—¡Cuánto siento no poder hacerte azotar! Cuando vuelvas… De todos modos, te abriré todos los días.
Y todos los días, cuando desataban a la muchacha que estuviera en la sala de música, O ocupaba su lugar hasta que sonaba la llamada para la cena. Y Anne-Marie tenía razón: era verdad que durante aquellas dos horas no podía pensar más que en el anillo cuyo peso sentía sobre el vientre y que pesaba mucho más ahora, con el segundo eslabón, y en que estaba abierta. En nada que no fuera su esclavitud o las marcas de su esclavitud. Una tarde, Claire, que entraba del jardín con Colette, se acercó a O e hizo girar los anillos. Todavía no había en ellos ninguna inscripción.
—¿Fue Anne-Marie quien te llevó a Roissy? —preguntó.
—No —respondió O.
—A mí me llevó hace dos años. Vuelvo allí pasado mañana.
—Pero, ¿no perteneces a nadie? —preguntó O.
—Claire me pertenece a mí —dijo Anne-Marie, que entraba en aquel momento—. Mañana por la mañana llega tu dueño, O. Esta noche dormirás conmigo.
La noche era corta; pronto empezó lentamente a clarear y, hacia las cuatro de la madrugada, el día borraba a las últimas estrellas. O, que dormía con las rodillas juntas, despertó al sentir entre los muslos la mano de Anne-Marie. Pero Anne-Marie sólo quería despertarla para que O la acariciara. Sus ojos brillaban en la penumbra y sus cabellos grises, salpicados de hebras negras, cortos y erizados por la almohada, le daban aspecto de gran señor exiliado, de libertino valeroso. O rozó con los labios la dura punta de sus senos y, con la mano, el surco del vientre. Anne-Marie se rindió en seguida, pero no a O. El placer al que abría los ojos, con la cara vuelta hacia la luz del día, era anónimo e impersonal, del cual O no era más que el instrumento. A Anne-Marie le era indiferente que O admirara su rostro terso y rejuvenecido y su hermosa boca jadeante, le era indiferente que O la oyera gemir al aprisionar con los dientes y los labios la cresta de carne oculta en el surco de su vientre. Se limitó a coger a O por el cabello para atraerla con más fuerza contra sí y no la soltó sino para decirle:
—Otra vez.
Así había amado O a Jacqueline. La tuvo, abandonada, entre los brazos. La poseyó, o, por lo menos, eso creía ella. Pero la identidad de movimientos no significa nada. O no poseía a Anne-Marie. Nadie poseería a Anne-Marie. Anne-Marie exigía las caricias sin preocuparse de lo que sintiera el que la acariciaba, y se entregaba con una libertad insolente. Sin embargo, estuvo cariñosa con O, le besó la boca y los senos y la tuvo abrazada una hora antes de despedirla. Le había quitado los anillos.
—Son las últimas horas en que podrás dormir sin hierros. Los que te pondremos después, no podrás quitártelos.
Acarició suave y largamente las nalgas de O y la llevó a la habitación en la que se vestía, la única de la casa que tenía un espejo de tres cuerpos, siempre cerrado. Lo abrió para que O pudiera verse.
—Ésta es la última vez que te ves intacta —le dijo—. En esta parte, lisa y redonda, serás marcada con las iniciales de Sir Stephen, a ambos lados. La víspera de tu marcha, te pondré otra vez ante el espejo y no te reconocerás. Pero Sir Stephen tiene razón. Vete a la cama, O.
Pero la angustia le impidió dormir y cuando, a las diez, entró Colette a buscarla, tuvo que ayudarla a bañarse y peinarse y pintarle los labios. O temblaba de pies a cabeza. Había oído abrirse la puerta: Sir Stephen había llegado.
—Ven, O —le dijo Yvonne—. Él te espera.
