Pasaron otros veinte minutos antes de que Mets me pidiera un informe. Le di el recuento de cadáveres y ella me dijo: «Recuérdame que no te cabree nunca». Yo me reí por primera vez desde el aterrizaje en el barro; volvía a sentirme bien, fuerte y segura. Mets me advirtió que todas aquellas distracciones habían hecho que perdiese la oportunidad de llegar a la I-10 antes del anochecer y que quizá debía empezar a pensar en dónde echar una cabezadita.
Me alejé todo lo posible del todoterreno antes de que el cielo empezase a oscurecerse y encontré un asiento bastante cómodo en las ramas de un árbol alto. Mi equipo tenía una hamaca de micro fibras normal y corriente; un gran invento, ligero, fuerte y con correas para evitar que cayeses rodando. Se suponía que las correas también servían para calmarte, para que te durmieras más deprisa… ¡Sí, claro! Daba igual que llevase casi cuarenta y ocho horas despierta, que hubiese probado todos los ejercicios de respiración que nos enseñaron en Creek, y que incluso me hubiese tragado dos de mis Baby-L
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. Se supone que sólo hay que tomar uno, pero me imaginé que eso era para los enclenques; recuerde que volvía a ser yo misma, así que pensé que podía aguantarlo y, bueno, necesitaba dormir.
Como no tenía nada que hacer ni en qué pensar, le pregunté a Mets si le parecía bien que hablásemos. ¿Quién era ella? ¿Cómo había acabado en aquella cabaña aislada en medio de territorio criollo? No tenía el acento de la zona, ni siquiera acento sureño. ¿Y por qué sabía tanto sobre el entrenamiento de los pilotos sin haber pasado por él? Yo empezaba a tener mis sospechas, empezaba a hacerme una idea general de quién era.
Mets me dijo de nuevo que más adelante tendríamos tiempo de sobra para una entrevista, pero que, en aquel momento, necesitaba dormir, que la llamase al amanecer. Noté que los L me hacían efecto entre «dormir» y «llamar»; cuando dijo «amanecer», yo ya estaba frita.
Dormí como una piedra, el cielo ya estaba iluminado cuando abrí los ojos. Había estado soñando con zetas, cómo no. Sus gemidos todavía me resonaban en el cerebro cuando me desperté y, al mirar abajo, me di cuenta de que no era un sueño: debía de haber al menos cien monstruos rodeando el árbol, levantando los brazos como locos e intentando subirse unos encima de otros para llegar hasta mí. Al menos no podían hacer eso, porque el suelo no era lo bastante sólido. No tenía munición para cargármelos a todos y, como un tiroteo habría durado lo suficiente para que apareciesen más, decidí que lo mejor era recoger mi equipo y llevar a cabo mi plan de huida.
¿
Lo tenía planeado
?
No del todo, pero nos habían entrenado para enfrentarnos a situaciones como aquélla. Es un poco como saltar desde un avión: escoges una zona de aterrizaje aproximada, te encoges y ruedas, te mantienes relajada y te levantas lo más deprisa que puedas. El objetivo es poner mucha distancia entre tus atacantes y tú. Sales corriendo, a mayor o menor velocidad, o incluso caminando deprisa; sí, nos llegaron a decir que lo considerásemos como una alternativa de bajo impacto. La idea es alejarse lo suficiente para poder pensar tu siguiente movimiento. Según el mapa, podía llegar corriendo hasta la I-10, que me localizase un helicóptero de rescate y salir de allí antes de que aquellos sacos de mierda me alcanzasen. Encendí la radio, informé de mi situación a Mets y le dije que le diese la orden a los de rescate para una recogida inmediata. Ella me pidió que tuviese cuidado; yo me agaché, salté y me rompí un tobillo con una roca sumergida.
Caí boca abajo al agua, y el frío fue lo único que evitó que me desmayase de dolor. Me levanté escupiendo y medio ahogada, y lo primero que vi fue a todo el enjambre, que iba a por mí. Mets tuvo que darse cuenta de que algo iba mal al no avisarla de que había tocado tierra a salvo; quizá me preguntara si todo iba bien, aunque no me acuerdo. Sólo recuerdo que empezó a gritar que me levantase y corriese. Intenté apoyar el tobillo roto y noté un latigazo que me recorrió la pierna y la columna. A pesar de todo, podía soportar mi peso… Grité tan fuerte que seguro que Mets me oyó por la ventana de su cabaña. «¡Sal de ahí! —me chillaba—. ¡Vamos!»
Empecé a cojear, chapoteando en dirección a la autopista con más de cien emes pegados a mi culo. Debíamos de tener una pinta graciosa, como una carrera frenética de lisiados.
Mets me gritó: «¡Si puedes apoyarte en él, puedes correr con él! ¡Ese hueso no es tan necesario! ¡Puedes hacerlo!».
