—Sube —le dice él.
Ella sube al taxi. Está anocheciendo y es otoño. Ella viste como siempre: zapatos de tacón alto, traje de chaqueta con falda plisada, blusa de seda y sombrero. Pero lleva guantes largos que le cubren las bocamangas y, en su bolso de piel, sus documentos, la polvera y la barra de labios. El taxi arranca suavemente sin que el hombre haya dicho una sola palabra al conductor. Pero baja las cortinillas a derecha e izquierda y también detrás; ella se quita los guantes, pensando que él va a abrazarla o que quiere que le acaricie. Pero él le dice:
—El bolso te estorba. Dámelo. —Ella se lo da. El hombre lo deja lejos de su alcance y añade —: Estás demasiado vestida. Desabróchate las ligas y bájate las medias hasta encima de las rodillas. Ponte estas ligas redondas.
Ella siente cierto apuro, el taxi va más aprisa y teme que el conductor vuelva la cabeza. Por fin, las medias quedan arrolladas. Le produce una sensación de incomodidad el sentir las piernas desnudas bajo la seda de la combinación. Además, las ligas sueltas le resbalan.
—Quítate el liguero y el slip.
Esto es fácil. Basta pasar las manos por detrás de los riñones y levantarse un poco. Él guarda el liguero y el slip en el bolsillo y le dice:
—No debes sentarte sobre la combinación y la falda. Levántalas y siéntate con la carne desnuda.
El asiento está tapizado de molesquín frío y resbaladizo. Da angustia sentirlo pegado a los muslos. Luego, él le dice:
—Ahora ponte los guantes.
El taxi sigue corriendo y ella no se atreve a preguntar por qué René no se mueve ni dice nada, ni qué significado puede tener para él que ella permanezca inmóvil y muda, interiormente desnuda y accesible, y tan enguantada, en un coche negro que va no se sabe dónde. Él no le ha dado ninguna orden, pero ella no se atreve a cruzar las piernas ni a juntar las rodillas. Apoya las enguantadas manos en la banqueta, una a cada lado.
—Hemos llegado —dice él de pronto.
El taxi se detiene en una hermosa avenida, debajo de un árbol —son plátanos—, ante un chalet que se adivina entre el patio y el jardín, parecido a los del barrio de Saint-Germain. Los faroles están un poco lejos, el interior del coche está a oscuras y fuera llueve.
—Quédate quieta —dice René—. No te muevas.
Acerca la mano al cuello de la blusa, deshace el lazo y desabrocha los botones. Ella se inclina ligeramente hacia delante, pensando que él desea acariciarle los senos. No. Él sólo palpa el tirante, lo corta con una navajita y le saca el sostén. Ahora, debajo de la blusa, que él vuelve a abrochar, ella tiene los senos libres y desnudos, como libres y desnudas tiene las caderas y el vientre, desde la cintura hasta las rodillas.
—Escucha —le dice él—. Ahora estás preparada Yo te dejo. Bajarás del coche y llamarás a la puerta. Seguirás a la persona que abra y harás lo que te ordene. Si no entraras en seguida, saldrían a buscarte; si no obedecieras, te obligarían a obedecer. ¿El bolso? No vas a necesitarlo. No eres más que la muchacha que yo entrego. Sí, sí, yo estaré también. Vete.
