—O, Eric se ha enamorado locamente de ti —le dijo—. Esta mañana ha venido a suplicarme que te dé la libertad y a decirme que quiere casarse contigo. Quiere salvarte. Ya ves lo que te hago si eres mía, O, y si eres mía no puedes negarte, pero ya sabes que en todo momento puedes negarte a ser mía. Así se lo he dicho. Volverá a las tres.
O se echó a reír.
—¿No es ya un poco tarde para eso? —preguntó—. Los dos están locos. Si Eric no hubiera venido esta mañana, ¿qué habríamos hecho usted y yo esta tarde? ¿Habríamos salido a pasear? Pues vámonos a pasear. ¿O usted no me habría llamado? Entonces me marcho…
—No —dijo Sir Stephen—; te hubiera llamado, O, pero no para salir a pasear. Quería…
—Siga.
—Ven. Así será más fácil.
Se levantó y abrió una puerta situada en la pared frente a la chimenea, simétrica a la de entrada al despacho. O siempre había creído que era una puerta de armario, condenada. Vio un pequeño gabinete recién pintado y tapizado de seda granate, la mitad del cual estaba ocupado por un estrado redondeado con dos columnas, idéntico al estrado de Samois.
—Las paredes y el techo están forrados de corcho, la puerta acolchada y hay doble ventana, ¿no?
Sir Stephen movió afirmativamente la cabeza.
—¿Y desde cuándo…?
—Desde que regresaste.
—Entonces, ¿por qué…?
—¿Por qué he esperado hasta hoy? Porque esperaba que pasaras por otras manos además de las mías. Ahora te castigaré por ello. Nunca te he castigado, O.
—Soy suya —dijo O—. Castígueme. Cuando venga Eric…
Una hora después, al ver a O grotescamente esparrancada entre las dos columnas, el joven palideció, balbuceó y desapareció. O pensaba no volver a verle. Lo encontró en Roissy, a finales de setiembre, donde la exigió tres días seguidos y la maltrató salvajemente.
O no acertaba a comprender que hubiera habido un tiempo en el que dudara en hablar a Jacqueline de lo que René, acertadamente, llamaba su verdadera condición. Ya le había dicho Anne-Marie que cuando saliera de su casa habría cambiado. Pero ella no creía que pudiera cambiar tanto. Le parecía perfectamente natural, con Jacqueline otra vez en casa, más radiante y más fresca que nunca» no esconderse ya para bañarse ni para vestirse- De todos modos, Jacqueline prestaba tan poca atención a todo aquello que no fuera ella misma, que hasta dos días después de su llegada, al entrar de improviso en el cuarto de baño en el momento en que O, al salir de la bañera, hizo tintinear en el esmalte del borde los hierros de su vientre, no reparó en el disco que colgaba entre las piernas de O ni en las marcas de los latigazos que le cruzaban los muslos y los senos.
—¿Qué tienes ahí? —le preguntó.
—Ha sido Sir Stephen —respondió O. Y añadió, como si fuera lo más natural—: René me entregó a él y él me ha hecho poner una placa con su nombre. Mira.
Mientras se secaba con el albornoz, se acercó a Jacqueline quien, de la impresión, se sentó en el taburete lacado, para permitirle tocar el disco y leer la inscripción. Después, se quitó el albornoz, se volvió y señaló con la mano la S y la H que tenía grabadas en las nalgas:
—También me hizo marcar con sus iniciales. Lo demás son golpes de fusta. Generalmente, me azota él mismo; pero hay veces en que me hace azotar por su criada negra.
Jacqueline la miraba sin pronunciar palabra. O se echó a reír y fue a darle un beso. Jacqueline, asustada, la rechazó y huyó hacia el dormitorio. O acabó de secarse tranquilamente, se perfumó y se cepilló el pelo. Se puso el ceñidor, las medias y las chinelas y cuando, a su vez, entró en el dormitorio, su mirada se tropezó en el espejo con la de Jacqueline que estaba peinándose sin darse cuenta de lo que hacía.
