—Excúseme —dijo Jacqueline—. Tengo que cambiarme.
—Perdón —murmuró O cerrando la puerta.
Al día siguiente, se llevó a su casa las pruebas de los clisés que había sacado la víspera, sin saber si quería o no enseñárselos a su amante, con el que debía cenar fuera. Mientras se maquillaba, delante del tocador de su cuarto, las miraba y se interrumpía para seguir con el dedo, sobre la foto, la línea de una ceja o de una sonrisa. Pero al oír el ruido de la llave en la cerradura de la puerta de entrada, las guardó en el cajón.
Hacía dos semanas que O estaba completamente equipada y aún no se había acostumbrado a estarlo cuando, una tarde, al volver del estudio, encontró una nota de su amante en la que él le rogaba que estuviera arreglada a las ocho para salir a cenar con él y con un amigo. Un coche iría a recogerla y el chófer subiría a buscarla. En la posdata puntualizaba que debía llevar la chaqueta de piel y vestirse totalmente de negro (totalmente subrayado) y maquillarse y perfumarse como en Roissy. Eran las seis. Totalmente de negro y para cenar. Era diciembre y hacía frío, de manera que tendría que ponerse medias de nylon negras, guantes negros, la falda plisada en abanico y un jersey grueso bordado de lentejuelas o el justillo de faya. Optó por el justillo que era pespunteado y se abrochaba desde el cuello al talle, ceñido como los severos jubones masculinos del siglo XVI y, al llevar el sostén incorporado, le dibujaba perfectamente el busto. Estaba forrado de faya y el faldón le llegaba a la cadera. Sólo lo animaban unos grandes broches dorados, parecidos a esos grandes corchetes que llevan las botas de nieve de los niños y que chasquean al abrirse y cerrarse sobre las grandes anillas planas. A O le resultaba extraño, una vez hubo preparado la ropa sobre la cama a cuyo pie dejó los zapatos de ante negro, con fino tacón de aguja, verse, sola y libre, esmerándose en arreglarse y perfumarse como en Roissy. Los cosméticos que tenía en su casa no eran los que se utilizaban allí. En el cajón del tocador encontró colorete —nunca se lo ponía— que ahora utilizó para teñirse la areola de los senos. Apenas se veía el color en el momento de aplicarlo, pero después se oscurecía. Le pareció que se había puesto demasiado, se lo quitó un poco con alcohol —costaba trabajo quitarlo— y volvió a empezar. Un rosa peonía oscuro le iluminó la punta de los senos. En vano trató de teñir del mismo color los labios ocultos por el vello de su pubis; en ellos no se marcaba. Por fin, entre los lápices de labios, encontró un rojo permanente que no le gustaba usar porque era demasiado seco e indeleble. Para aquello iría bien. Se arregló el cabello, la cara y se perfumó. René le había regalado, en un vaporizador que lo proyectaba en espesa bruma, un perfume cuyo nombre ella ignoraba y que olía a bosque seco y a planta de marisma, áspero y silvestre. Sobre la piel, la bruma se diluía y deslizaba, sobre el vello de las axilas y del vientre, se fijaba en finas gotas minúsculas. En Roissy había aprendido O la lentitud: se perfumó tres veces dejando secar el perfume cada vez. Primero se puso las medias y los zapatos de tacón alto, después la enagua, la falda y, por último, el jubón. Se calzó los guantes y cogió el bolso. Dentro del bolso llevaba la polvera, la barra de labios, un peine, la llave y mil francos. Con los guantes puestos, sacó del armario la chaqueta de piel y miró la hora en el reloj de la mesita de noche: eran las ocho menos cuarto. Se sentó en el borde de la cama y, con los ojos fijos en el despertador, esperó inmóvil a que sonara el timbre. Cuando al fin lo oyó y se levantó para salir, en el espejo del tocador, antes de apagar la luz, vio su mirada audaz, dulce y dócil.