El sol estaba ya muy alto, ni un soplo de aire movía las hojas del haya: parecía un árbol de cobre. El perro, abrumado por el calor, yacía al pie del árbol y como el sol no estaba todavía detrás de la zona más espesa de su copa, se filtraba a través de la única rama que a aquella hora proyectaba sombra sobre la mesa: la piedra estaba sembrada de manchas claras y tibias. Sir Stephen se hallaba de pie, inmóvil, al lado de la mesa, y Anne-Marie, sentada, junto a él.
—Aquí la tiene —dijo Anne-Marie cuando Yvonne hubo conducido a O hasta donde él estaba—. Los anillos pueden colocarse cuando usted quiera. Ya ha sido taladrada.
Sin responder, Sir Stephen atrajo a O hacia sí, la besó en la boca y, levantándola en vilo, la depositó sobre la mesa y se quedó inclinado sobre ella.
Volvió a besarla, le acarició las cejas y el cabello y dijo a Anne-Marie, irguiéndose:
—Ahora mismo, si no tiene inconveniente.
Anne-Marie abrió la caja de cuero que estaba sobre un sillón y entregó a Sir Stephen las anillas abiertas que llevaban los nombres de O y de él.
—Adelante —dijo Sir Stephen.
Yvonne le levantó las rodillas y O sintió en la carne el frío del metal que Anne-Marie introducía en ella. En el momento de insertar la segunda parte de la anilla, Anne-Marie procuró que la cara con la incrustación de oro quedara contra el muslo y la otra cara hacia el interior. Pero el resorte era tan duro que los hierros no se engarzaban. Hubo que enviar a Yvonne a buscar un martillo. Entonces enderezaron a O y la colocaron, con las piernas separadas, sobre el reborde de piedra, que hizo las veces de yunque, en el que, alternativamente, apoyaron el extremo de cada eslabón y golpearon sobre el otro extremo para remacharlos. Sir Stephen miraba sin decir palabra. Cuando terminó la operación, dio las gracias a Anne-Marie y ayudó a O a ponerse en pie. Ella advirtió entonces que estos hierros eran mucho más pesados que los que llevara provisionalmente los días anteriores. Pero éstos eran definitivos.
—Ahora la marca, ¿verdad? —dijo Anne-Marie a Sir Stephen.
Él movió afirmativamente la cabeza y sujetó por la cintura a O, que se tambaleaba. Ahora no llevaba el corselete negro, pero éste la había comprimido tan bien que parecía que iba a romperse, de tan esbelta. Las caderas parecían más redondeadas y lo senos más abultados. En la sala de música, a la que, siguiendo a Anne-Marie y a Yvonne, Sir Stephen llevó a O casi en volandas, estaban Claire y Colette, sentadas en el estrado. Al verles entrar, se levantaron. Sobre el estrado, había un gran hornillo redondo con una boca. Anne-Marie sacó las correas del armario y mandó atar fuertemente a O por la cintura y las corvas, con el vientre aplastado contra una de las columnas. Le ataron también las manos y los pies. Aturdida por el miedo, sintió que la mano de Anne-Marie señalaba el lugar de sus nalgas donde tenían que aplicarle el hierro, oyó el silbido de una llama y, en silencio absoluto, una ventana que se cerraba. Hubiera podido volver la cabeza y mirar. No tenía fuerzas. Un dolor insoportable la traspasó, lanzándola contra las ligaduras, rígida y chillando, y nunca supo quién le había hundido en la carne de las nalgas los dos hierros candentes a la vez, qué voz fue la que, lentamente, contó hasta cinco, ni quién dio la señal para que se los retiraran. Cuando la desataron, cayó en los brazos de Anne-Marie y, antes de que todo acabara de dar vueltas a su alrededor y se oscureciera, antes de perder el conocimiento, aún tuvo tiempo de entrever, entre dos oleadas de noche, el rostro lívido de Sir Stephen.