Otra versión del mismo comienzo era más brutal y más simple: la mujer, vestida de este modo, era conducida en el coche por su amante y un amigo de éste, a quien ella no conocía. El desconocido iba al volante y el amante, sentado al lado de la mujer. Y era el desconocido el que explicaba a la mujer que su amante debía prepararla, que le ataría las manos a la espalda, por encima de los guantes, le soltaría y enrollaría las medias, le quitaría el liguero, el slip y el sostén y le vendaría los ojos. Que después la entregarían en el castillo donde recibiría instrucciones sobre lo que debía hacer. Efectivamente, una vez así desvestida y atada, la ayudaron a bajar del coche, le hicieron subir unos escalones, y cruzar una o dos puertas, siempre con los ojos vendados. Cuando le quitaron la venda, ella se encontró sola en una habitación oscura, donde la tuvieron una hora o dos, no sé, pero fue como un siglo. Después, cuando por fin se abrió la puerta y se encendió la luz, se vio que había estado esperando en una habitación muy banal y confortable aunque extraña: con una gruesa alfombra en el suelo, pero sin un mueble, rodeada de armarios empotrados. Dos bonitas jóvenes habían abierto la puerta. Vestían como las doncellas del siglo XVIII: con faldas largas, ligeras y vaporosas que les llegaban hasta los pies, corpiños muy ajustados que les levantaban el busto, abrochados delante y encaje en el escote y en las bocamangas que les llegaban por el codo; llevaban los ojos y la boca pintados, así como una gargantilla muy ajustada al cuello y pulseras ceñidas a las muñecas.
Sé que entonces soltaron las manos de O, que todavía tenía atadas a la espalda y le dijeron que debía desnudarse, que la bañarían y maquillarían. La desnudaron y guardaron sus ropas en uno de los armarios. No dejaron que se bañara sola y la peinaron como en la peluquería, sentándola en uno de esos sillones que se inclinan hacia atrás cuando te lavan la cabeza y que a continuación se levantan cuando te ponen el secador, después del marcado. Para todo esto se necesita por lo menos una hora. Y tardaron, efectivamente, más de una hora, durante la cual ella permaneció sentada en aquel sillón, desnuda, sin poder cruzar las piernas, ni siquiera juntar las rodillas. Y como delante tenía un gran espejo que cubría toda la pared, en la que no había tocador, cada vez que su mirada tropezaba con el espejo, se veía así abierta.
Cuando estuvo peinada y maquillada, con los párpados sombreados ligeramente, la boca muy roja, los pezones sonrosados y el borde de los labios mayores carmín, mucho perfume en las axilas y el pubis, en el surco formado por los muslos, debajo de los senos y en las palmas de las manos, la hicieron entrar en una habitación en la que un espejo de tres cuerpos y otro espejo adosado a la pared le permitían verse perfectamente. Le dijeron que se sentara en el taburete colocado en el centro del espacio rodeado de espejos y que esperara. El taburete estaba tapizado de piel negra de pelo largo que le hacía cosquillas, la alfombra también era negra y las paredes, rojas. Calzaba chinelas rojas. En una de las paredes del gabinete había un ventanal que daba a un hermoso y sombrío parque. Había dejado de llover, los árboles se agitaban al viento y la luna corría entre las nubes. No sé cuánto tiempo estuvo en el gabinete rojo, ni si estaba realmente sola como creía estarlo, o si alguien la observaba por alguna mirilla disimulada en la pared. Lo cierto es que cuando volvieron las dos mujeres, una llevaba una cinta métrica y la otra un cesto. Las acompañaba un hombre, vestido con una larga túnica violeta, de mangas anchas recogidas en el puño, que se abría desde la cintura cuando andaba. Debajo de la túnica se le veían unas a modo de calzas ceñidas que le cubrían las piernas, pero dejaban el sexo al descubierto. Fue el sexo lo primero que O vio a su primer paso, después el látigo de tiras de cuero que llevaba colgado del cinturón y, posteriormente, que el