El apartamento que ocupaba O estaba en la isla de San Luis, en el último piso de una vieja casa orientada al Sur, mirando al Sena. Las habitaciones eran abuhardilladas, amplias y bajas, y las de la fachada, que eran dos, tenían balcones practicados en el tejado. Una era el dormitorio de O y la otra, en la que del suelo al techo, unas estanterías de libros enmarcaban la chimenea, hacía las veces de salón, de despacho y hasta de dormitorio, si era preciso: tenía un gran diván frente a sus dos balcones y, delante de la chimenea, una gran mesa antigua. Aquí se comía también cuando el comedorcito, tapizado de sarga verde oscuro y con ventanas a un patio interior, resultaba realmente demasiado pequeño para el número de comensales. Había otra habitación, también con ventanas al patio, que René utilizaba como vestidor. O compartía con él el cuarto de baño, amarillo. La cocina, amarilla también, era minúscula. Una asistenta iba todos los días a hacer la limpieza. Las habitaciones que daban al Patio estaban pavimentadas con baldosas rojas hexagonales, como las que se encuentran, a partir del segundo piso, en las escaleras de los viejos edificios de París. Al verlas, O tuvo un sobresalto: eran iguales a las de los corredores de Roissy. Su habitación era pequeña, las cortinas de cretona rosa y negra estaban corridas, el fuego brillaba tras la tela metálica del guardafuegos, la cama estaba preparada.
—Te he comprado un camisón de nylon —dijo René—. No tenías ninguno.
Un camisón de nylon blanco, plisado, ceñido y fino como las vestiduras de las estatuillas egipcias y casi transparente estaba dispuesto al borde de la cama, en el lado de O. Se ajustaba a la cintura con una fina tira que se anudaba sobre unos frunces elásticos y el punto de nylon era tan fino que los senos se transparentaban color de rosa. Todo, salvo las cortinas, el panel tapizado de la misma tela contra el que se apoyaba la cabecera de la cama y los dos silloncitos bajos, recubiertos también de la misma cretona, todo era blanco: las paredes, la colcha guateada extendida sobre la cama con columnas de caoba y las pieles de oso del suelo. O, sentada junto al fuego, con su camisón blanco, escuchaba a su amante. Él empezó diciendo que no debía pensar que ya estaba libre. Salvo, naturalmente, si había dejado de amarlo y lo abandonaba de inmediato. Pero, si le amaba, no era libre de nada. Ella lo escuchaba sin decir palabra, pensando que estaba contenta de que él quisiera demostrarse a sí mismo, el cómo no importaba, que ella le pertenecía y pensando también que era muy ingenuo al no darse cuenta de que su sumisión a él estaba por encima, de toda prueba. Pero tal vez si que lo advertía y sí quería recalcarlo era porque ello le daba gusto. Ella miraba el fuego mientras él hablaba, pero no a él, pues no se atrevía a encontrarse con su mirada. Él paseaba por la habitación. De pronto, le dijo que, para escucharle, debía separar las rodillas y abrir los brazos; y es que ella estaba sentada con las rodillas juntas y abrazándoselas. Entonces levantó el borde del camisón y se sentó sobre sus talones, como las carmelitas o las japonesas, y esperó. Entre los muslos sentía el agudo cosquilleo de la piel blanca que cubría el suelo. Él insistió: no había abierto las piernas lo suficiente. La palabra «abre» y la expresión «abre las piernas» adquirían en la boca de su amante tanta turbación y fuerza que ella las oía siempre con una especie de prosternación interior, de rendida sumisión, como si hubiera hablado un dios y no él. Quedó, pues, inmóvil y sus manos, con las palmas hacia arriba, descansaban a cada lado de sus rodillas entre las que la tela del camisón extendida alrededor de ella, volvía a formar sus pliegues. Lo que su