Sir Stephen llevó a O a París diez días antes del final de julio. Los hierros que traspasaban el lóbulo izquierdo de su vientre y llevaban una inscripción que decía que ella era propiedad de Sir Stephen, le llegaban hasta la tercera parte del muslo y se movían entre sus piernas a cada paso como el badajo de una campana, pues el disco grabado era más pesado y más largo que la anilla de la que colgaba. Las marcas impresas por el hierro candente, de tres dedos de alto y la mitad de ancho, estaban grabadas en la carne, como a escoplo, casi a un centímetro de profundidad. Sólo con rozarlas se notaban. Por aquellos hierros y aquellas marcas O sentía un orgullo disparatado. Si Jacqueline hubiera estado allí, en lugar de tratar de disimular, como había hecho con las marcas de los latigazos que Sir Stephen le había infligido durante los últimos días antes de su marcha, hubiera corrido a buscarla para enseñárselos. Pero Jacqueline no tenía que regresar hasta ocho días después. René tampoco estaba. Durante aquellos ocho días, O, a petición de Sir Stephen, se encargó varios vestidos de playa y trajes de noche muy ligeros. No le permitió más que variantes de dos modelos: uno cerrado de arriba abajo por una cremallera (O tenía ya alguno parecido) y el otro compuesto por falda acampanada que pudiera levantarse con un solo movimiento, un corselete que le subía hasta los senos y un bolero abrochado hasta el cuello. Bastaba que se quitara el bolero para que los hombros y los senos quedaran desnudos o, sin quitárselo, sólo desabrocharlo, si se quería ver los senos. En el traje de baño no había ni que pensar. O no podía llevar bañador: se le hubieran salido los hierros por debajo. Sir Stephen le dijo que aquel verano, cuando se bañara, lo haría desnuda. O había podido darse cuenta de que a él le gustaba, en todo momento, cuando la tenía cerca, aunque en aquel momento no la deseara, asirla por el vientre y tirarle del vello, abrirla y hurgarla largamente con la mano.
El placer que sentía O cuando ella así palpaba a Jacqueline, húmeda y ardiente, con la mano, le hacía comprender el placer de Sir Stephen. Era natural que no quisiera que algo se lo dificultara.
Con los
twills
rayados o de lunares, gris y blanco y azul marino y blanco que O eligió, con falda plisada soleil y bolero ajustado y cerrado o los vestidos más sobrios en cloqué de nylon negro, apenas maquillada, sin sombrero, con el pelo suelto, O tenía aspecto de jovencita formal. Dondequiera que Sir Stephen la llevaba, la tomaban por su hija o por su sobrina, máxime, dado que él la tuteaba y ella le hablaba de usted. Solos los dos en París, paseando por las calles y mirando escaparates, o por los muelles polvorientos por falta de lluvia, veían sin asombro que los que se cruzaban con ellos les sonreían como se sonríe a las personas felices. A veces, Sir Stephen la atraía hacia un portal oscuro con olor a sótano para besarla y decirle que la quería. O hundía sus altos tacones en la parte baja de la puerta. Al fondo, se veía un patio de vecindad con ropa tendida en los balcones. En uno de ellos, una muchacha rubia los miraba fijamente. Un gato se les paseaba entre las piernas. Pasearon por los Gobelins, por Saint-Marcel, calle Mouffetard, el Temple y la Bastilla. Un día, Sir Stephen, bruscamente, la hizo entrar en un mísero hotel de paso en el que el conserje, al principio, quería hacerles llenar la ficha y luego les dijo que para una hora no valía la pena. El papel de la habitación era azul con grandes peonías doradas, la ventana daba a un patio interior que olía a basura. Por débil que fuera la bombilla de la cabecera de la cama, se veían sobre el mármol de la chimenea un poco de polvo de arroz volcado y unas horquillas. En el techo, encima de la cama, un gran espejo.
Una sola vez, Sir Stephen invitó a almorzar con O a dos compatriotas que estaban de paso. Fue a buscarla una hora antes de lo acordado, al muelle Béthune, en lugar de esperarla en su casa. O estaba bañada, pero no peinada, ni maquillada, ni vestida. Vio, sorprendida, que Sir Stephen traía en la mano una bolsa de palos de golf. Pero la sorpresa pasó pronto: Sir Stephen le dijo que abriera la bolsa. Dentro había varias fustas de cuero, dos de cuero rojo bastante gruesas, dos muy finas y largas de cuero negro, un látigo de flagelante con tres largas correas de cuero verde, rizadas en el extremo, otro látigo con cordones anudados, un látigo de perro formado por una gruesa correa de cuero con el mango trenzado, brazaletes de cuero como los de Roissy y cuerdas. O lo dispuso todo, bien ordenado, encima de la cama. Por mucha costumbre o firmeza que tuviera, estaba temblando. Sir Stephen la abrazó:
—¿Qué prefieres, O? —le preguntó.
