—Espera que entre Pierre y verás.
—¿Por qué Pierre?
—Cuando venga a encadenarte, quizá te haga ponerte en cuclillas.
O palideció.
—Pero, ¿por qué?
—No tendrás más remedio —dijo Jeanne—. Pero eres afortunada.
—¿Afortunada, por qué?
—¿Es tu amante el que te ha traído aquí?
—Sí.
—Contigo serán mucho más duros.
—No comprendo…
—Pronto lo comprenderás. Llamaré a Pierre. Mañana por la mañana vendremos a buscarte.
Andrée sonrió al salir y Jeanne, antes de seguirla, acarició la punta de los senos de O, quien se quedó de pie, junto a la cama, desconcertada. Salvo por el collar y los brazaletes de cuero que el agua del baño había endurecido y contraído, estaba desnuda.
—Vaya con la hermosa señora —dijo el criado al entrar. Le tomó las manos y enganchó entre sí las anillas de sus pulseras, obligándola a juntar las manos, y éstas, en la del collar. Ella se encontró, pues, con las manos juntas a la altura del cuello, como en oración. No quedaba sino encadenarla a la pared con la cadena que caía encima de la cama después de pasar por la anilla. El hombre soltó el gancho que sujetaba el otro extremo y tiró para acortarla. O tuvo que acercarse a la cabecera de la cama, donde él la obligó a tenderse. La cadena tintineaba en la anilla y quedó tan tensa que la mujer sólo podía desplazarse a lo ancho de la cama o ponerse de pie junto a la cabecera. Dado que la cadena tiraba del collar hacia atrás y las manos tendían a hacerlo girar hacia delante, se estableció un cierto equilibrio y las dos manos quedaron apoyadas en el hombro izquierdo hacia el que se inclinó también la cabeza. El criado la cubrió con la manta negra, no sin antes haberle levantado las piernas un momento para examinarle el interior de los muslos. No volvió a tocarla ni a dirigirle la palabra, apagó la luz que proporcionaba un aplique colocado entre las dos puertas y salió.
Tendida sobre el lado izquierdo, sola en la oscuridad y el silencio, caliente entre las suaves pieles de la cama, en una inmovilidad forzosa, O se preguntaba por qué se mezclaba tanta dulzura al terror que sentía o por qué le parecía tan dulce su terror. Descubrió que una de las cosas que más la afligían era verse privada del uso de las manos; y no porque sus manos hubiesen podido defenderla (y, ¿deseaba ella defenderse?) sino porque, libres, hubieran esbozado el ademán, hubieran tratado de rechazar las manos que se apoderaban de ella, la carne que la traspasaba, de interponerse entre su carne y el látigo. La habían desposeído de sus manos; su cuerpo, bajo la manta de piel, le resultaba inaccesible; era extraño no poder tocar las propias rodillas ni el hueco de su propio vientre. Sus labios mayores, que le ardían entre las piernas, le estaban vedados y tal vez le ardían porque los sabía abiertos a quien quisiera: al mismo criado, Pierre, si se le antojaba. La asombraba que el recuerdo del látigo la dejara tan serena y que la idea de que tal vez nunca supiera cuál de los cuatro hombres la había forzado por detrás dos veces, ni si había sido el mismo las dos veces, ni si había sido su amante, la trastornaba de aquel modo. Se deslizó ligeramente hacia un lado sobre el vientre, pensó que a su amante le gustaba el surco de su dorso y que salvo aquella noche (si realmente había sido él), nunca penetró en él. Ella deseaba que hubiese sido él. ¿Se lo preguntaría algún día? ¡Ah, nunca! Volvió a ver la mano que en el coche le había quitado el portaligas y el slip y le había dado las jarreteras para que se sujetara las medias encima de las rodillas. Tan viva fue la imagen que ella olvidó que tenía las manos sujetas e hizo chirriar la cadena. ¿Y por qué si el recuerdo del suplicio le resultaba tan leve, la sola idea, el solo nombre, la sola vista de un látigo le hacía latir con fuerza el corazón y cerrar los ojos con espanto? No se paró a pensar si era sólo espanto. La invadió el pánico: tensarían la cadena hasta obligarla a ponerse de pie encima de la cama y la azotarían, con el vientre pegado a la pared, la azotarían, la azotarían, la palabra giraba en su cabeza. Pierre la azotaría. Se lo había dicho Jeanne. Le había dicho que era afortunada, que con ella serían mucho más duros. ¿Qué había querido decir? Ya no sentía más que el collar, los brazaletes y la cadena, su cuerpo se iba a la deriva, ahora lo comprendería. Se quedó dormida.
