No era el caso de las generaciones que nos precedían…, nuestros padres y abuelos…, los que vivieron con el fantasma de una invasión real, sabiendo que la alarmas podían sonar en cualquier momento, que las luces podían apagarse, y que, entonces, los banqueros, maestros y taxistas tendrían que coger las armas y luchar para defender su hogar. Sus corazones y mentes siempre estaban vigilantes, y, al final, fueron ellos, no nosotros, los que levantaron el espíritu nacional.
Sigo insistiendo en hacer una expedición al Norte, pero siempre me rechazan diciendo que todavía queda mucho por hacer en casa. El país sigue en un estado desastroso. También tenemos nuestros compromisos internacionales, sobre todo la repatriación de nuestros refugiados a Kyushu… [Suelta un bufido.] Esos japos nos deben una muy gorda.
No estoy pidiendo un reconocimiento completo, sólo pido un helicóptero, un bote de pesca; sólo pido que abran las puertas de Panmunjom y me dejen entrar a pie. Sin embargo, me ponen pegas: «¿Qué pasa si activas una trampa explosiva? ¿Y si es nuclear? ¿Y si abres la puerta de una ciudad subterránea y veintitrés millones de zombis salen en estampida?». No niego el mérito de sus argumentos, porque sé que la Zona está llena de minas. El mes pasado, un avión de carga que se acercaba a su espacio aéreo fue derribado por un misil tierra-aire. Lo había lanzado un modelo automático, de ésos diseñados como arma de venganza en caso de que ya no quede nadie vivo.
La opinión mayoritaria es que evacuaron a la población y la llevaron a sus complejos subterráneos. Si eso es cierto, nuestras estimaciones sobre el tamaño y la profundidad de esos complejos eran muy poco precisas. Quizá todos los habitantes estén bajo tierra, preparando interminables proyectos bélicos, mientras su Gran Líder sigue anestesiándose con licor occidental y pornografía estadounidense. ¿Sabrán al menos que ya ha acabado la guerra? ¿Les han mentido sus líderes, otra vez, diciéndoles que el mundo que conocían ha desaparecido? Puede que el alzamiento de los muertos fuese algo bueno para ellos, una excusa para apretar más el yugo en una sociedad construida sobre la obediencia ciega. El Gran Líder siempre quiso ser un dios viviente y, ahora, como señor no sólo de la comida de la que se alimenta su gente y del aire que respira, sino también de la mismísima luz de sus soles artificiales, quizá su retorcida fantasía se haya hecho por fin realidad. A lo mejor ése era el plan original, y algo salió muy mal. Mire lo que pasó con la «ciudad de los topos» en los subterráneos de París. ¿Y si eso fue lo que ocurrió en Corea del Norte, pero en todo el país? Quizá esas cavernas contengan veintitrés millones de zombis, autómatas escuálidos aullando en la oscuridad y esperando a que los suelten.
[La vieja foto de Kondo Tatsumi muestra a un adolescente delgaducho de ojos rojos y apagados, con acné y unas mechas rubias que le surcan el pelo sucio. El hombre con el que hablo no tiene pelo. Está afeitado, bronceado y musculoso, y su mirada clara y penetrante no se aparta en ningún momento de mis ojos. Aunque sus modales son cordiales y está de buen humor, este monje guerrero conserva la compostura de un depredador en reposo.]
Yo era un
otaku
. Sé que el término ha llegado a significar muchas cosas distintas para mucha gente, pero para mí simplemente significaba forastero. Muchos estadounidenses, sobre todo los jóvenes, debían de sentirse atrapados por la presión social, como le pasa a todos los humanos. Sin embargo, si he entendido bien su cultura, ustedes alientan el individualismo; veneran al «rebelde», al «picaro», a los que se mantienen a una distancia orgullosa de las masas. Para ustedes, el individualismo es motivo de honor; para nosotros, es la marca de la vergüenza. Vivíamos, sobre todo antes de la guerra, en un laberinto complejo de juicios externos que nos parecía infinito. Tu apariencia, tu forma de hablar, todo desde tu profesión a la forma en que estornudabas, tenía que planificarse y orquestarse para seguir la rígida doctrina de Confucio. Algunos tenían la fuerza, o la falta de fuerza, suficiente para aceptar esa doctrina. Otros, como yo, decidíamos exiliarnos a un mundo mejor; ese mundo era el ciberespacio, y estaba diseñado para el
otaku
japonés.
No puedo opinar sobre el sistema educativo estadounidense, ni sobre ningún otro sistema educativo del mundo, pero el nuestro se basaba casi por completo en la memorización de datos. Desde el primer día que entraban en un aula, los niños japoneses recibían toneladas de datos y cifras que no tenían aplicación práctica en la vida diaria. Esos datos carecían de componente moral, contexto social o vínculo humano con el mundo exterior; cuando los dominabas, ascendías, y ésa era su única razón de ser. A los niños japoneses del periodo anterior a la guerra no se les enseñaba a pensar, sino a memorizar.
