René llegó por fin a las siete, tan contento de volver a verla que la abrazó delante del electricista que estaba reparando un foco, de la modelo pelirroja que salía del vestuario y de Jacqueline, a la que nadie esperaba y que había entrado bruscamente pisándole los talones.
—Es encantador —dijo Jacqueline a O—. Pasaba por aquí y entré a buscar mis últimos clisés, pero ya veo que no es el momento. Me voy.
—Por favor, señorita —dijo René sin soltar a O, a la que abrazaba por la cintura—, no se vaya.
O hizo las presentaciones. La modelo pelirroja, ofendida, volvió a entrar en el vestuario y el electricista fingía estar ocupado. O miraba a Jacqueline y sentía que René seguía la dirección de su mirada. Jacqueline llevaba un conjunto de esquí de los que únicamente llevan las estrellas que no esquían. El jersey negro dibujaba sus senos pequeños y muy separados y el pantalón, sus piernas largas de doncella de las nieves. En ella todo sugería la nieve: el reflejo azulado de su chaqueta de foca gris era la nieve en la sombra y la luz escarchada de sus cabellos y sus cejas, la nieve al sol. Llevaba los labios pintados de un rojo que tiraba a capuchina y, cuando levantó la mirada hacia O sonriendo, O se dijo que era imposible resistirse al deseo de beber en aquellas aguas verdes y movedizas bajo las cejas de escarcha y arrancarle el jersey para posar las manos sobre sus senos demasiado pequeños. Y es que, apenas había vuelto a ver a René cuando, con la seguridad que le daba su presencia, ya había recobrado el gusto por los demás, por sí misma y por el mundo. Salieron los tres juntos. En la rue Royale, la nieve que había estado cayendo a grandes copos durante dos horas, ya no volaba más que en pequeñas motas que les picoteaban la cara. La sal esparcida en la acera crujía bajo las suelas de sus zapatos y descomponía la nieve. O sintió cómo el hálito helado que despedía le subía por las piernas y penetraba en sus muslos desnudos.
O tenía una idea muy concreta de lo que buscaba en las muchachas. No era que tratara de rivalizar con los hombres ni compensar, con una conducta masculina, una inferioridad de sexo que ella no sentía en modo alguno. Cierto que, a los veinte años, cuando hacía la corte a las más bonitas de sus compañeras, se sorprendía a sí misma quitándose la boina para saludarla, haciéndose a un lado para dejarla pasar o dándole la mano para bajar del taxi. Tampoco podía sufrir no pagar cuando salían juntas a merendar. Le besaba la mano y, si se terciaba, también la boca, en la calle, si ello era posible. Pero eran modales que asumía más para dar escándalo que por convicción. Por el contrario, el deseo que sentía de aquellos suaves labios pintados que cedían bajo los suyos, del brillo de esmalte o de nácar de los ojos que se entornan en la penumbra de los divanes, a las cinco de la tarde, con las cortinas corridas y la lámpara de la chimenea encendida, de las voces que dicen: otra vez, por favor, otra vez… del persistente aroma marino que le quedaba en los dedos, aquel deseo era real y profundo. Y no menos viva era la satisfacción que le producía la caza. Probablemente, no por la caza en sí, por apasionante o divertida que fuera, sino por la perfecta libertad que le hacía sentir. Ella y ella sola era quien tomaba la iniciativa (cosa que nunca hacía con los hombres, a no ser veladamente). Suyas eran las palabras, ella daba las citas, ella era la primera en besar. Y, desde que tuvo amantes, no toleraba que la muchacha a la que acariciaba la acariciase a su vez. Tenía prisa por ver a su amiga desnuda, pero a ella le parecía inútil desnudarse. A veces, buscaba pretextos para evitarlo: decía que tenía frío o que estaba en un día malo. Además, pocas eran las mujeres en las que no encontraba alguna gracia. Recordaba que, recién salida del liceo, quiso seducir a una muchacha fea y antipática que siempre estaba de mal humor, sólo porque tenía una gran mata de pelo rubio matizado en luces y sombras que caía en mechas mal cortadas sobre una piel apagada, aunque fina y mate. Pero la muchacha la echó y si un día el placer iluminó aquel rostro ingrato, O no lo vio. Porque a O le encantaba ver extenderse sobre los rostros ese hálito que los hace tan tersos y jóvenes, con