Historia de O (10 page)

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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

BOOK: Historia de O
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—Soy tuya —dijo al fin a René—. Seré lo que tú quieras que sea.

—No; nuestra —repuso él—. Repite conmigo: soy vuestra y seré siempre lo que vosotros queráis que sea.

Los ojos grises y duros de Sir Stephen no se apartaban de ella, ni los de René, en los que se perdía, mientras iba repitiendo las frases que él le dictaba y poniéndolas en primera persona, como en un ejercicio gramatical.

—Nos reconoces a mí y a Sir Stephen el derecho… —decía René.

Y O repetía, todo lo claramente que podía:

—Reconozco a ti y Sir Stephen el derecho…

El derecho de disponer de su cuerpo a su antojo, en cualquier lugar y forma que ellos desearan, el derecho a tenerla encadenada, el derecho a azotarla como a una esclava o como a una condenada por la más mínima falta o porque ellos quisieran, el derecho a no escuchar sus súplicas ni sus gritos, si la hacían gritar.

—Me parece que es aquí y ahora cuando Sir Stephen desea recibirte, entregada por mí y por ti misma —dijo René— y cuando yo he de enumerarte sus exigencias.

O, mientras escuchaba a su amante, recordaba las palabras que él le dijera en Roissy: eran casi las mismas. Pero entonces las escuchó abrazada a él, protegida por un aire de irrealidad que les daba carácter de sueño, por la sensación de que existía en otra vida o, tal vez, que no existía. Sueño o pesadilla, muros de prisión, trajes de gala, encapuchados, todo la alejaba de su propia vida, incluso el no saber cuánto duraría. Allí se sentía como en plena noche, en medio de un sueño que uno reconoce y que se repite: segura de que existe y segura de que ha de acabar y deseando que acabe porque temes no poder resistirlo y que continúe porque deseas conocer el final. Pues bien, el final había llegado cuando ya no lo esperaba y bajo la forma más inesperada (suponiendo, como se decía ahora, que aquél fuera el final, que detrás de él no se ocultara otro y otro más). Este desenlace de ahora consistía en traerla del recuerdo al presente y en que cosas que no tenían realidad más que en un círculo cerrado, en un universo aparte, iban a contaminar de pronto todas las situaciones y todos los hábitos de su vida cotidiana y, sobre ella y en ella, ya no iban a reducirse a simples señales o símbolos —las caderas desnudas, los cuerpos abiertos por delante, la sortija de hierro— sino que le impondrían un cumplimiento. Era verdad que René nunca la había golpeado y la única diferencia en sus relaciones entre la época de antes de Roissy y el tiempo transcurrido desde que ella volviera de allí era que ahora él se servía de su dorso y de su boca además de su vientre. Ella nunca supo si los latigazos que había recibido en Roissy con los ojos vendados o de flagelantes encapuchados, en alguna ocasión le fueron dados por él, pero le parecía que no. Seguramente, el placer que él obtenía ante el espectáculo de su cuerpo encadenado y entregado, debatiéndose en vano y al oír sus gritos era tan vivo que no consentía en privarse de la menor parte de él prestando sus propias manos, porque su intervención activa le hubiera distraído. Y ahora lo confesaba así, ya que, cariñosa, suavemente, sin moverse de la butaca en la que estaba hundido, con una pierna encima de la otra, le decía lo feliz que se sentía al entregarla, a inducirla a entregarse a las órdenes y a la voluntad de Sir Stephen. Cuando Sir Stephen deseara que pasara la noche, o aunque sólo fuera una hora, en su casa, o que le acompañara a algún restaurante o espectáculo de París o de fuera de París, la llamaría por teléfono y le enviaría el coche, a menos que fuera a buscarla el propio René. En aquel momento, ella tenía la palabra. ¿Consentía? Pero ella no podía hablar. La voluntad que le pedían que expresara era la voluntad de abandonarse, de aceptar por anticipado cosas a las que ella sin duda deseaba decir que sí, pero a las que su cuerpo se negaba; por lo menos, en lo relativo al látigo. Pues, por lo demás, si tenía que ser sincera consigo misma, se sentía demasiado turbada por el deseo que leía en los ojos de Sir Stephen para engañarse y, por más que temblara, o tal vez precisamente por temblar, sabía que ella esperaba con más impaciencia que él el momento en el que él posara su mano, o quizá sus labios, en ella. Seguramente, de ella dependía adelantar este momento. Cualquiera que fuera su valor o el deseo que sintiera, llegado el momento de responder, desfalleció de tal modo que cayó al suelo con la falda extendida en derredor, y Sir Stephen comentó con voz sorda en el silencio que el miedo también le sentaba bien. No se lo dijo a ella, sino a René. A O le pareció que hacía un esfuerzo para no avanzar hacia ella y lo lamentó. Sin embargo, ella no lo miraba, tenía los ojos fijos en René, temerosa de que él adivinara en los suyos algo que tal vez pudiera considerar una traición. Y no lo era, pues si hubiera tenido que elegir entre su deseo de ser poseída por Sir Stephen y su amor por René, no hubiera vacilado ni un segundo; en realidad, si cedía a aquel deseo era porque René se lo permitía y, en cierto modo, le hacía entender que se lo ordenaba. Sin embargo, le quedaba la duda de si no se enfadaría al verse obedecido tan aprisa. A la menor señal que él le hiciera, aquel deseo se borraría. Pero él no le hizo señal alguna y se contentó con pedirle, por tercera vez, una respuesta.