hombre tenía la cara cubierta por una capucha negra en la que un tul negro disimulaba incluso los ojos y finalmente que llevaba guantes, también negros, de fina cabritilla. Le dijo que no se moviera, tuteándola y, a las mujeres, que se dieran prisa. La que llevaba el centímetro tomó las medidas del cuello y de las muñecas de O. Eran medidas corrientes, aunque pequeñas. Fue fácil encontrar en el cestillo que sostenía la otra mujer el collar y las pulseras adecuados. Así es como estaban hechos: varias capas de cuero (capas bastante delgadas, hasta un espesor de no más de un dedo), cerradas por mecanismo de resorte automático que funcionaba como un candado y que no podía abrirse más que con una llavecita. En la parte exactamente opuesta al cierre había un anillo metálico que permitía sujetar el brazalete, ya que el cuero quedaba demasiado ceñido al cuello o a la muñeca para que pudiera introducirse cualquier cuerda o cadena. Cuando le hubieron colocado el collar y las pulseras, el hombre le dijo que se levantara. Él se sentó en el taburete que ella había ocupado hasta entonces, le ordenó acercarse hasta rozarle las rodillas, le pasó la enguantada mano entre los muslos y por encima de los senos y le explicó que sería presentada aquella misma noche, después de la cena que ella tomaría sola. Y cenó sola, efectivamente, siempre desnuda, en una especie de cabina pequeña en la que una mano invisible le pasaba los platos por una trampilla. Terminada la cena, las dos mujeres fueron a buscarla. En el gabinete, le sujetaron los brazaletes a la espalda, por las anillas, le pusieron sobre los hombros, atada al collar, una larga capa roja que la cubría enteramente pero que se abría al andar, ya que ella no podía cerrarla por tener las manos atadas a la espalda. Una de las mujeres iba delante, abriendo puertas y la otra, detrás, cerrándolas. Atravesaron un vestíbulo y dos salones y entraron en la biblioteca en la que tomaban el café cuatro hombres. Todos llevaban largas túnicas como el primero, pero no estaban encapuchados. De todos modos, O no tuvo tiempo de verles la cara ni de averiguar si su amante estaba entre ellos (estaba), pues uno de los cuatro la enfocó con un reflector que la cegó. Todos se quedaron inmóviles, las dos mujeres, una a cada lado de ella y los hombres enfrente, mirándola. La luz se apagó y las mujeres se fueron. Pero habían vuelto a vendarle los ojos a O. La obligaron a avanzar, dando un pequeño traspié y ella se sintió de pie delante de la gran chimenea junto a la que estaban sentados los cuatro hombres. Sentía el calor y oía crepitar suavemente los leños en el silencio. Estaba de cara al fuego. Unas manos le levantaron la capa, otras se deslizaban por sus caderas, después de comprobar el cierre de las pulseras. Éstas no estaban cubiertas por guantes y una penetró en ella por las dos partes a la vez con tanta brusquedad que la hizo gritar. Uno de los hombres se echó a reír. Otro dijo:
—Dadle la vuelta. Veamos los senos y el vientre.
Le hicieron dar la vuelta. Ahora sentía el calor en la espalda. Una mano le oprimió un seno y una boca le mordió la punta del otro. De pronto, ella perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, ¿qué brazos la sostenían? mientras alguien le obligaba a abrir las piernas y le separaba suavemente los labios vaginales. Unos cabellos le rozaron el interior de los muslos. Oyó decir que había que ponerla de rodillas. Y así lo hicieron. Estaba mal de rodillas, pues debía mantenerlas separadas y al tener las manos atadas a la espalda había de inclinar el cuerpo hacia delante. Entonces le permitieron que se sentara sobre los talones, como se ponen las religiosas:
—¿No la había atado nunca?
—Nunca.
—¿Ni azotado?
—Tampoco. Precisamente…
El que respondía era su amante.
—Precisamente —dijo la otra voz—. Si la ata de vez en cuando, si la azota un poco y le gusta, eso no. Lo que hace falta es superar ese momento en el que ella sienta placer, para obtener las lágrimas.