Seguro que entiende por qué esta educación se prestaba fácilmente a la existencia en el ciberespacio. En un mundo de información sin contexto, donde la posición social se determinaba en función de quién lograba y poseía los datos, los de mi generación podíamos gobernar como dioses. Yo era
sensei
, dominaba cualquier búsqueda, ya fuese descubrir el grupo sanguíneo del gabinete del primer ministro, los recibos fiscales de Matsumoto y Hamada
[51]
, o la ubicación y condiciones de todas las espadas
shin-gunto
de la Guerra del Pacífico. No tenía que preocuparme por mi aspecto, ni por la etiqueta social, ni por mis notas, ni por mis perspectivas de futuro. Nadie podía juzgarme, nadie podía hacerme daño. En aquel mundo yo era poderoso y, lo que es más importante, ¡estaba a salvo!
Cuando la crisis llegó a Japón, mi camarilla, como todas las demás, se olvidó de sus obsesiones anteriores y dedicó todas sus energías a los muertos vivientes; estudiamos su fisiología, su comportamiento, sus debilidades y la respuesta global a su ataque contra la humanidad. Este último tema era la especialidad de mi camarilla: la posibilidad de contención dentro de las islas japonesas. Recogí estadísticas sobre población, redes de transporte y doctrina policial, y lo memoricé todo, desde el tamaño de la flota mercante japonesa a cuántas balas podía llevar el fusil de asalto tipo 89 del ejército; ningún dato era lo bastante insignificante o secreto. Teníamos una misión y apenas dormíamos. Cuando por fin suspendieron las clases, tuvimos la oportunidad de estar conectados prácticamente las veinticuatro horas del día. Yo fui el primero en entrar en el disco duro personal del doctor Komatsu y leer los datos sin editar, una semana antes de que presentase sus descubrimientos al Diet. Fue un éxito; sirvió para elevar mi estatus entre unas personas que ya de por sí me adoraban.
¿
Fue el doctor Komatsu el primero que recomendó la evacuación
?
Sí. Había estado compilando los mismos datos que nosotros. Sin embargo, mientras nosotros los memorizábamos, él los analizaba. Japón era una nación superpoblada: ciento veintiocho millones de personas metidas en menos de trescientos setenta mil kilómetros cuadrados de islas montañosas o urbanizadas en exceso. El bajo índice de criminalidad japonés hacía que tuviésemos una de las fuerzas policiales relativamente más pequeñas y menos armadas del mundo industrializado. Japón era, además, un estado casi desmilitarizado. A causa del «protectorado» estadounidense, nuestras fuerzas militares defensivas no habían entrado en combate desde 1945. Ni siquiera las tropas simbólicas que se desplegaron en el Golfo llegaron a ver acción de verdad y se pasaron casi toda la ocupación detrás de los muros de su recinto aislado. Teníamos acceso a toda aquella información, pero no los medios para ver hacia dónde señalaba, así que nos cogió por sorpresa que el doctor Komatsu declarase públicamente que la situación no tenía remedio y que teníamos que evacuar Japón de inmediato.
Debió de ser aterrador
.
¡En absoluto! Disparó un estallido de actividad frenética, una carrera para descubrir dónde se reasentaría la población. ¿Sería en el sur, en los atolones de coral del centro y el sur del Pacífico, o iríamos al norte para colonizar las Kuriles, Sajalín o incluso a algún lugar de Siberia? El que averiguase la respuesta sería el
otaku
más importante de la historia.
¿
Y no le preocupaba su seguridad personal
?
Claro que no. Japón estaba condenado, pero yo no vivía en Japón, sino en un mundo de información libre. Los
siafu
[52]
, porque así es como llamábamos a los infectados, no eran algo que temer, eran algo que estudiar. Ni se imagina lo desconectado que estaba. Todo se combinaba para aislarme por completo: mi cultura, mi educación y, después, el estilo de vida
otaku
. Aunque evacuasen Japón, aunque destruyesen Japón, yo estaría a salvo contemplándolo todo desde la cima de mi montaña digital.
¿
Y sus padres
?
¿Y mis padres? Aunque vivíamos en el mismo piso, nunca había charlado de verdad con ellos. Seguro que creían que estaba estudiando; incluso después de cancelar las clases, les decía que tenía que preparar exámenes, y ellos nunca lo pusieron en duda. Mi padre y yo rara vez hablábamos. Mi madre me dejaba todas las mañanas una bandeja con el desayuno delante de la puerta y, por las noches, me dejaba la cena. La primera vez que no me dejó la bandeja, no me preocupé. Me desperté esa mañana, como siempre; me masturbé, como siempre; me conecté a Internet, como siempre. No empecé a tener hambre hasta mediodía. Odiaba tener aquellas sensaciones, hambre, fatiga o, lo que es peor, deseo sexual, porque no eran más que distracciones físicas que me molestaban. Me aparté a regañadientes del ordenador y abrí la puerta del dormitorio, pero no había comida. Llamé a mi madre; no hubo respuesta. Fui hacia la zona de la cocina, cogí un poco de ramen crudo y volví corriendo a mi escritorio. Por la noche hice lo mismo, y también a la mañana siguiente.