—Consiento en todo lo que queráis —balbuceó ella. Luego, mirándose las manos que reposaban entre sus rodillas, agregó en un susurro—. Quisiera saber si voy a ser azotada…

Durante mucho rato, tanto que tuvo tiempo de repetirse mentalmente la frase veinte veces, nadie respondió. Luego, la voz de Sir Stephen dijo lentamente:

—De vez en cuando.

O oyó crujir una cerilla y tintineo de vasos: seguramente, uno de los dos se servía más whisky. René la dejaba indefensa. René callaba.

—Aunque ahora consienta —dijo ella—, aunque ahora lo prometa, no podré soportarlo.

—No le pedimos si no que se preste a ello y consienta de antemano en que todas sus súplicas y sus gritos sean en vano —dijo Sir Stephen.

—¡ Oh, por favor, todavía no! —dijo O al ver que Sir Stephen se levantaba.

René también se puso en pie, se inclinó hacia ella y la tomó por los hombros.

—Responde ya, ¿aceptas?

Ella dijo al fin que aceptaba. Él la levantó suavemente y, sentado en el sofá, la obligó a arrodillarse a su lado, de cara al sofá, con los brazos extendidos, los ojos cerrados y la cabeza y el busto descansando en el asiento. Entonces recordó una imagen que había visto hacía años, una curiosa estampa que representaba a una mujer arrodillada, como ahora estaba ella, delante de un sillón, en una habitación de suelo embaldosado. En un rincón, jugaban un perro y un niño. La mujer tenía las faldas levantadas y un hombre que estaba de pie a su lado levantaba un puñado de varas. Todos iban vestidos con trajes de finales del siglo XVI y el grabado tenía un título que le pareció indignante: El correctivo familiar. René le sujetaba las muñecas con una mano y con la otra le levantó la falda, tanto, que ella sintió que la gasa plisada le rozaba la mejilla. Le acarició la parte baja del talle e hizo observar a Sir Stephen los hoyos que se dibujaban en su carne y la suavidad del surco que dividía sus muslos. Luego, apoyó la mano en la cintura para obligarla a ofrecerse mejor y le ordenó que separara un poco más las rodillas. Ella obedeció sin decir palabra. El que René hiciera los honores de su cuerpo, los comentarios de Sir Stephen, la brutalidad de los términos que utilizaban los dos hombres le provocaron un acceso de vergüenza tan violenta e inesperada que se desvaneció el deseo que sentía de ser poseída por Sir Stephen y se puso a esperar el látigo como una liberación, el dolor y los gritos, como una justificación. Pero las manos de Sir Stephen le abrieron el vientre, forzaron su dorso, entrando y saliendo, acariciándola hasta hacerla gemir, humillada por su gemido y derrotada.

—Te dejo con Sir Stephen —le dijo entonces René—. Quédate como estás. Él te enviará a casa cuando quiera.