Cuando empujó la puerta del pequeño restaurante italiano en el que el coche la dejó, la primera persona a la que vio en el bar fue René. Él le sonrió con ternura, le tomó una mano y, volviéndose hacia una especie de atleta de pelo gris, le presentó, en inglés, a Sir Stephen H. Le ofrecieron un taburete situado entre los dos y, cuando iba a sentarse, René le dijo en voz baja que procurase no arrugarse la falda. Él la ayudó a deslizarse sobre el taburete cuyo frío cuero sintió ella en la piel y, entre los muslos, el borde metálico, pues no se atrevía a sentarse más que a medias, por temor a ceder a la tentación de cruzar las piernas si se sentaba del todo. En derredor suyo se extendía su falda. El tacón derecho se enganchó en uno de los barrotes del taburete y la punta del pie izquierdo se apoyaba en el suelo. El inglés, que se había inclinado ante ella sin decir palabra, no le quitaba la vista de encima. Ella observó que le miraba las rodillas, las manos y por último los labios, pero tan tranquilamente y con una atención tan marcada y precisa que O tuvo la impresión de que era sopesada y juzgada como el instrumento que ella sabía que era y, como obligada por aquella mirada y casi a pesar suyo, se quitó los guantes: sabía que él hablaría cuando ella tuviera las manos desnudas —porque sus manos eran especiales, parecían más de muchacho que de mujer y porque en el anular de la izquierda llevaba la sortija de acero con la triple espiral de oro—. Pero no; no dijo nada. Sólo sonrió: había visto la sortija. René bebía un Martini y Sir Stephen, whisky. Él terminó lentamente su whisky y esperó a que René se bebiera su segundo Martini y O, el zumo de pomelo que René había pedido para ella mientras le explicaba que, si ella no tenía inconveniente, podrían cenar en el comedor del sótano que era más pequeño y más tranquilo que el situado en la planta baja, a continuación del bar.
—Desde luego —dijo O, cogiendo el bolso y los guantes que dejara en la barra.
Entonces, para ayudarla a bajar del taburete, Sir Stephen le tendió la mano derecha en la que ella puso la suya y las primeras palabras que le dirigió fueron para comentar que sus manos parecían hechas para llevar hierro, que los hierros le sentaban muy bien. Pero se lo dijo en inglés, lo cual daba lugar a un ligero equívoco, ya que tanto podía referirse al metal como, lo que era más probable, a las cadenas. En el comedor del sótano, que era una simple bodega encalada, pero fresca y alegre, no había, efectivamente, más que cuatro mesas de las que sólo una estaba ocupada por unos clientes que ya acababan de cenar. En las paredes estaba pintado un mapa gastronómico y turístico de Italia con colores suaves como los de los helados de vainilla, fresa o caramelo. Ello hizo pensar a O que de postre pediría helado, con almendra picada y nata. Se sentía feliz y ligera. La rodilla de René rozaba su rodilla debajo de la mesa y, cuando hablaba, ella sabía que hablaba para ella. Él también le miraba los labios. Le permitieron tomar el helado, pero no café. Sir Stephen los invitó a los dos a tomar café en su casa. Habían cenado muy frugalmente y O observó que casi no habían bebido ni la habían dejado beber: media botella de Chianti para los tres. Terminaron muy pronto: eran apenas las nueve.
—He despedido al chófer —dijo Sir Stephen—. ¿Quieres conducir tú, René? Lo más práctico será ir directamente a mi casa.
René se sentó al volante, O lo hizo a su lado y Sir Stephen se instaló al lado de ella. El coche era un «Buick» grande y en el asiento delantero cabían los tres con holgura.
