—Sí —respondió O. —¿Cuándo y con qué?
—Hace tres días, con una fusta.
—Durante un mes, a partir de mañana, no se te azotará. Pero hoy sí, para señalar el día de tu llegada. En cuanto haya terminado de examinarte. ¿Sir Stephen nunca te ha azotado el interior de los muslos, con las piernas abiertas? ¿No? Los hombres no entienden. En seguida verás. Enséñame la cintura. ¡Ah, eso está mejor! —Anne-Marie le apretaba la cintura, para afinársela más aún. Después envió a la pelirroja a buscar otro ceñidor y ordenó que se lo pusiera. También era de nylon negro y tan armado de ballenas que parecía un ancho cinturón de cuero. No tenía ligas. Una de las muchachas morenas se lo ató. Anne-Marie le ordenó que lo apretara con todas sus fuerzas.
—Es terrible —dijo O.
—Precisamente —dijo Anne-Marie—. Así estás mucho más bonita; pero no te lo apretabas lo suficiente. Ahora lo llevarás así todos los días. Ahora dime cómo prefería Sir Stephen servirse de ti. Necesito saberlo.
Asía a O por el vientre y O no podía responder. Dos de las muchachas se habían sentado en el suelo. La tercera, una morena, a los pies de la tumbona de Anne-Marie.
—Tumbadla —ordenó Anne-Marie a las muchachas—. Quiero verla bien.
O fue derribada y las dos muchachas la entreabrieron.
—Es evidente —dijo Anne-Marie—. No hace falta que contestes. Es en el dorso donde hay que marcarte. Levántate. Ahora te pondremos las pulseras. Colette, trae la caja. Vamos a echar a suertes quién tiene que azotarte. Colette traerá las fichas. Después iremos a la sala de música.
Colette era la más alta de las dos muchachas morenas. La otra se llamaba Claire y la pequeña pelirroja, Yvonne. O no se había fijado en que todas llevaban, como en Roissy, una gargantilla y pulseras de cuero en las muñecas y también en los tobillos. Cuando Yvonne le hubo puesto las pulseras de su medida, Anne-Marie entregó a O cuatro fichas y le dijo que entregara una a cada una de ellas sin mirar el número que tenían grabado. O distribuyó las fichas. Las tres muchachas las miraron sin decir nada, esperando que hablara Anne-Marie.
—Tengo el dos —dijo Anne-Marie—. ¿Quién tiene el uno?
Lo tenía Colette.
—Llévate a O. Es tuya.
Colette cogió los brazos de O y le unió las muñecas a la espalda con ayuda de las anillas. Luego la empujó ante ella. En el umbral de una puertaventana que se abría a un ala perpendicular a la fachada principal, Yvonne, que las precedía, le quitó las sandalias a O. La puerta-ventana iluminaba una habitación cuyo lecho formaba como una especie de rotonda elevada. La cúpula, apenas esbozada, estaba sostenida al principio del arco por dos estrechas columnas, situadas a dos metros una de otra. El estrado, elevado sobre cuatro escalones, se prolongaba entre las columnas en un saliente redondeado. El suelo de la rotonda, al igual que el del resto de la habitación, estaba cubierto por una alfombra de fieltro rojo. Las paredes eran blancas, las cortinas de las ventanas, rojas, y los divanes dispuestos en derredor de la rotonda, rojos como la alfombra. En la parte rectangular de la sala, más ancha que profunda, había una chimenea y, frente a la chimenea, un gran aparato de radio con tocadiscos y estanterías de discos a cada lado. Por eso la llamaban la sala de música. Por una puerta situada cerca de la chimenea, comunicaba directamente con la habitación de Anne-Marie. La puerta simétrica era de un armario. No había más muebles que los divanes y el tocadiscos. Mientras Colette hacía sentar a O en el reborde del estrado que en su parte central estaba cortado a pico, pues las escaleras quedaban a derecha e izquierda de las columnas, las otras dos muchachas cerraban la puerta-ventana, después de haber entornado las persianas. O advirtió entonces con sorpresa que la puerta-ventana era doble y Anne-Marie le dijo riendo:
—Es para que no se oigan tus gritos. Las paredes están forradas de corcho. Fuera no se oye nada de lo que pasa aquí. Échate.