Pero ella casi no podía hablar y sentía que el sudor le corría por las axilas.
—¿Qué prefieres? —insistió él—. Está bien, aunque no quieras hablar, me ayudarás.
Le pidió clavos y, después de buscar la manera de cruzar látigos y fustas para formar una decoración, indicó a O que el tablero de madera adosado a la pared entre el espejo y la chimenea, frente a la cama, sería el sitio más indicado para colocarlos. Puso los clavos. Los látigos y las fustas tenían anillas en el extremo del mango por las que podían colgarse con facilidad. Con los látigos, las fustas, los brazaletes y las cuerdas, O tendría así, frente a su cama, la panoplia completa de sus instrumentos de tortura. Era una hermosa panoplia, tan armoniosa como la rueda y las tenazas que se ven en los cuadros que representan a santa Catalina mártir, como el martillo, los clavos, la corona de espinas y el flagelo de los cuadros de la Pasión. Cuando volviera Jacqueline… Precisamente, se trataba de Jacqueline. Había que responder a la pregunta de Sir Stephen. O no podía hacerlo. Él mismo tuvo que elegir y eligió el látigo para perros.
En La Perouse, en un minúsculo reservado del segundo piso, en el que los personajes estilo Watteau de las paredes, de colores pálidos y un poco borrosos, parecían actores de teatro de muñecas, O fue colocada en el diván, sola, con uno de los amigos de Sir Stephen a su derecha y el otro a su izquierda, en sendos sillones, y Sir Stephen, enfrente. A uno de los hombres lo había visto en Roissy, pero no recordaba haberle pertenecido. El otro era un muchacho alto, pelirrojo, de ojos grises, que no tendría ni veinticinco años. Sir Stephen, en dos palabras, les dijo por qué había invitado a O y lo que ella era. Una vez más, al escucharle, O se asombró de la brutalidad de su lenguaje. Pero, ¿cómo quería ella que la llamara sino puta, si, en presencia de tres hombres, sin contar a los camareros que entraban y salían, pues la comida no había terminado, consentía en abrirse el cuerpo del vestido para mostrar los senos, con la punta maquillada y cruzados por marcas violáceas de la fusta? La comida fue muy larga y los dos ingleses bebieron mucho. A la hora del café, cuando sirvieron los licores, Sir Stephen apartó la mesa y, después de levantar la falda de O para que sus amigos vieran cómo la había taladrado y marcado, la dejó con ellos. El hombre que había conocido en Roissy acabó en seguida. Sin levantarse del sillón ni tocarla, le ordenó que se arrodillara ante él, le tomara el miembro entre las manos y se lo acariciara hasta que él pudiera derramarse en su boca. Después, la obligó a abrocharle y se fue. Pero el joven pelirrojo, trastornado por la sumisión de O, las anillas y las laceraciones que había visto en su cuerpo, en lugar de abalanzarse sobre ella como O esperaba, la tomó por la mano, le hizo bajar la escalera sin una mirada siquiera a las sonrisas burlonas de los camareros y la llevó en taxi a su hotel. No la dejó marchar hasta la noche, después de haberle surcado frenéticamente el vientre y el dorso, que dejó magullados, por lo ancho y rígido que era, enloquecido por la posibilidad que se le ofrecía por primera vez en su vida de penetrar en una mujer doblemente y de hacerse besar por ella del modo que acababa de presenciar (algo que él nunca se había atrevido a pedir a nadie). Al día siguiente, a las dos, cuando O llegó a casa de Sir Stephen, que la había mandado llamar, lo encontró con cara triste y envejecido.