Y las mujeres también, me dirán. Seguramente, pero en ellas el hecho no es visible. Ellas siempre pueden decir que no. ¡Qué decencia! Y, seguramente, de ahí proviene la opinión de que ellas son las más bellas de los dos y de que la belleza es femenina. Más bellas no estoy seguro. Si acaso, más discretas, menos aparentes, lo cual tiene un cierto tipo de belleza. Es la segunda vez que hablo de decencia a propósito de un libro en el que ésta no interviene demasiado…
Pero, ¿es cierto que no interviene? No estoy pensando en la decencia un poco insulsa, que se contenta con disimular; que huye de la piedra y niega que la vio moverse. Hay otra clase de decencia, la irreductible y pronta a castigar; la que humilla la carne con la suficiente energía para devolverle su integridad primera y, por la fuerza, la hace retroceder a los días en los que el deseo no se había declarado todavía y la roca no había cantado. Una decencia en cuyas manos es peligroso caer. Porque, para satisfacerla, hay que ofrecerse con las manos atadas a la espalda, las rodillas separadas, entre lágrimas y sudor.
Parece que estoy diciendo cosas espantosas. Es posible, pero el espanto es el pan nuestro de cada día. Tal vez los libros peligrosos son simplemente aquellos que nos exponen a nuestro peligro natural. ¿Qué enamorado no se asustaría si midiera un instante el alcance del juramento que hace, y no a la ligera, de entregarse para toda la vida? ¿Qué enamorada, si sopesara un segundo lo que quieren decir los «no supe lo que era el amor hasta que te conocí… Nunca me sentí conmovida antes de conocerte» que le vienen a los labios? O, incluso, las más serias — ¿más serias?—: «Quisiera ser castigada por haber sido feliz antes de conocerte.» Pues le toman la palabra. Ya va, por así decirlo, bien servida.
De modo que no faltan torturas en la
Historia de O
. No faltan los trallazos ni las marcas con hierro candente, sin hablar de la picota ni de la exposición en plena terraza. Casi tantas torturas como oraciones en la vida de los anacoretas. Y no menos cuidadosamente distinguidas y como numeradas, separadas unas de otras por piedrecitas. No siempre son torturas alegres, quiero decir infligidas con alegría. René se niega a hacerlo. Y Sir Stephen, si consiente en ello, lo hace como una obligación. Es evidente que ellos no se divierten. No tienen nada de sádicos. Es como si, desde el principio, fuera O quien pudiera ser castigada y acorralada.
Aquí no faltará el necio que hable de masoquismo. Ello sería agregar al verdadero misterio un misterio falso de lenguaje. ¿Qué quiere decir
masoquismo
? ¿Que el dolor es también placer y el sufrimiento, alegría? Puede que sí. Éstas son afirmaciones de las que los metafísicos hacen gran uso —como dicen también que toda presencia es ausencia y toda palabra silencio— y no niego (aunque no siempre las entiendo) que puedan tener su utilidad. Pero, en todo caso, es una utilidad que no se deriva de la simple observación, por lo tanto, que no es de la incumbencia del médico ni del simple psicólogo y mucho menos del necio. No, se me dirá. Se trata, sí, de un dolor, pero de un dolor que el masoquista sabe
transformar
en placer; de un sufrimiento del que, por una química secreta, él destila un puro placer.
¡Qué noticia! De este modo, los hombres habrían hallado al fin lo que tan asiduamente buscaban en la medicina, la moral, las filosofías y las religiones: el medio de evitar el dolor, o, por lo menos, de superarlo, de comprenderlo (aunque sólo fuera por ver en él el efecto de nuestra necedad o de nuestras faltas). Y, lo que es más, lo habrían hallado desde siempre, pues, a fin de cuentas, los masoquistas no datan de ayer. Y me asombra el que no se les hayan rendido mayores honores ni se haya espiado su secreto. Que no se les haya reunido en palacios, para observarlos mejor, encerrados en jaulas. Tal vez los hombres nunca se hagan preguntas cuyas respuestas no les hayan sido dadas ya en secreto. Tal vez bastaría ponerlos en contacto unos con otros, arrancarlos a su soledad (como si no existiera un deseo humano que fuera puramente quimérico). Pues bien, por lo menos, aquí tenemos la jaula y a esta mujer dentro de la jaula. No queda más que escucharla.
Ella dice: «Haces mal en asombrarte. Considera mejor tu amor. Se horrorizaría si comprendiera durante un solo instante que soy mujer y que estoy viva. Y no es olvidando las fuentes ardientes de la sangre como vas a cegarlas.
»Tus celos no te engañan. Es cierto que me haces feliz y más sana y mil veces más viva. Sin embargo, yo no puedo impedir que esta felicidad se vuelva inmediatamente contra ti. También la piedra canta más fuerte cuando la sangre está tranquila y el cuerpo, descansado. Prefiero que me mantengas en esta jaula, sin alimentarme casi, si te atreves. Todo lo que me acerca a la enfermedad y la muerte me hace fiel. Y es únicamente en los momentos en que me haces sufrir cuando no corro peligro. No debiste aceptar ser un dios para mí, si los deberes de los dioses te dan miedo, y todo el mundo sabe que los dioses no son blandos. Ya me has visto llorar. Ahora tienes que tomarle el gusto a mis lágrimas. ¿Acaso mi cuello no está precioso cuando se hincha y tiembla a pesar mío con el grito que contengo? Es una gran verdad que debe cogerse un látigo cuando se viene a vernos. Y más de una necesitaría, incluso, el gato de nueve colas.»
En seguida, agrega: « ¡Qué broma más tonta! Pero tú tampoco entiendes nada, ¿y si no te amase con locura, crees que iba a atreverme a hablar así y traicionar a mis semejantes?»
Y dice también: «Es mi imaginación, son mis sueños vagos lo que a cada instante te traicionan. Extenúame. Líbrame de estos sueños. Entrégame. Adelántate para que no tenga ni siquiera el tiempo de
imaginar
que te soy infiel. (Porque la realidad, en todo caso, preocupa menos.) Pero procura antes marcarme con tu número. Si llevo la marca de tu fusta o de tus cadenas, o esos anillos en mis labios, que sea evidente para todos que te pertenezco. Mientras me golpeen o me violen de tu parte, tú serás mi único pensamiento, mi único deseo, mi única obsesión. Es lo que tú querías, supongo. Pues bien, te amo y es también lo que quiero yo.
»Si de una vez por todas dejo de ser yo, si ni mi boca, ni mi vientre, ni mis senos me pertenecen, me convierto en una criatura de otro mundo en el que todo habrá cambiado de sentido. Tal vez llegue un día en que ya no sepa nada de mí. ¿Qué significa para mí el placer, qué significan las caricias de tantos hombres, enviados tuyos, a los que no distingo y que no puedo comparar contigo?»
Así es como ella habla. Yo la escucho y comprendo que no miente. Trato de seguirla (es la prostitución lo que durante mucho tiempo me confundió). Después de todo, puede que la túnica ardiente de las mitologías no sea una simple alegoría; ni la prostitución sagrada, una curiosidad histórica. Puede que las cadenas de las canciones ingenuas ni los «me muero de amor» sean simple metáfora. Ni lo que dicen las mujeres de la calle a su amante particular: «Te llevo dentro de la piel, puedes hacer de mí lo que tú quieras.» (Es curioso que, para desembarazarnos de un sentimiento que nos desconcierta, optemos por atribuirlo a los apaches o a las prostitutas.) Puede que Eloísa, cuando escribía a Abelardo: «Yo seré tu
fille de joie»
no se propusiera, simplemente, hacer una hermosa frase. Es indudable que la
Historia de O
es la más feroz carta de amor que haya recibido un hombre.
Me acuerdo de aquel holandés que debía errar por los océanos hasta que encontrara a la mujer que accediera a perder la vida para salvarlo; y del caballero Guiguemar que, para curar de sus heridas, esperaba que una mujer sufriera por él «lo que jamás sufrió mujer alguna». Sí, la
Historia de O
es más larga que una endecha y mucho más detallada que una simple carta. Tal vez haya que remontarse más atrás. Tal vez nunca haya sido tan difícil como hoy comprender sencillamente lo que dicen los chicos y las chicas de la calle, lo que decían, supongo, los esclavos de Barbados. Vivimos en un tiempo en el que las verdades más simples no tienen más recurso que ofrecérsenos desnudas (como O) bajo una máscara de lechuza.
Porque a veces se oye a personas que parecen normales, y hasta sensatas, hablar alegremente del amor como de un sentimiento ligero y sin consecuencias. Se dice que brinda no pocos placeres y que ese contacto de dos epidermis tiene su encanto. Se añade que el encanto o el placer pudo ser gozado plenamente por quien sabe respetar del amor su fantasía, su capricho y su libertad natural. Por mí, no hay inconveniente y si tan fácil es para dos personas de distinto sexo (o de igual sexo) darse mutua satisfacción, felicidades y la enhorabuena, harían muy mal en complicarse la vida. Pero hay en todo esto una o dos palabras que me preocupan: la palabra
amor
y también la palabra
libertad
. Es evidente que se contradicen. El amor es depender —y no sólo para el placer, para la misma existencia y para eso que viene antes que la existencia: las ganas de existir— de mil y una cosas extrañas: de unos labios (y de la mueca o la sonrisa que formen), de un hombro (y de su manera de encogerse), de unos ojos (de una mirada suave o fría), en definitiva, de todo un cuerpo ajeno, con el espíritu o el alma que lo habite, de un cuerpo que a cada instante puede hacerse más deslumbrante que el sol o más helado que una llanura nevada. No resulta agradable pasar por ahí, y no me hagan ustedes reír con sus suplicios. Tiemblas cuando ese cuerpo se agacha para abrochar la hebilla de un zapato y te parece que todos te ven temblar. ¡Antes el látigo y los anillos en tu carne! En cuanto a la libertad… Cualquier hombre o cualquier mujer que haya pasado por eso, antes sentirá deseos de gritar contra ella, de desatarse en insultos, de proferir horrores. No; no faltan los horrores en la
Historia de O
. Pero a veces me parece que, más que una mujer, es una idea, una manera de pensar, una opinión lo que aquí se lleva al suplicio.
Es extraño, pero la felicidad en la esclavitud pasa hoy en día por ser una idea nueva. Ya no existe el derecho de vida y de muerte en las familias, ni los castigos corporales y las novatadas en los colegios, ni correctivos conyugales en los matrimonios y hoy se deja pudrir tristemente en los calabozos a los hombres que en otros siglos morían orgullosamente en las plazas públicas, decapitados. Hoy ya no infligimos más torturas que las anónimas e inmerecidas. Aunque también son mil veces más atroces. Ahora son los habitantes de toda una ciudad los que se asan de una sola vez en un bombardeo. El excesivo mimo del padre, del maestro o del amante se paga con la lluvia de bombas, la rociada de napalm o la explosión del átomo. Es como si en el mundo existiera cierto equilibrio misterioso de la violencia por la que nosotros hubiéramos perdido el gusto y hasta el sentido. Y no me importa que sea una mujer quien los recobre. Ni siquiera me extraña.
A decir verdad, yo no me hago sobre las mujeres tantas ideas como suelen hacerse los hombre Me sorprende que las haya. Más que sorprenderme me maravilla. De ahí viene que ellas me parezcan maravillosas y las envidie. ¿Y qué envidio, realmente?
En ocasiones, siento nostalgia de mi niñez. Pero lo que echo de menos no son las sorpresas ni la revelación de que hablan los poetas. No. Recuerdo una época en la que me sentía responsable de toda la tierra. Era unas veces campeón de boxeo; otras cocinero, orador político (sí), general, ladrón y hasta piel roja, árbol o roca. Me dirán que era un juego. Sí, podría serlo para ustedes, las personas mayores, pero no para mí, en absoluto. Era entonces cuando tenía el mundo en la mano, con todos los quebraderos de cabeza y los peligros que ello supone: entonces era yo universal.
Y aquí quería llegar.
Porque a las mujeres les es dado parecerse durante toda la vida a los niños que fuimos. Una mujer puede hacer mil cosas que a mí se me escapan. En general, sabe coser. Sabe guisar. Sabe amueblar una casa y cuáles son los estilos que no se dan de bofetadas (no digo que haga estas cosas a la perfección, pero yo tampoco era un piel roja intachable). Y sabe muchas otras cosas. Se encuentra a gusto con los perros y los gatos; habla con esos medios locos, los niños, con los que convivimos: les enseña cosmología y buenos modales, higiene y cuentos de hadas y, a veces, incluso piano. En suma, nosotros desde la niñez no hacemos más que soñar con un hombre que fuera todos los hombres a la vez. Pero parece a cada mujer le ha sido dado ser todas las (y todos los hombres) a la vez. Hay algo más curioso todavía.
En nuestros días, se oye decir que basta comprender para perdonar. Pues bien, a mí me ha parecido siempre que para las mujeres —por más universales que sean— es al revés. He tenido muchos amigos que me aceptaban tal como soy y a los que yo aceptaba tal como eran, sin el menor deseo de transformarnos los unos a los otros. Incluso me alegraba —y ellos se alegraban también— de que cada cual tuviera su personalidad. Pero no hay una sola mujer que no trate de cambiar al hombre a quien ama y cambiarse ella al mismo tiempo. Como si el proverbio fuera mentira y bastara comprender para no perdonar.
No; Pauline Réage no se perdona mucho. Y, a decir verdad, a veces me pregunto si no exagera un poco; si las mujeres, sus semejantes, son tan semejantes a ella como ella supone. Pero más de un hombre le concederá esto de buen grado.
¿Hemos de lamentar la pérdida del cuaderno de Barbados? A fuer de sincero, temo que el bueno del anabaptista que lo redactó lo llenara, en su parte apologética, de lugares comunes bastante insulsos: por ejemplo, que siempre habrá esclavos (por lo menos, eso es lo que puede observarse); que siempre serán los mismos (lo cual puede discutirse); que cada cual debe resignarse a su estado y no perder con recriminaciones un tiempo que podría dedicarse a juego, a la meditación y a los placeres de costumbre. Etcétera. Pero supongo que no dijo la verdad: que los esclavos de Glenelg estaban enamorados de su amo, que no podían prescindir de él ni de su esclavitud. Después de todo, la misma verdad que infunde a la
Historia de O
su rotundidad, su inconcebible decencia y ese vendaval fanático que no deja de soplar.
Pauline Réage
Un día, su amante lleva a O a dar un paseo por un lugar al que no van nunca, el parque Montsouris y el parque Monceau. Junto a un ángulo del parque, en la esquina de una calle en la que no hay estación de taxis, después de pasear por el parque y de haberse sentado al borde del césped, ven un coche con contador, parecido a un taxi.