amante quería de ella era muy simple: que estuviera accesible de un modo constante e inmediato. No le bastaba saber que lo estaba; quería que lo estuviera sin el menor obstáculo y que tanto su actitud como su manera de vestir así lo advirtieran a los iniciados. Esto quería decir, prosiguió él, dos cosas: la primera, que ella sabía ya, puesto que se lo habían explicado la noche de su llegada al castillo: nunca debía cruzar las piernas y debía mantener siempre los labios entreabiertos. Seguramente, ella creía que esto no tenía importancia (y así lo creía, en efecto); sin embargo, pronto descubriría que, para observar esta disciplina, tenía que poner una atención constante que le recordaría, en el secreto compartido entre ellos dos y acaso alguna otra persona, pero durante sus ocupaciones ordinarias y entre todos aquellos ajenos a tal secreto, le recordaría la realidad de su condición. En cuanto a su ropa, debería elegirla o, en caso necesario, inventarla de manera que hubiera necesidad de repetir aquel semidesnudamiento a que la había sometido en el coche que los llevaba a Roissy. Al día siguiente, ella escogería en sus armarios y cajones los vestidos y la ropa interior y descartaría absolutamente todos los slips y los sujetadores parecidos a aquél cuyos tirantes había tenido que cortar él para quitárselo, las combinaciones cuyo cuerpo le cubriera los senos, las blusas y los vestidos que no se abrochasen por delante y las faldas que fueran demasiado estrechas para que pudiera levantarlas con un solo movimiento. Que encargara otros sujetadores, otras blusas y otros vestidos. Hasta entonces, ¿tendría que ir con los senos desnudos bajo la blusa o el jersey? Pues bien, que fuera. Si alguien lo notaba, ella podría explicarlo como mejor le pareciera o no dar ninguna explicación, era asunto suyo. En cuanto a las demás cosas que debía decirle, prefería esperar unos días y deseaba que, para oírlas, ella estuviera vestida como él quería. En el cajoncito del escritorio, encontraría todo el dinero que necesitara. Cuando él acabó de hablar, ella murmuró «te quiero» sin el menor gesto. Fue él quien echó más leña al fuego y encendió la lámpara dela mesita de noche, que era de opalina rosa. Entonces dijo a O que se acostara y lo esperase, que dormiría con ella. Cuando él volvió a entrar en la habitación, O alargó la mano para apagar la luz. Era la mano izquierda y lo último que vio antes de que se hiciera la oscuridad fue el brillo apagado de su sor tija de hierro. Estaba recostada a medias, de lado, y en aquel mismo instante su amante la llamaba por su nombre en voz baja y, tomándola por el vientre, la atraía hacia sí.
Al día siguiente, O, sola, en bata, acababa de almorzar en el comedor verde —René se había ido temprano y no volvería hasta la noche, para llevarla a cenar—, cuando sonó el teléfono. El aparato estaba en el dormitorio, a la cabecera de la cama, al lado de la lámpara. O se sentó en el suelo y descolgó. Era René, que quería saber si la asistenta se había marchado. Sí, acababa de irse, después de servir el desayuno, y no volvería hasta el día siguiente por la mañana.
—¿Has empezado ya a escoger la ropa? —preguntó René.
—Ahora iba a hacerlo —respondió ella—. Pero me he levantado tarde, me he bañado y no he estado lista hasta mediodía.
—¿Estás vestida?
—No. Estoy en camisón y bata.
—Deja el teléfono y quítate la bata y el camisón.
O le obedeció, tan nerviosa que el aparato resbaló de la cama donde lo había dejado y cayó sobre la alfombra blanca. Temió que se hubiera cortado la comunicación. No; no se había cortado.
—¿Estás desnuda? —preguntó René.
—Sí —contestó ella—; pero, ¿desde dónde me llamas?
Él no contestó a su pregunta y se limitó a añadir:
—¿Llevas el anillo?