En las últimas horas de la noche, cuando ésta es más fría y más negra, poco antes del amanecer, reapareció Pierre. Encendió la luz del cuarto de baño y dejó la puerta abierta. Un cuadro de luz se proyectó sobre el centro de la cama, en el lugar en el que el cuerpo de O, esbelto y acurrucado, alzaba ligeramente la manta que el hombre retiró en silencio. O estaba tendida del lado izquierdo, de cara a la ventana, con las rodillas dobladas, ofreciendo a su mirada su cadera muy blanca sobre la piel negra. Él le retiró la almohada de debajo de la cabeza y dijo cortésmente:
—¿Hace el favor de ponerse de pie?
Cuando ella estuvo arrodillada, para lo cual tuvo que agarrarse a la cadena, el hombre la ayudó tomándola por los codos para que acabara de levantarse y se arrimara a la pared. El reflejo de la luz sobre la cama era muy tenue y sólo iluminaba el cuerpo de ella y no los gestos del hombre. Ella, más que ver, adivinó que él desenganchaba la cadena para tensarla. Sus pies descalzos reposaban sobre la cama. Tampoco vio que él no llevaba el látigo de cuero, sino la fusta negra, parecida a la que habían utilizado para golpearla sólo dos veces y casi con suavidad cuando estaba atada al poste. La mano izquierda de Pierre la sujetó por la cintura y el colchón cedió un poco, pues Pierre se apoyaba en él con el pie derecho. Al mismo tiempo que oía un silbido en la penumbra, O sintió una atroz quemadura en los riñones y lanzó un grito.
Pierre golpeaba sin descanso, sin esperar siquiera a que ella callara, procurando descargar el golpe o más arriba o más abajo que la vez anterior, para que las señales quedaran marcadas con nitidez. Había parado ya y ella seguía gritando y las lágrimas le entraban en la boca abierta.
—Haga el favor de volverse —dijo.
Como ella, aturdida, no obedeciera, él la tomó por las caderas sin soltar la fusta, rozándole la cintura con el mango. Cuando la tuvo de cara, él retrocedió un poco para tomar impulso y con todas sus fuerzas la fustigó en la pared delantera de los muslos. Todo ello, en cinco minutos. Cuando se fue, después de apagar la luz y cerrar la puerta del cuarto de baño, O, gimiendo se retorcía de dolor junto a la pared, al extremo de su cadena, en la oscuridad. Tardó en calmarse e inmovilizarse contra la pared, sintiendo el brillante percal que la tapizaba frío sobre su piel desgarrada, todo el tiempo que tardó en amanecer. El ventanal hacia el que ella estaba vuelta, pues se apoyaba sobre un costado, miraba hacia el Este y llegaba del suelo al techo, sin visillos, sólo unas cortinas de la misma tela de la pared recogidas a cada lado en rígidos pliegues. O vio nacer una aurora pálida y lenta, que arrastraba sus brumas por los macizos de asters que crecían al pie de la ventana y, finalmente, se retiraba dejando al descubierto un álamo. Aunque no hacía viento, sus hojas amarillas caían de vez en cuando en remolino. Delante de la ventana, más allá de los asters malva, había un césped y, al extremo del césped, una avenida. Era ya de día y hacía rato que O no se movía. Por la avenida avanzaba un jardinero empujando una carretilla. La rueda de hierro chirriaba sobre la grava. Si se hubiera acercado a la ventana para recoger las hojas que habían caído al pie de los asters, hubiera visto a O desnuda y encadenada y con las señales de la fusta en los muslos. Las marcas se habían hinchado y formaban unas rayas estrechas y mucho más oscuras que la tela roja que cubría las paredes. ¿Dónde dormía su amante como a él le gusta dormir las mañanas tranquilas? ¿En qué habitación? ¿En qué cama? ¿Sabía a qué suplicio la había librado? ¿Lo había dispuesto él? O pensó en esos prisioneros que se ven en los grabados de los libros de Historia, que también habían sido encadenados y azotados hacía quién sabe cuántos años o siglos y que habían muerto. Ella no deseaba morir, pero si el suplicio era el precio que tenía que pagar para que su amante siguiera amándola, no pedía más que él estuviera contento de que ella lo hubiera sufrido y, sumisa y callada, esperaba que la condujeran a él.