La tomó por los hombros, la colocó sobre el fieltro rojo y la echó un poco hacia delante. Las manos de O se aferraban al borde del estrado, donde Yvonne las sujetó a una anilla y sus riñones quedaron en el vacío. Anne-Marie le obligó a doblar las rodillas sobre el pecho y después O sintió que le tensaban las piernas: unas correas enganchadas a los tobillos las sujetaban a las columnas por encima de su cabeza, de tal manera que lo único que se veía de su cuerpo era el surco de su vientre y sus nalgas abiertas. Anne-Marie le acarició el interior de los muslos.
—Es la parte del cuerpo en la que la piel es más fina —dijo—. No hay que estropearla. Ten cuidado, Colette.
Colette estaba encima de ella, con un pie a cada lado de su cintura, y, en el puente que formaban sus piernas morenas, O veía los cordones del látigo que tenía en la mano. A los primeros golpes, que le quemaron en el vientre, O gimió. Colette pasaba de la derecha a la izquierda, se paraba, volvía. O se debatía con todas sus fuerzas, creía que las correas le desgarrarían la piel. No quería suplicar, no quería pedir clemencia. Pero Anne-Marie deseaba dominarla.
—Más aprisa —dijo a Colette— y más fuerte.
O se puso rígida, pero en vano. Al cabo de un minuto, cedía a los gritos y a las lágrimas, mientras Anne-Marie le acariciaba el rostro.
—Un poco más y todo habrá terminado. Sólo cinco minutos. Puedes gritar durante cinco minutos. Son y veinticinco Colette, terminarás a la media, cuando te avise.
Pero O chillaba no, no por piedad, no podía más, no podía soportar aquel suplicio ni un segundo más. Sin embargo, lo soportó hasta el final y cuando Colette bajó del estrado. Anne-Marie le sonrió.
—Dame las gracias —dijo a O.
Y O le dio las gracias. Sabía bien por qué Anne-Marie había querido hacerla azotar de entrada. Ella nunca dudó que una mujer pudiera ser tan cruel y más implacable que un hombre. Pero O pensaba que Anne-Marie buscaba, menos que manifestar su poder, establecer entre ella y O una complicidad. O nunca comprendió el porqué, pero había tenido que reconocer como verdad innegable el signo contradictorio de sus sentimientos: le gustaba la idea del suplicio, mientras lo sufría, hubiera traicionado al mundo entero para sustraerse a él, pero cuando se terminaba estaba contenta de haberlo sufrido y tanto más contenta cuanto más largo y cruel hubiera sido. Anne-Marie no se había dejado engañar por el consentimiento ni por la rebelión de O y sabía que su agradecimiento no era ficticio. De todos modos, su decisión había tenido un tercer motivo que entonces le explicó. Quería demostrar a todas las muchachas que entraban en su casa para vivir en un mundo exclusivamente femenino, que su condición de mujer no perdería un ápice de su importancia porque no tuviera contacto más que con otras mujeres, sino que, por el contrario, quedaría realzada, agudizada. Por este motivo exigía que las muchachas estuvieran siempre desnudas; la forma en que O había sido azotada, así como la postura en que la habían atado, tampoco tenían otra finalidad. Hoy O permanecería el resto de la tarde —otras tres horas— con las piernas abiertas y levantadas, expuesta sobre el estrado, de cara al jardín, deseando constantemente poder juntar las piernas. Mañana sería Claire, Colette o Yvonne quien ocupara aquel lugar. Era un proceso demasiado lento y minucioso (como la manera de aplicar el látigo) para ser empleado en Roissy. Pero ya vería O lo eficaz que era. Cuando fuera devuelta a Sir Stephen, además de llevar los anillos y las marcas, sería más amplia y profundamente esclava de lo que imaginaba.