—Apriétame el ceñidor —le dijo—. Parece que te asombra. ¿No te lo ha contado René, a pesar de estar enamorado de ti?
—No lo entiendo —dijo Jacqueline. Y, revelando de entrada qué era lo que más la sorprendía, añadió—: Pareces estar orgullosa. No lo entiendo.
—Cuando René te lleve a Roissy lo comprenderás. ¿Ya te acuestas con él?
Una oleada de sangre invadió la cara de Jacqueline que movió negativamente la cabeza con tan poca naturalidad que O volvió a echarse a reír.
—Mientes, querida. Eres estúpida. Tienes perfecto derecho a acostarte con él. Pero ése no es motivo para que me rechaces. Deja que te acaricie. Te hablaré de Roissy.
¿Temía Jacqueline que O le hiciera una violenta escena de celos y cedió porque se sentía aliviada, o fue por curiosidad, para obtener explicaciones de O, o, simplemente, porque le gustaban la paciencia, la lentitud y la pasión con que O la acariciaba? Lo cierto es que cedió.
—Cuenta —dijo después a O.
—Sí; pero antes bésame la punta de los senos. Ya es hora de que empieces a acostumbrarte, si quieres servir de algo a René.
Jacqueline obedeció y obedeció tan bien que hizo gemir a O.
—Cuenta —insistió.
Por fiel y claro que fuera el relato de O y pese a que ella misma era prueba material de cuanto decía, a Jacqueline le pareció delirante.
—¿Y vas a volver en setiembre? —le preguntó.
—Cuando regresemos del Mediodía. Yo misma te llevaré. O te llevará René.
—Ya me gustaría verlo —dijo Jacqueline—. Pero verlo nada más.
—Desde luego. Es posible —dijo O que estaba convencida de lo contrario; pero se decía que si ella podía convencer a Jacqueline para que cruzara la verja de Roissy, Sir Stephen se lo agradecería. Después, bastarían los criados, las cadenas y los látigos para enseñarla a obedecer. Ella sabía ya que en la casa que Sir Stephen había alquilado cerca de Cannes donde ella debía pasar el mes de agosto con René, Jacqueline y con él y también con la hermana menor de Jacqueline que ésta había pedido permiso para llevar consigo —no porque quisiera hacerle un favor, sino porque su madre la atosigaba para que convenciera a O— sabía que la habitación que ella ocuparía y en la que Jacqueline no podría negarse a dormir por lo menos la siesta, cuando René no estuviera, estaba separada de la habitación de Sir Stephen por un tabique que parecía macizo y no lo era, sino que consistía en un enrejado calado y bastaba levantar una cortina para ver y oír lo que ocurría al otro lado con la misma claridad como si estuviera uno de pie al lado de la cama. Jacqueline estaría expuesta a la mirada de Sir Stephen mientras O la acariciaba y cuando se enterase ya sería demasiado tarde. O se complacía en pensar que traicionaría a Jacqueline, pues se sentía insultada al ver que Jacqueline despreciaba aquella condición de esclava marcada y azotada, de la que O tan orgullosa se sentía.
O nunca había estado en el Mediodía. El cielo azul y fijo, el mar que apenas se movía, los pinos inmóviles bajo el sol, todo le pareció hostil y mineral.
—No son árboles de verdad —decía tristemente mirando los aromáticos bosques llenos de jaras y madroños, en los que todas las piedras y hasta los líquenes estaban tibios al tacto.
—El mar no huele a mar —decía también.