Ella lo llevaba. Entonces él le dijo que permaneciera como estaba hasta que él volviera y que así preparase la maleta con la ropa que tenía que desechar. Luego, colgó. Era más de la una y hacía buen tiempo. Un rayo de sol iluminaba, sobre la alfombra, el camisón blanco y la bata de pana verde pálido como las cáscaras de las almendras tiernas que O había dejado caer. Los recogió y los llevó al cuarto de baño, para guardarlas en el armario. Al pasar, uno de los espejos adosados a una puerta y que, con un lienzo de pared y otra puerta igualmente recubierta de espejo, formaba un gran espejo de tres cuerpos, le devolvió bruscamente su imagen: no llevaba nada más que sus chinelas de piel verdes como la bata —apenas más oscuras que las que se ponía en Roissy— y la sortija. No llevaba collar ni pulseras de piel, estaba sola, sin más espectadores que ella misma. Y, sin embargo, nunca se sintió más sometida a una voluntad que no era la suya, más esclava ni más feliz de serlo. Cada vez que se agachaba para abrir un cajón, veía tremolar levemente sus senos. Tardó casi dos horas en disponer sobre la cama toda la ropa que después debería meter en la maleta. Con los slips, por descontado, hizo un pequeño montón al lado de una de las columnas. Sostenes no podría aprovechar ni uno solo: todos se cruzaban en la espalda y se abrochaban en los lados. De todos modos, ideó la forma en que podría manjar hacer el mismo modelo, poniendo el cierre delante, bajo el surco que formaban los senos. Los ligueros tampoco ofrecían dificultades, pero ella se resistía a desechar el ceñidor de satén brocado rosa con cordones en la espalda tan parecido al corselete que llevaba en Roissy. Lo dejó aparte, encima de la cómoda. Que decidiera René. Y que decidiera también lo que tenía que hacer con los jerseys, todos cerrados a ras de cuello y que se ponían por la cabeza. Pero podía subírselos, para descubrir los senos. También las combinaciones quedaron amontonadas encima de la cama. En el cajón de la cómoda no guardó más que una enagua bajera de faya negra con un volante plisado y pequeñas puntillas de Valenciennes que llevaba debajo de una falda a pliegues
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de una lana negra tan fina que se transparentaba. Necesitaría más enaguas bajeras, claras y cortas. Comprendió que tendría que renunciar a llevar vestidos estrechos o bien elegir modelos que se abrocharan de arriba abajo y encargar ropa interior que se abriera al mismo tiempo que el vestido. Lo de las enaguas era fácil de arreglar y lo de los vestidos, también, pero, ¿qué diría su lencera sobre la ropa interior abierta? Le explicaría que quería un forro de quita y pon porque era muy friolera. Y lo era realmente. De pronto, se preguntó cómo iba a soportar el frío de la calle en invierno, tan desabrigada. Cuando hubo terminado y de su vestuario no decidió conservar más que los vestidos camiseros, todos abrochados por delante, la falda negra, los abrigos, naturalmente, y el traje de chaquet que traía puestos a su regreso de Roissy, fue a preparar el té. En la cocina, subió el termostato de la calefacción; la asistenta no había llenado el cesto del salón con leños para la chimenea y O sabía que a su amante le gustaría encontrarla junto al fuego cuando volviera por la noche. Llenó el cesto con leños de los que guardaba en el cofre del pasillo, lo llevó al salón y encendió el fuego. Y así, acurrucada en un butacón, con la bandeja del té a su lado, esperó su vuelta, pero esta vez le esperaba, tal como él le había ordenado, desnuda.
La primera dificultad que se le presentó a O fue en su trabajo. Dificultad es mucho decir. Asombro sería la palabra más apropiada. O trabajaba en el servicio de moda de una agencia fotográfica. Lo cual quiere decir que, en el estudio, tenía que retratar a las mujeres más exóticas y más atractivas que elegían los modistas para presentar sus modelos, en sesiones de varias horas. Causó extrañeza que O prolongara sus vacaciones hasta tan entrado el otoño y que se ausentara precisamente en la época de mayor actividad, cuando iba a salir la nueva moda. Pero esto era lo de menos. Mayor asombro causó que hubiera cambiado tanto. A primera vista, no se sabía en qué había cambiado, pero se la notaba distinta y cuanto más se la observaba, más evidente se hacía el cambio. Caminaba más erguida, tenía la mirada más clara y lo que más llamaba la atención era la perfección de su inmovilidad y la armonía de sus ademanes. Siempre había vestido con sobriedad, como visten las mujeres que trabajan cuando su trabajo se parece al de los hombres; pero por más que tratara de disimular, dado que las otras muchachas, que constituían el objeto de su trabajo, tenían por ocupación y por vocación el atuendo, no tardaron en advertir lo que a otros ojos hubiera pasado inadvertido. Los jerseys que O llevaba directamente sobre la piel, bajo los que se dibujaba con suavidad el contorno de los senos —finalmente, René había autorizado los jerseys— y las faldas plisadas que se arremolinaban con facilidad, llegaron a adquirir la apariencia de un discreto uniforme.
—Un estilo muy de niña —le dijo un día con aire burlón una maniquí rubia de ojos verdes que tenía los pómulos salientes y la piel oscura de los eslavos—. Pero hace mal en usar ligas redondas. Se estropeará las piernas.
Y es que O, sin darse cuenta, se había sentado, dando una rápida media vuelta, en el brazo de una butaca de cuero y la falda se le había subido. La muchacha vio fugazmente la piel desnuda del muslo encima de la media enrollada que terminaba más allá de la rodilla. O la vio sonreír de un modo extraño y se preguntó qué habría pensado o tal vez comprendido.