una juventud intemporal que no los devuelve a la infancia, pero que hincha los labios, agranda los ojos como un maquillaje y pone destellos y transparencia en las pupilas. Había en aquel sentimiento más admiración que amor propio, pues no era su obra lo que la conmovía. En Roissy, sintió la misma turbación ante el rostro transfigurado de una muchacha poseída por un desconocido. La desnudez, el abandono de los cuerpos la trastornaban y le parecía que sus amigas le hacían un regalo al que ella nunca podía corresponder, cada vez que consentían aunque no fuera más que a mostrarse desnudas en una habitación cerrada. Y es que la desnudez de las vacaciones, al sol, en la playa, la dejaba insensible, no porque fuera pública, sino porque, al ser pública e incompleta, en cierto modo, quedaba protegida. La belleza de las otras mujeres que, con una generosidad constante, ella se sentía inclinada a considerar superior a la suya, no obstante, la tranquilizaba sobre su propia belleza, en la que, al verse reflejada de modo inesperado en algún espejo, veía como una réplica de la de ellas. El poder que reconocía a sus amigas sobre ella era, al mismo tiempo, garantía del poder que ella ejercía sobre los hombres. Y le parecía natural que, lo que ella pedía a las mujeres (y casi nunca les concedía) se lo pidieran a ella los hombres con tanto ardor. De este modo, era cómplice de unas y de otros y ganaba en ambos tableros. Pero había partidas difíciles. Que O estaba enamorada de Jacqueline ni más ni menos que lo había estado de otras muchas, y admitiendo que la palabra enamorada fuera la adecuada (lo cual era mucho decir), era indudable. Pero, ¿por qué no lo demostraba?
Cuando brotaron los retoños en los álamos de los muelles y el día, más remiso en morir, permitió a los enamorados sentarse en los parques a la salida de los despachos, O se sintió por fin con valor suficiente para afrontar a Jacqueline. En invierno le parecía demasiado remota y triunfante bajo sus pieles, irisada, inaccesible. Y lo sabía. La primavera la reducía a los trajes de chaqueta, los tacones bajos y los jerseys. Por fin, con su melena corta y recta, se parecía a las colegialas insolentes de dieciséis años que O, colegiala también, agarraba por las muñecas y empujaba hacia cualquier vestuario vacío, contra los abrigos. Los abrigos se caían de las perchas y O se retorcía de risa. Llevaban blusas de uniforme de algodón crudo, con las iniciales rojas bordadas en el pecho. Con tres años de intervalo y a tres kilómetros de distancia, en otro liceo, Jacqueline había llevado las mismas blusas. O se enteró por casualidad un día en que Jacqueline posó con ropa de casa y comentó suspirando que si en el liceo hubieran tenido delantales tan bonitos como aquéllos, hubiera sido más feliz. O también si hubieran llevado las de reglamento sin nada debajo.
—¿Cómo sin nada? —preguntó O.
—Pues sin vestido, caramba —dijo Jacqueline.
Al oírlo, O enrojeció. No se acostumbraba a ir desnuda bajo el vestido. Se sentía tan desnuda como aquella italiana de Verona que fue a ofrecerse al jefe de los sitiadores para liberar a su ciudad: desnuda bajo un manto que no había más que entreabrir. Le parecía que era también para redimir algo, como la italiana, pero, ¿el qué? ¡Qué segura de sí estaba Jacqueline! Ella no tenía nada que redimir. No necesitaba tranquilizarse, le bastaba un espejo. O la miraba con humildad y pensaba que, para no quedar mal, no se le podían ofrecer más que magnolias, pues sus pétalos gruesos y mates viran lentamente al bistre cuando se marchitan; o camelias, pues, a veces, en sus pétalos de cera, un matiz rosado se mezcla a su blancura. A medida que se alejaba el invierno, el leve bronceado que doraba el cutis de Jacqueline, se borraba como el recuerdo de la nieve. Muy pronto no iba a necesitar más que camelias. Pero O temía que se burlara de ella con estas flores de melodrama. Un día le llevó un gran ramo de jacintos azules, con un olor como el de las tuberosas, que marea: oleoso, violento, tenaz, precisamente el olor que deberían tener las camelias y no tienen. Jacqueline hundió entre las flores rígidas y frescas su nariz de mongol y sus labios desde hacía quince días pintados color de rosa en lugar de rojo.