Le reprochaba que no escupiera más que alguna que otra alga amarillenta parecida al estiércol de caballo, que fuera demasiado azul y que lamiera la orilla siempre en el mismo sitio. Pero en el jardín de la casa, que era una antigua granja remozada, se estaba lejos del mar. A derecha e izquierda, unas tapias altas protegían de los vecinos; el ala de la servidumbre daba al patio de entrada, en la otra fachada y la fachada del jardín en la que estaba la habitación de O que se abría directamente a una terraza situada en el primer piso, estaba orientada al Este. La copa de unos grandes laureles negruzcos rozaba las tejas árabes que servían de parapeto a la terraza. Un encañizado la protegía del sol de mediodía y las baldosas rojas del suelo eran iguales a las de la habitación. Salvo la pared que separaba la habitación de O de la de Sir Stephen —y era la pared de una gran alcoba delimitada por un arco y separada del resto de la habitación por una especie de barrera parecida a la barandilla de una escalera, de madera torneada—, las restantes estaban encaladas. Las gruesas alfombras blancas extendidas sobre las baldosas eran de algodón y las cortinas, de lienzo amarillo y blanco. Había dos butacas cubiertas de la misma tela y colchones camboyanos azules, plegadas en tres. Completaban el mobiliario una hermosa cómoda de nogal estilo Regencia y una mesa campesina larga y estrecha, de madera clara, encerada, brillante como un espejo. O colgaba su ropa en un ropero. La cómoda le servía de tocador. A la pequeña Natalie la habían instalado cerca de la habitación de O y por las mañanas, a la hora en que sabía que O tomaba su baño de sol en la terraza, iba a reunirse con ella y se tumbaba a su lado. Era una muchachita muy blanca, de miembros redondeados y, sin embargo, esbelta, con ojos rasgados como los de su hermana, aunque negros y brillantes, que le daban aspecto de china. Su negro cabello estaba cortado formando un espeso flequillo y en línea recta, a ras de la nuca, detrás. Tenía unos senos pequeños, firmes y trémulos y unas caderas de niña, apenas curvadas. También ella vio a O por sorpresa, al salir corriendo a la terraza donde creía encontrar a su hermana. O estaba sola, tendida boca abajo en uno de los colchones. Pero lo que repugnaba a Jacqueline a ella le hizo sentir envidia y deseo. Interrogó a su hermana. Las respuestas con que Jacqueline creía escandalizarla, al contarle todo lo que O le había referido, no hicieron cambiar los sentimientos de Natalie, sino al contrario. Se había enamorado de O. Consiguió callarlo durante más de una semana, hasta un domingo por la tarde, en que se las ingenió para quedarse a solas con O.
Hacía menos calor que de costumbre. René, que había estado nadando durante parte de la mañana, dormía en el sofá de una habitación fresca de la planta baja. Jacqueline, molesta al ver que prefería dormir, se reunió con O en su alcoba. El mar y el sol la habían dorado todavía más: su cabello, sus cejas, sus pestañas, el vello del vientre y las axilas parecían espolvoreados de plata y, como no iba en absoluto maquillada, sus labios tenían el mismo tono rosado que la carne del surco de su vientre. Para que Sir Stephen —cuya presencia invisible, se decía O, ella hubiera adivinado, presentido, percibido, de haber estado en el lugar de Jacqueline—, para que Sir Stephen pudiera verla bien, O procuró levantarle las piernas varias veces y mantenérselas abiertas a plena luz: la lámpara de la mesita de noche estaba encendida. Los postigos estaban cerrados y la habitación, casi a oscuras, pese a las rayas de luz que se filtraban a través de las rendijas de la madera. Jacqueline gimió más de una hora con las caricias de O y, al fin, con los senos erguidos, los brazos levantados, apretando los barrotes de la cabecera de la cama estilo italiano, empezó a gritar cuando O, separando los lóbulos orlados de pálido vello, mordió lentamente la cresta de carne sobre la que se unían, entre los muslos, los finos y suaves labios. O la sentía arder, rígida bajo su lengua y la hizo gritar sin pausa hasta que se distendió bruscamente, con todos los resortes rotos, húmeda de placer. Luego, la envió a su habitación, donde se durmió; pero estaba ya despierta y arreglada cuando, a las cinco, René fue a buscarla para salir al mar con Natalie en un pequeño bote de vela, como solían hacer a última hora de la tarde, aprovechando la suave brisa que entonces se levantaba.
—¿Dónde está Natalie? —preguntó René.