¿
Nunca
se
preguntó dónde estarían sus padres
?
Sólo me importaba por los preciados minutos que perdía alimentándome solo. En mi mundo estaban pasando demasiadas cosas emocionantes.
¿
Y los otros
otaku? ¿
No hablaban sobre sus miedos
?
Compartíamos datos, no sentimientos, ni siquiera cuando empezaron a desaparecer. Me daba cuenta de que alguien había dejado de responder a los correos o que otro no había publicado ninguna entrada desde hacía tiempo. Veía que no se habían conectado en todo el día o que sus servidores ya no estaban activos.
¿
Y eso no lo asustaba
?
Me fastidiaba: no sólo estaba perdiendo una fuente de información, estaba perdiendo a alguien que, más adelante, podría elogiar la mía. Publicar una nueva trivialidad sobre los puertos de evacuación japoneses y tener cincuenta respuestas en vez de sesenta me resultaba ofensivo; después, esas cincuenta respuestas se convirtieron en cuarenta y cinco, después en treinta…
¿
Cuánto tiempo duró eso
?
Unos tres días. La última entrada, de otro
otaku
de Sendai, decía que los muertos salían del Hospital Universitario de Tokohu, en el mismo
cho
que su apartamento.
¿
Y eso no le preocupó
?
¿Por qué? Yo estaba demasiado ocupado intentando averiguarlo todo sobre el proceso de evacuación. ¿Cómo lo iban a llevar a cabo? ¿Qué organizaciones del gobierno participaban? ¿Estarían los campamentos en Kamchatka, en Sajalín o en ambos sitios? ¿Y qué era aquello de la ola de suicidios que barría el país?
[53]
Tantas preguntas y tantos datos que recoger… Me maldije por tener que dormir aquella noche.
Cuando me desperté, la pantalla estaba en blanco. Intenté conectarme; nada. Intenté reiniciar; nada. Me di cuenta de que estaba con la batería de reserva. No me suponía un problema, porque tenía energía suficiente para diez horas de uso continuado. También vi que mi señal estaba a cero, y eso ya no me lo podía creer. Kokura, como el resto de Japón, tenía una red inalámbrica de última generación que, en teoría, era a prueba de fallos. Podía caerse un servidor, quizá incluso unos cuantos, pero ¿toda la red? Pensé que tenía que ser mi ordenador, no quedaba más remedio. Saqué mi portátil e intenté conectarme, pero no había señal. Solté una imprecación y me levanté para decirles a mis padres que tenía que usar su ordenador; entonces vi que no estaban en casa. Frustrado, intenté llamar por teléfono al móvil de mi madre; como era un teléfono inalámbrico, dependía de la red eléctrica. Probé con mi móvil; no daba señal.
¿
Sabe qué les pasó
?
No, ni siquiera ahora; no tengo ni idea. Sé que no me abandonaron, de eso estoy seguro. Quizá cogieran a mi padre en el trabajo, y mi madre quedase atrapada cuando iba a comprar comida. Puede que los perdiera juntos, cuando iban o venían de la oficina de reubicación. Les pudo pasar cualquier cosa. No había ninguna nota, nada. He estado intentando averiguar qué les sucedió desde entonces.
Regresé al dormitorio de mis padres, sólo para asegurarme de que no estaban allí, y probé de nuevo los teléfonos. Todavía no me había asustado, lo tenía todo bajo control. Intenté conectarme a Internet otra vez. ¿No es curioso? Sólo podía pensar en volver a escaparme, en regresar a mi mundo y sentirme a salvo. Nada. Ahí comenzó el pánico. «Ahora —grité, con la esperanza de hacer funcionar el ordenador por pura fuerza de voluntad—. ¡Ahora, ahora, ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!»
Aporreé el monitor, me desgarré los nudillos, y la visión de mi sangre me aterró. Nunca había hecho deporte de pequeño, nunca me había herido; aquello me superaba, así que cogí el monitor y lo tiré contra la pared. Estaba llorando como un bebé, gritando, hiperventilándome. Empecé a volverme loco y a vomitar por el suelo; después me levanté y caminé tambaleándome hasta la puerta principal. No sé qué buscaba, sólo que tenía que salir; abrí la puerta y contemplé la oscuridad.
¿
Intentó llamar a la puerta de algún vecino
?
No, ¿no es extraño? Mi ansiedad social era tan enorme que, incluso en el momento cumbre de mi crisis nerviosa, arriesgarme al contacto personal seguía pareciéndome tabú. Di unos pasos, resbalé y caí en algo blando. Estaba frío y resbaladizo, y lo tenía por las manos y la ropa; apestaba, todo el pasillo apestaba. De repente oí un ruido bajo y regular, como arañazos, como si algo se arrastrase por el pasillo hacia mí.