«¡Pero me duele!» De verdad que lo dije, con la cara surcada de lágrimas, con los zetas detrás, corriendo detrás de su almuerzo. Llegué a la autopista, que se cernía sobre el cieno como las ruinas de un acueducto romano. Mets tenía razón al decir que era relativamente seguro; el problema era que ninguna de las dos habíamos contado ni con la herida, ni con el ejército de muertos que me perseguía. No había ninguna entrada cercana, así que tuve que avanzar cojeando hasta una de las pequeñas carreteras contiguas que Mets me había advertido que evitara. Cuando empecé a acercarme, comprendí el porqué de su aviso: había cientos de coches amontonados, destrozados y oxidados, y uno de cada diez tenía, al menos, un eme encerrado dentro. Me vieron y empezaron a gemir, de modo que el sonido se propagó por todas partes, en kilómetros a la redonda.
Mets me gritó: «¡No te preocupes por eso ahora! ¡Sube a la vía de acceso y ten cuidado con los putos pulpos!».
¿
Pulpos
?
Los que sacan los brazos por las ventanas rotas. En la carretera abierta al menos podía esquivarlos pero en la vía de acceso los tenía a ambos lados. Aquélla fue la peor parte, sin comparación: los minutos que pasé intentando subir a la autopista. Tenía que pasar entre los coches, mi tobillo no me permitía subirme encima. Las manos podridas de los zombis salían disparadas a cogerme, me agarraban del uniforme o de la muñeca, y cada bala a la cabeza me hacía perder unos segundos de los que no disponía. La pendiente de la rampa ya me estaba frenando; el tobillo me palpitaba, los pulmones me dolían y el enjambre empezaba a ganar terreno. De no haber sido por Mets…
Ella me estuvo gritando todo el tiempo: «¡Mueve el culo, puta zorra! —Empezaba a ponerse más bestia—. ¡Ni se te ocurra rendirte, ni se te ocurra joderme viva! —No se callaba, no me dejaba relajarme ni un segundo—. ¿Qué eres? ¿Una pobrecita víctima? —En aquel momento creía serlo, sabía que no podría lograrlo por culpa del cansancio, el dolor y, sobre todo, la rabia de haberla cagado de mala manera. Consideré seriamente la idea de apuntarme con la pistola, de castigarme por…, ya sabe. Y, entonces, Mets dio en el clavo; rugió—: ¿¡Acaso eres como tu madre, joder!?».
Eso lo consiguió: tiré de mi cuerpo hasta llegar a la interestatal.
Informé a Mets de que lo había conseguido y le pregunté: «¿Qué coño hago ahora?».
De repente su voz se volvió muy dulce y me dijo que mirase al cielo: un punto negro se acercaba desde el sol de la mañana, directo hacia mí, siguiendo la autopista; enseguida pude comprobar que se trataba de un UH-60. Dejé escapar un grito de alegría y solté mi bengala de emergencia.
Lo primero que vi cuando me subieron a bordo fue que era un helicóptero civil, no uno de los de rescate del gobierno. El jefe de la tripulación era un criollo grandote con una perilla tupida y gafas envolventes. Me preguntó: «¿De dónde coño has salido?». Perdón si no sé imitar bien el acento. Estuve a punto de llorar y le di un puñetazo amistoso en los bíceps, que tenían el tamaño de un muslo. Después me reí y le dije que trabajaban muy deprisa, a lo que él respondió con una mirada que dejaba muy claro que no sabía de qué le estaba hablando. Más tarde averigüé que no se trataba del equipo de rescate, sino de un puente aéreo rutinario entre Baton Rouge y Lafayette. En aquel momento no lo sabía, pero tampoco me importaba. Informé a Mets de que me habían recogido y estaba a salvo, le di las gracias por todo lo que había hecho por mí y… y para no empezar a sollozar de verdad, intenté disimular con una broma sobre que por fin íbamos a poder hacer aquella entrevista. Nunca llegó a responderme.
Parece que era una observadora aérea excepcional
.
Era una mujer excepcional.
Antes ha dicho que empezaba a tener sus «sospechas»
.
Ningún civil, ni siquiera un observador aéreo veterano, podía saber tanto sobre lo que significa tener estas alas. Aquella mujer tenía demasiados conocimientos, estaba demasiado informada, sabía el tipo de cosas a las que sólo tenía acceso alguien que hubiese pasado por lo mismo.
Entonces, ¿cree que era piloto
?
Sin duda; no de las fuerzas aéreas, porque la habría conocido, pero quizá de los marines o la armada. Ellos habían perdido tantos pilotos como las fuerzas aéreas en misiones de reabastecimiento, como la mía, y ocho de cada diez no habían aparecido. Seguro que ella se había enfrentado a una situación similar, había tenido que saltar de su avión, había perdido a su tripulación y puede que incluso se culpase por ello, como yo. De algún modo, había encontrado aquella cabaña y se había pasado el resto de la guerra convertida en una observadora de puta madre.
Eso tiene sentido
.
¿A que sí?
[Se produce una pausa incómoda. La miro a la cara, esperando a que siga.]
¿Qué?
Nunca la encontraron
.
No.
Ni la cabaña
.
No.
Y en Honolulú no consta ningún observador aéreo con el apodo de Fan de los Mets
.
Ha hecho los deberes.