Entonces levantaron a O e iban a desatarla, seguramente para atarla a algún poste o a la pared, cuando uno dijo que quería tomarla primero y en seguida. Volvieron a ponerla de rodillas, pero esta vez con el busto descansando en un taburete bajo, siempre con las manos a la espalda y los riñones más altos que el torso y uno de los hombres, sujetándola por las caderas, se le hundió en el vientre. Después cedió el puesto a otro. El tercero quiso abrirse camino por la parte más estrecha y, forzándola bruscamente, la hizo gritar. Cuando la soltó, dolorida y llorando bajo la venda que le cubría los ojos, ella cayó al suelo. Y entonces sintió unas rodillas junto a su cara y comprendió que tampoco su boca se salvaría. Por fin la dejaron, tendida boca arriba sobre la caja roja, delante del fuego. Oyó a los hombres llenar copas, beber y levantarse de los sillones. Echaron más leños al fuego. Bruscamente, le quitaron la venda. La gran pieza, con las paredes cubiertas de libros, estaba débilmente iluminada por una lámpara colocada sobre una consola y por el resplandor del fuego recién avivado. Dos de los hombres fumaban, de pie. Otro estaba sentado, con una fusta sobre las rodillas y el que se inclinaba sobre ella y le acariciaba el seno era su amante. Pero la habían tomado los cuatro y ella no lo distinguió de los demás.
Le explicaron que sería siempre así mientras estuviera en el castillo, que vería el rostro de los que la violarían y atormentarían pero nunca, de noche, y que no sabría quiénes eran los responsables de lo peor. Que lo mismo ocurriría cuando la azotaran, pero que ellos querían que se viera azotada y que la primera vez no le pondrían la venda pero, en cambio, ellos se encapucharían y no podría distinguirlos. Su amante la levantó y la hizo sentarse, envuelta en su capa roja, en el brazo de una butaca situada en el ángulo de la chimenea, para que escuchara lo que tenían que decirle y viera lo que querían enseñarle. Ella seguía con las manos a la espalda. Le enseñaron la fusta, que era negra, larga y fina, de bambú forrado de cuero, como las que se ven en las vitrinas de los grandes guarnicioneros; el látigo de cuero que llevaba colgado de la cintura el primer hombre que había visto era largo y estaba formado por seis correas terminadas en un nudo; había un tercer azote de cuerdas bastante finas, rematadas por varios nudos y muy rígidas, como si las hubieran sumergido en agua, cosa que habían hecho, como pudo comprobar, pues con él le acariciaron el vientre, abriéndole los muslos, para que pudiera sentir en la suave piel interior lo húmedas y frías que estaban las cuerdas. Encima de la consola había llaves y cadenas de acero. A media altura, a lo largo de una de las paredes de la biblioteca, discurría una galería sostenida por dos pilares. En uno de ellos estaba incrustado un gancho, a una altura que un hombre podía alcanzar poniéndose sobre las puntas de los pies y levantando el brazo. Explicaron a O, a quien su amante había tomado entre sus brazos con una mano bajo los hombros y la otra en el hueco del vientre, y que la quemaba, para obligarla a desfallecer, le explicaron que no le soltarían las manos más que para atarla al poste por las pulseras y con ayuda de una de las cadenitas de acero. Que, salvo las manos, que tendría atadas y alzadas sobre la cabeza, podría mover todo el cuerpo y ver venir los golpes. Que, en principio, no le azotarían más que las caderas y los muslos, es decir, de la cintura a las rodillas, tal como había sido preparada en el coche que la trajo, cuando la obligaron a sentarse desnuda. Pero uno de los cuatro hombres presentes, probablemente querría marcarle los muslos con la fusta que deja unas hermosas rayas en la piel, largas, profundas y duraderas. Todo no le sería infligido a la vez y tendría tiempo de gritar, debatirse y llorar. La dejarían respirar, pero, cuando hubiera recobrado el aliento, volverían a empezar y juzgarían los resultados no por sus gritos ni por sus lágrimas, sino por las huellas más o menos profundas y duraderas, que los látigos le dejaran en la piel. Le hicieron observar que este sistema de juzgar la eficacia del látigo, además de ser justo hacía inútiles las tentativas de las víctimas de despertar la compasión exagerando sus lamentos. El látigo también podía ser aplicado fuera de los muros del castillo, al aire libre en el parque, como solía suceder, en cualquier apartamento o habitación de hotel, con la condición, eso sí, de utilizar una buena mordaza (como la que le mostraron inmediatamente) que no deja libertad más que al llanto, ahoga todos los gritos y permite apenas un gemido.