—¿Son para mí? —preguntó como hacen las mujeres a las que todo el mundo está siempre regalando cosas. Después dio las gracias y preguntó si René iría a recoger a O. Sí; iría, dijo O. Iría, se repitió y por él levantaría Jacqueline durante un segundo sus ojos semejantes a agua fría que no miraban de frente. A ella no haría falta enseñarle nada: ni a callar, ni a dejar las manos abiertas y los brazos caídos a lo largo del cuerpo, ni a echar hacia atrás la cabeza. O se moría de ganas de agarrarla por la nuca, de tirar de aquellos cabellos tan claros y reseguir, por lo menos con el dedo la línea de sus cejas. Pero René lo desearía también. Ella sabía bien por qué había perdido su intrepidez, por qué deseaba a Jacqueline desde hacía dos meses sin haberse permitido confesarlo ni con un gesto y por qué trataba de explicar su reserva con fútiles pretextos. No era porque Jacqueline fuera intangible. El obstáculo no estaba en Jacqueline, estaba en el mismo corazón de O y nunca había experimentado algo parecido. Y es que René la dejaba libre y ella detestaba su libertad. Su libertad era peor que cualquier cadena. Sin necesidad de decir una sola palabra, en más de diez ocasiones hubiera podido coger a Jacqueline por los hombros y clavarla a la pared, como se clava a una mariposa con un alfiler. Jacqueline no se hubiera movido, seguramente ni hubiera sonreído. Pero O ahora era como esas fieras salvajes que, cautivas, sirven de señuelo al cazador o que cazan por él y no atacan más que por orden suya. Y era ella la que, a veces, pálida y temblorosa, se apoyaba en la pared, clavada por su obstinado silencio y feliz de callar. Esperaba más que un permiso, pues el permiso lo tenía ya. Esperaba una orden. Y la orden no le vino de René, sino de Sir Stephen.
A medida que pasaban los meses, desde que René la había entregado a Sir Stephen, O iba dándose cuenta con espanto de la creciente importancia que adquiría éste a los ojos de su amante. Aunque, por otra parte, pensaba que podía estar equivocada al imaginar una progresión en unos sentimientos cuando la progresión no estaba sino en la revelación de tales sentimientos. Lo cierto es que, últimamente, René sólo pasaba con ella las noches que seguían a las veladas en las que Sir Stephen la mandaba a buscar (Sir Stephen no la retenía hasta la mañana más que cuando René estaba fuera de París). O había observado también que cuando él se quedaba en una de aquellas veladas, no la tocaba más que para ofrecerla mejor a Sir Stephen sujetarla si ella se debatía. Aunque rara vez se quedaba y, cuando lo hacía, era por expresa invitación de Sir Stephen. Entonces permanecía vestido, como la primera vez, silencioso, fumando un cigarrillo tras otro, echando leña al fuego y sirviendo de beber a Sir Stephen, pero él no bebía. O sentía que la vigilaba como el domador vigila al animal que ha domado, para ver si le hacía quedar bien por su perfecta obediencia o, mejor, como un guardia de corps ante un príncipe o un gángster ante el jefe de la banda vigilaría a la prostituta que le ha traído de la calle. La prueba de que con ello cedía a una vocación de sirviente o de acólito es que escrutaba más el rostro de Sir Stephen que el de ella. Ante sus ojos O se sentía despojada hasta de la voluptuosidad en la que se bañaban sus rasgos: y él rendía por ella homenaje de admiración y hasta de gratitud a Sir Stephen que la había hecho nacer, feliz de que consintiera en gozar de algo que él le había dado. Desde luego, todo hubiera sido más fácil si a Sir Stephen le hubieran gustado los hombres y O estaba segura de que René, a quien tampoco le gustaban, hubiera accedido apasionadamente a cualquier exigencia de Sir Stephen. Pero a Sir Stephen no le gustaban más que las mujeres. Ella comprendía que, bajo las especies de su cuerpo, ellos dos alcanzaban algo más misterioso y, tal vez, más intenso que una relación amorosa, una unión cuya concepción le era penosa, pero cuya realidad y cuya fuerza no podía negar. Sin embargo, ¿por qué aquella partición era, en cierto modo, abstracta? En Roissy, O había pertenecido en el mismo instante y en el mismo lugar a René y a otros hombres. ¿Por qué en presencia de Sir Stephen René se abstenía no sólo de tomarla, sino incluso de darle órdenes? (Nunca hacía más que transmitir las de Sir Stephen.) Ella se lo preguntó, aunque de antemano conocía la respuesta:
—Por respeto —dijo René.