Después del Alma, el Cours-la-Reine aparecía claro con los árboles sin hojas y la plaza de la Concordia centelleante y seca bajo el cielo sombrío de las horas en las que se acumula la nieve sin decidirse a caer. O oyó un leve chasquido y sintió que por las piernas le subía aire caliente: Sir Stephen había puesto la calefacción. René siguió un trecho por la orilla derecha del Sena y, al llegar al Pont-Royal, torció hacia la orilla izquierda. Entre sus dogales de piedra, el agua quieta parecía también de piedra y negra. O pensó entonces en las hematites oscuras. Cuando tenía quince años, su mejor amiga, que tenía treinta y de la que estaba enamorada, llevaba en un anillo una hematite rodeada de pequeños diamantes. A O le hubiera gustado tener un collar de aquellas piedras negras, pero sin diamantes, una gargantilla. Pero, ¿cambiaría los collares que ahora le daban —no, no se los daban— por el collar de hematites, por las hematites del sueño? Recordó la mísera habitación a la que la llevara Marion, detrás del cruce de Turbigo y cómo ella había deshecho, ella y no Marion, sus largas trenzas de colegiala, cuando Marion la desnudó y la echó sobre la cama de hierro. Era bonita Marion cuando la acariciaba y es verdad que los ojos pueden parecer estrellas; los suyos parecían estrellas azules y titilantes. René paró el coche. O no reconoció la calle estrecha, una de las que enlazan transversalmente la calle de la Université con la de Lille.
El apartamento de Sir Stephen estaba al fondo de un patio, en el ala de un antiguo edificio, con las habitaciones dispuestas en crujía. La última era también la más grande y la más sedante con sus muebles de caoba de estilo inglés y sus sedas pálidas, amarillas y grises.
—No voy a pedirle que se ocupe del fuego —dijo Sir Stephen a O—; pero ese canapé es para usted. Siéntese, por favor. René preparará el café. Sólo deseo pedirle que me escuche. —El gran canapé de damasco claro estaba perpendicular a la chimenea, frente a las ventanas que daban a un jardín y de espaldas a otras que se abrían al patio. O se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo del sofá. Al volverse, vio que su amante y su anfitrión esperaban de pie que ella obedeciera la invitación de Sir Stephen. Dejó el bolso al lado de la chaqueta y se quitó los guantes. ¿Cuándo aprendería, si lo aprendía alguna vez, a levantarse la falda en el momento de sentarse con el suficiente disimulo para que nadie lo notara y hasta ella misma pudiera olvidar su desnudez y su sumisión? Desde luego, no mientras su amante y aquel desconocido la miraran en silencio, como hacían en aquel momento. Ella cedió al fin, Sir Stephen avivó el fuego y René, súbitamente, se situó detrás del sofá y, asiendo a O por la garganta y los cabellos, la obligó a echar la cabeza hacia atrás y la besó en la boca, tan larga y profundamente que ella perdió el aliento y sintió que el vientre le ardía, si fuera a derretirse. No la soltó más que para decirle que la quería y volvió a besarla. Las manos de O, reposaban con las palmas hacia arriba, sobre la tela negra de su vestido que se extendía en forma de corola a su alrededor. Sir Stephen se acercó a ellos y cuando René la dejó por fin y ella abrió los ojos se encontró con la mirada fija y gris del inglés. Aunque aturdida y jadeante de felicidad, pudo darse cuenta de que él la admiraba y deseaba. ¿Quién hubiera podido resistir a su boca húmeda y entreabierta a sus labios hinchados, a su garganta blanca sobre el cuello negro de su jubón y a sus ojos, grandes claros y francos? Pero lo único que se permitió Sir Stephen fue acariciarle suavemente las cejas y los labios con la yema del dedo. Luego, se sentó frente a ella al otro lado de la chimenea y, cuando René se hubo sentado a su vez en una butaca, empezó a hablar.
—Tengo entendido que René no le ha hablado nunca de su familia. De todos modos, tal vez sepa ya que su madre, antes de casarse con su padre, había estado casada con un inglés que ya tenía un hijo de un matrimonio anterior. Yo soy ese hijo y fui educado por ella hasta el día en que abandonó a mi padre. No tengo, pues, ningún parentesco con René y sin embargo, en cierto modo, somos hermanos Que René la ama lo sé. Lo habría descubierto aunque él no me lo hubiera dicho e incluso sin que él hubiera hecho un solo movimiento. Basta con ver cómo la mira. Sé también que usted ha estado en Roissy y supongo que volverá allí algún día. En principio, la sortija que lleva me da derecho a disponer de usted, como lo da a todo aquel que conoce su significado. Pero en estos casos no se trata más que de una relación pasajera y lo que nosotros esperamos de usted es más fuerte. Digo nosotros porque hablo también en nombre de René. Si, en cierto modo, somos hermanos, yo soy el mayor. Tengo diez años más que él. Entre nosotros existe una libertad tan antigua y absoluta que hace que todo lo que me pertenece sea suyo y lo que le pertenece a él sea también mío. ¿Consiente usted en participar en esta relación? Yo se lo ruego y le pido su consentimiento que la comprometerá más que su sumisión que ya sé que es segura. Antes de contestarme, piense que yo sólo soy, que no puedo ser, sino otra forma de su amante: que siempre tendrá un solo dueño. Más temible, lo concedo, que los hombres a los que fue entregada en Roissy, porque yo estaré ahí todos los días y, además, me gustan la costumbre y el rito.
(And, besides, I am fond of habits and rites…)
La voz pausada y serena de Sir Stephen resonaba en un silencio absoluto. Las mismas llamas de la chimenea alumbraban sin ruido. O estaba clavada al sofá como una mariposa traspasada por un alfiler, un largo alfiler de palabras y de miradas que taladraba su cuerpo y apretaba sus nalgas, desnudas y atentas contra la seda tibia del sofá. No sabía dónde tenía los senos, ni la nuca, ni las manos. Pero no podía dudar que los hábitos y ritos de que le hablaban tendrían por objeto la posesión, entre otras partes de su cuerpo, de sus largos muslos ocultos bajo la falda negra y abiertos ya de antemano. Los dos hombres estaban sentados frente a ella. René fumaba, pero había encendido a su lado una de esas lámparas de capuchón negro que devoran el humo y el aire, purificado ya por el fuego de leña, tenía el aroma fresco de la noche.
—¿Me contesta ya o quiere saber más? —preguntó Sir Stephen.
—Si aceptas, yo mismo te explicaré las preferencias de Sir Stephen.
—Las exigencias —rectificó éste.
O se decía que lo más difícil no era aceptar y comprendía que ni uno ni otro habían pensado ni un momento, como tampoco ella, que pudiera negarse. Lo más difícil era hablar. Le ardían los labios, tenía la boca seca, le faltaba la saliva, una angustia de miedo y deseo le atenazaba la garganta y sus manos, que ahora volvía a sentir, estaban frías y húmedas. Si, por lo menos, hubiera podido cerrar los ojos. Pero no. Dos miradas a las que no podía, ni quería, escapar, perseguían la suya. La empujaban hacia algo que creía haber dejado para mucho tiempo, tal vez para siempre, en Roissy. Y es que, desde su regreso, René no la había tomado más que con caricias y el símbolo de su pertenencia a todos los que conocieran el secreto de su sortija no había tenido consecuencias; o no encontró a nadie que lo conociera o, si alguien lo conoció, calló. La única persona de quien sospechaba era Jacqueline (y, si Jacqueline había estado en Roissy, ¿por qué no llevaba ella también la sortija? ¿Y qué derecho le daba a Jacqueline, si algún derecho le daba, la participación en aquel secreto?). Para hablar, ¿tendría que moverse? Por su propia voluntad, no podía; una orden la hubiera hecho levantarse al instante, pero esta vez no querían que obedeciese, sino que se adelantase a la orden, que se constituyese en esclava y se entregase. A esto llamaban ellos su consentimiento. Recordó que nunca dijo a René más que «te quiero» y «soy tuya». Al parecer, ahora querían que hablase y aceptara explícitamente lo que hasta entonces aceptara sólo en silencio. Al fin se incorporó y, como si lo que iba a decir la ahogara, desabrochó los corchetes de su jubón hasta el busto. Luego, se levantó. Le temblaban las rodillas y las manos.