Las mujeres no tenían llave alguna, ni de las puertas, ni de las cadenas, así como tampoco de las pulseras o collares, pero todos los hombres llevaban en una anilla los tres tipos de llave para abrir puertas, candados y collares. Los criados las tenían también. Pero, por la mañana, los criados que habían estado de servicio durante la noche dormían y era uno de los amos u otro criado quien abría las cerraduras. El hombre que entró en la celda de O vestía cazadora de cuero, pantalón de montar y botas. En primer lugar, él soltó la cadena de la pared y O pudo tenderse en la cama. Antes de desatarle las muñecas, él le pasó la mano entre los muslos, como hiciera el encapuchado al que ella vio primero en el saloncito rojo. Tal vez, fuera el mismo. Éste tenía la cara huesuda y descarnada, la mirada inquisitiva que se ve en los retratos de los viejos hugonotes y el cabello gris. O sostuvo su mirada durante lo que le pareció un tiempo interminable y, bruscamente, se quedó helada al recordar que estaba prohibido mirar a los amos más arriba de la cintura. Ella cerró los ojos, pero ya era tarde y le oyó gritar y decir, mientras al fin le soltaba las manos:
—Anota un castigo para después de la cena.
Hablaba con Andrée y Jeanne que habían entrado con él y esperaban una a cada lado de la cama. Dicho esto, el hombre salió. Andrée recogió la almohada que estaba en el suelo y la manta que Pierre había dejado a los pies de la cama cuando entró para azotar a O, mientras Jeanne acercaba un carrito que había traído del corredor con café, leche, azúcar, pan, mantequilla y croissants.
—Come de prisa —dijo Andrée—. Son las nueve. Después podrás dormir hasta las doce y cuando oigas la llamada tendrás que prepararte para el almuerzo. Te bañarás y peinarás. Yo vendré a maquillarte y a ceñirte el corsé.
—No estarás de servicio hasta la tarde —dijo Jeanne—. En la biblioteca, para servir el café y los licores y alimentar el fuego.
—¿Y vosotras? —preguntó O.
—Ah, nosotras sólo hemos de cuidar de ti durante las primeras veinticuatro horas de tu estancia aquí. Después te dejaremos sola y no tendrás trato más que con los hombres. No podremos hablarte, ni tú a nosotras.
—Esperad —dijo O—, esperad un momento y decidme…
Pero no tuvo tiempo de terminar. La puerta se abrió. Era su amante y no estaba solo. Vestía como siempre cuando acababa de levantarse de la cama: pijama rayado y bata de lana azul con las vueltas de seda acolchada, la bata que habían comprado juntos un año antes. Sus zapatillas estaban rozadas. Habría que comprar otras. Las dos mujeres desaparecieron sin más ruido que el crujido de la seda cuando levantaron ligeramente la falda (todas las faldas se arrastraban un poco) pues sobre la alfombra las sandalias no hacían ruido. O, que sostenía una taza de café con la mano izquierda y un croissant con la otra, sentada en el borde de la cama con una pierna colgando y la otra replegada bajo el cuerpo, se quedó inmóvil. Bruscamente, la taza empezó a temblar y el croissant cayó al suelo.