—Pero yo soy tuya —protestó O.
—Tú eres de Sir Stephen
ante todo
.
Y era cierto, por lo menos en el sentido de que la preferencia que daba René a su amigo para disponer de ella era total y los menores deseos de Sir Stephen eran antepuestos a las decisiones de René o a sus propias peticiones. Si René decidía que irían los dos a cenar y al teatro y Sir Stephen lo llamaba una hora antes para reclamar a O, René iba a buscarla al estudio según lo convenido, aunque para acompañarla hasta la puerta de Sir Stephen y dejarla allí. Una vez, una sola vez, O pidió a René que rogara a Sir Stephen que cambiara de día, pues ella deseaba acompañarlo a una fiesta a la que habían de ir los dos juntos. René se negó.
—Pobrecita, ¿todavía no has comprendido que no eres dueña de ti misma y que ya no soy yo quien dispone de ti?
No sólo se negó, sino que informó a Sir Stephen de la petición de O y, delante de ella, le rogó que la castigara con tal crueldad que ella no se atreviera siquiera a imaginar que podía rehuir sus órdenes.
—Desde luego —respondió Sir Stephen.
Estaban en la pequeña habitación ovalada con suelo de marquetería cuyo único mueble era una mesa negra con incrustaciones de nácar y que comunicaba con el salón amarillo y gris. René no se quedó más que los tres minutos necesarios para traicionar a O y escuchar la respuesta de Sir Stephen. Luego, saludó a éste con la mano, sonrió a O y se fue. Por la ventana, ella lo vio cruzar el patio. Él no se volvió. Se oyó el chasquido de la portezuela del coche, y el zumbido del motor. En un espejito empotrado en la pared, O veía su propia imagen: estaba blanca de desesperación y de miedo. Cuando pasó junto a Sir Stephen que, después de abrir la puerta del salón, se hizo a un lado, ella lo miró maquinalmente: estaba tan pálido como ella. Súbitamente, como en un relámpago, tuvo la certeza, que se disipó inmediatamente, de que él la amaba. Aunque no lo creía y se burlaba de sí misma por haberlo pensado, sintió cierto consuelo y se desnudó dócilmente a un ademán de él. Entonces, por primera vez desde que la mandaba a buscar dos o tres veces por semana y se servía de ella con lentitud, haciéndola esperar desnuda hasta una hora antes de acercarse a ella, oyendo sus súplicas sin responderle jamás, porque a veces ella le suplicaba y repetía los mismos ruegos en los mismos momentos, como en un ritual, de manera que ella sabía cuándo su boca tenía que acariciarle y cuándo, arrodillada y con la cara hundida en la seda del sofá, no tenía que ofrecerle más que el dorso en el que él penetraba ya sin lastimarla, por lo mucho que se había abierto a él, por primera vez y a pesar del miedo que la descomponía —o tal vez a causa de aquel miedo, a pesar de la desesperación en la que la había sumido la traición de René, o tal vez también a causa de esta desesperación—, por primera vez, se abandonó a e por completo. Y por primera vez, tan dulces era sus ojos y tan sumisos cuando se cruzaron con los claros y ardientes de Sir Stephen, éste, bruscamente, se puso a hablarle en francés.