Natalie no estaba en su habitación ni en la casa. La llamaron por el jardín. René se acercó al bosque de encinas que se extendía a continuación del jardín. Nadie contestó.
—Seguramente, ya estará en la cala —dijo René—. O en el bote.
Se fueron sin volver a llamarla. Fue entonces cuando O, que estaba tumbada en una hamaca en la terraza, vio a través de la balaustrada a Natalie que corría hacia la casa. Se levantó y se puso la bata, pues hacía aún mucho calor y estaba desnuda. Se anudaba el cinturón cuando entró Natalie hecha una furia y se arrojó sobre ella.
—¡Ya se fue! ¡Por fin se fue! —gritó—. Le he oído. O, os he oído a las dos. Estuve escuchando detrás de la puerta. Tú la besas y la acaricias. ¿Por qué no me acaricias a mí? ¿Por qué no me besas? ¿Es porque soy morena y no soy bonita? Ella no te quiere, O, y yo sí. —Y se echó a llorar.
«Ah, vamos», se dijo O. Hizo sentar a la niña en un sillón y sacó de la cómoda un pañuelo grande. (Era de Sir Stephen.) Cuando los sollozos de Natalie se hubieron calmado un poco, le enjugó las lágrimas. Natalie le pidió perdón y le besó las manos.
—Aunque no quieras besarme, O, deja que me quede a tu lado. Quiero estar siempre a tu lado. Si tuvieras un perro, dejarías que estuviera a tu lado. Si no quieres besarme y prefieres pegarme, pégame, pero no me eches.
—Calla, Natalie, no sabes lo que dices —murmuró O en voz baja.
La pequeña, también en voz baja y abrazándose a las rodillas de O, respondió:
—Oh, sí lo sé muy bien. La otra mañana, te vi en la terraza, vi las iniciales y los morados.
Y me ha dicho Jacqueline…
—¿Qué te ha dicho?
—Dónde estuviste. O, y lo que te hacían.
—¿Te ha hablado de Roissy?
—Y también me ha dicho que tú… que tú estabas…
—¿Que yo estaba…?
—Que llevas unas anillas de hierro.
—Sí. ¿Y qué más?
—Pues que Sir Stephen te azota todos los días.
—Sí, y va a venir en seguida. Márchate, Natalie.
Natalie no se movió de su asiento, levantó la cara hacia O, y O vio la adoración que había en sus ojos.
—Enséñame, O, te lo ruego. Quiero ser como tú. Haré todo lo que me digas. Prométeme que cuando vuelvas a ese sitio que dice Jacqueline, me llevarás contigo.
—Eres demasiado joven —dijo O.
—No soy demasiado joven —gritó Natalie, furiosa—. Tengo más de quince años. No soy demasiado joven. Pregunta a Sir Stephen —porque él entraba en aquel momento.
Natalie obtuvo permiso para quedarse junto a O y la promesa de que la llevarían a Roissy. Pero Sir Stephen prohibió a O que le enseñara caricia alguna, que la besara, aunque fuera en la boca y que se dejara besar por ella. Quería que llegara a Roissy sin haber sido tocada por las manos ni por los labios de nadie. Por el contrario, ya que ella quería estar siempre con O, exigió que no se apartara de ella ni un instante, que viera cómo O acariciaba a Jacqueline y cómo le acariciaba y se entregaba a él, y cómo era azotada por él y por la vieja Nora. Los besos con que O cubría a su hermana, la boca de O sobre la boca de su hermana, hacían temblar a Natalie de celos y de odio. Pero cuando, acurrucada sobre la alfombra, en la alcoba, al pie de la cama de O, como la pequeña Dinarzade al pie de la cama de Scheherezade, veía a O atada a la balaustrada de madera retorcerse bajo la fusta, a O de rodillas recibir humildemente en la boca el grueso miembro erguido de Sir Stephen, a O, prosternada, separarse las nalgas con sus propias manos para ofrecerle el camino de su dorso, Natalie no sentía más que admiración, impaciencia y envidia.