¿Cuántas veces no estuvo ella en Roissy, de rodillas, en actitud parecida, ofrecida a cualquiera? Pero entonces estaba atada por los brazaletes que le mantenían las manos unidas, feliz prisionera a la que todo se le imponía, a la que nunca se le pedía nada. Aquí, si permanecía semidesnuda era por su propia voluntad, pues un solo movimiento, el que haría para ponerse de pie, bastaría para cubrirla. Su promesa la ataba tanto como las pulseras de cuero y las cadenas. ¿Era sólo su promesa? Y, por humillada que estuviera, o precisamente porque estaba humillada, ¿no resultaba también dulce pensar que era su humillación, su obediencia, su docilidad, lo que hacía que no tuviera precio? René se fue y Sir Stephen lo acompañó hasta la puerta. Ella se quedó sola, quieta, sintiéndose más expuesta en la soledad que cuando ellos estaban allí. La seda gris y amarilla del sofá estaba lisa bajo su falda; a través de sus medias de nylon, sentía en las rodillas la lana mullida de la alfombra y, en el muslo izquierdo, el calor de la chimenea en la que Sir Stephen había puesto tres leños que ardían ruidosamente. Encima de una cómoda había un reloj de pared antiguo con un tictac tan leve que sólo se oía cuando todo quedaba en silencio. O lo escuchaba atentamente, mientras pensaba en lo absurdo que era, en aquel salón civilizado y discreto, permanecer en la postura en que ella estaba. A través de las persianas cerradas, se oía el murmullo amodorrado de París pasada la medianoche. Al día siguiente por la mañana, a la luz del día, ¿reconocería ella el lugar del sofá en el que ahora apoyaba la cabeza? ¿Volvería alguna vez a aquel salón, de día, para ser tratada de aquel modo? Sir Stephen tardaba y O que, con tanto abandono esperaba la venia de los desconocidos de Roissy, sentía un nudo en la garganta al pensar que dentro de un minuto o de diez él volvería a tocarla. Pero no sucedió como ella imaginaba. Le oyó abrir la puerta y cruzar la habitación. Permaneció un rato de pie, de espaldas al fuego, contemplándola y, luego, en voz muy baja, le dijo que se levantara y se sentara. Ella le obedeció, sorprendida y hasta molesta. Él le ofreció amablemente un whisky y Un cigarrillo que ella rehusó. Entonces advirtió ella que se había puesto una bata, una bata muy severa, de buriel gris, del mismo gris que sus cabellos. Tenía las manos largas y enjutas y las uñas planas, cortas y muy blancas. Sorprendió la mirada de O y ella enrojeció: eran aquellas manos, duras e insistentes, las que se habían apoderado de su cuerpo, y ahora las temía y las esperaba. Pero él no se acercaba.

—Quisiera que se desnudara —dijo—. Pero, primero, quítese sólo la blusa, sin levantarse.

O desabrochó los grandes corchetes dorados y se despojó del justillo negro que dejó en un extremo del sofá, junto a la chaqueta, los guantes y el bolso.

—Acaricíese un poco la punta de los senos —dijo entonces Sir Stephen, y añadió—: tendrá que usar un maquillaje más oscuro, ése es demasiado claro.

O, estupefacta, se frotó con la yema de los dedos los pezones, los cuales se endurecieron e irguieron. Luego, los cubrió con la palma de la mano.

—¡Ah, no! —exclamó Sir Stephen.

Ella retiró sus manos y se apoyó en el respaldo del sofá. Sus senos eran muy abultados para su talle tan fino y cayeron suavemente hacia sus axilas. Tenía la nuca apoyada en el sofá y las manos a lo largo del cuerpo. ¿Por qué Sir Stephen no acercaba a ella su boca, por qué no ponía la mano en los pezones que él había deseado ver erguirse y que ella sentía estremecerse, por más inmóvil que se mantuviera, sólo con respirar? Él se acercó, se sentó en el brazo del sofá y no la tocó. Estaba fumando y, a un movimiento de su mano, que O nunca supo si había sido involuntario, un poco de ceniza casi caliente fue a caerle entre los senos. Ella tuvo la sensación de que quería insultarla, con su desdén, con su silencio, con su atención impersonal. Sin embargo, él la había deseado poco antes, la deseaba todavía, ella lo veía tenso bajo la fina tela de la bata. ¿Por qué no la tomaba, aunque fuera para herirla? O se odiaba a sí misma por aquel deseo y odiaba a Sir Stephen por su forma de dominarse. Ella quería que él la amara, ésta es la verdad: que estuviera impaciente por tocar sus labios y penetrar en su cuerpo, que la maltratara incluso, pero que, en su presencia, no fuera
capaz
de conservar la calma ni de dominar el deseo. En Roissy le era indiferente que los que se servían de ella sintieran algo: eran los instrumentos por los que su amante se complacía en ella, los que hacían de ella lo que él quería que fuese, pulida, lisa y suave como una piedra. Sus manos y sus órdenes eran las manos y las órdenes de él. Allí no. René la había entregado a Sir Stephen, pero era evidente que quería compartirla con él, no para obtener algo más de ella ni por la satisfacción de entregarla, sino para compartir con Sir Stephen lo que en aquellos momentos más amaba él, al igual que en otro tiempo habían compartido seguramente un viaje, un barco o un caballo. Hoy, aquella oferta tenía un significado mayor en relación con Sir Stephen que en relación con ella. Lo que cada uno buscaría en ella sería la marca del otro, la huella del paso del otro. Hacía un momento, cuando ella estaba arrodillada junto a René y Sir Stephen le abría los muslos con las dos manos, René le había explicado por qué el dorso de O era tan accesible y por qué él se alegró de que se lo hubieran preparado así. Pensó que a Sir Stephen le gustaría tener constantemente a su disposición la vía que más le agradaba. Incluso le dijo que, si quería, podría hacer de ella uso exclusivo.

—¡Ah, encantado! —exclamó Sir Stephen, pero añadió que, a pesar de todo, existía el peligro de que desgarrase a O.

—O es tuya —respondió René, inclinándose sobre ella para besarle las manos.

La sola idea de que René pudiera tener intención de privarse de alguna parte de su cuerpo trastornó a O. Veía en ello la señal de que su amante quería más a Sir Stephen que a ella. Y por más que él le había repetido que amaba en ella el objeto en que la había convertido, la libertad de disponer de ella como quisiera, como se dispone de un mueble que a veces tanto agrada regalar como conservar, ella comprendía que no había acabado de creerle. Y veía otra prueba de eso que no podía llamar de otro modo que deferencia para con Sir Stephen en que René, que tanto se complacía al verla bajo el cuerpo o los golpes de otros, que con tanta ternura y reconocimiento veía abrirse su boca para gemir o gritar y cerrarse sus ojos inundados de lágrimas, se hubiera ido, después de asegurarse, mostrándosela y entreabriéndola como se entreabre la boca de un caballo para que se vea que es joven, de que Sir Stephen la encontraba lo bastante bonita y lo bastante cómoda para él y estaba dispuesto a aceptarla. Esta conducta, quizás ultrajante, en nada cambiaba el amor que O sentía por René. Estaba contenta de contar para él lo suficiente como para que él se complaciera en ultrajarla, al igual que los creyentes dan gracias a Dios cuando los doblega. Pero en Sir Stephen adivinaba una voluntad firme y glacial que el deseo no haría flaquear y ante la cual ella no contaba para nada, por conmovedora y sumisa que se mostrara. ¿Por qué, si no, iba ella a tener tanto miedo? El látigo que los criados de Roissy llevaban a la cintura, las cadenas que tenía que llevar casi constantemente, le parecían ahora menos temibles que la tranquilidad con que Sir Stephen le miraba los senos sin tocarlos. Ella sabía lo frágiles que resultaban, entre sus hombros delgados y su esbelto talle, precisamente a causa de su turgencia. No podía impedir que temblaran. Para ello hubiera tenido que dejar de respirar. Esperar que aquella fragilidad desarmara a Sir Stephen era inútil; ella sabía que sería al contrario, que su dulzura incitaba a la brutalidad tanto como a la caricia, al arañazo tanto como al beso. Tuvo una momentánea ilusión: con el dedo medio de la mano derecha, con la que sostenía el cigarrillo, Sir Stephen le rozó el pezón que al instante obedeció y se puso más rígido. O no dudaba que aquello era para Sir Stephen como un juego y nada más o, si acaso, una comprobación, como se comprueba la respuesta o la buena marcha de un mecanismo. Sin moverse del brazo del sofá, Sir Stephen le dijo entonces que se quitara la falda. Los corchetes obedecían mal a los dedos húmedos de O, que no consiguió desabrochar su enagua de faya negra sino al segundo intento. Cuando estuvo desnuda, sus sandalias de charol negro y sus medias de nylon negras también, enrolladas encima de sus rodillas, acentuaban la esbeltez de sus piernas y la blancura de sus muslos. Sir Stephen, que también se había levantado, la tomó por el vientre con una mano y la empujó hacia el sofá. La hizo arrodillarse, con la espalda apoyada en el sofá y, para que ella se apoyara en él más con los hombros que con la cintura, le obligó a abrir los muslos. Sus manos descansaban sobre sus tobillos, su vientre estaba entreabierto y, encima de sus senos distendidos, su garganta echada hacia atrás. No se atrevía a mirar Sir Stephen a la cara, pero veía sus manos desatar el cinturón de la bata. Él puso una pierna a cada lado de O, que seguía arrodillada y, tomándola por la nuca, se introdujo en su boca. Lo que él buscaba no era la caricia de sus labios sino el fondo de su garganta. Hurgó en ella largo rato y O sentía dilatarse y endurecerse aquella mordaza de carne que la asfixiaba y cuyos golpes repetidos le arrancaban lágrimas. Para penetrar mejor, Sir Stephen había acabado por arrodillarse en el sofá, con una pierna a cada lado de su cara, descansando de vez en cuando las posaderas en el pecho de O, quien sentía que su vientre, inútil y despreciado, le ardía. Mientras Sir Stephen se complació en ella, no terminó su placer. Luego se retiró en silencio y se puso en pie, sin cerrarse la bata.

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