A la mañana siguiente, después del desayuno, Anne-Marie dijo a O y a Yvonne que la siguieran a su habitación. Allí tomó del escritorio un cofre de cuero verde que puso sobre la cama y lo abrió.
Las muchachas se sentaron a sus pies.
—¿No te ha dicho nada Yvonne? —preguntó Anne-Marie a O.
Ésta movió la cabeza negativamente. ¿Qué tenía Yvonne que decirle?
—Y Sir Stephen tampoco, me consta. Pues bien, éstas son las anillas que él desea que lleves.
Eran unas anillas de hierro mate inoxidable, como el de la sortija forrada de oro. Eran gruesas como un lápiz de color y ovaladas. Parecían gruesos eslabones de una cadena. Anne-Marie mostró a O que cada una estaba formada por dos piezas en forma de U que encajaban entre sí.
—Éste es sólo el modelo de prueba. Se puede quitar. El definitivo tiene un resorte interior que hay que forzar para que penetre en la ranura, donde queda bloqueado. Una vez puesto no se puede quitar si no es con una lima.
Cada anilla tenía una longitud similar a las dos falanges del dedo meñique, el cual podía pasarse por su interior. De cada una pendía, como otro eslabón, o como pende de un pendiente una anilla que debe quedar en el mismo plano que la oreja, prolongándola, un disco del mismo metal tan ancho como larga era la anilla. En una de sus caras, un triskel incrustado en oro, en la otra, nada.
—En esta cara se grabará tu nombre, el nombre y título de Sir Stephen y, debajo, un látigo y una fusta cruzados. Yvonne lleva un disco parecido en el collar. Pero tú lo llevarás en el vientre.
—Pero… —dijo O.
—Ya sé —atajó Anne-Marie—. Por eso he traído a Yvonne. Enseña el vientre, Yvonne.
La pelirroja se levantó del suelo y se tumbó en la cama.
Anne-Marie le abrió los muslos y mostró a O que uno de los lóbulos de su vientre estaba perforado de parte a parte en el centro de su base. La anilla de hierro pasaría por el orificio con exactitud.
—Dentro de un momento te perforaré a ti, O —dijo Anne-Marie—. No es nada, lo que cuesta más tiempo es poner las grapas para suturar la epidermis de encima con la mucosa de debajo. Es menos doloroso que el látigo.
—¿Sin dormirme? —exclamó O temblando.
—Eso jamás —respondió Anne-Marie—. Sólo te ataremos un poco más fuerte que ayer. Es suficiente. Vamos.
Ocho días después Anne-Marie quitaba a O las grapas y le ponía la anilla de prueba. Por ligero que fuera —más de lo que parecía, pues estaba hueco—, pesaba. Aquel duro metal que se veía perfectamente penetrar en la carne, parecía un instrumento de tortura. ¿Qué sería cuando le pusieran la segunda anilla, que aumentaría su peso? Aquel bárbaro aparato saltaría a la vista.
—Desde luego —dijo Anne-Marie cuando O le hizo este comentario—. ¿Comprendes ya lo que desea Sir Stephen? Cualquiera que, en Roissy o en cualquier otra parte, te levante la falda, verá inmediatamente sus anillas en tu vientre y, si te hacen dar la vuelta, su marca en tus riñones. Tal vez algún día puedas limar las anillas. Pero la marca no podrás borrarla nunca.
—Yo creía que los tatuajes podían borrarse —dijo Colette.
Fue ella quien, sobre la piel blanca de Yvonne, encima del triángulo del vientre, tatuó en letras azules, rameadas como las de los bordados, las iniciales del dueño de Yvonne.
—O no será tatuada —respondió Anne-Marie.
O la miró. Colette e Yvonne callaban, desconcertadas. Anne-Marie titubeaba.
—Vamos, dígalo —la animó O.
—Pobrecita, no me atrevía a hablarte de ello: tú serás marcada con hierros. Sir Stephen me los mandó hace dos días.