—Recógelo —dijo René.
Fue su primera palabra. Ella dejó la taza en el carrito, recogió el croissant mordido y lo dejó al lado de la taza. Una gran miga de croissant quedó en la alfombra, al lado de su pie descalzo. René se agachó y la recogió. Se sentó a su lado, la derribó y la besó. Ella le preguntó si la amaba. Él le contestó.
—¡Ah! Te quiero.
Después se incorporó, la obligó a ponerse de pie y posó suavemente la palma fresca de sus manos y después sus labios a lo largo de las marcas de su cuerpo. O no sabía si podía mirar al otro hombre que había entrado con su amante y que estaba de espaldas a ellos, fumando, cerca de la puerta. Lo que siguió entonces no alivió su malestar.
—Ven, que te veamos —dijo su amante llevándola a los pies de la cama.
Al que lo acompañaba le dijo entonces que tenía mucha razón y le dio las gracias, añadiendo que era justo que él tomara a O el primero, si lo deseaba. El desconocido, al que ella seguía sin mirar, después de pasarle la mano por los senos y las caderas, le pidió que abriera las piernas.
—Obedece —le dijo René.
Éste la sostenía por detrás, apoyándola contra su pecho. Y, con la mano derecha, le acariciaba un seno y, con la izquierda, le asía un hombro. El desconocido se había sentado en el borde de la cama. Lentamente, tirándole del vello, le abrió los labios vaginales. René, cuando comprendió lo que el otro pretendía, la empujó hacia delante, para facilitárselo, mientras le pasaba el brazo derecho alrededor de la cintura, a fin de sujetarla más firmemente. Esta caricia que ella nunca aceptaba sin debatirse y sentirse abrumada por la vergüenza y a la que se sustraía en cuanto podía, tan aprisa que apenas tenía tiempo de notarla, y que le resultaba sacrílega porque le parecía un sacrilegio que su amante estuviera de rodillas cuando la que tenía que arrodillarse era ella, iba a tener que aceptarla por fuerza y se vio perdida. Porque, cuando los labios del desconocido se apoyaron en la protuberancia carnosa de la que parte la corola interior, gimió, bruscamente inflamada y cuando se apartaron, para dejar paso a la punta cálida de la lengua, se inflamó más todavía; gimió con más fuerza cuando volvió a sentir los labios; sintió que se endurecía la punta escondida, que entre los dientes y los labios un largo mordisco aspiraba y aspiraba, un largo y dulce mordisco bajo el cual ella jadeaba; perdió pie y se encontró tendida de espaldas, con la boca de René en su boca; él la sujetaba a la cama por los hombros mientras otras manos la tomaban por las pantorrillas y le levantaban las piernas. Sus propias manos, que tenía a la espalda (porque cuando René la empujó hacia el desconocido le unió las muñecas entre sí, enganchando los anillos de las pulseras), sus manos sintieron el roce del sexo del hombre que se acariciaba en el surco de su dorso, subía y golpeaba el fondo de la cavidad de su vientre. Al primer golpe, ella gritó, como bajo el látigo, y volvió a gritar a cada golpe y su amante le mordió la boca. El hombre se separó bruscamente y cayó al suelo como fulminado por el rayo, gritando a su vez. René desligó las manos a O, la levantó, la acostó y la cubrió con la manta. El hombre estaba levantándose y él lo llevó hasta la puerta. Súbitamente, O comprendió que estaba perdida, maldita. Había gemido bajo los labios del desconocido como nunca la hizo gemir su amante, había gritado bajo el golpe del miembro del desconocido como jamás la hizo gritar su amante. Estaba profanada y era culpable. Si él la abandonaba lo tendría merecido. Pero no; la puerta se cerró y él se quedó con ella, volvió, se tendió a su lado, bajo la manta, se deslizó en el interior de su vientre húmedo y ardiente y, abrazándola, le dijo: