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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

Historia de O (11 page)

BOOK: Historia de O
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—Eres fácil, O —le dijo—. Quieres a René, pero eres fácil. ¿Se da cuanta René de que te gustan todos los hombres que te desean y que, al enviarte a Roissy y entregarte a otros, te da la coartada para justificar tu propia facilidad?

—Amo a René —respondió O.

—Amas a René, pero yo te gusto, entre otros —insistió Sir Stephen.

Sí, le gustaba; pero, ¿cambiaría René cuando se enterase? Ella no pudo sino callar y bajar los ojos. Mirar a Sir Stephen hubiera sido una confesión. Sir Stephen se inclinó entonces sobre ella y, tomándola por los hombros, la hizo deslizarse sobre la alfombra. O se encontró tendida de espaldas, con las piernas en alto y dobladas sobre el cuerpo. Sir Stephen, que se había sentado en el sofá, en el lugar en el que hacía un instante estaba apoyada ella, le cogió la rodilla derecha y la atrajo hacia sí. Como ella estaba de cara a la chimenea, la luz del fuego, muy próximo, iluminaba violentamente el doble surco de su vientre y de su dorso. Sin soltarla, Sir Stephen le ordenó bruscamente que se acariciara sin juntar las piernas. Ella, impresionada, alargó dócilmente la mano derecha hacia su vientre y bajo sus dedos, sintió, ya libre del vello que la protegía, ardiente ya, la arista de carne en la que convergían los frágiles labios de su vientre. Pero entonces dejó caer la mano y balbuceó:

—No puedo.

No podía, en efecto. Nunca se había acariciado más que furtivamente en la oscuridad, en su cama tibia, cuando dormía sola, sin buscar nunca el placer hasta el final. Pero, a veces, lo sentía más tarde, en sueños y se despertaba desilusionada de que hubiera sido tan vivo y tan fugaz al mismo tiempo. La mirada de Sir Stephen insistía. Ella no pudo sostenerla y, después de repetir, «no pudo», cerró los ojos. Lo que ella volvía a ver sin poder ahuyentarlo y le producía la misma náusea que cada vez que lo presenciaba cuando tenía quince años, era la imagen de Marion tumbada en la butaca de cuero de una habitación de hotel, con una pierna sobre uno de los brazos de la butaca y la cabeza apoyada en el otro, acariciándose delante de ella y gimiendo. Marion le dijo que un día, cuando estaba acariciándose así en su despacho, la sorprendió el jefe de su departamento. O recordaba el despacho de Marion, una habitación desnuda, con las paredes verde pálido, con luz del norte filtrándose a través de unos cristales polvorientos. No había más que una butaca destinada a las visitas, colocada frente a la mesa.

—¿Echaste a correr? —le preguntó O.

—No —respondió Marion—. El me pidió que volviera a empezar, pero cerró la puerta con llave, me quitó el slip y volvió la butaca hacia la ventana.

O se sintió admirada ante el valor de Marion, y también horrorizada y se negó ferozmente a acariciarse delante de Marión y juró que nunca, nunca se acariciaría delante de nadie. Marion se echó a reír y le dijo:

—Ya verás cuando te lo pida tu amante.

René nunca se lo pidió. ¿Lo hubiera obedecido? Ah, seguramente, pero con qué terror de ver asomar a los ojos de René el mismo asco que había sentido ella delante de Marion. Lo cual era absurdo. Y más absurdo todavía con Sir Stephen. ¿Qué le importaba a ella el asco de Sir Stephen? No; no podía. Por tercera vez, murmuró:

—No puedo.

Aunque lo dijo muy bajo, él lo oyó, la soltó, se levantó, se cerró la bata y ordenó a O que se pusiera en pie.

—¿Es ésa tu obediencia? —preguntó. Luego, con la mano izquierda le sujetó las muñecas y con la derecha la abofeteó. Ella se tambaleó y hubiera caído al suelo de no sostenerla él.

—Ponte de rodillas para escucharme —le dijo—. Me parece que René te ha educado muy mal.

—Yo obedezco siempre a René —balbuceó ella.

—Tú confundes el amor con la obediencia. A mí me obedecerás sin amarme y sin que yo te ame.

Entonces ella sintió una extraña sublevación y en silencio, en su interior, negó las palabras que estaba oyendo, renegó de sus promesas de sumisión y de esclavitud, de su consentimiento, de su propio deseo, de su desnudez, de su sudor, del temblor de sus piernas y del cerco de sus ojos. Ella se debatió, apretando los dientes con rabia cuando, después de obligarla a doblarse, prosternada, con los codos en el suelo y la cabeza entre los brazos, la levantó por las caderas y la forzó por detrás para desgarrarla, como René había dicho que la desgarraría. La primera vez, ella no gritó. Él repitió el acto con mayor brutalidad y entonces ella gritó. Y, cada vez que él se retiraba y volvía, es decir, cada vez que él decidía hacerla gritar, ella gritaba. Gritaba tanto de rabia como de dolor, y él no se engañaba. Cuando hubo terminado y, después de hacerla levantarse, iba a despedirse de ella, le dijo que lo que él había derramado en ella iría saliendo poco a poco, mezclado con la sangre de la herida que le había abierto y que aquella herida la quemaría hasta que su dorso se hubiera hecho a él, mientras tuviera que forzarlo. No iba a privarse de aquella vía que René le reservaba y ella no debía esperar que tuviera contemplaciones. Le recordó que había consentido en ser esclava de René y suya, pero dijo también que no creía que ella supiera a lo que se había comprometido. Cuando se enterara, ya sería demasiado tarde para escapar. O, mientras le escuchaba, se decía que acaso fuera también demasiado tarde para él. Iba a tardar tanto en reducirla que al fin acabaría por enamorarse de su obra. Porque toda su resistencia interior y aquella tímida negativa que se atrevía a manifestar no tenía más motivo que éste: ella quería existir para Sir Stephen, por poco que fuera, como existía para René, y que él sintiera por ella algo más que deseo. Y no porque le quisiera, sino porque se había dado cuenta de que René amaba a Sir Stephen con ese apasionamiento de los muchachos por el hermano mayor y estaba segura de que, para dar satisfacción a Sir Stephen, estaría dispuesto a sacrificarla a ella. Intuía que calcaría su actitud sobre la de él y que si Sir Stephen le demostraba desprecio, René, aunque la amara, sería contaminado por aquel desprecio como nunca lo estuviera, ni por asomo, por la actitud de los hombres de Roissy. Y es que, en Roissy, él era su dueño y la actitud de los demás dependía de la suya. Ahora el dueño no era él, sino todo lo contrario. Sir Stephen era el dueño de René, sin que éste acabara de advertirlo. Es decir, que René lo admiraba y quería imitarlo a rivalizar con él. Por eso lo compartía todo con él y por eso le había entregado a O. Esta vez, era evidente que había sido entregada definitivamente. René seguiría amándola en la medida en que a Sir Stephen le pareciera que merecía la pena y en la medida en que él la amara a su vez. Ahora estaba claro que Sir Stephen sería su dueño y, a pesar de lo que pudiera creer René, su único dueño, en la misma relación que existe entre amo y esclavo. Ella no esperaba compasión pero, ¿no podría llegar a arrancarle un poco de amor? Recostado en el gran butacón que ocupaba junto al fuego antes de que se fuera René, la dejó desnuda, de pie delante de él, después de ordenarle que esperase sus órdenes. Ella esperó sin decir palabra. Luego, él se levantó y le dijo que lo siguiera. Aún desnuda, con sus sandalias de tacón alto y sus medias negras, ella subió detrás de él la escalera que partía del descansillo de la planta baja y entró en una pequeña habitación, tan pequeña que no había sitio más que para una cama en un rincón y un tocador y una silla entre la cama y la ventana. Aquella pequeña habitación se abría a otra habitación mayor que era la de Sir Stephen y las dos comunicaban con el mismo cuarto de baño. O se lavó y se secó —la toalla se manchó un poco de rosa—, se quitó las sandalias y las medias y se acostó entre las sábanas frías. Las cortinas de la ventana estaban descorridas, pero, fuera, la oscuridad era total. Antes de cerrar la puerta de comunicación, estando O ya en la cama, Sir Stephen se acercó a ella y le besó la punta de los dedos, como hizo en el bar cuando ella bajó del taburete y él le hizo aquel cumplido sobre su anillo de hierro. De modo que había hundido en ella las manos y el pene, le había lastimado la boca y la espalda y no se dignaba posar sus labios más que sobre la punta de sus dedos. O estuvo llorando y no se durmió hasta el amanecer.

Al día siguiente, poco antes de mediodía, el chófer de Sir Stephen llevó a O a su casa. Se despertó a las diez; una vieja mulata le preparó el baño y le dio su ropa, pero con excepción de su chaqueta, sus guantes y su bolso, los cuales ella encontró sobre el sofá del salón cuando bajó. El salón estaba vacío y las persianas y las cortinas, abiertas. Frente al sofá, se veía un jardín estrecho y verde como un acuario, lleno únicamente de hiedra, acebo y bonetero. Cuando se ponía la chaqueta, la mulata le dijo que Sir Stephen había salido y le había dejado una carta. En el sobre, sólo su inicial. En el pliego, dos líneas: «René ha llamado para decir que irá a recogerte al estudio a las seis»; y, por firma, una S. Posdata: «La fusta es para tu próxima visita.» O miró en derredor. Encima de la mesa, colocada entre las dos butacas en las que se habían sentado Sir Stephen y René, al lado de un florero de rosas amarillas, había una larga y fina fusta de cuero. La criada la esperaba en la puerta. O se guardó la carta en el bolsillo y salió.

De manera que René había llamado a Sir Stephen y no a ella. Una vez en casa, después de quitarse la ropa y almorzar, envuelta en su bata, aún tuvo tiempo de maquillarse y peinarse cuidadosa mente y vestirse para ir al estudio, donde debía estar a las tres. El teléfono no sonó. René no llamaba. ¿Por qué? ¿Qué le habría dicho Sir Stephen? ¿En qué términos habían hablado de ella? Recordó las palabras con que con tanta naturalidad habían comentado delante de ella la comodidad de su cuerpo con relación a las exigencias del de ellos. Tal vez fuera que ella no estaba acostumbrada a aquel vocabulario, en inglés; pero los únicos términos franceses que le parecían equivalentes eran de una bajeza absoluta. Aunque, si ella había pasado por tan tas manos como las prostitutas de los burdeles, ¿por qué iban a tratarla de otro modo?

«Te quiero, René, te quiero —repetía en voz baja en la soledad de su habitación—. Te quiero, haz de mí lo que tú quieras, pero no me dejes, Dios mío, no me dejes.»

¿Quién se apiada del que espera? Se le reconoce fácilmente: por su mansedumbre, por su mirada atenta, pero, con una atención falsa, atentos a otra cosa que lo que están mirando: a la ausencia. Durante tres horas, en el estudio en el que aquella tarde posaba con sombreros una maniquí pelirroja y llenita a la que O no conocía, estuvo ausente, ensimismada, martirizada por la prisa y por la angustia. Llevaba blusa y enagua de seda roja, falda escocesa y chaqueta de ante. El rojo de la blusa, bajo su chaqueta entreabierta, hacía todavía más pálida su cara y la maniquí pelirroja le dijo que tenía un aire fatal. « ¿Fatal para quién?», se preguntó O. Dos años atrás, antes de conocer y amar a René, se hubiera jurado fatal para Sir Stephen. Ya verá. Pero su amor por René y el amor de René por ella le habían quitado todas sus armas y, lejos de darle nuevas pruebas de su poder, le habían arrebatado las que tenía. Antes era indiferente y veleidosa, le divertía tentar con una palabra o con un ademán a los hombres que estaban enamorados de ella, pero sin concederles nada, entregándose por capricho, una vez, una sola, para recompensarles y también para inflamar más aún y hacer más cruel una pasión que ella no compartía. Estaba segura de que la amaban. Uno trató de suicidarse; cuando volvió de la clínica, curado, ella fue a su casa, se desnudó delante de él y, prohibiéndole que la tocara, se tendió en su diván. Lívido de deseo y de sufrimiento, él la contempló durante dos horas en silencio, petrificado por la palabra dada. Ella no quiso volver a verlo. Y no es que tomara a la ligera el deseo que inspiraba. Lo comprendía o creía comprenderlo tanto mejor por cuanto que ella sentía un deseo análogo (así lo creía) por sus amigas o por mujeres desconocidas. Unas cedían y ella las llevaba a hoteles discretos, de pasillos estrechos y tabiques transparentes a todos los ruidos; otras la rechazaban con horror. Pero lo que ella creía ser deseo no era más que afán de conquista, y sus modales de chico malo, ni el hecho de que hubiera tenido varias amantes —si se les puede llamar amantes—, ni su dureza, ni su valentía le sirvieron de nada cuando conoció a René. En ocho días conoció el miedo, así como también la seguridad, la angustia y también la felicidad. René se lanzó sobre ella como un pirata sobre una cautiva y ella se dejó cautivar con deleite, sintiendo en las muñecas, en los tobillos, en todos sus miembros, en lo más íntimo de su corazón y de su cuerpo unos lazos más invisibles que los más finos cabellos, pero más fuertes que los cables con que los liliputienses ataran a Gulliver, que su amante ataba y desataba con una mirada. ¿Que no era libre? Ah, gracias a Dios, no lo era. Pero se sentía ligera, una diosa sobre las nubes, un pez en el agua, colmada de felicidad. Colmada porque aquellos finos cabellos, aquellos cables que René sostenía en la mano era el único sistema por el que circulaba su flujo vital. De manera que cuando René la soltaba —o ella imaginaba que la soltaba—, cuando parecía ausente o se alejaba con un aire que a O le parecía de indiferencia, o cuando pasaba varios días sin verla y sin contestar a sus cartas y ella creía que no quería volver a verla o que ya no la amaba, le parecía que se ahogaba. La hierba se tornaba negra, el día ya no era el día ni la noche la noche, sino máquinas infernales que hacían alternar la luz y la oscuridad para mortificarla. El agua clara le daba náuseas. Se sentía estatua de ceniza, acre, inútil y condenada como las estatuas de sal de Gomorra. Porque era culpable. Aquellos que aman a Dios y a los que Dios abandona en la oscuridad son culpables porque han sido abandonados. Buscan sus faltas en su memoria. Ella buscaba las suyas. No encontraba más que insignificantes complacencias, más de disposición que de obra, por los deseos que despertaba en los demás hombres a los que no prestaba atención sino en la medida en que la felicidad que le daba el amor de René, la certeza de pertenecer a René, la colmaba, y en el abandono en el que ella se entregaba a él, la hacía invulnerable, irresponsable y a todos sus actos, intrascendentes. Pero, ¿qué actos? Porque no se reprochaba sino pensamientos y tentaciones fugaces. Sin embargo, seguro que era culpable y que, sin querer, René la castigaba por una falta que no conocía (puesto que era interior) pero que Sir Stephen había descubierto al instante: la facilidad. O se alegraba de que René la hiciera azotar y la prostituyera porque su apasionada sumisión daba a su amante la prueba de su entrega, pero también porque el dolor y la vejación del látigo y el ultraje que le infligían los que la forzaban al placer cuando la poseían y gozaban sin tener en cuenta si ella gozaba o no, le parecían el medio de conseguir la redención de su falta. Hubo abrazos que le parecieron inmundos, manos que fueron sobre sus senos un insulto insoportable, bocas que aspiraron sus labios y su lengua como fláccidas e innobles sanguijuelas, y lenguas y miembros, bestias viscosas que al acariciarse en su boca cerrada, en el surco apretado con todas sus fuerzas de su vientre y de su dorso, la tensaban de rebeldía hasta que el látigo la reducía, pero a los que al fin se abría con un asco y un servilismo abominables. Pero, ¿y si, a pesar de todo, Sir Stephen tenía razón? ¿Y si su envilecimiento le fuera grato? Entonces, cuanto mayor fuera su bajeza, más misericordioso sería René al consentir en hacer de O el instrumento de su placer. Cuando era niña, leyó, en letras rojas sobre la pared blanca de una habitación en la que se alojó durante dos meses en el País de Gales, un texto bíblico de los que suelen inscribir los protestantes en sus casas: «Es terrible caer entre las manos del Dios vivo.» «No —se decía ella ahora—, no es verdad. Lo terrible es ser rechazado por las manos del Dios vivo.» Cada vez que René demoraba la hora de verla, como había hecho aquel día, y tardaba —porque ya habían pasado las seis, y las seis y media—, O se sentía acosada por la locura y la desesperación, y en vano. La locura para nada y la desesperación para nada. Nada era cierto. René llegaba, estaba a su lado, no había cambiado, la quería, pero le habían entretenido un consejo de administración o un trabajo suplementario y no había podido avisarla. O salía entonces bruscamente de su cámara asfixiante. Sin embargo, cada uno de aquellos accesos de terror dejaba en su interior un sordo presentimiento, un aviso de desgracia: porque también podía olvidar advertirla si lo que le retenía era una partida de golf o de bridge o tal vez otra cara, porque él quería a O, pero era libre porque estaba seguro de ella y podía sentirse ligero, ligero. ¿No llegaría un día de muerte y cenizas, en el que la locura resultaría realidad y la cámara de gas no volvería a abrirse? Ah, que dure el milagro, que no pierda la gracia, ¡René, no me dejes! O no veía, se negaba a ver cada día más allá del día siguiente o el otro, cada semana más allá de la semana siguiente. Y cada noche pasada con René era para siempre.

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