una, a medida que O se las pasaba, y volvía a dejarla. Con la otra mano, sujetaba a O por el vientre. Desde aquel momento, Sir Stephen, que había saludado a René sin soltarla —incluso sintió que hundía su mano más profundamente— no volvió a dirigirle la palabra y sólo habló con René. El motivo le pareció evidente: Estando René presente, el acuerdo entre Sir Stephen y él se establecía a propósito de ella, pero independientemente de ella; ella no era su ocasión ni su objeto, no había necesidad de seguir preguntándole ni de que ella respondiera, lo que ella tenía que hacer y hasta lo que tenía que ser se decidía sin consultarle. Eran casi las doce. El sol que daba de lleno en la mesa rizaba el borde de las fotos. O deseaba apartarlas y alisarlas para que no se estropearan. Pero estaba insegura de sus movimientos y a punto de gemir, de lo que le quemaba la mano de Sir Stephen. No consiguió moverlas, gimió efectivamente y se encontró tendida de espaldas encima de la mesa, entre las fotos, con las piernas colgando donde la había lanzado Sir Stephen al apartarse bruscamente de ella. Los pies no le llegaban al suelo y una de sus chinelas resbaló y cayó sin ruido en la alfombra blanca. El sol le daba en la cara. Cerró los ojos.

Mucho después se acordaría de que, allí tendida, asistió al diálogo que mantuvieron Sir Stephen y René como si no la afectara y, al mismo tiempo, como si se tratara de un hecho ya vivido. Y, verdaderamente, ella había vivido ya una escena análoga, ya que la primera vez que René la llevó a casa de Sir Stephen hablaron de ella de la misma forma. Pero, aquella vez, Sir Stephen era un desconocido y, de los dos, René fue el que más habló. Desde entonces, Sir Stephen la había sometido a todas sus fantasías, la había moldeado a su antojo, había exigido y obtenido de ella las más denigrantes vejaciones. Ella no podía darle ya nada que él no poseyera ya. Por lo menos, así lo creía ella. Él, que solía guardar silencio delante de ella, era el que hablaba y sus palabras, así como las respuestas de René, indicaban que había reanudado una conversación mantenida con frecuencia y cuyo tema era ella. Se trataba de cómo sacar de ella el mejor partido y comunicarse lo que cada cual había descubierto en ella. Sir Stephen afirmó que O resultaba infinitamente conmovedora con el cuerpo marcado, cualesquiera que fuesen las marcas, porque, si más no, éstas impedían que disimulara e indicaban que con ella todo estaba permitido. Porque una cosa era saberlo y, otra, ver la prueba palpable. Tenía razón René, dijo Sir Stephen, al desear que fuera azotada. Decidieron que en lo sucesivo lo sería, no ya por el placer que pudieran producir sus gritos y sus lágrimas, sino para que tuviera siempre alguna señal. O los escuchaba, tendida todavía encima de la mesa y ardiendo, inmóvil. Le parecía que, por una extraña sustitución, Sir Stephen hablaba por ella y en su lugar, como si él hubiera estado en su propio cuerpo y sentido la inquietud, la angustia, la vergüenza y también el secreto orgullo y el placer desgarrador que ella sentía, especialmente cuando estaba sola entre la gente, en la calle, en un autobús o en el estudio entre los electricistas y las maniquíes, cuando se decía que si a cualquiera de aquellas personas le ocurría un accidente y había que tenderla en el suelo o llamar a un médico, aunque estuviera desmayada y desnuda, seguiría guardando su secreto; pero ella no. Porque su secreto no dependía sólo de su silencio, no dependía de ella sola. Aunque lo deseara, ella no podía permitirse el menor capricho, y a esto se refería una de las preguntas de Sir Stephen sin delatarse inmediatamente, no podía permitirse las cosas más inocentes, como jugar al tenis o nadar. Le resultaba grato que ello le estuviera vedado materialmente, como las rejas del convento impiden materialmente a las enclaustradas ser dueñas de sí mismas y escapar. Por esta misma causa, ¿cómo exponerse a que Jacqueline la rechazara al tener que explicarle, si no toda la verdad, por lo menos, parte de la verdad?

El rayo de sol se había desplazado de su rostro. Tenía los hombros pegados a las fotos sobre las que estaba tumbada. Sintió en la rodilla la tela áspera de la chaqueta de Sir Stephen que se había acercado a ella. René y él la tomaron por una mano cada uno y la pusieron de pie. René recogió la chinela. Había que vestirse. Durante el almuerzo, en Saint-Cloud, a orillas del Sena, cuando se quedaron solos, Sir Stephen volvió a interrogarla. Al pie de un seto de alheñas que delimitaba la explanada umbría en la que se agrupaban las mesas del restaurante cubiertas con manteles blancos, había un arríate de peonías granate recién abiertas. O tardó mucho rato en calentar, con sus muslos desnudos, la silla de hierro en la que se había sentado, obediente, levantando la falda, antes de que Sir Stephen se lo ordenara. Se oía el rumor del agua contra las barcas amarradas a una plataforma de planchas, al extremo de la explanada. Sir Stephen estaba frente a O, que hablaba despacio, decidida a no decir una sola palabra que no fuera cierta. Lo que Sir Stephen quería saber era por qué le gustaba Jacqueline. ¡Ah, no era difícil! Era demasiado hermosa para O, como esas muñecas, tan grandes como ellos, que se da a los niños pobres y que ellos nunca se atreven a tocar. Al mismo tiempo, ella sabía muy bien que si no le hablaba, si no se acercaba a ella era porque, en realidad, no lo deseaba. Entonces, levantó la mirada, la posó en las peonías y advirtió que Sir Stephen le miraba atentamente los labios. ¿La escuchaba o sólo estaba atento al sonido de su voz y al movimiento de sus labios? Ella calló bruscamente y la mirada de Sir Stephen se cruzó con la suya. Lo que leyó en ella estaba ahora tan claro y fue también tan claro para él que ella había sabido interpretarlo, que ella palideció a su vez. Si la quería, ¿le perdonaría que lo hubiera advertido? Ella no podía desviar la mirada, ni sonreír, ni hablar. Si la quería, ¿habría cambiado algo? Aunque la hubieran amenazado de muerte, ella no hubiera podido hacer ni un movimiento y, de haber querido escapar, sus piernas no la hubieran sostenido. Sin duda, él nunca querría de ella nada más que la sumisión a su deseo, mientras le durase el deseo. Pero, ¿bastaba el deseo para explicar que, desde el día en que René se la entregó, la reclamara con más frecuencia cada vez y la retuviera por más tiempo y, en ocasiones, por su sola presencia, sin pedirle nada? Él estaba mudo e inmóvil como ella; en la mesa contigua, unos hombres de negocios hablaban y bebían un café tan negro y fuerte que el aroma llegaba hasta ellos dos; dos norteamericanas, cuidadas y despectivas, encendían cigarrillos entre plato y plato; la grava crujía bajo las pisadas de los camareros. Uno de ellos se adelantó para llenar la copa de Sir Stephen, vacía en sus tres cuartas partes. Pero, ¿por qué servir de beber a una estatua, a un sonámbulo? El hombre no insistió. O advirtió con deleite que si la mirada gris y ardiente se apartaba de sus ojos era para posarse en sus manos, en sus senos y volver a sus ojos. Al, fin, vio nacer la sombra de una sonrisa a la que se atrevió a responder. Pero decir una sola palabra, imposible. Si apenas respiraba.

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