Pues…
Seguramente también habrá leído mi informe de seguimiento, ¿verdad?
Sí
.
Y la evaluación psíquica que añadieron después de mi parte oficial.
Bueno…
Bueno, pues es una mierda, ¿vale? ¿Qué más da que todo lo que me dijera fuera información que yo ya sabía? ¿Qué más da que el equipo psiquiátrico «afirme» que mi radio estaba rota antes de caer al barro? ¿Y qué coño importa que Mets sea diminuto de Metis, la madre de Atenea, la diosa griega de los tempestuosos ojos grises? Sí, los loqueros se lo pasaron bomba con eso, sobre todo cuando «descubrieron» que mi madre creció en el Bronx.
¿
Y ese comentario que hizo Mets sobre su madre
?
¿Quién coño no tiene problemas con su madre? Si Mets era piloto, le gustaría arriesgar por naturaleza. Sabía que había muchas probabilidades de acertar si mencionaba a «mamá»; conocía el riesgo y probó suerte… Mire, si pensaban que había sufrido una crisis nerviosa, ¿por qué me permitieron seguir volando? ¿Por qué me dejaron conservar este trabajo? Puede que Mets no fuese piloto, quizá hubiese estado casada con uno, quizá había querido serlo pero nunca llegó tan lejos como yo. Quizá no fuese más que una voz asustada y solitaria que hizo todo lo que pudo por ayudar a otra voz asustada y solitaria, para evitar que acabase como ella. ¿A quién le importa quién era o quién es? Estaba allí cuando la necesitaba y seguirá estando conmigo durante el resto de mi vida.
[Se llama Kost, «el hueso», y lo que le falta de belleza lo compensa más que de sobra con su fuerza. Este
hrad
gótico del siglo catorce parece surgir de sus cimientos de roca sólida y proyecta una sombra intimidatoria sobre el valle Plakanek, una imagen que David Alien Forbes está deseando capturar con lápiz y papel para su segundo libro,
Castillos de la Guerra Zombi: El continente
. El ilustrador inglés está sentado bajo un árbol, y su ropa de retales, junto con la larga espada escocesa que porta, se suman al aire artúrico del paisaje. Cambia abruptamente de personalidad cuando llego: de artista sereno pasa a ser un narrador muy nervioso.]
Cuando digo que el nuevo mundo no tiene nuestra historia de fortificaciones fijas, sólo me refiero a Norteamérica. Naturalmente, a lo largo del Caribe tenemos las fortalezas costeras de los españoles y las que los franceses construyeron en las Antillas Menores. También están las ruinas incas en los Andes, aunque nunca sufrieron asedios directos
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. Además, cuando digo Norteamérica, no incluyo las ruinas mayas y aztecas de México…, el tema de la batalla de Kukulcán, aunque supongo que ahora eso es Toltec, ¿no?, donde unos tíos lograron retener a un montón de zetas en los escalones de esa pirámide gigantesca. Así que, cuando digo nuevo mundo, en realidad me refiero a los Estados Unidos y Canadá.
Eso no es un insulto, entiéndame; no lo tome como tal, por favor. Tanto su país como Canadá son naciones jóvenes, no tienen la historia de anarquía institucional que sufrimos los europeos después de la caída de Roma. Siempre han tenido gobiernos nacionales estables con el poder necesario para hacer cumplir la ley y el orden.
Sé que no fue así durante su expansión hacia el Oeste o durante la Guerra Civil, y, por favor, no crea que descarto las fortalezas anteriores a esa guerra o las experiencias de quienes las defendieron. Me gustaría visitar algún día el Fuerte Jefferson; he oído que los supervivientes pasaron por toda una experiencia. Sólo digo que, en la historia de Europa, hemos tenido casi un milenio de caos en el que, a veces, el concepto de seguridad física se acababa en las almenas del castillo de tu señor. ¿Tiene sentido? Creo que no me explico bien, ¿podemos empezar de nuevo?
No, no, va bien. Continúe, por favor
.
Quitará todas mis chifladuras, ¿verdad?
Eso es
.
Pues vale. Castillos. Bueno… No quiero exagerar su importancia en el conjunto de la guerra ni por un segundo. De hecho, si los compara con otro tipo de fortificaciones fijas, las modernas, modificadas y demás, su contribución parece insignificante, a no ser que sea usted como yo y siga vivo gracias a dicha contribución.
Eso no quiere decir que una fortaleza poderosa fuese por naturaleza nuestra salvación. Para empezar, tiene que entender la diferencia fundamental entre un castillo y un palacio. Muchos de los llamados castillos no eran en realidad más que hogares enormes e impresionantes, o se habían convertido en eso después de que su valor defensivo quedase obsoleto. Lo que antes fueran bastiones inexpugnables, ahora tenían tantas ventanas en la planta baja que se habría tardado un siglo en tapiarlas de nuevo. Se estaba más seguro en un edificio de pisos moderno, si se le quitaban las escaleras. En cuanto a esos palacios que se construyeron como símbolos de estatus social, lugares como Chateau Ussé o el «Castillo» de Praga, no eran más que trampas mortales.