Se estiró las medias, una tras otra, para tensarlas más aún, lo cual era más difícil que con un liguero normal y respondió a Jacqueline, como justificándose:
—Es práctico.
—¿Práctico para qué?
—No me gustan los ligueros —respondió O.
Pero Jacqueline no la escuchaba. Estaba mirando la sortija de hierro.
En varios días, O hizo de Jacqueline una cincuentena de clisés. No se parecían a los que había hecho hasta entonces. Y es que, tal vez, nunca había tenido semejante modelo. Lo cierto es que nunca había sabido sacar de un rostro o de un cuerpo un significado tan conmovedor. Y, en realidad, no se trataba más que de dar mayor realce a las sedas, las pieles y los encajes con aquella súbita hermosura de hada sorprendida ante el espejo que adquiría Jacqueline tanto con la blusa más sencilla como con el más suntuoso abrigo de visón. Tenía el cabello corto, rubio y espeso, ligeramente ondulado. A la menor indicación, inclinaba ligeramente la cabeza hacia el hombro izquierdo y apoyaba la mejilla en el cuello levantado de su abrigo de piel, si llevaba abrigo de piel. O la retrató una vez en esta actitud, sonriente y dulce, con el cabello ligeramente levantado como por el viento y su delicado pómulo acariado por el visón azul, gris y suave como la ceniza reciente de la leña. Tenía los labios entreabiertos y entornaba los ojos. Bajo el brillo de agua de la foto, parecía una belleza ahogada, plácida, feliz y pálida, muy pálida. O mandó hacer la prueba en un tono gris muy tenue. Pero había hecho de Jacqueline otra foto que la trastornaba más aún: a contraluz, con los hombros desnudos, un velo negro, de malla grande ciñéndole la cabeza y la cara con un
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doble que la coronaba como un humo impalpable; llevaba un inmenso vestido de grueso brocado de seda, rojo como un vestido de novia de la Edad Media, que le llegaba hasta los pies, de amplia falda, ceñido a la cintura y cuyo armazón le realzaba el pecho. Era lo que los modistas llaman un vestido de gala, algo que nadie lleva nunca. Las sandalias, de tacón muy alto, también eran de seda roja. Y mientras Jacqueline estuvo delante de O con aquel vestido, aquellas sandalias y aquel velo que era como la premonición de una máscara, O completaba mentalmente el modelo: tan poco era lo que hacía falta —el talle más ceñido, los senos más descubiertos— y sería igual al vestido que llevaba Jeanne en Roissy, la seda gruesa, lisa, crujiente, la seda que levantas con la mano cuando te dicen… Y Jacqueline la levantaba, para bajar de la plataforma en la que había estado posando durante un cuarto de hora. El mismo murmullo, el mismo crujido de hojas secas. ¿Que nadie lleva esos vestidos de gala? Ah, si. Y Jacqueline también llevaba al cuello una gargantilla de oro y pulseras de oro en las muñecas. O pensó que estaría más hermosa con gargantilla y pulseras de cuero. Y aquel día hizo algo que no había hecho nunca: siguió a Jacqueline al vestuario contiguo al estudio en el que las modelos se maquillaban y dejaban la ropa cuando salían. Se quedó apoyada en el quicio de la puerta, con los ojos fijos en el espejo del tocador ante el que se había sentado Jacqueline, todavía con el vestido rojo. El espejo era tan grande —ocupaba toda la pared del fondo y el tocador era una simple placa de vidrio negro— que O veía en él a un tiempo a Jacqueline, a sí misma y a la encargada del vestuario que estaba quitándole los
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y el velo de tul. Jacqueline se desabrochó ella misma el collar, con sus brazos desnudos levantados como dos asas; el sudor brillaba levemente en sus axilas depiladas (¿«por qué? —se dijo O—; qué lástima, con lo rubia que es») y O percibió su olor acre y fino, un poco vegetal y se preguntó qué perfume debería usar Jacqueline, qué perfume habría que hacer usar a Jacqueline. Jacqueline se quitó después las pulseras y las dejó encima del cristal, en el que tintinearon como cadenas. Tenía el cabello tan rubio que su piel parecía más oscura, mate y dorada como la arena al retirarse la marea. En la foto, la seda roja sería negra. En aquel momento, las gruesas cejas de Jacqueline que ella no maquillaba sino a regañadientes, se alzaron y O tropezó en el espejo con su mirada, tan franca e inmóvil que, sin poder apartar la suya, se sintió enrojecer lentamente. Esto fue todo.