—¿Hierros? —preguntó Yvonne.
—Hierros candentes.
Desde el primer día, O compartió la vida de la casa. La ociosidad era absoluta y deliberada y las distracciones, monótonas. Las muchachas podían pasear por el jardín, leer, dibujar, jugar a las cartas y hacer solitarios, dormir o tomar el sol para broncearse. A veces, pasaban horas hablando juntas o de dos en dos o sentadas a los pies de Anne-Marie, en silencio. Las comidas eran parecidas, la cena se servía a la luz de las velas, el té en el jardín, y resultaba absurdo ver la naturalidad con que las dos criadas servían a aquellas muchachas desnudas, sentadas en torno a una mesa de ceremonia. Por la noche, Anne-Marie designaba a la que dormiría con ella, que a veces era la misma durante varias noches seguidas. La acariciaba y se hacía acariciar por ella hasta el amanecer. Después, la despedía y se dormía. Las cortinas violeta, corridas sólo a medias, teñían de malva la primera luz del día. Decía Yvonne que Anne-Marie estaba hermosa y altiva en el placer y era incansable en sus exigencias. Ninguna la había visto completamente desnuda. Ella se limitaba a abrir o levantar el camisón de punto de nylon blanco, pero no se lo quitaba. Ni el placer que pudiera haber experimentado durante la noche ni su elección de la víspera influían sobre la decisión de la tarde, que siempre se echaba a suertes. A las tres, bajo el haya púrpura a cuya sombra se agrupaban las butacas de jardín en torno a una mesa redonda de piedra blanca, Anne-Marie sacaba la copa con los dados. Cada muchacha tomaba un dado. La que sacaba el número más bajo era llevada a la sala de música y atada al estrado como lo fuera O (quien estaba eximida hasta su marcha). La muchacha debía entonces designar la mano derecha o la mano izquierda de Anne-Marie en la que ésta tenía una bola blanca o una bola negra, al azar. Negra, la muchacha era azotada; blanca, no lo era. Anne-Marie nunca hacía trampas, ni aunque el azar condenara o liberara a la misma muchacha durante varios días seguidos. Así, el suplicio de la pequeña Yvonne, que lloraba llamando a su amante, fue repetido cuatro días. Sus muslos, veteados de verde como su pecho, se unían a lo largo de una franja de carne sonrosada, perforada por la gruesa anilla de hierro que resultaba tanto más impresionante por cuanto que Yvonne estaba completamente depilada.
—Pero, ¿por qué? —preguntó O—. ¿Y por qué la anilla, si el disco lo llevas en el collar?
—Dice que depilada estoy más desnuda. La anilla me parece que es para atarme.
Los ojos verdes de Yvonne y su rostro pequeño y triangular le recordaban a Jacqueline. ¿Iría Jacqueline a Roissy? Algún día pasaría por aquella casa y sería atada al estrado.
«No quiero —se decía O—, no quiero y no haré nada para traerla. Demasiado le he dicho ya. Jacqueline no está hecha para ser golpeada ni marcada.»
Pero ¡qué bien le iban a Yvonne los hierros y los golpes! ¡Qué grato su sudor y qué dulce hacerla gemir! Porque Anne-Marie, en dos ocasiones y sólo cuando se trataba de Yvonne, le había dado el látigo a O, ordenándole que la golpeara. La primera vez, O vaciló. Al primer grito de Yvonne, retrocedió; pero cuando volvió a golpearla e Yvonne gritó de nuevo, con más fuerza, sintió que un placer terrible la embargaba, tan intenso que se reía a pesar suyo y tenía que dominarse para espaciar los golpes y no acelerar el ritmo. Después se había quedado cerca de Yvonne todo el tiempo que ésta había permanecido atada, besándola de vez en cuando. Sin duda, en cierto modo se parecía a ella. Por lo menos, eso creía Anne-Marie, a juzgar por su actitud. ¿Era el silencio de O, su docilidad, lo que la tentaba? Apenas se cicatrizaron las heridas de O, le dijo: